Multiforo.eu de Víctor Arrogante

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Un apunte torero

 Víctor Arrogante López

 
 

El llamado mundo de los toros, representa un variopinto "planeta", una subcultura, dentro de la cultura de España, con sus propias características, raíces, reglas y formas. Subcultura que se identifica con determinados valores propios del estilo español, en cuanto su forma de vida, costumbres, historia, su forma de entender la existencia, el amor, la pasión, la entrega, el riesgo.  

 Algunas de las ramas del arte, han encontrado su inspiración en el toro y en el torero. Muchos famosos artistas, se han inspirado para sus obras en el embrujo de la torería. Algún apasionado ha dicho que la pintura existe porque hay toreros que pintar; la música para que suene un pasodoble; la literatura porque se han dado hazañas toreras que contar; la poesía para cantar el duende torero, que se ha creado la mujer para amar al torero, embelesada por su figura y porte, seducida por su personalidad.

 Una corrida de toros es la culminación de un proceso largo, que comienzan en el campo, con la esmerada crianza y cuidada selección del toro de lidia. Comienza también en la cabeza de un chiquillo, cuando se le mete el gusanillo de la afición y quiere ser torero. La celebración de la corrida de toros, es la puesta en escena de un rito de tradición histórica, en donde el ganadero y el torero, van a conocer el resultado de tanto tiempo de trabajo, lucha y sacrificio, mostrándoselo a sí mismos y al respetable, al público, a la afición. Los dos protagonistas de la fiesta, el torero y el toro, solos, cara a cara.  

 Es hora de la corrida. En las inmediaciones de la plaza, la gente se va congregando. Vocerío de un sinfín de vendedores que cantan sus mercancías: agua, carteles toreros, sombreros para el sol, ilusiones, esperanzas. Están llegando los toreros al patio de cuadrillas. Todo esta a punto. La gente se arremolina ante los coches que traen a los toreros. Saludos, fotos, abrazos, parabienes.

 Los hoteles son frías y oscuras. Las habitaciones donde se visten los toreros son más frías y oscuras si cabe. El ambiente facilita el encuentro, en soledad, con uno mismo. Así está siempre el torero momentos antes de vestirse de luces. Solo, frío y oscuro. Angustia ante lo que sucederá unas horas después. El triunfo tan deseado, por el que ha entregado su juventud y por el que está dispuesto a entregar hasta su propia vida. "Están puesto en balanza dos  las cinco de la tarde", hora taurina por excelencia, la plaza está llena de gente, sol y sombra ,con las ilusiones puestas, en que una tarde más, va a presenciar una lucha de poder a poder, entre un toro y un torero, entre un animal y un hombre, la fuerza bruta y la razón inteligente, entre la herencia genética de la sangre brava seleccionada a través del tiempo, y el sentimiento puesto en la muletilla de franela grana. La expectación por conocer si habrá triunfo o fracaso, gloria y sangre, vida y muerte. Los tendidos están repletos de gente. Murmullos, gritos, alegría, color y música, tensión contenida entre los hombres y las mujeres, que en este día de fiesta, van a disfrutar de un espectáculo irrepetible y a la vez tan repetido desde la eternidad. Ya no queda tiempo para pensar. La suerte está echada. "Que Dios reparta suerte".

 El ceremonial ha comenzado unas horas antes en el hotel; en la soledad de una habitación fría y oscura. Todas las habitaciones de los hoteles son frías y oscuras. Las habitaciones donde se visten los toreros son más frías y oscuras si cabe. El ambiente facilita el encuentro, en soledad, con uno mismo. Así está siempre el torero momentos antes de vestirse de luces. Solo, frío y oscuro. Angustia ante lo que sucederá unas horas después. El triunfo tan deseado, por el que ha entregado su juventud y por el que está dispuesto a entregar hasta su propia vida. "Están puesto en balanza dos corazones a un tiempo"; uno pidiendo éxito y reconocimiento, otro pidiendo perdón ante la osadía de entregar la vida por un sentimiento, por una pasión. Miedo que habrá que contener ante el toro. Ahora el miedo es libre.

 Sobre el toreo, en la historia, se ha dicho de todo. Que si es arte, sentimiento, entrega, coraje, pasión, también que si barbarie, brutalidad, sangre innecesaria, arrogancia. Que si es la entrega de uno mismo por uno mismo; necesidad de salir del ostracismo, del hambre y de la miseria; entrar en el mundo de la popularidad, del éxito y del dinero. Que si es geometría, conocimiento de las técnicas depuradas del engaño, conocimiento del comportamiento de las reses, de sus querencias en los distintos terrenos del redondel; que es la necesidad de sentirse a si mismo ante el peligro. Uno solo ante la decisión de torear un toro, que por instinto, obligadamente va a defenderse del hostigamiento, con dos armas forzosamente mortales. Torear, se ha dicho, es calmar las ansias que uno lleva dentro, echar el alma por la boca; escuchar los sentimiento más íntimos y profundos, quieto, en soledad, ante el toro bravo y noble. Jugar con la suerte, que puede traer la muerte sin contemplaciones. Un desafío a la vida; una satisfacción por vivir la vida intensamente, como uno quiere, hasta que a uno le de gana dejar de quererla.

 La esencia del toreo requiere dominio y poder, saber amoldar la embestida y el recorrido del toro, templar su acometida, su fuerza y velocidad. Es mandar con decisión, conocer los terrenos y las distancias adecuadas para mejor hacer el torero, es cruzarse ante la mirada y las astas del toro, es dar hondura al recorrido. El toreo es poesía, música, cante y baile, carencia, elegancia, gusto; es técnica depurada, conocimiento de las suertes y pases de capote y muleta. Es arte del bueno.

 El secreto está en saber recoger al toro y llevarlo donde el no quiera ir; sin dejarse tocar los engaños, el capote y la muleta. Es desviar su embestida, nunca esquivarla; es conocer las castas, las características de las diferentes ganaderías, boyantes, pastueños,  fieros, mansos, agresivos, suaves, bravos y nobles,. Es traer y llevar al toro al lugar que uno quiere para mejor interpretar el arte torero. "Es en ruedos de gloria, donde guarda el toreo toda su historia". En todo esto está encerrada la teoría del toreo.

 Sin el toreo, no existiría la torería. Torería es mantener el tipo, con garbo y compostura, más garbo y compostura, en los momentos difíciles, consciente del peligro, sin eludirlo, afrontándolo, asumiendo el riesgo con el valor suficiente, el justo, ni más ni menos. Con inteligencia, la cabeza pensando fríamente lo que se está haciendo y lo que hay que hacer. Ni un descuido, ni un momento de respiro; sin perder nunca la cara del toro; estático de piernas y pies; clavado en la arena, con la suficiente flexibilidad para ceñirse al toro, graciosamente en la cintura, enroscándoselo en la faja y moviéndose con airoso contoneo.

 Un torero ha de tener valor, inteligencia e intuición, personalidad propia, su propia estética a la hora de interpretar lo que entiende por torear. Dominio con formas bellas, transmitiendo la emoción que encierra su corazón, su pasión

 Torear es todo eso y mucho más. Es una actitud ante la vida, con la voluntad de afrontarla siempre gallardamente, en cualquiera de sus momentos y circunstancias. El torero es siempre torero. Dentro y fuera de la plaza; ante cualquier situación, ante todo y todos cuanto le rodean. Ser torero es "posse" y comportamiento; es garbo y compostura; es forma y estilo, aplicando la torería ante todo lo que se le presente en la vida, con nobleza, conocimiento, estilo, arte y valor, de la misma que hay que comportarse ante la cara del toro.

 Dos horas antes de que suenen los clarines y los timbales, que indican el comienzo de la corrida, el torero, en la soledad del hotel, acompañado de su mozo de espadas, inicia el rito de vestirse de torero, calzarse el vestido de torear. Chaquetilla, como coraza engalanada para la lucha; taleguilla, de terciopelo y seda, ajustada a las firmes y musculosas piernas. Diferentes tonos y colores, según el carácter del torero, si sobrio o alegre: grana y oro, con cabos blancos o negros de azabache, azul mar, rey y pavo, añil, turquesa, verde mar, verde manzana, verde botella, negro catafalco, gris perla, tabaco, fucsia, pureza y plata, burdeos, rojo, nazareno y oro, nazareno y plata, corinto y negro azabache, malva, fresa y lirio, violeta, obispo, lila y celeste. Bordados de oro y plata, morillas de seda negra, alamares, lentejuelas, cintas y caireles.

 Camisa de pechera bordada con chorreras, chaleco de oro, corbatín de terciopelo, medias rosas, zapatillas con cintas de seda, tocado de montera negra. Capote de paseo con bordados de la Virgen de las Angustias, del Cristo de los Remedios o del Gran Poder. La coleta o moña que le identifica en la calle; la tez morena, verdosa ahora por la angustia; la voz serena, pocas palabras, las justas para preguntar lo imprescindible; la garganta seca, dejándose hacer. La cabeza en el toro, pensando sobre lo que será y no podrá ser. Encima de una mesita, lamparillas de velas encendidas, imágenes de todas las vírgenes y cristos; Catedral de las angustias, ruegos, suplicas para pasar el miedo; promesas para el triunfo y también contra el fracaso, ruegos y peticiones que hacen los toreros, imposibles de que todas se cumplan; religiosidad supersticiosa; fe, sobre aquello que la razón no llega a entender, ni nunca lo entenderá; superstición obligada para la supervivencia.

 En otras habitaciones del hotel, otros toreros se visten con el mismo ritual. Son los subalternos, banderilleros y picadores. También tienen miedos y angustias. Se van a jugar la vida igualmente; ellos sin posibilidad de grandes triunfos, si acaso unos aplausos y un reconocimiento por parte de los toreros y buenos aficionados. Son toreros que no han triunfado, o que habiendo triunfado hace tiempo, ahora solo les queda la afición por torear. Les ha faltado la suerte, la entrega, quizá el valor, les queda el sabor de haberlo intentado; en alguna ocasión, en alguna plaza de pueblo perdido, llegó el triunfo, poco valorado por un público vocinglero. En sus adentros les queda la satisfacción de haber estado por encima de las circunstancias. La tranquilidad de haberlo hecho, haber estado ahí, en su sitio, soportando las tarascada de muerte del toro fiero, imposible de meterle en la muleta y dominarlo. Pero estuvieron en torero.

 Una vez vestido el torero, tan solo le queda encomendarse a todo lo que se pueda uno encomendar: al destino o a la suerte. No sabe que toros le han tocado en suerte. Por la mañana, a las doce, en la hora del mediodía, en los corrales de la plaza, se ha estado reconociendo a los toros; la autoridad, los veterinarios, los toreros y aficionados, han comprobado que los seis toros que se lidiarán por la tarde, están íntegros de pitones y fuerza; que están bien hechos; que tienen movilidad, bien de la vista, el oído alerta a la llamada del mayoral, con quién ha convivido los últimos cuatro años en la dehesa.

 Se han hecho tres lotes con los seis toros enchiquerados, buscando la uniformidad en la presentación. Alto de agujas, descarado de cara, buen mozo, largo, corniveleto y abierto, cornalón playero, pies ligeros, cárdeno de pelo, negro zaino, lucero en la frente, ojo de perdiz, bocinero, calcetero o botinero, chorreado, colorado, piel de melocotón, ensabanado, salpicado, berrendo en negro, capirote o albardado.

 Los cabestros, toros grandes, que no han podido llegar a ser toros de lidia, disfrutan de la tranquilidad de los corrales, cumplen su función parsimoniosamente, apartando los toros unos de otros y enchiquerándolos. Por primera vez en la vida del toro, va a quedarse solo.

 Desde su nacimiento, el becerro, hace ya cuatro o cinco primaveras, nunca se ha encontrado tan solo. Hace unos años, ya sufrió la separación de su madre, durante el destete. Ese becerro alegre y saltarín, en quién el mayoral tenía puestas sus esperanzas, de ser premiado con la vuelta al ruedo tras su muerte, ser toreado en feria de postín, de plaza importante, por una figura del torero, ha estado siempre acompañado por sus hermanos de manada, nunca solo, disfrutando de la primavera de la campiña, corriendo entre las jaras, soportando los fríos inviernos, defendiéndose y haciéndose respetado, fortaleciéndose ante los toros mas osados, haciéndose sitio entre los mejores. Ahora, en la oscuridad del chiquero, esperando el toque del clarín para salir al ruedo, no entiende lo que está pasando. Nervioso, solo y encerrado en cuatro paredes; ya no puede correr por las lomas, venteando el frescor del agua al atardecer. Espera no sabe qué. Su interior se está preparando; está disponiendo su bravura, oculta en su pelo negro, para lo que ha nacido y por lo que ha sido criado: la embestida y la acometida noble, brava, en defensa de su libertad, para el reconocimiento de su casta y de su especie.

 A las cinco de la tarde, todo está preparado para que de comienzo la corrida. La autoridad ordena el despeje de la plaza, suenan los clarines y los alguacilillos, vestidos de negro, con sombrero de penachos rojo y gualda, montados en briosos caballos, recorren el redondel. Se abre el portón de las cuadrillas, las notas del pasodoble se dejan oír, leves aplausos, dan paso a una ovación dirigida a los tres toreros que componen el cartel y que esta tarde, forman la terna que estoqueará a "seis toros, seis", de una famosa ganadería.

 Avanzan lentamente, armoniosamente, con ritmo cadencioso, enrollados en el capote de seda, que reluce bajo el sol de la tarde brillante. Los matadores, las cuadrillas de banderilleros y picadores, los monosabios, areneros y las mulillas, componen el ceremonial rigurosamente ordenado del paseíllo, procesión litúrgica. Saludan a la presidencia, que en nombre de la autoridad, senador que ha de hacer cumplir la voluntad de la mayoría, dirigirá y hará cumplir la ley y los reglamentos  en defensa de la fiesta, de los aficionados y de la historia. La plaza convertida en parlamento, en el que la voluntad de los presentes se va a hacer cumplir, con fuerza de ley popular. Todo lo que ocurra esta tarde, va a estar ordenado, los abucheos del público, indicarán el disgusto sobre lo que está ocurriendo. Los aplausos, las ovaciones y olés, serán el único premio que los toreros van a recibir. Los pañuelos blancos ondeados en los tendidos, indicarán la voluntad del respetable para que el presidente, una vez contados aquellos, ordene se corten las orejas del astado, que el torero paseará en olor a multitud por la arena. Si no ha habido suerte, los pitos y la bronca, serán suficiente castigo, para el torero y para cualquiera de los ceremoniantes que se salga de la ortodoxia taurina.

 Los toreros saludan respetuosamente, desmonterándose. Cambian la seda por el percal que despliegan, se abren de capote, convirtiendo el capote de brega en alas de mariposa de vivos colores, que se mecen al viento suave de la tarde. En el callejón, los ayudantes, entregan los capotes de paseo a espectadores de postín, que desde la barrera observan con rigor todos los preparativos.

 El torero, con mirada fugaz, mira al lugar convenido, encontrándose con los ojos negros de la bella mujer, con un clavel rojo en el pelo, que le trae el corazón por la calle de la amargura. Ella, con una sonrisa descarada, le transmite su deseo. Pero no son momentos para que la cabeza desvaríe; es el momento de la verdad y la cabeza, el corazón y los cinco sentidos han de estar entregados al toro, al éxito, a sacar el sentimiento de su interior, acompasado por "la música callada del toreo".

 Los capotes desplegados, se pasean rozando el albero, arena amarilla, que pronto se verá mezclada con rojo de sangre. Todo se está realizando en silencio y lentamente. No hay ninguna prisa; la prisa, se dice, es atributo de raterillos y de malos toreros. Pero en la plaza, en esta tarde de abril, solo hay buenos toreros y gente honrada que va a entregarse al sacrificio voluntariamente. Oficio que desde tiempos pasados, ha ido configurándose por el arte de "Cúchares", de "Pedro Romero", de "Pepe-Hillo" "Juan Belmonte" o "Joselito", y tantos toreros, que a lo largo de la historia, han aportado su arte, conocimiento y su vida, a la vez que su especial forma de interpretar la tauromaquia. También el torero, esta tarde, quiere pasar a la historia del toro, con su arte, valor y aún con su sangre.

 El ruedo está despejado. Los alguacilillos han entregado las llaves de los chiqueros al torilero, encargado de abrirlo. En el burladero, el torero, mordiendo la esclavina del capote de color vivo rosáceo, no quiere mirar la puerta oscura, por donde va a salir el toro fiero. Son los últimos instantes para la reflexión, ya no hay tiempo. Suena "una nota de clarín, que desgarra, penetrante y rompe el aire con vibrante puñalada". Se abre el portón de los sustos y al instante, aparece un toro negro, imponente, la cabeza encampanada, mirando de un lado a otro, deslumbrado por el sol; los músculos tensos, acudiendo velozmente hacia las llamadas de los toreros, que desde los diferentes burladeros le citan. El público premia con una ovación la presencia del toro en la arena. Está bien hecho, seiscientos kilos de poder "peor para las mulillas", pelo lustroso, ágil y fuerte, pitones astifinos, como alfileres, color caramelo.

 El torero se decide a salir con el capote desplegado y le cita. El toro se viene a él, con una rapidez de pies de vértigo. El torero le muestra el capote, al que embiste claramente; mete la cabeza con fijeza, con la pretensión de prender el capote, sin resultado; el capote, siguiendo el ritmo que le imprimen los brazos y la cintura torera, se mueve consumando una bella y profunda "verónica"; sigue otra de la misma hechura, bien ejecutada, adelantando el capote, la pierna adelantada también, corriendo las manos bajas, evitando que el toro roce ni siquiera el capote. El torero gana terreno al toro y se va a los medios, la embestida se atempera, ya no es tan fuerte; el toro, codicioso, entiende que es un juego y se deja torear a ritmo lento y armonioso. Cierra la tanda con una graciosa "media verónica belmontina". El toro está recogido, hasta ahora ha sido sometido, pero queda mucho todavía por hacer. De momento, los primeros miedos se han tragado, el corazón ha bombeado suficiente sangre como para tranquilizar los primeros ánimos.

 La siguiente operación, es una de las más delicadas y controvertidas que se dan en la fiesta. Se va a probar la fiereza del toro ante el caballo del picador. El picador, tocado con el castoreño y con la pica en ristre, vara de medir, cabalga un percherón, también torero. Va a infligir al toro un castigo, inmerecido, puesto que el toro nada malo a hecho. Se va a aprobar su bravura; si a mayor castigo, el toro acomete más, el toro es bravo; si el toro, por el contrario huye despavorido por el dolor, manso. Esta función del picador, obedece a otra razón importante: debilitar, en parte, las fuerzas del toro, que no siempre se consigue, suavizar la acometida, ahormar la altura de la cabeza y armonizar el tranco y el ritmo. Todo esto es por seguridad del torero y por la máxima belleza estética de la faena.

 Aparece la primera sangre. Fluye brillante, desde el morrillo a la arena, corriendo por la pata izquierda. En la cabeza del toro, solo el afán de embestir. Le han criado y seleccionado para eso; defenderse ante la agresión incomprensible, la sangre brava que se está derramando ahora, es el símbolo de su especie; bravura para defenderse, instinto de supervivencia, dolor contenido. La herencia brava no le permite retroceder; embestir por derecho y empujar con fuerza, corneando el peto inexpugnable del percherón torero.

 La bravura del toro, antes de nacer, se ha medido y probado en el tentadero. La vaca seleccionada por su buena nota será madre. Si por el contrario, no ha demostrado su bravura, su destino será el de morir en la soledad de un frío matadero. La bravura, el comportamiento, la nobleza en la acometida, la casta, la transmite la sangre de la hembra; el trapio, la buena presencia, el lustre del pelo, la cornamenta, se transmite por la sangre del padre, semental, que ha demostrado tener la esencia de la sangre pura, toro indultado por su bravura, que ahora, como señor de la dehesa, pasea su arboladura, ante la vacada, embelesada por su figura.

 Vuelven a sonar los clarines, indicando el cambio de tercio. La corrida está dividida en tres partes: la suerte de varas, banderillas y muerte. Los terrenos de la plaza también están divididos en tercios: las tablas, el tercio y los medios. Todo lo que se hace en cada una de estas partes de la lidia, se hace para medir las reacciones del toro. Picar, para conocer la bravura; tres veces hay que llevar al toro al caballo, asestándole más o menos castigo, según la reacción, bravura y empuje. El segundo tercio, el de banderillas, se realiza para conocer la reacción del toro, su capacidad de persecución y dirección en la embestida. El tercio de banderillas, lo ejecutan los subalternos, los toreros que ayudan al matador en los preparativos. Los palitroques, los railetes, garapullos, los palos, de todas las formas se llaman, son clavados por pares: el torero dejándose ver, a cuerpo limpio, esperando que el toro inicie la carrera, de poder a poder, cuarteando la embestida, llegando a la cara, cuadrándose, asomándose al balcón de los pitones, levantando los brazos clavando en lo alto y saliendo despacio del encuentro.

 Todo lo que hasta ahora se está haciendo en el ruedo, se hace siguiendo una norma establecida; todo tiene sentido. Todo se hace teniendo en cuenta el comportamiento del toro. Se ha observado si el toro es bravo; si tiene la querencia de huir, de saltar las tablas; si embiste por derecho, o por el contrario se acuesta de uno u otro pitón; si acude pronto al engaño. Es necesario que el torero conozca perfectamente cual es el comportamiento del toro; de ese comportamiento, saldrá una u otra faena; si se ha de hacer en uno u otro terrero, si el pase tiene que ser por alto o por bajo, por uno u otro pitón, dándole más espacio o toreando en corto. Todo el conocimiento es fundamental para cuajar una buena faena. La faena soñada; la faena que tanto se ha soñado, la faena de ensueño.

 Para sacar al toro del caballo, llevarlo de uno a otro lado, cambiarlo de terrenos, ponerlo en el sitio, el torero hace los quites lanceando por "verónicas", "chicuelinas", "tapatías", galleando por "navarras", "delantales", "gaoneras" y "faroles", rematando las series con "media verónica", "larga cordobesa", "revoleras" y "serpentinas".

 El matador en el burladero, coge los tratos de matar. La muleta y la espada. Estoque de acero templado, que si se maneja con soltura y decisión, será la culminación de la faena del matador. Se enjuaga la boca en vaso de plata, la boca reseca por la polvareda de la arena y por el miedo contenido. Los trastos en la izquierda; la montera en la derecha. Se dirige pausadamente hacia la presidencia; va a solicitar la venia para matar. Llega a su altura; con un gesto de montera pide el permiso, que respetuosamente se le otorga. Mira hacia el toro, que está siendo sujetado por otros toreros en el terrero elegido para torear. Con el mismo paso lento, se dirige hacia la barrera en la que antes, con mirada furtiva, había visto a la mujer de los ojos negros; le brinda la muerte del toro, con un: <<va por usted>>; la respuesta emocionada: <<suerte torero, estaré esperándole>>. Qué deseo, esperanza y pasión encierran estas palabras. Va "por usted", la muerte del toro y aún la propia, todo por demostrar: hombría, pundonor, valentía y entrega torera; la misma entrega y pasión que habrá en el encuentro de la espera.

 Solos en el redondel, el toro y el torero, frente a frente, los dos solos ante el destino; ante el peligro representado en los cuernos del toro negro. El torero al filo de las tablas, arma la muleta y cita de largo al toro; el toro se viene hacia el torero velozmente; la muleta flamea, manejada con maestría por el brazo derecho; el torero ha recogido la embestida y la ha vaciado por bajo, con la rodilla izquierda adelantada y flexionada; el toro se revuelve y embiste de nuevo. Ahora el torero le ha puesto por delante la muleta; cuando el toro ha llegado a su jurisdicción, el torero prende los pitones en la muleta, con hilos imaginados y suavemente, sin aliviarse, tirando de él acompasadamente, cargando la suerte, templando la embestida, con pase largo, corriendo la mano, ejecuta un poderoso y bello pase, que repite una y otra vez. Para finalizar un pase de pecho, pasándose el toro desde la cadera derecha, a la hombrera izquierda de la chaquetilla. Instantes de respiro, para el toro y el torero, que ha puesto el corazón en la muleta y los olés en el tendido.

 Ahora, dejándose ver, dándole la distancia adecuada, de lejos, le cita de frente con la mano izquierda. Avanza dos pasos, cruzándose ante los pitones; el toro se viene; se encuentra la muleta planchada delante, que sigue noblemente; el torero sin tirones, abierto de compás, mandando, en profundidad, largo y cadencioso, instrumenta unos poderosos naturales; una y otra vez; en los medios; en la boca de riego. Ahora en los tendidos, no solo hay olés, hay también gritos de alegría, frases entrecortadas por la pasión. Se está produciendo, lo imaginado tantas y tantas veces; el encuentro entre el toro y el torero, la belleza estética del baile torero. El torero por bajo, con una "trincherilla", remata la serie de pases primorosos. Es la locura; otras series de "naturales", "molinetes", "faroles", "giraldillas", "kikirikís", "ayudados por alto", "manoletinas", "estatuarios" mirando al tendido, remates con el "pase de la firma", desplantes toreros, adornos que acarician al toro con un fino abaniqueo, que demuestran quién es el que manda en la plaza. El torero, arrogante, se está comportando como lo hacen los buenos toreros, con estilo, conocimiento, arte y valor. El toro, de buena casta, también está embistiendo con nobleza y bravura, por derecho, con el peligro intacto; el peligro del toro integro y lo estará hasta que, arrastrado por las mulillas, aplaudido en el arrastre, premiado con la vuelta al ruedo, abandone, para siempre, el coso engalanado.

 Ha llegado la hora de la verdad. El torero se perfila ante la cara del toro. Es la única vez en toda la tarde que, para poder meter el estoque en su sitio, ha de perder de vista los pitones como puñales. Es el momento cumbre, sin una buena estocada, buena ejecución y una muerte rápida, no habrá triunfo. El torero perfilado; la mano izquierda con la muleta adelantada; el estoque fuertemente empuñado, a la altura del corazón. No mata la espada, mata el corazón entregado. La hora de la verdad un "volapié" en tres tiempos: la muleta a la pezuña izquierda, para que el toro humille; el estoque dirigido hacia el morrillo, en todo lo alto, haciendo la cruz; la salida por el costado, vaciando la embestida del toro herido de muerte que le persigue, porque sabe que le matado; el acero en el hoyo de las agujas, como a tantos y tantos toros, por la conservación de la especie, por la tradición ancestral y por el gusto de jugarse la vida guapamente.

 Hoy ha sido un día de gloria, el torero ha estado como tenía que estar, en torero, con gusto, con enjundia, sin descomponer la figura, dándolo todo, dándose abiertamente, desmadejado, con duende. Se ha destapado el tarro de las esencias toreras. No siempre es así. En otras ocasiones, el miedo se apodera de la razón e impide que las piernas se mantengan firmes; el corazón no resiste las tarascadas de las embestidas del toro. Con esa ventaja ofrecida al toro, los pitones asestan una cornada certera, en el peor de los sitios, desgarrando la carne. El dolor, la sangre, el olor a hule de la enfermería lo envuelve todo. El grito de angustia se deja oír en los tendidos, la cornada, que también se ha soñado, llega en el peor de los momentos. El torero se revuelve ante las asistencias de la plaza, pero es imposible zafarse. Las fuerzas se le van por la sangre derramada. Es una forma de gloria, pero no es la mejor forma. Es la antítesis de la gloria torera, que se sabe que llegará tarde o temprano. Es la prueba de fuego, el bautismo de sangre. A partir de la cornada, todo va a ser distinto. Si el corazón se sobrepone al dolor y a la llamada de la muerte, la cabeza renacerá dispuesta a enfrentarse otra vez con un toro de la misma ganadería, en la misma plaza en los mismos terrenos, y si es posible, dando el mismo pase. El reto torero, la prueba gallarda que esta vez le llevarán a la gloria del éxito.

 La espada en todo lo alto, hasta las cintas, hasta la bola; la empuñadura enterrada en los rubios, el toro ha doblado las manos y espera el descabello. La plaza puesta boca a bajo, aclama, con los pañuelos en la mano, como palomas mensajeras, pide los máximos trofeos para el torero. El triunfo se repite una tarde más, el torero, en olor a multitud, pasea despacio las orejas del astado como premio material. El premio inmaterial lo está recibiendo en aplausos y vítores de "torero" "torero" "torero", máxima expresión; expresión que encierra el secreto de la tauromaquia, la tauromagia; la fiesta de los toros.

 Salida a hombros por la puerta grande de la plaza, como culminación del encuentro, ahora ya de vida y gloria. Historia que se repite y se repetirá; esperanzas puestas ya en otras plazas, en otros toros que esperan su destino; en otros momentos de la vida, vida de amor, deseo, pasión y entrega, pero siempre de la misma forma, con estilo, conocimiento, arte y valor, con torería, como lo hacen los buenos toreros.

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