Los
mártires de Chicago |
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Mayo,
mes de
lucha
y
reivindicación |
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Mayo ha sido florido,
lluvioso y tormentoso en la historia. En mayo se fundó el PSOE; en
Chicago la masacre de la plaza Haymarket en Chicago. Hoy por hoy, para
mí, Mayo, a más de florido, es un mes de lucha y reivindicación de la
clase obrera... |
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Viva el 1º de mayo |
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Por el
empleo
estable,
salarios
justos,
pensiones
dignas
y más
protección
social.
Son
nuestros
derechos.
Por un
cambio
de
modelo
social
basado
en el
reparto
de la
riqueza,
el
apoyo
mutuo
y la
igualdad.... |
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El 1º
de mayo, representa una fecha emblemática para los
trabajadores, se conmemora el Aniversario de las
manifestaciones legales en democracia, después de la larga
noche de la dictadura franquista.
En
1978 los trabajadores participaron masivamente en la
manifestación del 1º de mayo reivindicando el pleno
ejercicio de las libertades y la consolidación de la
Democracia, en concreto el pleno ejercicio de la Libertad
Sindical a través de la promulgación de un Estatuto de los
Trabajadores, la devolución del Patrimonio Sindical, la
regulación de las Secciones Sindicales en las empresas, la
Regulación de la Negociación Colectiva y el Derecho de
Huelga. Además, reivindicaban medidas eficaces contra el
paro y contra la subida escandalosa de los precios.
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Con
este motivo, y como homenaje a los Mártires
de Chicago, la Fundación Francisco Largo Caballero, que
tiene como uno de sus objetivos la recuperación de la
“Memoria Histórica”, ha seleccionado de su hemeroteca este
dossier de la revista “Los
Mineros”, que explica el establecimiento del 1º de Mayo
en todos los países, en el año 1890, por acuerdo del
Congreso Internacional Obrero Socialista, celebrado el año
anterior en París, al que acudió Pablo Iglesias.
En
aquella época las condiciones de vida de los trabajadores en
Europa y los EE.UU. no podían ser peores: la jornada laboral
llegaba hasta las 16 horas (para muchos miles de hombres y
mujeres la jornada se iniciaba a las 4 de la madrugada y
terminaba a las 8 de la noche); el salario era escaso y sólo
permitía ir malviviendo mientras había un puesto de trabajo
en la Industria. En caso de cierre de la empresa, el destino
para las familias obreras era el paro o la emigración. Sus
hijos trabajaban desde los 6 años, y las mujeres de noche
para completar el salario familiar. La miseria y la
explotación eran un lugar común entre las clases
trabajadoras, así como la represión policial. No es extraño,
por lo tanto, que los obreros intentaran terminar con esta
situación a partir de la década de 1880.
El
documento que presentamos es un texto de divulgación para
conocimiento de los trabajadores y sobre todo de los
jóvenes, que desgraciadamente no encuentran en los libros de
texto esta información, de lo que ocurrió en aquél entonces
por defender las reivindicaciones obreras concretadas en la
conquista de las 8 horas.
INTRODUCCIÓN
El 1°
de mayo de 1886 la huelga por la jornada de ocho horas
estalló de costa a costa de los Estados Unidos. Más de cinco
mil fábricas fueron paralizadas y 340.000 obreros salieron a
calles y plazas a manifestar su exigencia. En Chicago los
sucesos tomaron rápidamente un sesgo violento, que culminó
en la masacre de la plaza Haymarket (4 de mayo) y en el
posterior juicio amañado contra los dirigentes anarquistas y
socialistas de esa ciudad, cuatro de los cuales fueron
ahorcados un año y medio después.
Cuando los mártires de Chicago
subían al cadalso, concluía la fase más dramática de la
presión de las masas asalariadas (en Europa y América) por
limitar la jornada de trabajo. Fue una lucha que duró
décadas y cuya historia ha sido olvidada, ocultada o
limpiada de todo contenido social, hasta el punto de
transformar en algunos países el 1.° de mayo en mero
“festivo” o en un día franco más. Pero sólo teniendo
presente lo que ocurrió, adquiere total significación la
fecha designada desde entonces como “Día Internacional de
los Trabajadores”.

A
mediados del siglo XIX, tanto en Europa como en
Norteamérica, en las emergentes factorías industriales, se
exigía a los obreros trabajar doce y hasta catorce horas
diarias, durante seis días a la semana, incluso a niños y
mujeres, en faenas pesadas y en un ambiente insalubre o
tóxico. Los emigrantes europeos, que llegaban entonces a los
Estados Unidos en busca de un mundo mejor, cambiaron (a lo
más) los resabios feudales que todavía pesaban sobre sus
hombros por la voracidad desbocada de un capitalismo joven,
que multiplicaba sus ganancias ampliando al máximo la
jornada de trabajo. Extraños en un país desconocido, los
inmigrantes crearon las primeras organizaciones de obreros
agrupándose por nacionalidades, buscando primero el apoyo y
la solidaridad de los que hablaban la misma lengua,
constituyendo luego gremios por oficios afines (carpinteros,
peleteros, costureras), y orientando su acción por las vías
del mutualismo.
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Robert Dale Owen |
América era también el campo de experimentación para algunos
socialistas utópicos, que crearon en los Estados Unidos
colonias comunitarias, como las de Robert Dale Owen (1825),
Charles Fourier y Etienne Cabet, constituidas por
trabajadores emigrados. Los obreros propiamente
norteamericanos se limitaban a buscar consuelo para sus
sufrimientos terrenales en las diferentes sectas religiosas
existentes en el país. Fueron inmigrantes ingleses pobres
los que primero diseminaron inquietudes sociales entre sus
hermanos de clase, y los mismos continuaron en territorio
americano la lucha ya extendida en Inglaterra por la
reducción de la jornada de trabajo.
El
desarrollo de la industria manufacturera, el
perfeccionamiento de máquinas y herramientas, la
concentración de grandes masas obreras en los Estados del
Noreste, proporcionaron el terreno donde germinó la
propaganda de los emigrados. La primera huelga brotó, 60
años antes de los sucesos de Chicago, entre los carpinteros
de Filadelfia, en 1827, y pronto la agitación se extendió a
otros núcleos de trabajadores. Los obreros gráficos, los
vidrieros y los albañiles empezaron a demandar la reducción
de la jornada de trabajo, y 15 sindicatos formaron la
“Mechanics Union of Trade Associations” de Filadelfia. El
ejemplo fue seguido en una docena de ciudades; por los
albañiles de la isla de Manhattan; en la zona de los grandes
lagos, por los molineros; también por los mecánicos y los
obreros portuarios.
En 1832, los trabajadores de
Boston dieron un paso adelante en sus demandas y se lanzaron
a la huelga por la jornada de diez horas, agrupados en
débiles organizaciones gremiales por oficios. Pese a que el
movimiento se extendió a Nueva York y Filadelfia, no tuvo
éxito. Afirmó, sin embargo, el espíritu de combate de los
asalariados, que siguieron presionando por sus
reivindicaciones.

El
resultado de estas luchas, que marcan el nacimiento del
sindicalismo en Estados Unidos, influyó primero en el
Gobierno Federal antes que en los patrones, que expoliaban
impunemente a sus trabajadores al amparo del librempresismo.
En 1840, el Presidente Martín van Buren reconoció legalmente
la jornada de 10 horas para los empleados del Gobierno y
también para los obreros que trabajaban en construcciones
navales y en los arsenales. En 1842, dos Estados,
Massachusetts y Connecticut, adoptaron leyes que prohibían
hacer trabajar a los niños más de 10 horas por día. El mismo
año, la quincallería Whtite & Co. de Buffalo (Estado de
Nueva York) introdujo en sus talleres la jornada de 10
horas.
Pero
la agitación obrera continuó. Desde el otro lado del mar
llegaban noticias alentadoras. Cediendo a la presión
sindical, el Gobierno inglés promulgó una ley (1844) que
redujo a 7 horas diarias el trabajo de los niños menores de
13 años, y limitó a 12 horas el de las mujeres. Se esperaba
lograr pronto allí la jornada de 10 horas para los adultos,
hombres y mujeres. En ese ambiente se reunió el primer
Congreso Sindical Nacional de los Estados Unidos, el 12 de
octubre de 1845, en Nueva York. Se tomaron medidas concretas
para coordinar la lucha de los diferentes gremios y la que
se llevaba a cabo en distintas ciudades. Se planteó la
creación de una organización secreta permanente para la
reivindicación de los derechos del trabajador.
El
Congreso Sindical de Nueva York se fijó como tarea de acción
inmediata la demanda del reconocimiento legal de la jornada
de 10 horas y se convocó a mítines obreros en las
principales ciudades para agitar públicamente esta
exigencia. A esta etapa siguieron las huelgas, que
alcanzaron excepcional amplitud en Pittsburgh, centro
metalúrgico, donde 40.000 obreros mantenían una huelga de 6
semanas por la jornada de 10 horas. Pero los patrones no
cedieron, y muchos inmigrantes recién llegados se
dispusieron a asumir el puesto de los huelguistas. El
movimiento fracasó. En otros lugares se lograron avances
concretos: New Hampshire decretó la implantación de la
jornada de 10 horas y numerosas fábricas hicieron lo mismo
en otros Estados.
Pero
la agitación cobró nuevos impulsos al divulgarse, en 1848,
la noticia de que los obreros de una sociedad colonizadora
en Nueva Zelanda habían obtenido la jornada de 8 horas. Sin
embargo, no se estructuró un movimiento que respaldara esta
aspiración. Las demandas se limitaron a exigir un máximo de
10 horas de trabajo por día.
Fue
sólo a comienzos de 1866, una vez terminada la guerra de
secesión, que renació la lucha por acortar la jornada de
labor.
Otros
avances se habían logrado entretanto. El Estado de Ohio
adoptó la ley de 10 horas para las mujeres obreras, y los
sindicatos de la construcción estaban vivamente
impresionados al saber que los albañiles de Australia
obtenían en esos días el reconocimiento de la jornada de 8
horas. Por otra parte, la reducción de la jornada de
trabajo, que absorbería mayor cantidad de mano de obra, se
convertía en una necesidad urgente por el retorno de los
soldados desmovilizados y el cierre de las fábricas que
trabajaban para la guerra. Además, los inmigrantes seguían
afluyendo, por centenares y centenares de miles.
Al
Congreso de Estados Unidos ingresaron más de media docena de
proyectos de ley que proponían legalizar la jornada de 8
horas, y la Asamblea Nacional de Trabajo, celebrada en
Baltimore en agosto de 1866, con representantes de 70
organizaciones sindicales, entre ellas 12 uniones
nacionales, proclamó:
“La primera y gran necesidad del presente, para liberar al
trabajador de este país de la esclavitud capitalista, es la
promulgación de una ley por la cual la jornada de trabajo
deba componerse de ocho horas en todos los Estados de la
Unión Americana. Estamos decididos a todo hasta obtener este
resultado”.
El mismo congreso sindical
acordó crear comités para “recomendar” la
reivindicación de las 8 horas, cometiendo el error de
confiar únicamente en la buena voluntad de los poderes
públicos para hacer ley su iniciativa.
Mientras, en Europa, la I Internacional (creada en 1864)
había acordado en su Congreso de Ginebra, en 1866, agitar
mundialmente la demanda de la jornada de trabajo de 8 horas.
Los asalariados norteamericanos, en el Congreso Obrero de
los Estados del Este, celebrado en Chicago en 1867,
dedicaron gran parte de sus debates a las 8 horas. El hombre
que impulsó las resoluciones sobre el tema fue Ira Steward,
un mecánico autodidacta de Chicago, a quien daban el
sobrenombre de “El maniático de las ocho horas”.
Steward sostenía que al
acortarse la jornada de trabajo aumentaría la necesidad de
mano de obra y que, por lo tanto, de allí surgiría el
aumento de los salarios. Escéptico de la eficacia de la
acción puramente sindical, Steward, en ausencia de un
partido político autónomo de la clase obrera, proponía un
método usado tradicionalmente por el movimiento sindical
norteamericano: ejercer presión sobre los partidos del“stablishment” y
no dar sus votos más que a los candidatos que aceptaran
impulsar todo o parte del programa sindical.

Finalmente, los esfuerzos de la clase obrera norteamericana
lograron modificar la actitud del Gobierno, ya que no la de
los empresarios privados. Siendo Presidente de los Estados
Unidos Andrew Johnson, en 1868 se dictó la Ley Ingersoll,
que establecía la jornada de 8 horas para los empleados de
las oficinas federales y para quienes trabajaban en obras
públicas. La Ley Ingersoll, dictada el 25 de junio de 1868,
establecía:
“Artículo 1.º La jornada de trabajo se fija en ocho horas
para todos los jornaleros u obreros y artesanos que el
Gobierno de los Estados Unidos o el Distrito de Columbia
ocupen de hoy en adelante. Sólo se permitirá trabajar como
excepción más de ocho horas diarias en casos absolutamente
urgentes que puedan presentarse en tiempo de guerra o cuando
sea necesario proteger la propiedad o la vida humana. Sin
embargo, en tales casos el trabajo suplementario se pagará
tomando como base el salario de la jornada de ocho horas.
Este no podrá ser jamás inferior al salario que se paga
habitualmente en la región. Los jornaleros, obreros y
artesanos ocupados por contratistas o subcontratistas de
trabajos por cuenta del Gobierno de los Estados Unidos o del
Distrito de Colombia serán considerados como empleados del
Gobierno o del Distrito de Columbia. Los funcionarios del
Estado que deban efectuar pagos por cuenta del Gobierno a
los contratistas o subcontratistas deberán cerciorarse,
antes de pagar, de que los contratistas o subcontratistas
hayan cumplido sus obligaciones hacia sus obreros; no
obstante, el Gobierno no será responsable del salario de los
obreros.
Artículo 2.º Todos los contratos que se concerten en
adelante por el Gobierno de los Estados Unidos o por su
cuenta (o por el Distrito de Columbia, o por su cuenta), con
cualquier corporación o persona, se basarán en la jornada de
ocho horas, y todo contratista que exigiere o permitiere a
sus obreros trabajar más de ocho horas por día estará
contraviniendo la ley, salvo los casos de fuerza mayor
previstos en el artículo 1.º.
Artículo 3.º Los que contravengan a sabiendas esta
prescripción serán pasibles de una multa de 50 a 1.000
dólares, o hasta de seis meses de prisión, o de ambas penas
conjuntamente”.
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La
jornada de 8 horas pasaba así a ser obligación “legal” en
los Estados Unidos para las obras públicas, así como lo era
ya para los trabajos privados en Australia. Los obreros
industriales, entre tanto, seguían sometidos a una jornada
de 11 y 12 horas diarias a lo largo y a lo ancho de los
Estados Unidos.
Los
grandes contratistas de obras públicas en construcción se
opusieron, por supuesto, a la aplicación real de la jornada
federal de 8 horas. Los patrones formaron una “Asociación de
las Diez Horas”, tratando de demostrar que esa duración del
tiempo de trabajo era “más
provechosa para los trabajadores”. Eran
los años en que Federico Engels le escribía a Carlos Marx
que “a causa
de la agitación por las 8 horas se han anulado contratos por
más de un millón y medio de dólares”, tomando como base
una información de la prensa norteamericana.
El Estado de California se
había adelantado a los demás y decretado la jornada
obligatoria de 8 horas para todos los trabajadores del
sector público o del sector privado, a fines de 1868. Pero
no hay evidencia de que esa progresista medida legal se
haya aplicado en la práctica, así como hay fuertes dudas
sobre la vigencia concreta de lo que mandaba la Ley
Ingersoll para los trabajos públicos Un historiador del
movimiento sindical norteamericano escribió: “La
agitación en pro de la jornada de 8 horas, después de
numerosas vicisitudes y de algunos éxitos legislativos que
no fueren seguidos de aplicación práctica, no llegó a
ningún resultado, y el pueblo obrero fue afectado por una
profunda desilusión”. De
allí arrancó el empuje que culminaría en los sucesos de
Chicago, en mayo de 1886.

Con el
estímulo de las luchas por acortar la jornada de trabajo,
las organizaciones obreras se fueron extendiendo y
fortaleciendo. En 1867, en Chicago se había creado el
Partido Nacional Obrero, que planteó en su primera
convención la búsqueda de un camino político independiente
para la clase trabajadora. Instaba a los obreros a evitar
ser utilizados políticamente por la burguesía, pero sus
llamamientos no lograron calar en la masa. Cobró auge en
cambio la “Liga por las Ocho Horas”, fundada en Boston en
1869, que levantó además una plataforma de lucha de corte
socialista y proclamó la “guerra
de clases a los capitalistas”. En 1870 se fundó la
organización secreta “Los Caballeros del Trabajo”, de
inspiración anarquista, a la cual se atribuyeron todos los
atentados cuyos autores no pudo descubrir la policía, y que
sería profusamente citada en el proceso de Chicago años más
tarde. Sus dirigentes asumieron con posterioridad posiciones
pro-capitalistas.
En
septiembre de 1871 se efectuó una gran manifestación pública
por la jornada de 8 horas en Nueva York, a la que asistieron
más de 20.000 trabajadores, una cifra considerable entonces.
Participaron principalmente franceses y alemanes emigrados,
miembros de la Internacional, y también obreros propiamente
norteamericanos.
En
1872 libraron importantes combates por las 8 horas los
obreros mueblistas y de otros ramos afines, que lograron
satisfacción para sus demandas, pero los cabecillas fueron
engañados posteriormente por los patrones, despedidos de su
ocupación, y fue nuevamente prolongada la jornada de
trabajo. La organización sindical era débil aún, y
fragmentada, como para poder exigir el cumplimiento de los
acuerdos. Fue brotando así la idea de una huelga general
para una fecha determinada; lo que se concretaría 14 años
más tarde, el 1° de mayo de 1886.
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Entre
tanto, en 1873, las cosas empeoraron repentinamente para los
trabajadores. La crisis que se veía venir llegó finalmente,
arrojando a la cesantía a centenares de miles de obreros.
Las fábricas cerraban sus puertas y los cesantes vagaban
como lobos por las calles, alimentándose de los desperdicios
que encontraban en las latas de basuras. El invierno de
1872-73 dejó un horrible saldo de muertos de hambre y frío,
como no se tenía memoria en los Estados Unidos. Sólo en el
Estado de Nueva York había 200.000 cesantes.
El 13
de enero de 1873, la Sección Norteamericana de la
Internacional convocó a un mitin de desocupados en Nueva
York para demostrar al Gobierno del Estado su situación y
pedir solución a su miseria. Se exigía una ración diaria de
alimentos para los cesantes, la iniciación de obras públicas
para dar trabajo a los necesitados y una prórroga legal para
el pago de arriendos y alquileres modestos. Se quería evitar
que fueran lanzadas a la calle (y expuestas a morir de frío)
las familias que no podían cubrir la renta por hallarse el
padre o el esposo sin trabajo.
La
manifestación conmovió a la ciudad y, en bullicioso desfile,
los cesantes se dirigieron al Ayuntamiento para hacer
presentes sus demandas. Cuando llegaban allí, fueron
atacados por una horda de polizontes, que apareció de
improviso, apaleando y sableando a todo el mundo, incluso
mujeres y niños. Centenares de heridos y contusionados
quedaron sobre los adoquines de la zona céntrica de Nueva
York, y otros centenares de pobres fueron detenidos y
puestos a disposición de los tribunales “por
resistir órdenes de la policía”.
La
gran prensa ventiló falsedades e injurias sobre las heridas
y el hambre de los cesantes tan ferozmente reprimidos. “Era
un mitin público de ladrones ociosos”, dijo un diario de
Nueva York. “Hay
que prepararles comidas envenenadas si quieren comer a costa
del Gobierno”, escribió otro en Chicago. Los editoriales
llamaron a eliminar “la
peste de miserables” que
asolaba la ciudad.
Paralelamente, la exigencia de
las 8 horas de trabajo se hacía cada vez más fuerte,
presentada incluso como una forma de aumentar la floja
demanda de mano de obra. “Los Caballeros del Trabajo”, en
un programa hecho público en 1874, declaraban que se
esforzarían por obtener las 8 horas, “negándose
a trabajar jornadas más largas, incluso a través de una
huelga general”. En una larga lista de reformas y
reivindicaciones, proclamaban su propósito de “obtener
la reducción gradual de la jornada de trabajo a 8 horas
por día, a fin de gozar en alguna medida de los beneficios
de la adopción de máquinas en reemplazo de la mano de
obra”.

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Ese
mismo año (1874), el Estado de Massachusetts decretaba la
jornada máxima de 10 horas para mujeres y niños, mientras la
agitación prendía ahora entre los ferroviarios, que no
tardaron en lanzar una huelga de grandes proporciones.
En
junio de 1877, los dueños de los ferrocarriles comunicaron a
los trabajadores que sus salarios serían reducidos en un
10%, porque las empresas “estaban
perdiendo dinero” con
motivo de la crisis. Esta fue la gota que colmó el vaso.
Desde 1873, el salario de los trabajadores había disminuido
ya en un 25% para salvar las ganancias de los propietarios.
La huelga estalló en Pittsburgh y en menos de 2 semanas se
había extendido a 17 Estados. Era el movimiento más vasto
que hasta entonces enfrentara el gran capital
norteamericano.
Los
magnates ferroviarios consiguieron que el Gobierno
movilizara al Ejército contra los huelguistas, que habían
incorporado entre tanto la demanda de una jornada laboral de
8 horas, y no tardaron en producirse enfrentamientos
violentos entre obreros y soldados. En Maryland quedaron 10
obreros muertos después de un choque frontal con las tropas.
En Pittsburgh, los trabajadores corrieron a pedradas a los
militares, para luego asaltar la maestranza del ferrocarril
local, donde destruyeron 120 locomotoras e incendiaron 1.600
vagones. En Reading, los obreros desarmaron a una compañía
de soldados y confraternizaban con ellos cuando fueron
atacados por tropas de refuerzo, que aparecieron
imprevistamente. Entonces, algunos militares fueron muertos
y hubo numerosas víctimas entre los obreros. En Saint Louis
la huelga abarcó a todos los oficios y los trabajadores se
apoderaron de la ciudad. Fue cortado el tránsito por los
puentes que cruzan el Mississippi, y durante 8 días los
sindicatos administraron tiendas y fábricas y dictaron sus
propias leyes. Finalmente, fueron sangrientamente
reprimidos.
La lucha de clases se hizo tan
violenta que la burguesía organizó grupos civiles armados
para proteger sus riquezas. La prensa “de orden” exaltaba
diariamente a pertrecharse y a extender las bandas armadas
antiobreras. Se formaron así verdaderas milicias privadas,
cuando no grupos de matones y hasta empresas de
rompehuelgas, con sucursales en los centros industriales
más importantes, al servicio de los propietarios. La más
famosa de estas organizaciones, que alcanzaría triste
renombre en los sucesos de Chicago, fue la de los hermanos
Pinkerton, que había reclutado algunos cientos de scabs (“amarillos”),
que enviaban a quebrar huelgas allí donde la presión
obrera se hacía sentir en demanda de la jornada de 8
horas. Los Pinkerton, además, proporcionaban bandas
armadas, espías, provocadores y hasta asesinos a sueldo.
Algunas autoridades hacían caso omiso de la existencia de
estas organizaciones criminales e incluso borraban los
antecedentes penales de sus integrantes, a condición de
que mostraran ferocidad en su cometido, disolviendo
mítines obreros, delatando a los dirigentes o
agrediéndolos.

NACE LA AFL
Pese a
la ofensiva en su contra, el movimiento obrero
norteamericano siguió fortaleciéndose. En 1881 se constituyó
en Pittsburgh la American Federation of Labor (AFL),
Federación Norteamericana del Trabajo, que exigió en su
primer congreso un más riguroso cumplimiento de la jornada
de 8 horas para los que trabajaban en obras públicas. En su
segundo congreso, celebrado en Cleveland en 1882, la AFL
aprobó una declaración, presentada por los delegados de
Chicago, para que se extendiera el beneficio de las 8 horas
a todos los trabajadores, sin distinción de oficio, sexo o
edad:
“Como representantes de los trabajadores organizados,
declaramos que la jornada de trabajo de ocho horas permitirá
dar más trabajo por salarios aumentados. Declaramos que
permitirá la posesión y el goce de más bienes por aquellos
que los crean. Esta ley aligerará el problema social, dando
trabajo a los desocupados. Disminuirá el poder del rico
sobre el pobre, no porque el rico se empobrezca, sino porque
el pobre se enriquecerá. Creará las condiciones necesarias
para la educación y mejoramiento intelectual de las masas.
Disminuirá el crimen y el alcoholismo... Aumentará las
necesidades, alentará la ambición y disminuirá la
negligencia de los obreros. Estimulará la producción y
aumentará el consumo de bienes por las masas. Hará necesario
el empleo cada vez mayor de máquinas para economizar la
fuerza de trabajo... Disminuirá la pobreza y aumentará el
bienestar de todos los asalariados”.
El
tercer congreso de la AFL (1883) acordó solicitar al
Presidente de los Estados Unidos que impulsara la ley de las
8 horas, y además envió una nota a los comités nacionales de
los Partidos Republicano y Demócrata, para que definieran
sus respectivas posiciones sobre la jornada de 8 horas y
otras reivindicaciones de los trabajadores.
Los preparativos de la huelga
general del 1° de mayo de 1886 habían empezado a gestarse
dos años antes, en noviembre de 1884, cuando se reunió en
Chicago el IV Congreso de la AFL (La AFL se llamaba
entonces Federación de Sindicatos Organizados y Uniones
Laborales de los EE.UU. y Canadá.) En el IV Congreso se
pudo constatar, desde la primera sesión plenaria, el
cambio producido en el espíritu de los dirigentes
sindicales. Las dilaciones y negativas con que contestaron
a sus demandas los partidos políticos los empujaron a
buscar nuevas formas de acción, basadas en sus propias
fuerzas. Su decisión se fortaleció por la experiencia
internacional conquistada por la clase obrera en aquellos
años y, sobre todo, por la del movimiento sindicalista
inglés.

Uno de
los autores de la proposición que meses más tarde sacudiría
a los Estados Unidos, Frank K. Foster, afirmó ante sus
compañeros: “Una
demanda concertada y sostenida por una organización completa
producirá más efecto que la promulgación de millares de
leyes, cuya vigencia dependerá siempre del humor de los
políticos... El espíritu de organización está en el aire,
pero el costo que hemos pagado por nuestra inexperiencia, el
sectarismo y la falta de espíritu práctico representan
todavía grandes obstáculos para lanzar una huelga general”.
Otros
delegados al Congreso pusieron en evidencia que los únicos
resultados realmente serios en cuanto a las 8 horas se
habían logrado fuera de toda legislación, por acuerdos
directos con los empresarios bajo la presión de la
movilización sindical. En el curso de sus intervenciones,
Foster sugería que todos los sindicatos manifestaran su
voluntad unánime, apoyados por la organización entera,
haciendo una huelga general por la jornada de 8 horas.
Gabriel Edmonston, que compartía ese punto de vista, hizo
entonces una proposición práctica: a partir del 1° de mayo
de 1886 se obligaría a los industriales a respetar sin más
la jornada de 8 horas. Donde los patrones se negaran, se
declararía la huelga de inmediato. En el plazo previo a la
fecha fijada, se llevaría la consigna por todo el país y la
prensa obrera agitaría esa demanda básica de los
asalariados. El 1° de mayo de 1886 debería estar todo listo
para una gran huelga general de costa a costa. Foster y
Edmonston fueron, pues, los autores de aquella proposición,
cuyos alcances históricos muy pocos intuyeron entonces.
Para
los historiadores, un punto no está claro: ¿por qué se
eligió precisamente el 1° de mayo como la fecha en que
debería estallar la huelga general en todos los Estados
Unidos?. La explicación más atendible es la que recuerda que
por ese entonces el 1° de mayo era la fecha en que debían
renovarse los contratos colectivos de trabajo, así como
otras obligaciones generales, los arriendos de tierras y
convenciones similares. Era el “moving-day” (día
de mudanza) norteamericano, equivalente a los compromisos de
trabajo que se iniciaban el día de San Juan en el Sur de
Francia por esos años, o en Navidad en otras regiones de
Europa, o en el día de San Martín. Además, el año designado
(1886) daba el tiempo suficiente para que los patrones
fueran advertidos y conocieran las demandas y las
consecuencias de su negativa, sin poder pretextar después la
sorpresa de la petición como factor para rechazarla.
La
proposición de Gabriel Edmonston (aprobada por el Congreso)
decía: “La
Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de
los Estados Unidos y Canadá ha resuelto que la duración de
la jornada de trabajo, desde el 1º de mayo de 1886, será de
8 horas, y recomendamos a las organizaciones sindicales de
todo el país hacer respetar esta resolución a partir de la
fecha convenida”. Gracias a una intensa propaganda,
pronto la resolución de Chicago echó firmes raíces en el
seno de la clase obrera.
El
Congreso de “Los Caballeros del Trabajo”, reunido en la
ciudad de Hamilton, también decidió auspiciar la agitación
por la huelga general hasta la obtención de las 8 horas. En
todo el país se crearon grupos locales, especialmente
encargados de la preparación del movimiento, que organizaron
mítines y manifestaciones, repartieron folletos y
periódicos, promovieron huelgas parciales, asambleas,
conferencias, recolección de firmas y otras actividades de
agitación.
En
California y toda la costa Oeste de los Estados Unidos, la
Federación de Carpinteros tomó en 1885 la iniciativa del
movimiento por la reducción de la jornada de trabajo,
mientras la AFL, en su Congreso de Washington (diciembre de
1885), renovó la decisión de Chicago. El sindicato de
obreros mueblistas propuso que en cada ciudad se organizara
un frente único de todas las organizaciones gremiales, para
que presentaran a los patrones el contrato-tipo preparado
por la asesoría legal de la AFL, y que debía entrar en
vigencia el 1° de mayo de 1886. Así se acordó.
A
medida que la fecha fijada se acercaba, las organizaciones
sindicales trabajaban animosamente. El número de sus
adherentes se había triplicado en esos meses. En Chicago, el
“Comité por las 8 Horas” puso
en guardia contra las huelgas parciales o mal organizadas,
que podrían tener como consecuencia lock-outs y
que “pueden
hacer abortar el movimiento”. La Cámara Sindical de los
carpinteros y ebanistas de la misma ciudad advirtió a los
patrones, por carta certificada, que el 1° de mayo debía
iniciarse la “jornada
normal” y
comprometió a sus miembros a detener absolutamente el
trabajo en los talleres en que no se aplicasen las 8 horas.
Pese a
las orientaciones de los dirigentes, que trataban de
contener los movimientos parciales para lanzarlos al unísono
cuando llegara mayo, en abril de 1886 la presión de las
masas derivó en innumerables huelgas en diversas ciudades
del país. En los Estados de Ohio, Illinois, Michigan,
Pennsylvania y Maryland la marea se hizo incontenible. El
Presidente Grover Cleveland llevó la cuestión obrera al
Congreso, donde no vaciló en afirmar: “Las
condiciones presentes de las relaciones entre el capital y
el trabajo son, en verdad, muy poco satisfactorias, y esto
en gran medida por las ávidas e inconsideradas exacciones de
los empleadores”.
Ante la pujanza del movimiento
sindical, ciertas empresas no pudieron esperar la fecha
fijada para conceder las 8 horas sin disminuir los
salarios. Más de 30.000 obreros se beneficiaron ya en el
mes de abril, principalmente los mineros de Virginia.

1º DE MAYO DE 1886
Por
fin, la fecha tan esperada llegó. La orden del día, uniforme
para todo el movimiento sindical era precisa: ¡A partir de
hoy, ningún obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8
horas de trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de
recreación!. Simultáneamente se declararon 5.000 huelgas y
340.000 huelguistas dejaron las fábricas, para ganar las
calles y allí vocear su demandas.
En
Nueva York, los obreros fabricantes de pianos, los
ebanistas, los barnizadores y los obreros de la construcción
conquistaron las 8 horas sobre la base del mismo salario.
Los panaderos y cerveceros obtuvieron la jornada de 10 horas
con aumento de salario. En Pittsburgh, el éxito fue casi
completo. En Baltimore, tres federaciones ganaron las 8
horas: los ebanistas, los peleteros y los obreros en
pianos-órganos. En Chicago, 8 horas sin disminuir sus
salarios: embaladores, carpinteros, cortadores, obreros de
la construcción, tipógrafos, mecánicos, herreros y empleados
de farmacia; 10 horas con aumento de salario: carniceros,
panaderos, cerveceros. En Newark, los sombrereros,
cigarreros, obreros en máquinas de coser Singer, obtuvieron
las anheladas 8 horas. En Boston, los obreros de la
construcción. En Louisville, los obreros del tabaco. En
Saint Louis, los mueblistas, y en Washington, los
pintores... En total, 125.000 obreros conquistaron la
jornada de 8 horas el mismo 1° de mayo. A fin de mes serían
200.000, y antes que terminara el año, un millón. No era la
victoria absoluta; pero se había obtenido un resultado
importante, por sobre, incluso, de algunas fallas en el
movimiento obrero. “Jamás
en este país ha habido un levantamiento tan general de las
masas industriales”(expresaba un informe de la AFL) “El
deseo de una disminución de la jornada de trabajo ha
impulsado a millares de trabajadores a afiliarse a las
organizaciones existentes, cuando muchos, hasta ahora,
habían permanecido indiferentes a la acción sindical”.
En
Chicago, los sucesos tomaron un giro particularmente
conflictivo. Los trabajadores de esa ciudad vivían en peores
condiciones que los de otros Estados. Muchos debían trabajar
todavía 13 y 14 horas diarias; partían al trabajo a las 4 de
la mañana y regresaban a las 7 u 8 de la noche, o incluso
más tarde, de manera que “jamás
veían a sus mujeres y sus hijos a la luz del día”. Unos
se acostaban en corredores y desvanes; otros, en inmundas
construcciones semiderruidas, donde se hacinaban numerosas
familias. Muchos no tenían ni siquiera alojamiento. Por otra
parte, la generalidad de los empleadores tenía una
mentalidad de caníbales. Sus periódicos escribían que el
trabajador debía dejar al lado su “orgullo” y
aceptar ser tratado como “máquina
humana”. El
“Chicago Tribune” osó decir. “El
plomo es la mejor alimentación para los huelguistas... La
prisión y los trabajos forzados son la única solución
posible a la cuestión social. Es de esperar que su uso se
extienda”.
No era
extraño que en ese cuadro Chicago fuese el centro más activo
de la agitación revolucionaria en los Estados Unidos y
cuartel general del movimiento anarquista en América: Dos
organizaciones dirigían la huelga por las 8 horas en Chicago
y todo el Estado de Illinois: la Asociación de Trabajadores
y Artesanos y la Unión Obrera Central, pero eran sus
exaltados periódicos obreros los polos en torno a los cuales
giraba la acción reivindicativa.
Uno de estos periódicos era
escrito en alemán, el “Arbeiter Zeitung”, que aparecía
tres veces a la semana, dirigido por August Spies, de
orientación anarquista, y otro, “The Alarm”, en inglés,
dirigido por el socialista Albert Parsons. Junto a ellos,
un brillante grupo de agitadores, periodistas y oradores
de verbo encendido insuflaba el ímpetu peculiar que
caracterizaba la lucha obrera en ese Estado. La mayoría de
ellos pasaría a la Historia como los “Mártires de
Chicago”: Fielden, Schwab, Fischer, Engel, Lingg, Neebe.

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Pese a
los éxitos parciales de algunos sindicatos, la huelga en
Chicago continuaba. Una sola usina seguía echando su humo
negro sobre la región: la fábrica de maquinaria agrícola
McCormik, al Norte de Chicago. El fundador de la usina,
Cyrus McCormik, había muerto poco antes y dejado en el
testamento una suma considerable de dinero para levantar una
iglesia. Pero su heredero resolvió construir el templo
sacando los fondos de un descuento obligatorio a sus
obreros, que lo rechazaron. El 16 de febrero de 1886 estalló
la huelga. Entonces, McCormik hijo contrató cientos de
rompehuelgas a través de los hermanos Pinkerton y
desalojaron en medio día la fábrica, que estaba ocupada por
los trabajadores.
Cuando
estalló la huelga general del 1° de mayo, McCormik seguía
funcionando con el trabajo de los rompehuelgas, y no
tardaron en producirse choques entre los restantes
trabajadores de la ciudad y los “amarillos”.
El ambiente ya estaba caldeado, porque la policía había
disuelto violentamente un mitin de 50.000 huelguistas en el
centro de Chicago, el 2 de mayo. El día 3 se hizo una nueva
manifestación, esta vez frente a la fábrica McCormik,
organizada por la Unión de los Trabajadores de la Madera.
Estaba en la tribuna el anarquista August Spies, cuando sonó
la campana anunciando la salida de un turno de rompehuelgas.
Sentirla y lanzarse los manifestantes sobre los “scabs” (amarillos)
fue todo uno. Injurias y pedradas volaban hacia los
traidores, cuando una compañía de policías cayó sobre la
muchedumbre desarmada y, sin aviso alguno, procedió a
disparar a quemarropa sobre ella. 6 muertos y varias decenas
de heridos fue el saldo de la acción policial.
Enardecido por la matanza, Fischer voló a la Redacción del
“Arbeiter Zeitung”, donde escribió una vibrante proclama,
con la cual se imprimieron 25.000 octavillas y que sería
luego pieza principal de la acusación en el proceso que
terminó con su ahorcamiento. Decía:
“Trabajadores: la guerra de clases ha
comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormik, se fusiló a
los obreros. ¡Su sangre pide venganza!
¿Quién podrá dudar ya que los chacales
que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero
los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror
blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la
muerte que la miseria.
Si se fusila a los trabajadores,
respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por
mucho tiempo.
Es la necesidad lo que nos hace gritar:
“¡A las armas!”.
Ayer, las mujeres y los hijos de los
pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en
tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de
vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del
orden...
¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís!
¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!”.
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La
proclama terminaba convocando a una gran concentración de
protesta para el 4 de mayo, a las cuatro de la tarde, en la
plaza Haymarket, y concluía con las palabras: “¡Trabajadores,
concurrid armados y manifestaos con toda vuestra fuerza!”.
Esta frase (y aquella que decía “¡A
las armas!”) fueron tachadas por Spies, director de la
imprenta, y él mismo vigiló especialmente que no la
incluyeran los tipógrafos. Sin embargo, cuando
posteriormente la Policía se incautó de los originales,
convirtió esa frase no publicada en el núcleo central de la
acusación.
En
Haymarket se reunieron unas 15.000 personas. La mayoría de
los que posteriormente serían los mártires de Chicago se
hallaba a esa hora en la Redacción del “Arbeiter Zeitung”.
Parsons estaba con su mujer y dos hijos; lo acompañaba una
obrera con la que iban a discutir la organización de las
costureras. Fielden y Schwab también estaban allí. Schwab
abandonó la reunión para asistir a un mitin en Deering.
Cuando discutían sobre la incorporación de las costureras a
la lucha por las 8 horas, mujeres particularmente explotadas
que entonces trabajaban sobre 15 horas diarias, un obrero se
presentó diciendo que en la concentración faltaban oradores
en inglés. Todos dejaron el local del periódico y fueron
allí, donde Spies ocupaba la tribuna. Le sucedió Parsons,
que habló por espacio de una hora. Luego, Fielden. Los
discursos eran moderados y la muchedumbre se comportaba con
tranquilidad, pese a la gravedad de la masacre del día
anterior frente a McCormik.
El
alcalde de Chicago, Carter H. Harrison, que presenciaba el
mitin para pulsar el ambiente, se fue a casa al concluir de
hablar Parsons, dándole órdenes al capitán de Policía
Bonfield, a cargo de la tropa, de que la retirara. Empezaba
a llover, como culminación de un día helado y húmedo.
Fielden estaba aún en la tribuna y la gente comenzaba a
dispersarse. Algunos obreros se dirigieron incluso al Zept
Hall, cervecería que quedaba en las proximidades, para
seguir a través de sus ventanas la manifestación. En la
plaza, la muchedumbre ya estaba reducida a unos pocos miles
cuando 180 policías avanzaron de pronto sobre los
manifestantes con los capitanes Bonfield y Ward al frente,
quienes ordenaron terminar el mitin de inmediato y a sus
hombres tomar posiciones de disparar. Ya se alzaban los
fusiles cuando, desde el montón informe de los
manifestantes, se vio salir un objeto humeante del tamaño de
una naranja, que cayó entre dos filas de los policías,
levantando un poderoso estruendo y arrojando por tierra a
todos los que se encontraban cerca. Sesenta policías
quedaron heridos de inmediato y uno muerto, en medio de
tremenda confusión. Fue la señal para que se desatara un
pánico loco y una carnicería más terrible que la de la
víspera. Rehechos en sus filas y apoyados por refuerzos, los
policías cargaron salvajemente sobre la multitud, disparando
y golpeando a diestra y siniestra. El balance dejó un total
de 38 obreros muertos y 115 heridos. Otros 6 policías
alcanzados por la bomba murieron en el hospital.
Esa
misma noche, Chicago fue puesto en estado de sitio, se
estableció el toque de queda y la tropa ocupó militarmente
los barrios obreros. Al día siguiente, la nación estaba
conmocionada por los sucesos y la gran prensa no reparó en
nada para calumniar a radicales, anarquistas, socialistas y
trabajadores extranjeros, sobre todo a los alemanes. El 5 de
mayo, “The New York Times” daba por hecho que los
anarquistas eran los culpables del lanzamiento de la bomba.
La policía, al mando del capitán Michael Schaack, realizó
una batida contra 50 supuestos “nidos” de
anarquistas y socialistas y detuvo e interrogó de manera
brutal a unas 300 personas.
El
jefe de Policía Ebersold, hablando tres años más tarde sobre
aquellos hechos, decía: “Schaack
quería mantener la tensión. Deseaba encontrar bombas por
todos lados... Y hay algo que no sabe el público. Una vez
desarticuladas las células anarquistas, Schaack quiso que se
organizasen de inmediato nuevos grupos... No quería que la
"conspiración" pasase; deseaba seguir siendo importante a
los ojos del público”.
La
policía estaba más interesada en conseguir pruebas en contra
de los detenidos que en localizar al que había arrojado la
bomba. Se ofreció dinero y trabajo a cuantos se ofrecieron a
testificar a favor del Estado.
Los
locales sindicales, los diarios obreros y los domicilios de
los dirigentes fueron allanados, salvajemente golpeados
ellos y sus familiares, destruidos sus bibliotecas y
enseres, escarnecidos y, finalmente, acusados en falso de
ser ellos quienes habían confeccionado, transportado hasta
la plaza de Haymarket y arrojado la bomba que desencadenó la
feroz matanza. Ninguno de los cargos pudo ser probado, pero
todo el poder del gran capital, su prensa y su justicia, se
volcaron para aplicar una sanción ejemplar a quienes
dirigían la agitación por la jornada de 8 horas. Spies,
Parsons, Fielden, Fischer, Engel, Schwab, Lingg y Neebe
pagaron con sus vidas, o la cárcel, el crimen de tratar de
poner un límite horario a la explotación del trabajo humano.
El 11 de noviembre de 1887, un
año y medio después de la gran huelga por las 8 horas,
fueron ahorcados en la cárcel de Chicago los dirigentes
anarquistas y socialistas August Spies, Albert Parsons,
Adolf Fischer y George Engel. Otro de ellos, Louis Lingg,
se había suicidado el día anterior. La pena de Samuel
Fielden y Michael Schwab fue conmutada por la de cadena
perpetua, es decir, debían morir en la cárcel, y Oscar W.
Neebe estaba condenado a quince años de trabajos forzados.
El proceso había estremecido a Norteamérica y la injusta
condena (sin probárseles ningún cargo) conmovió al mundo.
Cuando Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron colgados, la
indignación no pudo contenerse, y hubo manifestaciones en
contra del capitalismo y de sus jueces en las principales
ciudades del mundo. De allí empezó a celebrarse cada 1° de
mayo el “Día Internacional de los Trabajadores”,
conmemorando exactamente el inicio de la huelga por las 8
horas y no su aberrante epílogo. Pero fue el sacrificio de
los héroes de Chicago el que grabó a fuego en la
conciencia obrera aquella fecha inolvidable.

Luego
del enfrentamiento de huelguistas y esquiroles frente a la
fábrica McCormik, la tarde del 3 de mayo de 1886 se reunió
en Chicago el grupo socialista de trabajadores alemanes
“Lehr und Wehr Verein” (Asociación de Estudio y Lucha). Con
asistencia de Engel y Fischer, se acordó convocar un mitin
de protesta en la plaza Haymarket, para el día siguiente por
la tarde (4 de mayo). Fischer se entrevistó con Spies el día
4 por la mañana, comprometiéndolo a hablar en aquel mitin.
Parsons no estaba en la ciudad. Se hallaba en Cincinnati.
Llegó el día 4 en la mañana a Chicago y, sin saber de la
concentración, queriendo ayudar a su esposa en la
organización de las costureras, convocó a una reunión en las
oficinas del diario “Arbeiter Zeitung”. Al mismo lugar
llegaron Fielden y Schwab, donde Parsons se presentó con su
esposa mexicana, Lucy González, dos de sus hijos y miss
Holmes, del gremio de las costureras.
Schwab
partió a un mitin en Deering, donde estuvo hasta las diez y
media de la noche. En ese momento vinieron a buscar a
Parsons, porque en la plaza de Haymarket faltaban oradores
en inglés, y fue éste con toda su familia. Hablaron allí
Spies, Parsons y Fielden, que debía cerrar la manifestación.
Mientras continuaba hablando Fielden, Parsons fue al cercano
local Zept Hall para protegerse de la lluvia, que empezaba a
caer. Allí se encontraba ya Fischer. En la tribuna seguían
Fielden, que era el orador, y Spies, cuando de pronto (según
el testimonio del apóstol cubano José Martí, entonces
corresponsal de prensa en los Estados Unidos) “se
vio descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire,
un hilo rojo. Tiembla la tierra, húndese el proyectil cuatro
pies en su seno; caen rugiendo, uno sobre otros, los
soldados de las dos primeras líneas; los gritos de un
moribundo desgarran el aire”.
Esa
bomba lanzada por mano anónima fue seguida del fusilamiento
de la multitud por la policía, dejando a 38 obreros muertos
y 115 heridos y puso en difícil situación a los dirigentes.
Se hallaron (en palabras de Martí) “acusados
de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la
bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las
filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó
después la muerte de seis más y abrió en otros 50 heridas
graves...”.
En la redada policial que
siguió a la masacre (más de 300 detenidos en un día), bajo
estado de sitio, toque de queda y ocupación militar de los
barrios obreros, fueron aprehendidos Spies, Schwab y
Fischer, en las oficinas del “Arbeiter Zeitung”, esa misma
noche. A Fielden, herido, lo sacaron de su casa. A Engel y
Neebe, de sus casas también. Lingg fue apresado en su
buhardilla, luego de enfrentarse a bofetadas con los
policías que lo iban a detener. Le hallaron bombas.
Parsons logró escapar, pero se presentó voluntariamente al
Tribunal, al iniciarse el proceso, para compartir la
suerte de sus compañeros.

El 17
de mayo de 1886 se reunió el Tribunal Especial, ante el cual
comparecieron: August Spies, 31 años, periodista y director
del “Arbeiter Zeitung”; Michael Schwab, 33 años, tipógrafo y
encuadernador; Oscar W. Neebe, 36 años, vendedor,
anarquista; Adolf Fischer, 30 años, periodista; Louis Lingg,
22 años, carpintero; George Engel, 50 años, tipógrafo y
periodista; Samuel Fielden, 39 años, pastor metodista y
obrero textil; Albert Parsons, 38 años, veterano de la
guerra de secesión, ex candidato a la Presidencia de los
Estados Unidos por los grupos socialistas, periodista;
Rodolfo Schnaubelt, cuñado de Schwab, y los traidores
William Selinger, Waller y Scharader, ex integrantes del
movimiento obrero que testificaron en falso contra quienes
llamaban “camaradas” y cuyo perjurio fue posteriormente
comprobado, cuando ya sus declaraciones habían sido acogidas
por el Tribunal y ahorcados cuatro de los acusados.
El 21
de junio de 1886 se procedió al examen de jurados entre 981
candidatos, ante el juez Joseph E. Gary, que debía
seleccionar a 12 de ellos. 5 ó 6 obreros, que se presentaron
como posibles jurados, fueron recusados por el ministerio
público. Se admitió sólo a los individuos que daban
garantías de sustentar prejuicios antisocialistas o
antianarquistas, predispuestos con anticipación contra los
detenidos, a quienes se acusó formalmente de“conspiración
de homicidio”, por la muerte del policía Mathias Degan,
alcanzado por la bomba, y por otros 69 cargos. 5 de los
acusados habían nacido en Alemania y uno en Inglaterra, lo
que estimulaba las acusaciones contra la “inspiración
foránea” de la agitación obrera.
En
realidad; siguiendo el testimonio de Martí, se los procesaba “por
explicar en la prensa y en la tribuna las doctrinas cuya
propaganda les permitía la ley. En Nueva York, entre tanto,
los culpables en un caso de incitación directa a la rebeldía
habían sido castigados ¡con doce meses de cárcel y 250
dólares de multa!”.
Nada
se decía en la acusación de la huelga nacional por la
jornada de 8 horas, y menos de las condiciones de vida que
sufrían los obreros en los Estados Unidos. Los acusadores
estaban obsesionados por “la
conspiración de la dinamita”, y aseguraban que
Schnaubelt (cuñado de Schwab) había arrojado la bomba en
Haymarket, que Spies y Fischer le habían ayudado en esa
tarea, que Lingg la habría fabricado y transportado hasta la
plaza...
Después de 22 días de examen de candidatos, el Gran Jurado
estuvo dispuesto para la vista de la causa. Entre tanto, el
alguacil especial Henry Rice se jactaba ante sus amigos,
como se supo posteriormente, de que él
mismo se había encargado de prepararlo todo para
que formasen parte del Jurado sólo hombres declaradamente
adversos a los acusados y éstos no escaparan así de la
horca.
El 15
de julio de 1886, el fiscal Grinnell, como representante del
Estado de Illinois, empezó la acusación por los delitos de
conspiración y asesinato de policías, prometiendo probar en
el juicio quién había arrojado la bomba en la plaza
Haymarket. Fundaba la acusación en que los procesados
pertenecían a una “asociación
secreta” que
se proponía hacer la revolución social y destruir el orden
establecido, empleando la dinamita para ello.
El 1º
de mayo (según Grinnell) era el día señalado para iniciar la
subversión, “pero
causas imprevistas lo impidieron”. Así
quedó aplazada, decía, para el 4 de mayo en la plaza de
Haymarket. El plan revolucionario, dijo el fiscal, había
sido preparado por August Spies, pero no sólo eso, también
éste había encendido la mecha de la bomba, antes de que la
lanzara Schnaubelt sobre
los policías. Seguía el fiscal: “La
vasta conspiración es obra de la Internacional. Los miembros
de dicha asociación se dedican, unos a la propaganda, otros
a la fabricación de bombas y otros a entrenar en el manejo
de las armas a sus afiliados”.
Demostró Grinnell que todos los acusados eran anarquistas o
socialistas, lo que ellos reconocieron de buen grado, pero
no pudo probar su participación directa en el delito que les
imputaba.
Los
testigos utilizados por la acusación eran el capitán de
Policía Bonfield, que ordenó disparar contra la multitud en
Haymarket, y los ex anarquistas Waller, Schrader y Selinger,
que declararon contra sus antiguos camaradas, pagados o
coaccionados por la policía: Waller aseguraba que sí existió
conspiración, pero se confundió ante las miradas de los que
lo habían considerado un compañero, y entonces el fiscal
interrogó a Schrader. Pero éste, “más
cobarde que vil”, titubeó tanto, su declaración se hizo
tan contradictoria y torpe, que el procurador del Estado
gritó a la defensa: “Llevaos
este testigo: no es nuestro, es vuestro”.
El
testigo Gillmer dijo que vio a Schnaubelt (cuñado de Schwab)
arrojar la bomba ayudado por Fischer y Spies, pero se probó
que Fischer estaba en ese momento fuera de la plaza, en el
Zept Hall, y Spies en la tribuna de oradores, y que
Schnaubelt estaba
en un sitio de la plaza distinto al lugar desde donde fue
arrojada la bomba.
Para
probar la existencia de una “conspiración”, el
fiscal recurrió a la prensa anarquista, presentando
fragmentos de artículos y reproducción de discursos de los
procesados, muy anteriores a los sucesos materia de juicio.
Las citas eran amañadas y absolutamente fuera de contexto,
pero se leyeron de manera melodramática ante los jurados, y
se exaltaron las pasiones de los mismos exhibiéndoles bombas
reales, armas, dinamita y hasta uniformes ensangrentados de
los policías heridos en Haymarket. Pero no se demostró
judicialmente ninguna relación concreta entre la bomba
arrojada allí y los procesados.
José
Martí dijo expresamente en su crónica de los sucesos: “No
se pudo probar que los ocho acusados del asesinato del
policía Degan hubieran preparado ni encubierto siquiera una
conspiración que rematase con su muerte. Los testigos fueron
los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de
ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran
semejantes, como se vio por el casquete, a la de Haymarket,
estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons,
contento de su discurso (ya pronunciado), contemplaba la
multitud desde un lugar vecino. El perjuro fue quien dijo, y
desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que
se prendió la mecha de la bomba, que Ling "cargó con otro
hasta un rincón cercano a la plaza en un baúl de cuero", que
la tarde de los seis muertos en McCormik acordaron los
anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir
nuevos ataques. Que Spies estuvo un instante en el lugar en
que se tomó el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y
en una u otra casa, "Manuales de guerra revolucionaria". Lo
que sí se probó con plena prueba fue que, según todos los
testigos adversos, el que arrojó la bomba era un
desconocido”.
La defensa acusó al capitán
Bonfield, a cargo de la Policía en Haymarket, de estar
pagado por la “Citizens Association”, una “organización
burguesa de conspiradores capitalistas”, que venía
buscando el momento para descabezar el movimiento obrero
en Chicago. Spies llegó a decir: “Somos
acusados de conspiración por los verdaderos conspiradores
y sus instrumentos... Si no se hubiera arrojado esa bomba,
igual habría hoy centenares de viudas y de huérfanos...
Bonfield, el hombre que haría avergonzar a los héroes de
la noche de San Bartolomé, el ilustre Bonfield que habría
prestado innegables servicios a Doré como modelo para los
demonios de Dante, Bonfield era el hombre capaz de llevar
a la práctica la conspiración de la "Citizens Association"
de nuestros patricios”.

El 20
de agosto de 1886, ante el Tribunal en pleno, fue leído el
veredicto del Jurado: condenados a muerte Spies, Schwab,
Lingg, Engel, Fielden, Parsons, Fischer y a 15 años de
trabajos forzados, Oscar W. Neebe.
Se les
concedió el uso de la palabra a los sentenciados. Sus
discursos se conservan y algunos fragmentos de ellos se
reproducen aquí, en el orden en que fueron pronunciados.
Hiela la sangre leerlos. Se trata de hombres que sabían de
antemano que serían condenados a la pena capital y por un
crimen que no habían cometido. Sus palabras, inspiradas y
proféticas, tienen un patetismo que los años pasados desde
entonces no logran borrar.
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(Director del “Arbeiter Zeitung”, 31
años. Nacido en Alemania Central)
“Al dirigirme a este Tribunal lo hago
como representante de una clase social enfrente de los de
otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que
un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos en
ocasión semejante: "Mi defensa es vuestra acusación; mis
pretendidos crímenes son vuestra historia".
Se me acusa de complicidad en un
asesinato y se me condena, a pesar de que el ministerio
público no ha presentado prueba alguna de que yo conozca al
que arrojó la bomba, ni siquiera de que en tal asunto haya
tenido yo la menor intervención. Sólo el testimonio del
procurador del Estado y el de Bonfield, y las
contradictorias declaraciones de Thompson y de Gillmer,
testigos pagados por la Policía, pueden hacerme aparecer
como criminal.
Y si no existe un hecho que pruebe mi
participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba,
el veredicto y su ejecución no son más que un crimen
maquiavélicamente concebido y fríamente ejecutado, como
tantos otros que registra la historia de las persecuciones
políticas y religiosas.
Se han cometido muchos crímenes jurídicos
aun obrando de buena fe los representantes del Estado,
creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. En esta
ocasión, ni esa excusa existe. Por sí mismos, los
representantes del Estado han fabricado la mayor parte de
los testimonios, y han elegido un Jurado viciado en su
origen. Ante este Tribunal, ante el público, yo acuso al
procurador del Estado, y a Bonfield, de conspiración infame
para asesinarnos.
La tarde del mitin de Haymarket encontré
a un tal Legner. Este joven me acompañó, no dejándome hasta
el momento en que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos
antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab
aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que
me atribuye Thompson. Sabe que no bajé de la tribuna para
encender la bomba. ¿Por qué los honorables representantes
del Estado rechazan a este testigo que nada tiene de
socialista? Sencillamente porque probaría el perjurio de
Thompson y la falsedad de Gillmer. Y el nombre de Legner
estaba en la lista de los testigos presentados por el
ministerio público. No fue, sin embargo, citado a declarar,
y la razón es obvia. Se le ofrecieron 500 dólares para que
abandonara la ciudad, y rechazó indignado el ofrecimiento.
Cuando yo preguntaba por Legner, nadie sabía de él ¡el
honorable, el honorabilísimo fiscal Grinnell, me contestaba
que él mismo lo había buscado sin conseguir encontrarlo!
Tres semanas después supe que aquel joven había sido llevado
detenido por dos policías a Buffalo, Estado de Nueva York.
¡Juzgad quiénes son los asesinos!
Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera
sido el causante de que se la arrojara, o hubiera siquiera
sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí... Mas,
decís, "habéis publicado artículos sobre la fabricación de
dinamita". Y bien, todos los periódicos los han publicado,
entre ellos los titulados "Tribune" y "Times", de donde yo
los trasladé, en algunas ocasiones, al "Arbeiter Zeitung"
¿Por qué no traéis al estrado a los editores de aquellos
periódicos?
Me acusáis también de no ser ciudadano de
este país. Resido aquí hace tanto tiempo como Grinnell, y
soy tan buen ciudadano como él cuando menos, aunque no
quisiera ser comparado con tal personaje. Grinnell ha
apelado innecesariamente al patriotismo del Jurado y yo voy
a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡El
patriotismo es el último refugio de los infames!
¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y
en nuestros escritos?
Hemos explicado al pueblo sus condiciones
y las relaciones sociales; le hemos hecho ver los fenómenos
sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se
desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos
probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la
causa de todas las iniquidades, iniquidades tan monstruosas
que claman al cielo. Nosotros hemos dicho, además, que el
sistema del salario, como forma específica del
desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad
lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho
sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un
sistema cooperativo universal, que tal es el socialismo. Que
tal o cual teoría, tal o cual diseño de mejoramiento futuro,
no eran materia de elección, sino de necesidad histórica, y
que para nosotros la tendencia del progreso era la de una
sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad
económica de todos produciría un equilibrio estable como
base y condición del orden natural.
Grinnell ha dicho repetidas veces que es
el anarquismo lo que se trata de sojuzgar. Pues bien, la
teoría anarquista pertenece a la filosofía especulativa.
Nada se habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En
ese mitin sólo se trató de la reducción de horas de trabajo.
Pero insistid: "Es el anarquismo al que se juzga". Si así
es, por vuestro honor que me agrada: yo me sentencio, porque
soy anarquista. Yo creo como Burke, como Paine, como
Jefferson, como Emerson y Spencer y muchos otros grandes
pensadores del siglo, que el estado de castas y de clases,
el estado donde una clase vive a expensas del trabajo de
otra clase -a lo cual llamáis orden- yo creo, digo, que esta
bárbara forma de organización social, con sus robos y
asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará
pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria
o a la hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues,
sentenciarme, honorable Jurado, pero que al menos se sepa
que aquí, en Illinois, ocho hombres fueron condenados por
creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el
triunfo final de la Libertad y de la Justicia!
Grinnell ha repetido varias veces que
éste es un país adelantado. ¡El veredicto corrobora tal
aserto!
Este veredicto lanzado contra nosotros es
el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas
víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si
creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento
obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones
de hombres que viven en la miseria, los esclavos del
salario; si esperáis salvaros y lo creéis, ¡ahorcadnos!...
Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá, y debajo,
y al lado, y en todas partes surge la Revolución. Es un
fuego subterráneo que todo lo mina.
Vosotros no podéis entender esto. No
creéis en las artes diabólicas, como nuestros antecesores,
pero creéis en las conspiraciones. Os asemejáis al niño que
busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en nuestro
movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra
maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues
aniquilad a los patrones que amasan sus fortunas con el
trabajo de los obreros, acabad con los terratenientes que
amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los
miserables y escuálidos labradores... Suprimíos vosotros
mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario.
Ya he expuesto mis ideas. Ellas
constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de
ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis
de aniquilar esas ideas, que ganan más y más terreno cada
día, mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena
de muerte por atreverse a decir la verdad -y os desafiamos a
que demostréis que hemos mentido alguna vez-, yo os digo que
si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la
verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio.
¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en Sócrates, en Cristo,
en Giordano Bruno, en Juan Huss, en Galileo, vive todavía;
éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado.
¡Nosotros estamos prontos a seguirles!”.
El
discurso de Spies, interrumpido sin cesar por el juez, duró
más de 2 horas. Hablaba como un iluminado, y las
interrupciones parecían hacerlo más enérgico y elocuente.

(Nacido en Baviera, Alemania. Tipógrafo.
Tenía 33 años en el momento del juicio)
“Hablaré poco, y seguramente no
despegaría mis labios si mi silencio no pudiera
interpretarse como un cobarde asentimiento a la comedia que
acaba de desarrollarse.
Habláis de una gigantesca conspiración.
Un movimiento social no es una conspiración, y nosotros todo
lo hemos hecho a la luz del día. No hay secreto alguno en
nuestra propaganda. Anunciamos de palabra y por escrito una
próxima revolución, un cambio en el sistema de producción de
todos los países industriales del mundo, y ese cambio viene,
ese cambio no puede menos que llegar...
Si nosotros calláramos, hablarían hasta
las piedras. Todos los días se cometen asesinatos; los niños
son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza
de trabajar y los hombres mueren lentamente, consumidos por
sus rudas faenas, y no he visto jamás que las leyes
castiguen estos crímenes...
Como obrero que soy, he vivido entre los
míos; he dormido en sus tugurios y en sus cuevas; he visto
prostituirse la virtud a fuerza de privaciones y de miseria,
y morir de hambre a hombres robustos por falta de trabajo.
Pero esto lo había conocido en Europa y abrigaba la ilusión
de que en la llamada tierra de la libertad, aquí en América,
no presenciaría estos tristes cuadros. Sin embargo, he
tenido ocasión de convencerme de lo contrario. En los
grandes centros industriales de los Estados Unidos hay más
miseria que en las naciones del viejo mundo. Miles de
obreros viven en Chicago en habitaciones inmundas, sin
ventilación ni espacio suficientes; dos y tres familias
viven amontonadas en un solo cuarto y comen piltrafas de
carne y algunos restos de verdura. Las enfermedades se ceban
en los hombres, en las mujeres y en los niños, sobre todo en
los infelices e inocentes niños. ¿Y no es esto horrible en
una ciudad que se reputa civilizada?
De ahí, pues, que haya aquí más
socialistas nacionales que extranjeros, aunque la prensa
capitalista afirme lo contrario con objeto de acusar a los
últimos de traer la perturbación y el desorden desde fuera.
El socialismo, tal como nosotros lo
entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser
propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada
y organizada por asociaciones de productores que suplan a
las demandas del consumo. Bajo tal sistema todos los seres
humanos habrán de disponer de medios suficientes para
realizar un trabajo útil, y es indudable que nadie dejará de
trabajar.
Tal es lo que el socialismo se propone.
Hay quien dice que esto no es americano. Entonces, ¿será
americano dejar al pueblo en la ignorancia, será americano
explotar y robar al pobre, será americano fomentar la
miseria y el crimen? ¿Qué han hecho los partidos políticos
tradicionales por el pueblo? Prometer mucho y no hacer nada,
excepto corromperlo comprando votos en los días de
elecciones. Es natural después de todo, que en un país donde
la mujer tiene que vender su honor para vivir, el hombre se
vea obligado a vender su conciencia...
"El anarquismo está muerto", ha dicho el
fiscal. El anarquismo hasta hoy sólo existe como doctrina, y
Mr. Grinnell no tiene poder para matar ninguna doctrina. El
anarquismo es hoy una aspiración, pero una aspiración que se
realizará algún día... La anarquía es un orden sin gobierno.
Es un error emplear la palabra anarquía como sinónimo de
violencia, pues son cosas opuestas. En el presente estado
social, la violencia se emplea a cada momento, y por eso
nosotros propagamos la violencia también, pero solamente
contra la violencia, como un medio necesario de defensa”.

(Nacido en Filadelfia, de padres alemanes, no era obrero,
sino vendedor de levaduras en una empresa propiedad de su
familia. Desde su adolescencia trabajó a favor de los
desheredados y organizó varios importantes sindicatos por
oficio. Fue condenado a 15 años de prisión)
“Durante los últimos días he podido
aprender lo que es la ley, pues antes no lo sabía. Yo
ignoraba que pudiera estar convicto de un crimen por conocer
a Spies, Fielden y Parsons...
Con anterioridad al 4 de mayo yo había
cometido ya otros delitos. Mi trabajo como vendedor de
levaduras me había puesto en contacto con los panaderos. Vi
que los panaderos de esta ciudad eran tratados como
perros... Y entonces me dije: "A estos hombres hay que
organizarlos; en la organización está la fuerza". Y ayudé a
organizarlos. Fue un gran delito. Aquellos hombres ahora, en
vez de estar trabajando catorce y dieciséis horas, trabajan
diez horas al día... Y aún más: cometí un delito peor... Una
mañana, cuando iba de un lado a otro con mis trastos, vi que
los obreros de las fábricas de cerveza de la ciudad de
Chicago entraban a trabajar a las cuatro de la mañana.
Llegaban a su casa a las siete u ocho de la noche. No veían
nunca a su familia; no veían nunca a sus hijos a la luz del
día... Puse manos a la obra y los organicé.
En la mañana del 5 de mayo supe que
habían sido detenidos Spies y Schwab, y entonces fue también
cuando tuve la primera noticia de la celebración del mitin
de Haymarket durante la tarde anterior. Después que terminé
mis faenas fui a las oficinas del "Arbeiter Zeitung", en
donde me encontraba cuando fue allanado el periódico...
Veinticinco policías allanaron mi casa el
mismo día y encontraron un revólver y una bandera roja, de
un pie cuadrado, con la que jugaba frecuentemente mi hijo.
Yo no creo que sólo los anarquistas y
socialistas tengan armas en su casa... Habéis probado que
organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la
reducción de horas, que he hecho cuanto he podido por volver
a publicar el "Arbeiter Zeitung": he ahí mis delitos. Pues
bien: me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables
jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte
lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos, y si saben
que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo
para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no
podrán, en caso contrario, entrar en el presidio para besar
a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es lo
que tengo que decir. Yo os suplico: ¡Dejadme participar de
la suerte de mis compañeros! ¡Ahorcadme con ellos!”.

(Nacido en Bremen, Alemania. Periodista. Tenía 30 años)
“No hablaré mucho; solamente tengo que
protestar contra la pena de muerte que me imponéis, porque
no he cometido crimen ninguno. He sido tratado aquí como
asesino y sólo se me ha probado que soy anarquista. Pero si
yo he de ser ahorcado por profesar mis ideas, por mi amor a
la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no
tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa
a nuestra ardiente pasión por la redención de la especie
humana, entonces yo lo digo muy alto: disponed de mi vida.
Aunque soy uno de los que prepararon el mitin
de Haymarket, nada tengo que ver con el asunto de la bomba.
Yo no niego que he concurrido a tal mitin, pero tal mitin... (Se
le acerca, entonces, el defensor, Mr. Solomon, aconsejándole
que no continúe en tal tono, que no es conveniente,
etcétera.) ...
Sois muy bondadoso, Mr. Solomon. Sé muy bien lo que estoy
diciendo: Ahora bien, el mitin de Haymarket no fue convocado
para cometer ningún crimen; fue, por el contrario, convocado
para protestar contra los atropellos y asesinatos de la
Policía en la fábrica McCormik.
Pocas horas antes del mitin en Haymarket
habíamos tenido una reunión para tomar la iniciativa y
convocar a esa manifestación popular. Se me comisionó para
que me hiciera cargo de buscar oradores y redactar los
volantes. Cumplí este encargo invitando a Spies a que
hablara en el mitin y mandando a imprimir veinticinco mil
volantes. En el original aparecían las palabras
"¡Trabajadores, acudid armados!": Yo tenía mis motivos para
escribirlas, porque no quería que, como en otras ocasiones,
los trabajadores fueran ametrallados impunemente,
indefensos. Cuando Spies vio dicho original, se negó a tomar
parte en el mitin si no se suprimían aquellas palabras. Yo
accedí a sus deseos, y Spies habló en Haymarket. Esto es
todo lo que tengo que ver en el asunto del mitin...
Yo no he cometido en mi vida ningún
crimen. Pero aquí hay un individuo que está en camino de
llegar a ser un criminal y un asesino, y ese individuo es Mr.
Grinnell, que ha comprado testigos falsos a fin de poder
sentenciarnos a muerte. Yo le denuncio aquí públicamente. Si
creéis que con este bárbaro veredicto aniquiláis nuestras
ideas, estáis en un error, porque éstas son inmortales. Este
veredicto es un golpe de muerte dado a la libertad de
imprenta, a la libertad de pensamiento, a la libertad de
palabra, en este país. El pueblo tomará nota de ello. Es
cuanto tengo que decir”.

(Era el único acusado efectivamente
dispuesto a utilizar métodos terroristas, experto, además,
en fabricar bombas. Carpintero. Tenía 22 años. Había nacido
en Alemania)
“Me acusáis de despreciar la ley y el
orden. ¿Y qué significan la ley y el orden? Sus
representantes son los policías, y entre éstos hay muchos
ladrones. Aquí se sienta el capitán Schaack. El me ha
confesado que mi sombrero y mis libros habían desaparecido
de su oficina, sustraídos por los policías. ¡He ahí vuestros
defensores del derecho de propiedad!
Yo repito que soy enemigo del orden
actual y repito también que lo combatiré con todas mis
fuerzas mientras respire. Declaro otra vez franca y
abiertamente que soy partidario de los medios de fuerza. He
dicho al capitán Schaack, y lo sostengo, que si vosotros
empleáis contra nosotros vuestros fusiles y cañones,
nosotros emplearemos contra vosotros la dinamita. Os reís
probablemente porque estáis pensando: "Ya no arrojará más
bombas". Pues permitidme que os asegure que muero feliz,
porque estoy seguro que los centenares de obreros a quienes
he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido
ahorcados, ellos harán estallar la bomba. En esta esperanza
os digo: ¡Os desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras
leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad! ¡Ahorcadme!”.

(Alemán de nacimiento, había emigrado a los EEUU en 1873,
estableciéndose primero en Nueva York y Filadelfia.
Tipógrafo y periodista. Tenía 50 años al ser condenado a la
horca en Chicago)
“Es la primera vez que comparezco ante un
Tribunal americano, y en él se me acusa de asesinato. ¿Y por
qué razón estoy aquí? ¿Por qué razón se me acusa de asesino?
Por la misma que tuve que abandonar Alemania, por la
pobreza, por la miseria de la clase trabajadora.
Aquí también, en esta "libre república",
en el país más rico del mundo, hay muchos obreros que no
tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias
sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres
humanos buscando algo con que alimentarse en los montones de
basura de las calles.
Cuando en 1878 vine a esta ciudad, creí
hallar más fácilmente medios de vida aquí que en Filadelfia,
donde me había sido imposible vivir por más tiempo. Pero mi
desilusión fue completa. Empecé a comprender que para el
obrero no hay diferencia entre Nueva York, Filadelfia o
Chicago, así como no la hay entre Alemania y esta república
tan ponderada. Un compañero de taller me hizo comprender
científicamente la causa de que en este rico país no pueda
vivir decentemente el proletariado. Compré libros para
ilustrarme más, y yo, que había sido político de buena fe,
abominé de la política y de las elecciones y también
comprendí que todos los partidos estaban degradados...
Entonces entré en la Asociación Internacional de
Trabajadores. Los miembros de esta asociación están
convencidos de que sólo por la fuerza podrán emanciparse los
trabajadores, de acuerdo con lo que la Historia enseña. En
ella podemos aprender que la fuerza libertó a los primeros
colonizadores de este país, que sólo por la fuerza fue
abolida la esclavitud, y así como fue ahorcado el primero
que en este país agitó la opinión contra la esclavitud,
vamos a ser ahorcados nosotros.
¿En qué consiste mi crimen?
En que he trabajado por el
establecimiento de un sistema social en que sea imposible el
hecho de que mientras unos amontonan millones utilizando las
máquinas, otros caen en la degradación y en la miseria. Así
como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra
y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser
utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en
oposición con las de la Naturaleza, y mediante ellas robáis
a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al
bienestar...
En la noche en que fue arrojada la
primera bomba en este país, yo me hallaba en mi casa. Yo no
sabía ni una palabra de la conspiración que pretende haber
descubierto el ministerio público.
Es cierto que tengo relaciones con mis
compañeros de proceso, pero a algunos sólo los conozco por
haberlos visto en reuniones de trabajadores. No niego
tampoco que haya yo hablado en varios mítines, afirmando que
si cada trabajador llevase una bomba en el bolsillo, pronto
sería derribado el sistema capitalista imperante. Esa es mi
opinión y mi deseo.
Yo no combato individualmente a los
capitalistas; combato el sistema que da el privilegio. Mi
más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son
sus enemigos y quiénes son sus amigos. Todo lo demás yo lo
desprecio; desprecio el poder de un Gobierno inicuo, sus
policías y sus espías. Nada más tengo que decir”.

(Pastor metodista y obrero textil. Tenía 39 años. Había
nacido en Inglaterra)
“Habiendo observado que hay algo injusto
en nuestro sistema social, asistí a varias reuniones
gremiales y comparé lo que decían los obreros con mis
propias observaciones. Mas no conocía el remedio para los
males sociales. Pero discutiendo y analizando las cosas en
boga actualmente, hubo quien me dijo que el socialismo
significaba la igualdad de condiciones, y ésta fue la
enseñanza. Comprendí en seguida aquella verdad, y desde
entonces fui socialista. Aprendí cada vez más y más;
reconocí la medicina para combatir los males sociales, y
como me juzgaba con derecho para propagarla, la propagué. La
Constitución de los Estados Unidos, cuando dice "el derecho
a la libre emisión del pensamiento no puede ser negado" da a
cada ciudadano, reconoce a cada individuo, el derecho a
expresar sus pensamientos. Yo he invocado los principios del
socialismo y de la economía social y por ésta, y sólo por
ésta razón me hallo aquí y soy condenado a muerte...
Se me acusa de excitar las pasiones, se
me acusa de incendiario porque he afirmado que la sociedad
actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de
animal ¡Andad! Id a las casas de los pobres, y los veréis
amontonados en el menor espacio posible, respirando una
atmósfera infernal de enfermedad y muerte...
La cuestión social es una cuestión tanto
europea como americana. En los grandes centros industriales
de los Estados Unidos el obrero arrastra una vida miserable,
la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen
prematuramente aniquilados por las penosas tareas a las que
tienen que dedicarse, y una gran parte de los vuestros se
empobrece también diariamente. ¿En dónde está la diferencia
de país a país?
Habéis traído aquí a los corresponsales
de la prensa burguesa para probar mi lenguaje
revolucionario, y yo os he demostrado que a todas nuestras
reuniones han podido acudir nuestros adversarios... y, en
resumen, os digo que esos periodistas son hombres que no
dependen de sí mismos, que no son libres, que obran a
instigación ajena, y lo mismo pueden acusarnos de un crimen
que proclamarnos el más virtuoso de todos los hombres. Un
ciudadano de Washington que aquí vino a combatirnos en 1880
nos ha escrito repetidas veces ofreciéndonos declarar que
nuestras reuniones no tenían por objeto excitar al pueblo a
la rapiña, como decís vosotros, sino simplemente a la
discusión de las cuestiones económicas. Veinte testigos más
estaban dispuestos a confirmar lo mismo. Esto era en el
supuesto de que se nos acusase en aquel sentido. Pero vimos
aquí que de lo que se nos acusaba realmente era de
"anarquistas", y por eso no vinieron aquellos testigos,
porque no eran necesarios...
Si me juzgáis convicto de haber propagado
el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por
decir la verdad...
Si queréis mi vida por invocar los
principios del socialismo, como yo entiendo que los he
invocado en favor de la Humanidad, os la doy contento y creo
que el precio es insignificante ante los resultados
grandiosos de nuestro sacrificio...
Yo amo a mis hermanos, los trabajadores,
como a mí mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la
injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus
mejores amigos. No tardará en sonar la hora del
arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la Humanidad, pero
puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos
días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte
puede adelantar un solo minuto la llegada del venturoso día
en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo
que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la
corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo
emancipado, libre de todas las maldades, de todos los
monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras
caducas instituciones”.

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(De
38 años, ex candidato a la Presidencia de los EEUU, había
nacido en el Sur, en Alabama, y peleado en la guerra de
secesión. Luego abandonó fortuna y familia -que, de paso, lo
había repudiado por casarse con una mexicana de origen
indígena- para dedicarse a la propagación de ideas
socialistas)
“Me preguntáis qué fundamentos hay para
concederme una nueva prueba de mi inocencia. Yo os contesto
y os digo que vuestro veredicto es el veredicto de la
pasión, engendrado por la pasión y realizado, en fin, por la
pasión de la ciudad de Chicago. Por este motivo, yo reclamo
la suspensión de la sentencia y una nueva prueba inmediata.
¿Y qué es la pasión? Es la suspensión de la razón, de los
elementos de discernimiento, de reflexión y de justicia
necesarios para llegar al conocimiento de la verdad. No
podéis negar que vuestra sentencia es el resultado del odio
de la prensa burguesa, de los monopolizadores del capital,
de los explotadores del trabajo...
Hay en los Estados Unidos, según el censo
de 1880, dieciséis millones doscientos mil jornaleros. Estos
son los que por su industria crean toda la riqueza de este
país. El jornalero es aquél que vive de un salario y no
tiene otros medios de subsistencia que la venta de su
trabajo hora tras hora, día tras día, año tras año. Su
trabajo es toda su propiedad; no posee más que su fuerza y
sus manos. De aquellos dieciséis millones de jornaleros,
sólo nueve millones son hombres; los demás, mujeres y
niños...
Ahora bien, señores; yo, como trabajador,
he expuesto los que creía justos clamores de la clase
obrera, he defendido su derecho a la libertad y a disponer
del trabajo y de los frutos de su trabajo...
Este proceso se ha iniciado y se ha
seguido contra nosotros, inspirado por los capitalistas, por
los que creen que el pueblo no tiene más qué un derecho y un
deber, el de la obediencia.
¿Creéis, señores, que cuando nuestros
cadáveres hayan sido arrojados a la fosa se habrá acabado
todo? ¿Creéis que la guerra social se acabará
estrangulándonos bárbaramente? ¡Ah, no! Sobre vuestro
veredicto quedará el del pueblo americano y el del mundo
entero, para demostraros vuestra injusticia y las
injusticias sociales que nos llevan al cadalso...
Yo estaba libre y lejos de Chicago cuando
vi que se había fijado la fecha de la vista de este proceso.
Juzgándome inocente y sintiéndome asimismo que mi deber era
estar al lado de mis compañeros y afrontar con ellos, si era
preciso, la sentencia; que mi deber era también defender
desde aquí los derechos de los trabajadores y la causa de la
libertad y combatir la opresión, regresé sin vacilar a esta
ciudad. Me dirigí a la casa de mi amiga miss
Ames, en la calle Morgan. Hice venir a mi esposa y
conversé con ella algún tiempo. Mandé aviso al capitán Black,
señalándole que estaba aquí pronto a presentarme y
constituirme preso. Me contestó que estaba dispuesto a
recibirme. Vine y le encontré a la puerta de este edificio,
subimos juntos y comparecí ante este Tribunal. Sólo tengo
que añadir: aún en este momento no tengo de qué
arrepentirme”.
(El
discurso de Parsons duró ocho horas y lo pronunció en dos
sesiones, los días 8 y 9 de octubre de 1886).
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Pronunciadas las condenas a muerte, hubo una gran
movilización popular en todos los Estados Unidos y algunos
países europeos para lograr anular la sentencia. En Berlín,
París y Londres se realizaron masivos mítines callejeros
contra el fallo. En el efectuado en la capital inglesa
hablaron el dramaturgo George Bernard Shaw, el teórico
anarquista Piotr Kropotkin, el socialista William Morris y
la teósofa Annie Besan. Pero las presiones más directas se
ejercían en el propio Chicago. Sólo se consiguió, después de
cientos de miles de solicitudes, contrasolicitudes,
audiencias y manifestaciones, que la Corte Suprema del
Estado de Illinois viera el caso, pero ésta no hizo más que
confirmar la sentencia.
El
gobernador del Estado de Illinois, Oglesby, recibió una
petición con más de 200.000 firmas en la que se le instaba a
perdonar la vida de los condenados. También leyó una carta
enviada por Parsons, en que éste decía que, habiendo sido
culpado de asesinato por el solo hecho de haber asistido a
la manifestación de Haymarket, solicitaba la suspensión
temporal de la ejecución, para que su esposa y sus hijos,
que también habían estado presentes en el mitin, pudieran
ser juzgados, sentenciados y ejecutados junto con él. Al
leer estas palabras, el gobernador Oglesby exclamó: “¡Dios
mío, que cosa tan horrible!”, y no quiso saber más del
caso.
Entre
tanto, la gran prensa capitalista de los Estados Unidos
caldeaba los ánimos presentando a los reos como “bestias
dañinas”, que merecían “todo
el rigor de la ley”, y apremiaba por su pronta
ejecución.
La
angustia de los familiares de los condenados aumentaba día a
día. Ellos, desafiantes, aguardaban el desenlace sin temor.
Al borde del cadalso, August Spies conquistaba (sólo con su
apostura, que ella ve desde lejos, y con sus ideas y su
palabra) el amor de una distinguida joven de Chicago, Nina
van Zand. Escribió José Martí: “Prendada
de la arrogante hermosura y el dogma humanitario de Spies,
se le ofreció de esposa en el umbral de la muerte, y de mano
de su madre, de distinguida familia, se casó con el preso;
llevó a su reja día sobre día el consuelo de su amor, libros
y flores; publicó con sus ahorros, para allegar recursos a
la defensa, la autobiografía soberbia y breve de su
desposado, y se fue a echar de rodillas a los pies del
gobernador para pedirle clemencia”.
La
esposa de Albert Parsons, Lucy, de origen mexicano, entre
tanto, recorría los Estados Unidos, “aquí
rechazada, allí silbada, allá presa, hoy seguida de obreros
llorosos, mañana de campesinos que la echan como a bruja,
después de catervas de crueles chicuelos para "pintar al
mundo el horror de la condición de estas castas infelices",
mayor mil veces que el de los medios propuestos por los
anarquistas para terminarlo”.
Hasta que se llegó al día del “cúmplase” de
la sentencia. El 10 de noviembre de 1887, un día antes,
Louis Lingg sacó de entre sus ensortijados cabellos una
diminuta bomba en forma de cigarrillo que allí había
escondido, la encendió con la llama de la bujía de su
celda, y se la llevó a la boca. Se destrozó totalmente la
cara, el cuello y la laringe, y murió seis horas más
tarde. El gobernador Oglesby conmutó esa misma noche,
víspera de la ejecución, la pena de muerte a Schwab y
Fielden por la de presidio perpetuo. Tres días antes,
Engel había
tratado de tomar una botella de láudano para quitarse la
vida, pero había sido sorprendido por sus carceleros, que
lo cuidaron esmeradamente para poder ahorcarlo como manda
la ley.

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El 11
de noviembre de 1887 se consumó el crimen legal. Engel,
Spies, Parsons y Fischer fueron ahorcados. Entre los
periodistas que cubrieron aquella trágica noticia en Chicago
estaba José Martí, cuyo relato del acto final fue publicado
en el diario “La Nación”, de Buenos Aires, el 1° de enero de
1888. Por su insuperable elocuencia y realismo, reproducimos
aquí (por su pluma) el relato que hiciera de aquellos
minutos dramáticos que vivió desde tan cerca.
“Y
ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la
cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los
guardias con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y
risas de carceleros y periodistas, mezclado de vez en cuando
a un repique de llaves, por sobre el golpeteo incesante del
telégrafo que el "Sun" de Nueva York tenía establecido en el
mismo corredor... por sobre el silencio que encima de todos
esos ruidos se cernía, oíanse los últimos martillazos del
carpintero en el cadalso. Al fin del corredor se levantaba
el cadalso.
-Oh,
las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide.
El
verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las
cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.
-La
trampa está firma, a unos diez pies del suelo... No; los
maderos de horca no son nuevos; los han pintado de ocre para
que parezcan bien en esta ocasión; porque todo ha de estar
decente, muy decente... Sí, la milicia está a mano; y a la
cárcel no se dejará acercar a nadie... De veras que Lingg
era hermoso...
Risas, tabaco, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los
reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean,
cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la
baranda de las celdas, mira al cadalso un gato... Cuando de
pronto, una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la voz
de uno de estos hombres a quienes se supone fieras humanas,
trémula primero, vibrante en seguida, pura y luego serena,
como quien ya se siente libre de polvos y ataduras, resonó
en la celda de Engel, que, arrebatado por el éxtasis,
recitaba "El tejedor", de Enrique Heine, como ofreciendo al
cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:
"Con los ojos secos, lúgubres, ardientes,
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
Maldito el falso Dios que implora en vano
en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador;
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza.
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Rey del poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!'
|
Y
rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su
litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda
lo había escuchado la cárcel entera, los unos como orando,
los presos asomados a los barrotes, estremecidos los
periodistas y los carceleros, suspenso el telégrafo, Spies a
medio sentar, Parsons de pie en su celda, con los brazos
abiertos, como quien va a emprender vuelo.
El
alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la
palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances
curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por
el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas
que se quitó al empezar la noche para descansar mejor; a
Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre
sus vestidos, después de un corto sueño histérico.
-¿Oh,
Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que
ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea
como una fiera de alcaidía?
-Porque -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo
trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo
que mi muerte ayudará a la causa con que me desposé desde
que comencé mi vida, y amo más que a mi vida misma, la causa
del trabajador; y porque mi sentencia es parcial, ilegal e
injusta.
-Pero Engel, ahora que son las 8 de la mañana, cuando ya
sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de
las caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos
lóbregos del gato, en el rastreo de las voces, y los pies,
estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas,
Engel?
-¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes hubiera
querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he
batallado, y batallado ahora con morir, para crear un mundo
justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato
judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan
gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por
ella? ¡No, alcaide, no quiero droga; quiero vino de Oporto!
-Y uno sobre otro, se bebe tres vasos...
Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el
"Arbeiter Zeitung" el universo dichoso, color de llama y
hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y
mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone
lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja descansar la
pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los
estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo. ¡Oh Patria,
raíz de la vida, que aun a los que te niegan por el amor más
vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como aire y como
luz por mil medios sutiles! "Sí, alcaide -dice Spies-,
beberé un vaso de vino del Rin".
Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en
aquel instante en que en las ejecuciones como en los
banquetes todos los concurrentes callan a la vez como ante
solemne aparición, prorrumpió iluminada la faz por venturosa
sonrisa, en las estrofas de "La Marsellesa" que cantó con la
cara vuelta al cielo... Parsons, a grandes pasos mide el
cuarto..., vuélvese hacia la reja..., gesticula, argumenta,
sacude el puño alzado, y la palabra alborotada, al dar
contra los labios, se le extingue como en la arena movediza
se confunden y perecen las olas.
Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos,
cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo
ominoso, el alcaide y los carceleros que aparecen a sus
rejas, el color de la sangre que sin causa visible enciende
la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que
es aquélla la hora!
Salen de sus celdas al pasadizo angosto. "¿Bien?". "¡Bien!".
Se dan la mano, sonríen, crecen: "Vamos".
El
médico les había dado estimulantes. A Spies y a Fischer les
trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus
pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a cada uno en
su celda; les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de
cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los
catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la
concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del
cadalso, ¡como en un teatro!
Ya
vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se
levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de
cada reo marcha un corchete. Spies va a paso grave,
desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien
peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente;
Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el
cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los
fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va
a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los
talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero,
determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el
corredor, y ponen el pie en la trampa; las cuerdas
colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza; el
de Parsons, orgullo rabioso; a Engel, que hace reír con un
chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la
espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una
correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons;
les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las
bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena la voz de Spies,
mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un
acento que a los que le oyen les entra en las carnes; "La
voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que
cuantas palabras pudiera yo decir ahora". Fischer dice,
mientras el vigilante atiende a Engel: "Este es el momento
más feliz de mi vida".
"¡Hurra por la anarquía!",
dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario las
manos amarradas hacia el alcaide. "Hombres y mujeres de mi
querida América...", empieza a decir Parsons... Una seña,
un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez
en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al
caer, gira de prisa, y cesa; Fischer se balancea,
retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira
y encoge las piernas, muere; Engel se mece en su sayón
flotante, le sube y baja el pecho como una marejada, y se
ahoga; Spies, en danza espantable, cuelga girando como un
saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la
frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las
dos, sacude los brazos, tamborilea; y al fin expira, rota
la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los
espectadores”.

Los
funerales de los que ya mismo se empezó a llamar Mártires de
Chicago se efectuaron el día 12 de noviembre de 1887. El
ataúd de Spies iba oculto bajo las coronas; el de Parsons,
escoltado por 14 obreros que llevaban una corona simbólica
cada uno; el de Fischer, adornado con guirnaldas de lirio y
clavelinas; los de Engel y Lingg (junto de nuevo a sus
compañeros), envueltos en banderas rojas. Las viudas y los
deudos, de riguroso luto, y encabezando el cortejo un
veterano de la guerra civil, con la bandera de los Estados
Unidos. 25.000 personas asistieron a las exequias y otras
250.000 flanquearon el recorrido. Durante días las casas
obreras de Chicago exhibieron una flor de seda roja clavada
a su puerta en señal de duelo.
En
1893, un nuevo gobernador de Illinois, John Atgeld, accedió
a que se revisara el proceso. Las diligencias practicadas
por el juez Eberhardt entonces establecieron que los
ahorcados no habían cometido ningún crimen y que “habían
sido víctimas inocentes de un error judicial”. Schwab,
Fielden y Neebe fueron puestos en libertad. La hermana del
testigo Waller demostró al juez que todo lo dicho por él era
falso y cómo se había comprado su testimonio; se recogieron
declaraciones contra el capitán Bonfield, que había
manifestado: “Dénme
unos tres mil de esos anarquistas y yo sé lo que voy a hacer
con ellos”; se probó cómo el procurador especial Rice
dispuso la integración espúrea del Jurado y otros delitos
semejantes. Pero ya era demasiado tarde. Aquellos inocentes, “víctimas
de un error judicial”, estaban
muertos.
¿Y del
Día de los Trabajadores.., del 1° de mayo..., qué fue en los
Estados Unidos?
El dirigente Peter J. Mac
Guire había propuesto en 1882 en un mitin de la Central
Labor Union, de Nueva York, celebrar el primer lunes de
septiembre como “Fiesta de los que trabajan”. Así nació el Labor
Day norteamericano,
que se celebró el lunes 5 de septiembre de 1882 por
primera vez con un desfile, concierto y picnic. Desde
entonces, y más aún luego de los sucesos de Chicago, el
sindicalismo oficial de los EE.UU. con apoyo del Gobierno,
celebra esa “fiesta” cada
primer lunes de septiembre y ha ayudado con celo
inigualable a los patrones para que millones y millones de
trabajadores se olviden del real sentido del 1º de mayo, y
hasta de la fecha misma. Pero no podrán borrar sobre su
propio territorio, ni sobre toda la faz de la Tierra, la
sombra oscilante de los ahorcados de Chicago.

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>> Publicado en Diario Progresista
el 28 de abril de 2014
El 1º de Mayo es una fecha emblemática para la clase trabajadora, en la
lucha por conseguir derechos, mejores salarios,
seguridad y dignidad. En 1890, se estableció como Día
Internacional de los Trabajadores, en homenaje a los
«Mártires de Chicago» ejecutados y a las 5.000 huelgas
simultaneas que se produjeron; se abandonaron las
fábricas, para ganar las calles al grito: «¡Ningún
obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de
trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de recreación!».
A finales del siglo XIX,
las condiciones de vida de los trabajadores seguía
siendo de miseria y esclavitud; no podían ser peores:
jornada laboral de 16 horas, salario escaso y sin
derechos. Niños trabajando desde los 6 años y mujeres de
noche para completar el salario familiar. La miseria y
la explotación eran un lugar común entre la clase
trabajadora y la represión policial al servicio del
patrón. Ante esta situación extrema por sobrevivir,
empezó la lucha obrera a partir de la década de 1880.
El 1° de Mayo de 1886
la huelga por la jornada de ocho horas estalló de costa
a costa de EEUU. Más de cinco mil fábricas fueron
paralizadas y 340.000 obreros salieron a calles a
manifestar su exigencia. En Chicago los sucesos tomaron
un sesgo violento, que culminaron en la masacre de la
plaza Haymarket (4 de Mayo). En el posterior juicio
amañado contra los dirigentes anarquistas y socialistas,
cuatro de los cuales fueron condenados a morir en la
horca y ejecutados un año y medio después. Una lucha que
aún continúa. La historia ha sido olvidada, ocultada o
eliminado todo contenido de lucha social. En algunos
países, como ocurrió en España durante el franquismo, el
1° de Mayo se transformó en un mero día «festivo».
Recuperamos la memoria histórica, para que el Día
Internacional de los Trabajadores, adquiera plena
significación.
También conmemoramos,
que en la España de 1978, la clase trabajadora
participamos masivamente en la manifestación del 1º de
Mayo, reivindicando el pleno ejercicio de las libertades
y la consolidación de la democracia, la libertad
sindical, por la promulgación de un Estatuto de los
Trabajadores, devolución del patrimonio sindical,
incautado durante la dictadura, regulación de las
Secciones Sindicales en las empresas, regulación de la
negociación colectiva y el derecho de huelga; así como
exigir medidas eficaces contra el paro y contra la
subida escandalosa de los precios. ¡Qué tiempos!
Hoy la lucha debe
continuar contra las políticas devastadoras del gobierno
de Rajoy, con toda la fuerza y decisión —aunque da la
impresión, que las centrales sindicales mayoritarias,
pretendan un 1º de Mayo rutinario y desmovilizado—,
cuando nos estamos enfrentando al ataque más brutal y
antidemocrático que hayan sufrido los derechos de
trabajadores y trabajadoras en mucho tiempo. La reforma
laboral, que se presenta como actuaciones contra la
crisis, es una rapiña sobre los salarios, las conquistas
de la clase obrera y los derechos sociales de la inmensa
mayoría de la población. No importan las personas y su
derecho al trabajo digno y estable, sino el beneficio de
los bancos y de las multinacionales amigas. Dos años de
gobierno del PP han producido 648.300 parados más y un
millón de trabajadores menos. Más miseria.
El colectivo LA
IZQUIERDA convoca a todos los trabajadores y
trabajadoras a movilizarse el 1º de Mayo, contra la
agresión generalizada a los derechos. Entienden que es
necesaria la unidad de todas las personas y las
organizaciones sociales y sindicales, para ser más
fuertes, para luchar, no rendirse ni aceptar que el
capitalismo salvaje sea el único modelo posible. En su
manifiesto afirman que, el movimiento sindical
reivindicativo y de clase, el 1º de Mayo lo celebra
recordando las luchas obreras, que hicieron posible que
la necesidad de trabajar no fuera sinónimo de sumisión,
pobreza, incultura, mala salud e indignidad. «No
podemos seguir perdiendo condiciones de trabajo a manos
de la patronal», ni consentir que los gobiernos de los
partidos en el gobierno, eliminen los derechos sociales,
que se conquistaron, para asegurar unas condiciones de
vida más dignas. «El 1º de Mayo nos ha de servir para
recordar que todos los derechos conseguidos, laborales,
sociales y democráticos, forman parte de un mismo camino
de luchas, conquistas y defensa continua de lo
avanzado».
Hay que seguir
insistiendo en que la crisis es un pretexto para atacar
el estado social, eliminar el de bienestar y desvirtuar
el de Derecho. Todo con una sola intención, dice LA
IZQUIERDA «aumentar la tasa de ganancia del gran capital
y, por lo tanto, disminuir la parte de la riqueza
producida que disfrutan las clases populares». Se han
empeorado las condiciones de jubilación y cuantía de las
pensiones; las relaciones laborales y condiciones
esenciales de trabajo, se han dejado en manos de la
patronal, bajo la amenaza de despido barato; se han
reducido o eliminado las prestaciones que la Ley de
Dependencia preveía; se disminuye la atención sanitaria
pública, mientras se aumenta el pago de medicamentos y
servicios hospitalarios; disminuye el número de
profesores y se privatiza la oferta educativa publica;
aumentan los impuestos indirectos, precisamente los que
pagamos todas las personas por igual; disminuye de forma
generalizada el empleo y los salarios públicos, mientras
se salva a la banca, causante de la crisis financiera,
nacionalizando las pérdidas y privatizando sus
ganancias, modificando incluso la Constitución al margen
de los intereses generales.
Hoy más que nunca «las
organizaciones sindicales, reivindicativas y de clase no
pueden aceptar retrocesos en derechos, ni dar por buenos
los falsos argumentos, en cuanto a que debemos asegurar
los beneficios del capital para salir de la crisis». La
salida de la crisis viene de la mano de la lucha y la
movilización. Pretenden encerrarnos en casa con «leyes
mordaza», con miedo a represalias, al desempleo y la
precariedad, pero debemos impedirlo. La salida social de
la crisis, favorable a la inmensa mayoría, está en el
esfuerzo de todos y de todas. Es necesaria una auténtica
rebelión ciudadana por nuestros derechos, por el empleo,
la defensa de lo público, el derecho a la vivienda, la
igualdad social y la no discriminación. Sin globos de
colores ¡Con acritud!
«C’est la lutte finale
Groupons-nous,
et demain
L’Internationale
Sera le genre humain».
Agrupémonos todos en la lucha final. Y se
alzan los pueblos ¡con valor!
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