Es hora de la
corrida. En las inmediaciones de la plaza, la gente se va
congregando. Vocerío de un sinfín de vendedores que cantan sus
mercancías: agua, carteles toreros, sombreros para el sol,
ilusiones, esperanzas. Están llegando los toreros al patio de
cuadrillas. Todo esta a punto. La gente se arremolina ante los
coches que traen a los toreros. Saludos, fotos, abrazos,
parabienes.
Los hoteles son frías y oscuras. Las habitaciones donde se
visten los toreros son más frías y oscuras si cabe. El ambiente
facilita el encuentro, en soledad, con uno mismo. Así está siempre
el torero momentos antes de vestirse de luces. Solo, frío y oscuro.
Angustia ante lo que sucederá unas horas después. El triunfo tan
deseado, por el que ha entregado su juventud y por el que está
dispuesto a entregar hasta su propia vida. "Están puesto en balanza
dos las
cinco de la tarde", hora taurina por excelencia, la plaza está llena
de gente, sol y sombra ,con las ilusiones puestas, en que una tarde
más, va a presenciar una lucha de poder a poder, entre un toro y un
torero, entre un animal y un hombre, la fuerza bruta y la razón
inteligente, entre la herencia genética de la sangre brava
seleccionada a través del tiempo, y el sentimiento puesto en la
muletilla de franela grana. La expectación por conocer si habrá
triunfo o fracaso, gloria y sangre, vida y muerte. Los tendidos
están repletos de gente. Murmullos, gritos, alegría, color y música,
tensión contenida entre los hombres y las mujeres, que en este día
de fiesta, van a disfrutar de un espectáculo irrepetible y a la vez
tan repetido desde la eternidad. Ya no queda tiempo para pensar. La
suerte está echada. "Que Dios reparta suerte".
El ceremonial ha
comenzado unas horas antes en el hotel; en la soledad de una
habitación fría y oscura. Todas las habitaciones de los hoteles son
frías y oscuras. Las habitaciones donde se visten los toreros son
más frías y oscuras si cabe. El ambiente facilita el encuentro, en
soledad, con uno mismo. Así está siempre el torero momentos antes de
vestirse de luces. Solo, frío y oscuro. Angustia ante lo que
sucederá unas horas después. El triunfo tan deseado, por el que ha
entregado su juventud y por el que está dispuesto a entregar hasta
su propia vida. "Están puesto en balanza dos corazones a un tiempo";
uno pidiendo éxito y reconocimiento, otro pidiendo perdón ante la
osadía de entregar la vida por un sentimiento, por una pasión. Miedo
que habrá que contener ante el toro. Ahora el miedo es libre.
Sobre el toreo, en la
historia, se ha dicho de todo. Que si es arte, sentimiento, entrega,
coraje, pasión, también que si barbarie, brutalidad, sangre
innecesaria, arrogancia. Que si es la entrega de uno mismo por uno
mismo; necesidad de salir del ostracismo, del hambre y de la
miseria; entrar en el mundo de la popularidad, del éxito y del
dinero. Que si es geometría, conocimiento de las técnicas depuradas
del engaño, conocimiento del comportamiento de las reses, de sus
querencias en los distintos terrenos del redondel; que es la
necesidad de sentirse a si mismo ante el peligro. Uno solo ante la
decisión de torear un toro, que por instinto, obligadamente va a
defenderse del hostigamiento, con dos armas forzosamente mortales.
Torear, se ha dicho, es calmar las ansias que uno lleva dentro,
echar el alma por la boca; escuchar los sentimiento más íntimos y
profundos, quieto, en soledad, ante el toro bravo y noble. Jugar con
la suerte, que puede traer la muerte sin contemplaciones. Un desafío
a la vida; una satisfacción por vivir la vida intensamente, como uno
quiere, hasta que a uno le de gana dejar de quererla.
La esencia del toreo
requiere dominio y poder, saber amoldar la embestida y el recorrido
del toro, templar su acometida, su fuerza y velocidad. Es mandar con
decisión, conocer los terrenos y las distancias adecuadas para mejor
hacer el torero, es cruzarse ante la mirada y las astas del toro, es
dar hondura al recorrido. El toreo es poesía, música, cante y baile,
carencia, elegancia, gusto; es técnica depurada, conocimiento de las
suertes y pases de capote y muleta. Es arte del bueno.
El secreto está en
saber recoger al toro y llevarlo donde el no quiera ir; sin dejarse
tocar los engaños, el capote y la muleta. Es desviar su embestida,
nunca esquivarla; es conocer las castas, las características de las
diferentes ganaderías, boyantes, pastueños, fieros, mansos, agresivos,
suaves, bravos y nobles,. Es traer y llevar al toro al lugar que uno
quiere para mejor interpretar el arte torero. "Es en ruedos de
gloria, donde guarda el toreo toda su historia". En todo esto está
encerrada la teoría del toreo.
Sin el toreo, no
existiría la torería. Torería es mantener el tipo, con garbo y
compostura, más garbo y compostura, en los momentos difíciles,
consciente del peligro, sin eludirlo, afrontándolo, asumiendo el
riesgo con el valor suficiente, el justo, ni más ni menos. Con
inteligencia, la cabeza pensando fríamente lo que se está haciendo y
lo que hay que hacer. Ni un descuido, ni un momento de respiro; sin
perder nunca la cara del toro; estático de piernas y pies; clavado
en la arena, con la suficiente flexibilidad para ceñirse al toro,
graciosamente en la cintura, enroscándoselo en la faja y moviéndose
con airoso contoneo.
Un torero ha de tener
valor, inteligencia e intuición, personalidad propia, su propia
estética a la hora de interpretar lo que entiende por torear.
Dominio con formas bellas, transmitiendo la emoción que encierra su
corazón, su pasión
Torear
es todo eso y mucho más. Es una actitud ante la vida, con la
voluntad de afrontarla siempre gallardamente, en cualquiera de sus
momentos y circunstancias. El torero es siempre torero. Dentro y
fuera de la plaza; ante cualquier situación, ante todo y todos
cuanto le rodean. Ser torero es "posse" y comportamiento; es garbo y
compostura; es forma y estilo, aplicando la torería ante todo lo que
se le presente en la vida, con nobleza, conocimiento, estilo, arte y
valor, de la misma que hay que comportarse ante la cara del
toro.
Dos horas antes de
que suenen los clarines y los timbales, que indican el comienzo de
la corrida, el torero, en la soledad del hotel, acompañado de su
mozo de espadas, inicia el rito de vestirse de torero, calzarse el
vestido de torear. Chaquetilla, como coraza engalanada para la
lucha; taleguilla, de terciopelo y seda, ajustada a las firmes y
musculosas piernas. Diferentes tonos y colores, según el carácter
del torero, si sobrio o alegre: grana y oro, con cabos blancos o
negros de azabache, azul mar, rey y pavo, añil, turquesa, verde mar,
verde manzana, verde botella, negro catafalco, gris perla, tabaco,
fucsia, pureza y plata, burdeos, rojo, nazareno y oro, nazareno y
plata, corinto y negro azabache, malva, fresa y lirio, violeta,
obispo, lila y celeste. Bordados de oro y plata, morillas de seda
negra, alamares, lentejuelas, cintas y caireles.
Camisa de pechera
bordada con chorreras, chaleco de oro, corbatín de terciopelo,
medias rosas, zapatillas con cintas de seda, tocado de montera
negra. Capote de paseo con bordados de la Virgen de las Angustias,
del Cristo de los Remedios o del Gran Poder. La coleta o moña que le
identifica en la calle; la tez morena, verdosa ahora por la
angustia; la voz serena, pocas palabras, las justas para preguntar
lo imprescindible; la garganta seca, dejándose hacer. La cabeza en
el toro, pensando sobre lo que será y no podrá ser. Encima de una
mesita, lamparillas de velas encendidas, imágenes de todas las
vírgenes y cristos; Catedral de las angustias, ruegos, suplicas para
pasar el miedo; promesas para el triunfo y también contra el
fracaso, ruegos y peticiones que hacen los toreros, imposibles de
que todas se cumplan; religiosidad supersticiosa; fe, sobre aquello
que la razón no llega a entender, ni nunca lo entenderá;
superstición obligada para la supervivencia.
En otras habitaciones
del hotel, otros toreros se visten con el mismo ritual. Son los
subalternos, banderilleros y picadores. También tienen miedos y
angustias. Se van a jugar la vida igualmente; ellos sin posibilidad
de grandes triunfos, si acaso unos aplausos y un reconocimiento por
parte de los toreros y buenos aficionados. Son toreros que no han
triunfado, o que habiendo triunfado hace tiempo, ahora solo les
queda la afición por torear. Les ha faltado la suerte, la entrega,
quizá el valor, les queda el sabor de haberlo intentado; en alguna
ocasión, en alguna plaza de pueblo perdido, llegó el triunfo, poco
valorado por un público vocinglero. En sus adentros les queda la
satisfacción de haber estado por encima de las circunstancias. La
tranquilidad de haberlo hecho, haber estado ahí, en su sitio,
soportando las tarascada de muerte del toro fiero, imposible de
meterle en la muleta y dominarlo. Pero estuvieron en torero.
Una vez vestido el
torero, tan solo le queda encomendarse a todo lo que se pueda uno
encomendar: al destino o a la suerte. No sabe que toros le han
tocado en suerte. Por la mañana, a las doce, en la hora del
mediodía, en los corrales de la plaza, se ha estado reconociendo a
los toros; la autoridad, los veterinarios, los toreros y
aficionados, han comprobado que los seis toros que se lidiarán por
la tarde, están íntegros de pitones y fuerza; que están bien hechos;
que tienen movilidad, bien de la vista, el oído alerta a la llamada
del mayoral, con quién ha convivido los últimos cuatro años en la
dehesa.
Se han hecho tres
lotes con los seis toros enchiquerados, buscando la uniformidad en
la presentación. Alto de agujas, descarado de cara, buen mozo,
largo, corniveleto y abierto, cornalón playero, pies ligeros,
cárdeno de pelo, negro zaino, lucero en la frente, ojo de perdiz,
bocinero, calcetero o botinero, chorreado, colorado, piel de
melocotón, ensabanado, salpicado, berrendo en negro, capirote o
albardado.
Los cabestros, toros
grandes, que no han podido llegar a ser toros de lidia, disfrutan de
la tranquilidad de los corrales, cumplen su función
parsimoniosamente, apartando los toros unos de otros y
enchiquerándolos. Por primera vez en la vida del toro, va a quedarse
solo.
Desde su nacimiento,
el becerro, hace ya cuatro o cinco primaveras, nunca se ha
encontrado tan solo. Hace unos años, ya sufrió la separación de su
madre, durante el destete. Ese becerro alegre y saltarín, en quién
el mayoral tenía puestas sus esperanzas, de ser premiado con la
vuelta al ruedo tras su muerte, ser toreado en feria de postín, de
plaza importante, por una figura del torero, ha estado siempre
acompañado por sus hermanos de manada, nunca solo, disfrutando de la
primavera de la campiña, corriendo entre las jaras, soportando los
fríos inviernos, defendiéndose y haciéndose respetado,
fortaleciéndose ante los toros mas osados, haciéndose sitio entre
los mejores. Ahora, en la oscuridad del chiquero, esperando el toque
del clarín para salir al ruedo, no entiende lo que está pasando.
Nervioso, solo y encerrado en cuatro paredes; ya no puede correr por
las lomas, venteando el frescor del agua al atardecer. Espera no
sabe qué. Su interior se está preparando; está disponiendo su
bravura, oculta en su pelo negro, para lo que ha nacido y por lo que
ha sido criado: la embestida y la acometida noble, brava, en defensa
de su libertad, para el reconocimiento de su casta y de su
especie.
A las cinco de la
tarde, todo está preparado para que de comienzo la corrida. La
autoridad ordena el despeje de la plaza, suenan los clarines y los
alguacilillos, vestidos de negro, con sombrero de penachos rojo y
gualda, montados en briosos caballos, recorren el redondel. Se abre
el portón de las cuadrillas, las notas del pasodoble se dejan oír,
leves aplausos, dan paso a una ovación dirigida a los tres toreros
que componen el cartel y que esta tarde, forman la terna que
estoqueará a "seis toros, seis", de una famosa ganadería.
Avanzan lentamente,
armoniosamente, con ritmo cadencioso, enrollados en el capote de
seda, que reluce bajo el sol de la tarde brillante. Los matadores,
las cuadrillas de banderilleros y picadores, los monosabios,
areneros y las mulillas, componen el ceremonial rigurosamente
ordenado del paseíllo, procesión litúrgica. Saludan a la
presidencia, que en nombre de la autoridad, senador que ha de hacer
cumplir la voluntad de la mayoría, dirigirá y hará cumplir la ley y
los reglamentos en
defensa de la fiesta, de los aficionados y de la historia. La plaza
convertida en parlamento, en el que la voluntad de los presentes se
va a hacer cumplir, con fuerza de ley popular. Todo lo que ocurra
esta tarde, va a estar ordenado, los abucheos del público, indicarán
el disgusto sobre lo que está ocurriendo. Los aplausos, las
ovaciones y olés, serán el único premio que los toreros van a
recibir. Los pañuelos blancos ondeados en los tendidos, indicarán la
voluntad del respetable para que el presidente, una vez contados
aquellos, ordene se corten las orejas del astado, que el torero
paseará en olor a multitud por la arena. Si no ha habido suerte, los
pitos y la bronca, serán suficiente castigo, para el torero y para
cualquiera de los ceremoniantes que se salga de la ortodoxia
taurina.
Los toreros saludan
respetuosamente, desmonterándose. Cambian la seda por el percal que
despliegan, se abren de capote, convirtiendo el capote de brega en
alas de mariposa de vivos colores, que se mecen al viento suave de
la tarde. En el callejón, los ayudantes, entregan los capotes de
paseo a espectadores de postín, que desde la barrera observan con
rigor todos los preparativos.
El torero, con mirada
fugaz, mira al lugar convenido, encontrándose con los ojos negros de
la bella mujer, con un clavel rojo en el pelo, que le trae el
corazón por la calle de la amargura. Ella, con una sonrisa
descarada, le transmite su deseo. Pero no son momentos para que la
cabeza desvaríe; es el momento de la verdad y la cabeza, el corazón
y los cinco sentidos han de estar entregados al toro, al éxito, a
sacar el sentimiento de su interior, acompasado por "la música
callada del toreo".
Los capotes
desplegados, se pasean rozando el albero, arena amarilla, que pronto
se verá mezclada con rojo de sangre. Todo se está realizando en
silencio y lentamente. No hay ninguna prisa; la prisa, se dice, es
atributo de raterillos y de malos toreros. Pero en la plaza, en esta
tarde de abril, solo hay buenos toreros y gente honrada que va a
entregarse al sacrificio voluntariamente. Oficio que desde tiempos
pasados, ha ido configurándose por el arte de "Cúchares", de "Pedro
Romero", de "Pepe-Hillo" "Juan Belmonte" o "Joselito", y tantos
toreros, que a lo largo de la historia, han aportado su arte,
conocimiento y su vida, a la vez que su especial forma de
interpretar la tauromaquia. También el torero, esta tarde, quiere
pasar a la historia del toro, con su arte, valor y aún con su
sangre.
El ruedo está
despejado. Los alguacilillos han entregado las llaves de los
chiqueros al torilero, encargado de abrirlo. En el burladero, el
torero, mordiendo la esclavina del capote de color vivo rosáceo, no
quiere mirar la puerta oscura, por donde va a salir el toro fiero.
Son los últimos instantes para la reflexión, ya no hay tiempo. Suena
"una nota de clarín, que desgarra, penetrante y rompe el aire con
vibrante puñalada". Se abre el portón de los sustos y al instante,
aparece un toro negro, imponente, la cabeza encampanada, mirando de
un lado a otro, deslumbrado por el sol; los músculos tensos,
acudiendo velozmente hacia las llamadas de los toreros, que desde
los diferentes burladeros le citan. El público premia con una
ovación la presencia del toro en la arena. Está bien hecho,
seiscientos kilos de poder "peor para las mulillas", pelo lustroso,
ágil y fuerte, pitones astifinos, como alfileres, color
caramelo.
El torero se decide a
salir con el capote desplegado y le cita. El toro se viene a él, con
una rapidez de pies de vértigo. El torero le muestra el capote, al
que embiste claramente; mete la cabeza con fijeza, con la pretensión
de prender el capote, sin resultado; el capote, siguiendo el ritmo
que le imprimen los brazos y la cintura torera, se mueve consumando
una bella y profunda "verónica"; sigue otra de la misma hechura,
bien ejecutada, adelantando el capote, la pierna adelantada también,
corriendo las manos bajas, evitando que el toro roce ni siquiera el
capote. El torero gana terreno al toro y se va a los medios, la
embestida se atempera, ya no es tan fuerte; el toro, codicioso,
entiende que es un juego y se deja torear a ritmo lento y armonioso.
Cierra la tanda con una graciosa "media verónica belmontina". El
toro está recogido, hasta ahora ha sido sometido, pero queda mucho
todavía por hacer. De momento, los primeros miedos se han tragado,
el corazón ha bombeado suficiente sangre como para tranquilizar los
primeros ánimos.
La siguiente operación,
es una de las más delicadas y controvertidas que se dan en la
fiesta. Se va a probar la fiereza del toro ante el caballo del
picador. El picador, tocado con el castoreño y con la pica en
ristre, vara de medir, cabalga un percherón, también torero. Va a
infligir al toro un castigo, inmerecido, puesto que el toro nada
malo a hecho. Se va a aprobar su bravura; si a mayor castigo, el
toro acomete más, el toro es bravo; si el toro, por el contrario
huye despavorido por el dolor, manso. Esta función del picador,
obedece a otra razón importante: debilitar, en parte, las fuerzas
del toro, que no siempre se consigue, suavizar la acometida, ahormar
la altura de la cabeza y armonizar el tranco y el ritmo. Todo esto
es por seguridad del torero y por la máxima belleza estética de la
faena.
Aparece la primera
sangre. Fluye brillante, desde el morrillo a la arena, corriendo por
la pata izquierda. En la cabeza del toro, solo el afán de embestir.
Le han criado y seleccionado para eso; defenderse ante la agresión
incomprensible, la sangre brava que se está derramando ahora, es el
símbolo de su especie; bravura para defenderse, instinto de
supervivencia, dolor contenido. La herencia brava no le permite
retroceder; embestir por derecho y empujar con fuerza, corneando el
peto inexpugnable del percherón torero.
La bravura del toro, antes de nacer, se ha medido
y probado en el tentadero. La vaca seleccionada por su buena nota
será madre. Si por el contrario, no ha demostrado su bravura, su
destino será el de morir en la soledad de un frío matadero. La
bravura, el comportamiento, la nobleza en la acometida, la casta, la
transmite la sangre de la hembra; el trapio, la buena presencia, el
lustre del pelo, la cornamenta, se transmite por la sangre del
padre, semental, que ha demostrado tener la esencia de la sangre
pura, toro indultado por su bravura, que ahora, como señor de la
dehesa, pasea su arboladura, ante la vacada, embelesada por su
figura.
Vuelven a sonar los
clarines, indicando el cambio de tercio. La corrida está dividida en
tres partes: la suerte de varas, banderillas y muerte. Los terrenos
de la plaza también están divididos en tercios: las tablas, el
tercio y los medios. Todo lo que se hace en cada una de estas partes
de la lidia, se hace para medir las reacciones del toro. Picar, para
conocer la bravura; tres veces hay que llevar al toro al caballo,
asestándole más o menos castigo, según la reacción, bravura y
empuje. El segundo tercio, el de banderillas, se realiza para
conocer la reacción del toro, su capacidad de persecución y
dirección en la embestida. El tercio de banderillas, lo ejecutan los
subalternos, los toreros que ayudan al matador en los preparativos.
Los palitroques, los railetes, garapullos, los palos, de todas las
formas se llaman, son clavados por pares: el torero dejándose ver, a
cuerpo limpio, esperando que el toro inicie la carrera, de poder a
poder, cuarteando la embestida, llegando a la cara, cuadrándose,
asomándose al balcón de los pitones, levantando los brazos clavando
en lo alto y saliendo despacio del encuentro.
Todo lo que hasta
ahora se está haciendo en el ruedo, se hace siguiendo una norma
establecida; todo tiene sentido. Todo se hace teniendo en cuenta el
comportamiento del toro. Se ha observado si el toro es bravo; si
tiene la querencia de huir, de saltar las tablas; si embiste por
derecho, o por el contrario se acuesta de uno u otro pitón; si acude
pronto al engaño. Es necesario que el torero conozca perfectamente
cual es el comportamiento del toro; de ese comportamiento, saldrá
una u otra faena; si se ha de hacer en uno u otro terrero, si el
pase tiene que ser por alto o por bajo, por uno u otro pitón,
dándole más espacio o toreando en corto. Todo el conocimiento es
fundamental para cuajar una buena faena. La faena soñada; la faena
que tanto se ha soñado, la faena de ensueño.
Para sacar al toro
del caballo, llevarlo de uno a otro lado, cambiarlo de terrenos,
ponerlo en el sitio, el torero hace los quites lanceando por
"verónicas", "chicuelinas", "tapatías", galleando por "navarras",
"delantales", "gaoneras" y "faroles", rematando las series con
"media verónica", "larga cordobesa", "revoleras" y
"serpentinas".
El matador en el
burladero, coge los tratos de matar. La muleta y la espada. Estoque
de acero templado, que si se maneja con soltura y decisión, será la
culminación de la faena del matador. Se enjuaga la boca en vaso de
plata, la boca reseca por la polvareda de la arena y por el miedo
contenido. Los trastos en la izquierda; la montera en la derecha. Se
dirige pausadamente hacia la presidencia; va a solicitar la venia
para matar. Llega a su altura; con un gesto de montera pide el
permiso, que respetuosamente se le otorga. Mira hacia el toro, que
está siendo sujetado por otros toreros en el terrero elegido para
torear. Con el mismo paso lento, se dirige hacia la barrera en la
que antes, con mirada furtiva, había visto a la mujer de los ojos
negros; le brinda la muerte del toro, con un: <<va por
usted>>; la respuesta emocionada: <<suerte torero,
estaré esperándole>>. Qué deseo, esperanza y pasión encierran
estas palabras. Va "por usted", la muerte del toro y aún la propia,
todo por demostrar: hombría, pundonor, valentía y entrega torera; la
misma entrega y pasión que habrá en el encuentro de la espera.
Solos en el redondel,
el toro y el torero, frente a frente, los dos solos ante el destino;
ante el peligro representado en los cuernos del toro negro. El
torero al filo de las tablas, arma la muleta y cita de largo al
toro; el toro se viene hacia el torero velozmente; la muleta flamea,
manejada con maestría por el brazo derecho; el torero ha recogido la
embestida y la ha vaciado por bajo, con la rodilla izquierda
adelantada y flexionada; el toro se revuelve y embiste de nuevo.
Ahora el torero le ha puesto por delante la muleta; cuando el toro
ha llegado a su jurisdicción, el torero prende los pitones en la
muleta, con hilos imaginados y suavemente, sin aliviarse, tirando de
él acompasadamente, cargando la suerte, templando la embestida, con
pase largo, corriendo la mano, ejecuta un poderoso y bello pase, que
repite una y otra vez. Para finalizar un pase de pecho, pasándose el
toro desde la cadera derecha, a la hombrera izquierda de la
chaquetilla. Instantes de respiro, para el toro y el torero, que ha
puesto el corazón en la muleta y los olés en el tendido.
Ahora, dejándose ver,
dándole la distancia adecuada, de lejos, le cita de frente con la
mano izquierda. Avanza dos pasos, cruzándose ante los pitones; el
toro se viene; se encuentra la muleta planchada delante, que sigue
noblemente; el torero sin tirones, abierto de compás, mandando, en
profundidad, largo y cadencioso, instrumenta unos poderosos
naturales; una y otra vez; en los medios; en la boca de riego. Ahora
en los tendidos, no solo hay olés, hay también gritos de alegría,
frases entrecortadas por la pasión. Se está produciendo, lo
imaginado tantas y tantas veces; el encuentro entre el toro y el
torero, la belleza estética del baile torero. El torero por bajo,
con una "trincherilla", remata la serie de pases primorosos. Es la
locura; otras series de "naturales", "molinetes", "faroles",
"giraldillas", "kikirikís", "ayudados por alto", "manoletinas",
"estatuarios" mirando al tendido, remates con el "pase de la firma",
desplantes toreros, adornos que acarician al toro con un fino
abaniqueo, que demuestran quién es el que manda en la plaza. El
torero, arrogante, se está comportando como lo hacen los buenos
toreros, con estilo, conocimiento, arte y valor. El toro, de buena
casta, también está embistiendo con nobleza y bravura, por derecho,
con el peligro intacto; el peligro del toro integro y lo estará
hasta que, arrastrado por las mulillas, aplaudido en el arrastre,
premiado con la vuelta al ruedo, abandone, para siempre, el coso
engalanado.
Ha llegado la hora de
la verdad. El torero se perfila ante la cara del toro. Es la única
vez en toda la tarde que, para poder meter el estoque en su sitio,
ha de perder de vista los pitones como puñales. Es el momento
cumbre, sin una buena estocada, buena ejecución y una muerte rápida,
no habrá triunfo. El torero perfilado; la mano izquierda con la
muleta adelantada; el estoque fuertemente empuñado, a la altura del
corazón. No mata la espada, mata el corazón entregado. La hora de la
verdad un "volapié" en tres tiempos: la muleta a la pezuña
izquierda, para que el toro humille; el estoque dirigido hacia el
morrillo, en todo lo alto, haciendo la cruz; la salida por el
costado, vaciando la embestida del toro herido de muerte que le
persigue, porque sabe que le matado; el acero en el hoyo de las
agujas, como a tantos y tantos toros, por la conservación de la
especie, por la tradición ancestral y por el gusto de jugarse la
vida guapamente.
Hoy ha sido un día de
gloria, el torero ha estado como tenía que estar, en torero, con
gusto, con enjundia, sin descomponer la figura, dándolo todo,
dándose abiertamente, desmadejado, con duende. Se ha destapado el
tarro de las esencias toreras. No siempre es así. En otras
ocasiones, el miedo se apodera de la razón e impide que las piernas
se mantengan firmes; el corazón no resiste las tarascadas de las
embestidas del toro. Con esa ventaja ofrecida al toro, los pitones
asestan una cornada certera, en el peor de los sitios, desgarrando
la carne. El dolor, la sangre, el olor a hule de la enfermería lo
envuelve todo. El grito de angustia se deja oír en los tendidos, la
cornada, que también se ha soñado, llega en el peor de los momentos.
El torero se revuelve ante las asistencias de la plaza, pero es
imposible zafarse. Las fuerzas se le van por la sangre derramada. Es
una forma de gloria, pero no es la mejor forma. Es la antítesis de
la gloria torera, que se sabe que llegará tarde o temprano. Es la
prueba de fuego, el bautismo de sangre. A partir de la cornada, todo
va a ser distinto. Si el corazón se sobrepone al dolor y a la
llamada de la muerte, la cabeza renacerá dispuesta a enfrentarse
otra vez con un toro de la misma ganadería, en la misma plaza en los
mismos terrenos, y si es posible, dando el mismo pase. El reto
torero, la prueba gallarda que esta vez le llevarán a la gloria del
éxito.
La espada en todo lo
alto, hasta las cintas, hasta la bola; la empuñadura enterrada en
los rubios, el toro ha doblado las manos y espera el descabello. La
plaza puesta boca a bajo, aclama, con los pañuelos en la mano, como
palomas mensajeras, pide los máximos trofeos para el torero. El
triunfo se repite una tarde más, el torero, en olor a multitud,
pasea despacio las orejas del astado como premio material. El premio
inmaterial lo está recibiendo en aplausos y vítores de "torero"
"torero" "torero", máxima expresión; expresión que encierra el
secreto de la tauromaquia, la tauromagia; la fiesta de los toros.
Salida a hombros por
la puerta grande de la plaza, como culminación del encuentro, ahora
ya de vida y gloria. Historia que se repite y se repetirá;
esperanzas puestas ya en otras plazas, en otros toros que esperan su
destino; en otros momentos de la vida, vida de amor, deseo, pasión y
entrega, pero siempre de la misma forma, con estilo, conocimiento,
arte y valor, con torería, como lo hacen los buenos
toreros.
.oVAo.