Corría el año de 1964 y terminaba la temporada taurina en Madrid. Yo
había comenzado a trabajar en una oficina muy cerca de la cárcel
«modelo» de mujeres de Ventas, cerca de la Plaza de toros, inauguradas
en 1931. El nombre de «Ventas», proviene de las tabernas, colmados y
ventas de «entresijos y gallinejas», que se encontraban después de
pasar el puente del Abroñigal, camino de Aragón y del cementerio,
conocidas por «Las del Espíritu Santo».
Por mis ocupaciones —recados y más recados, callejeando por Madrid—,
pasaba a menudo por delante de la cárcel de mujeres. Se encontraba en
la calle del Marqués de Mondéjar, entre Rufino Blanco y Maestro
Alonso. Sus muros me impresionaban. Suponía que dentro estaban las
malas mujeres y fuera las buenas. Más tarde comprobé que no era así;
que ni todas las mujeres malas estaban dentro, ni todas las que
estaban dentro eran malas, sino todo lo contrario. Había sido
construida en 1931 por Victoria Kent, para 450 reclusas, con el
objetivo de dignificar a las mujeres condenadas a prisión y favorecer
su reinserción. Cuando yo pasaba por allí, albergaba a más de cuatro
mil presas, en su mayoría políticas, condenadas por el franquismo. Las
«Trece Rosas», salieron de esta prisión para ser fusiladas en las
tapias del cementerio del Este.
Todo era gris: puertas y cerrojos, ventanas y cancelas, salvo los
uniformes de los guardias civiles, de charol y verde luto. Al medio
día, cuando regresaba a casa para comer, se escuchaban las risas de
las mujeres, que, en la azotea, tendían ropa en cuerdas cruzadas entre
barrotes. Recuerdo ver sobre el pretil a las mujeres asomadas con
batas grises. Una de esas mujeres es la protagonista de lo que voy a
contar.
Esta historia, que pudo haber sido, se desarrolló, como otras, en mi
barrio. Todo comenzó el lunes 12 de octubre, a las nueve de la mañana,
cuando apareció, en la habitación de un hotel en la calle de Don Ramón
de la Cruz, el cadáver de un hombre, muerto en extrañas
circunstancias. Era torero y el día anterior había debutado en la
Plaza de Toros de las Ventas. Tenía 20 años, procedía de un pueblo de
la provincia de Toledo, de familia humilde y llevaba viviendo en
Madrid dos años, en una casita del cercano barrio de la Guindalera.
Había sido muerto de una estocada.
El «mozo de espadas» había descubierto el cuerpo sin vida del torero.
Según contó a la policía —desplazada desde la comisaría de la calle
Cardenal Belluga—, al pasar al cuarto para despertarle, noto demasiado
silencio y oscuridad —toreaban esa misma tarde en Toledo— y se le heló
el alma, según sus palabras, cuando le vio tendido sobre la cama y con
el estoque clavado en el pecho. La autopsia que se le practicó,
evidenció que «El fallecido, estando tumbado, en posición decúbito
supino, recibió una estocada en el lado izquierdo del tórax, que le
provocó una herida penetrante, asestada desde arriba y directa, que le
partió el corazón, que quedó abierto como un libro»; y no se detectaba
ningún otro signo de violencia. Faltaba el billetero con la
documentación y un reloj de oro, marca «Citizen», que le había
regalado un seguidor aquella misma tarde.
Los investigadores, por orden del juez de instrucción, procedieron a
revisar el libro de huéspedes del hotel y tomar declaración a todos,
junto con los miembros de la cuadrilla y el apoderado. El día
anterior, yo le había visto triunfar desde la «Andanada del 7». Cortó
una oreja a su primer toro; un cárdeno noble de 550 Kilos, de la
ganadería de los «Hermanos Leiro». Como es habitual tras el triunfo,
amigos y aficionados acudieron al hotel a felicitarle y de paso tomar
una copita de gratis. Entre los llegados, destacaba la que resultó ser
María Dolores de Colmenar, natural y domiciliada en Sonseca, Toledo.
El atestado de la policía, acusaba a María Dolores de Colmenar de
asesinato, y venía a decir que: Cuando todos los invitados habían
abandonado la habitación, la tal María Dolores, se quedó rezagada y
una vez solos, se ofreció al torero, para mantener relaciones
indecorosas. El muchacho se dejó llevar por la situación y le dijo que
tenía que ducharse. Mientras tanto, la mujer se desvistió y se puso la
montera torera y el capote de seda sobre su cuerpo desnudo. Una vez
que el torero entró en la habitación, tras la ducha, comenzaron los
tocamientos y los juegos. Ella le ató a la cama y vendó los ojos con
la pañoleta y en esa posición, con el estoque de matar en la mano,
ella o con la ayuda de otros le mató. Tras su detención, el juez
decretó su ingreso en la prisión.
Días más tarde, apareció en escena otro personaje. Se presentó en la
comisaría de Buenavista, José María López «Azafrán de Consuegra»,
confesándose autor de los hechos. Vivía en concubinato temporal con
María Dolores. Quería torear en Toledo ese día 12 de Octubre, pero en
los carteles había un nombre que el no quería leer; el del torero al
que había dado muerte. Poco era como había atestado la policía, pero
en el juicio, quedaron probados los siguientes hechos
José María, convenció a su compañera para que ésta entrara en la
habitación del hotel, consiguiera atar y amordazar a su compañero de
profesión y abriera la puerta de la habitación, facilitándole la
entrada de forma subrepticia, para «ajustar las cuentas» con el que
era «mejor torero y mejor plantao». Habían compartido noches de luna
clara por los cercados y siempre había sido superado por valor y
torería. Quedó probado, que la mujer desconocía las intenciones que
tenía José María de asesinar al compañero. Una vez en la habitación,
fue éste y no Dolores quién entró a matar, como era su intención desde
un principio. Luego, simuló el robo de varios objetos y huyó.
El asesino confeso, fue condenado a veinte años y un día de prisión,
por el asesinato de un torero con alevosía, movido por intencionalidad
de prestigio; pero se le eximió de la agravante de ensañamiento,
puesto que la muerte había sido rápida, de una sola estocada y sin
puntilla. Ella fue condenada por su complicidad, a la pena de seis
años y un día, según el Código Penal vigente desde 1944, que cumplió
en la cárcel de Ventas. María Dolores, salió de prisión en 1967, por
un indulto general, precisamente cuando cerraron la cárcel para
derribarla. Desde entonces vive en Toledo, sin que se la conozca vida
pública, ni acto alguno de su vida privada.
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