Por Manuel
Cañada
El 27 de septiembre de 1975, José Luis Sanchez-Bravo, Xosé
Humberto Baena, Ramón García, Ángel Otaegui y Juan Paredes Manot
“Txiki”, fueron asesinados por el gobierno de Franco. Se trataba
de cinco jóvenes militantes, los tres primeros formaban parte
del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) y los
dos últimos, de ETA.
“Presiento que tras la noche
vendrá la noche más larga,
quiero que no me abandones
amor mío, al alba”.
Como casi todo el mundo sabe, “Al alba” es una hermosa y popular
canción de Luis Eduardo Aute. Lo que sin embargo desconoce la
gran mayoría es que esta composición no es originalmente una
balada romántica, sino una canción de rabia y de esperanza,
escrita en los días previos a las cinco últimas ejecuciones del
franquismo. Pero, desde entonces, la amnesia de la transición
nos ha ido arrullando y, en este caso, ha transformado el grito
de fraternidad colectiva en un cántico privado de amor en
pareja.
El 27 de septiembre de 1975, José Luis Sanchez-Bravo, Xosé
Humberto Baena, Ramón García, Ángel Otaegui y Juan Paredes Manot
“Txiki”, fueron asesinados por el gobierno de Franco. Se trataba
de cinco jóvenes militantes, los tres primeros formaban parte
del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) y los
dos últimos, de ETA.
Por esas fechas, el franquismo da sus últimas boqueadas. La
creciente movilización obrera y estudiantil, el aislamiento
internacional del régimen o la revolución de los claveles en
Portugal, todo parece remar a favor de una salida democrática.
Pero el búnker y las élites son muy conscientes de lo que se
juegan. Lo había dicho Carrero Blanco con precisión: “el
Caudillo ha considerado conveniente y oportuno dejarlo todo
atado y bien atado”. Y el General Iniesta Cano, director de la
Guardia Civil, lo remachó con fervor cuasi-religioso: “¡El
franquismo no podrá nunca desaparecer porque Dios no quiere que
termine en España, y después de Franco el franquismo seguirá por
los siglos, porque España, que es eterna y tiene eterno destino
en lo universal, necesita del franquismo!”.
Las condenas a pena de muerte para los cinco jóvenes
antifascistas levantan una oleada de indignación y solidaridad.
Las peticiones de indulto y clemencia llegan desde todos los
rincones del mundo. Las manifestaciones se extienden por las
principales capitales de Europa, Olof Palme recoge dinero para
las familias de los condenados, el Papa Pablo VI solicita por
tres veces la conmutación de la pena, hasta Nicolás Franco,
hermano del dictador, se dirige a su excelencia para implorar
piedad: “Tú eres un buen cristiano, después te arrepentirás”.
Pero, para los buitres del régimen, para quienes han alzado sus
posiciones de poder económico, político o social al amparo de la
dictadura, el futuro viene con hambre atrasada. Hambre de miedo,
hambre de crimen. El poder quiere dar un escarmiento, quiere
demostrar que no le temblará la mano, que está presto a reprimir
las ansias de libertad y justicia con la ferocidad que sea
necesaria.
Como nos recuerda el historiador Juan Andrade, “el miedo fue el
éter de la transición”. En los últimos años, la dictadura ya ha
ido regando de sangre todo el país, respondiendo a una
movilización social ascendente. Los albañiles de Granada o de
Madrid, los trabajadores de la Seat en Barcelona o los de la
Bazán en El Ferrol han sido testigos de la naturaleza asesina
del régimen. Los nombres de Pedro Patiño, Manuel Fernández
Márquez o Salvador Puig Antich evocan la alevosía de aquellos
años, la esencia criminal del franquismo.
Hijo, abrígate bien.
Y ponte la bufanda.
No vayas a coger alguna bala en los pulmones.
Que no está el tiempo bueno todavía.
Esto escribe Jesús López Pacheco, retratando con sarcasmo la
brutalidad de ese tiempo. No, la transición no fue la comedia
que Imanol Arias y Ana Duato representan en Cuéntame. Los
fascistas de aquí y los de fuera, los reaccionarios locales y
los de la red Gladio, mataron, urdieron y reprimieron mucho,
aunque los pusilánimes y aprovechados Alcántara no quieran
recordarlo.
Txiki, un vasco de Extremadura
Uno de aquellos cinco jóvenes era Juan Paredes Manot. Era
conocido como Txiki (pequeño) por su baja estatura, 1´52 metros.
Había nacido en Zalamea de la Serena, provincia de Badajoz;
allí vivió hasta los diez años, cuando se fue junto a sus
padres y sus cinco hermanos a Euskadi. Con posterioridad, ya en
el País Vasco, nacerían otros dos hermanos. Sus padres eran
pastores y emigraron, como otros 800.000 extremeños, harto de
hambre, de miseria y de caciques. El padre, primero fue a
Cataluña y dos años después se trasladaría a Zarautz, donde
comenzó a trabajar en una fábrica de muebles; moriría muy joven,
a los 43 años y eso dificultó todavía más que la familia saliera
adelante. La madre trabajaba sirviendo en el comedor de los
franciscanos y además lavando ropa; entre los destinatarios de
su trabajo de lavandería se encontraba la reina Fabiola, que
tenía en Zarautz una de sus residencias de verano. Por su parte,
Txiki empezó a trabajar muy pronto, primero en Plásticos
Eizaguirre y después en una empresa de muebles.
Zalamea de la Serena, el pueblo de la familia de Txiki, fue el
más castigado por la emigración de entre todos los que componen
la comarca de Castuera, zona de la que, entre 1960 y 1975, se
fue el 45% de la población. Sólo en ese periodo, 1414 vecinos de
Zalamea, emigraron al extranjero, especialmente a Alemania. Y
dentro de España, el destino preferente para una parte de la
emigración extremeña fue Euskadi. En concreto a Zarautz llegaron
cerca de 700 personas de la región. Al día de hoy, el 10% de la
población es de origen extremeño, constituyendo la comunidad
más numerosa de cuantas han llegado a esta localidad vasca.
Paro, penuria y humillación, ese es el panorama para centenares
de miles de campesinos sin tierra de Extremadura. “En la plaza,
alguien entra a caballo, y un jornal como un hueso va y les tira
una mano”. Luis Álvarez Lencero lo retrata extraordinariamente
en su poema “Los parados”, escrito a finales de los años 60 y
profetiza:
En la plaza del pueblo
Sólo hay hombres parados.
El día que revienten
Nadie podrá contarlo.
Txiki se integra en el trabajo y en la sociedad de acogida. Por
ejemplo, forma parte del club de montaña en Zarautz y vive el
proceso de concienciación como un integrante más de la juventud
vasca. Es en ese contexto de represión y de politización en el
que se incorpora a ETA. Son los tiempos del proceso de Burgos:
la movilización social ha logrado la conmutación de las penas de
muerte y la victoria política hace que muchos jóvenes se
incorporen a esa organización armada en expansión. La ETA de
aquellos años poco tiene que ver con su evolución posterior, con
el despojo de locura y barbarie en el que acabará convirtiéndose
en muy poco tiempo. Txiki pertenece a ETA político-militar, la
rama que aboga por desvincularse del salvaje atentado de la
calle Correos y que defiende una solución política al conflicto
vasco.
Txiki abraza la causa abertzale pero sin olvidarse nunca de los
“pueblos oprimidos de España”. Su compañero de militancia en la
clandestinidad, José Manuel Bujanda, Bixar, lo recordará años
más tarde. “Él se sentía más revolucionario, quizá sus
referencias estaban en el Ché Guevara, en la revolución cubana,
argelina. Yo era más de
casa”. “Probablemente, palabras como lehendakari,
jaurlaritza, Aguirre… las escuchó por primera vez de mí”. Txiki
lo sabe bien, para los señoritos invocar la patria es la forma
más rentable de defender los privilegios. Uno es de donde vive,
ama y lucha.
El 30 de julio de 1975, Txiki es detenido en Barcelona. Se le
relaciona con la muerte del cabo de la policía nacional Ovidio
López, durante un atraco en una oficina del Banco de Santander.
Txiki niega en todo momento su participación en esa acción. En
58 días será detenido, torturado, juzgado, sentenciado y
fusilado. Ante el Tribunal Militar, afirma en el turno de última
palabra: “En este consejo de guerra no sólo se me ha juzgado a
mí, se ha juzgado también al País Vasco y a todos los pueblos de
España”.
A Antonia María, su madre, sólo le permiten verle un momento
tras el consejo de guerra sumarísimo. La madre le pregunta, ante
las señales visibles de tortura:
-“Jon, ¿cómo tienes el cuerpo, mi niño, qué te han hecho?
Ama, venía uno a torturarme y ¿sabes lo que me decía? Vasco
extremeño, qué duro eres, que no has dicho ni un nombre. ¿Yo,
cómo iba a dar un nombre? Por mí no cayó ni uno. Pero no te
apures porque tenga el cuerpo negro. Vas a perder un hijo,
pero vas a ganar muchos en Euskadi”
Aquella noche Txiki no durmió. Ni lo hicieron tampoco el hermano
y los abogados, que le acompañaron durante esas últimas horas y
testimonian que el condenado mantuvo una enorme entereza. Lo
relata Carlos Fonseca en “Mañana cuando me maten”, un libro que
trata sobre las últimas ejecuciones del franquismo. A medianoche
escribió su testamento dirigido “al pueblo vasco y a todos los
pueblos de España”. En él abogaba por continuar la lucha hasta
alcanzar el objetivo de una Euskadi libre y socialista, “único
medio de terminar con la explotación del hombre por el hombre”.
Opresión, explotación y pueblo son las palabras que palpitan en
ese último aliento, ya ante los vertiginosos ojos de la muerte.
El escrito termina con un “Viva la solidaridad de los pueblos
oprimidos”.
El fallo es comunicado a los abogados a las cinco de la
madrugada. A partir de ese momento tienen dos horas para alegar.
Según Magda Oranich, una de las abogadas, dos de los cinco
militares integrantes del consejo de guerra habrían votado en
contra de la pena de muerte. Pero el crimen estaba temblando en
un papel desde hacía ya más de un mes. Las alegaciones se
presentan a las siete de la mañana, pero no sirve de nada. El
pelotón de ejecución espera a Txiki, que ha reclamado no ser
ajusticiado mediante garrote vil. Atado de pies y manos será
fusilado delante de su hermano y de los abogados. En el anverso
de una fotografía suya dedicada a sus hermanos pequeños ha
dejado escrito. “Mañana, cuando yo muera, no me vengáis a
llorar. Nunca estaré bajo tierra, soy viento de libertad”.
Que no nos cuenten más cuentos
Hasta aquí el recuerdo del crimen, de los crímenes. Aquellas
condenas ilegítimas no han sido revisadas ni anuladas, ni
quienes las firmaron han respondido por ello. La amnesia
inducida desde el poder se apresuraría a echar zahorra para
esconder éste y otros muchos episodios sangrientos. Tocaba poner
en pie el mito de la transición. “Todo
proyecto político de país necesita de un mito fundacional que lo
legitime”, afirma Juan Andrade. En los 80 se levantó
una “identidad nacional renovada sobre dos bases: modernización económica y
una identificación colectiva con la Transición”.
Tocaba amnesia y tocaba anestesia, el consenso, los padres de la
patria, la movida. Rafael Chirbes lo expresaba con ironía: “Yo
recuerdo irme a Marruecos en el 77 a trabajar y volver en el 79.
Había dejado a mis amigos con la velita cantando La Estaca de
Lluís Llach y cuando volví estaban metidos en La Movida cantando
lo de mi chica en el hipermercado y el hombre lobo en París”.
Y después, vino todo lo demás: el pacto entre los arribistas de
ambos bandos, el rey bonachón que nos salva del golpe de Tejero,
la OTAN de permanencia sí, el ingreso en la Unión Europea, el
neoliberalismo como política intocable.
En los últimos años, otra vez se oye hablar de transición, de
nueva transición. Y otra vez vuelve el miedo, aunque ahora lo
que se agita no son los cuarteles sino la Bolsa y las agencias
de calificación financieras. Y a ratos, parece que otra vez
quisieran mecernos con cuentos, taponar el futuro con cuentos,
sellarnos la boca y los ojos, otra vez, con cuentos.
¡Maldito baile de muertos, pólvora de la mañana! Hay que
rescatar la memoria, que esta vez no venza el miedo.
Fuente:
Kaosenlared