Fue
un acto bárbaro, bien que osado, y una atrocidad de primer
orden. Casi 15 años después, siguen lanzándose esos actos
suicidas, con similar armamento de “precisión” aunque sin el
componente de fuerza aérea, por todo el Gran Oriente Próximo,
por África y, a veces,
en otras partes, cobrándose siempre un terrible peaje:
desde un partido de fútbol
en Irak a la celebración de una
boda en el sureste de Turquía (en donde el “arma” fue tal
vez un muchacho).
El
efecto de los ataques del 11 de septiembre fue asombroso. Aunque
la afirmación no tendría resonancia o significado (salvo en los
círculos miltares) si no hubiera empezado la invasión
estadounidense del Irak un año y medio después, se puede decir
que el 11S vale tal vez como el ejemplo más exitoso imaginable
de “shock y pavor”. No tardó en
enlatarse el
ataque en titulares de pantalla como “el Pearl Harbor del siglo
XXI”, o como un “Nuevo Día de la Infamia”. Y las imágenes de
esas Torres Gemelas desplomándose en Nueva York sobre lo que
casi al instante se llamó la “Zona Cero” (como si la ciudad
hubiera experimentado un ataque nuclear) fueron exhibidas una y
otra vez ante un mundo estupefacto. Fue una experiencia que
nadie que la sobreviviera podría olvidar jamás.
En
Washington, el vicepresidente se dirigió hacia un bunker
enterrado en las profundidades; el secretario de defensa,
dirigiéndose a su equipo en el dañado Pentágono, urgió a
“replicar masivamente. Arrasadlo todo. Tenga o no tenga que ver”
(la primera señal de la venidera decisión de invadir Irak y
liquidar a Saddam Hussein); y el presidente, que se encontraba
leyendo el cuento infantil
The Pet Hoat
para una clase de alumnos de primaria en Sarasota,
Florida, cuando se desarrollaron los ataques, se subió al Air
Force One y se
apresuró a alejarse
de Washington. Pero no tardó en aparecer por la Zona Cero para
jurar, megáfono en mano, que “las gentes que tumbaron estos
edificios muy pronto oirán de nosotros”.
En
pocos días anunciabala “guerra al terror”. Y el 7 de octubre de
2001, menos de un mes después de los ataques, la administración
Bush lanzaba su propia guerra aérea, enviando desde los EEUU
sigilosos bombarderos B-2 con armamento de precisión guiado por
satélite, así como bombarderos B-1 y B-52 de largo alcance desde
la isla británica de Diego García, ubicada en el Océano Índico,
complementados con una flotilla aérea de cazas ubicados en dos
portaviones estadounidenses y cerca de 50 misiles de crucero
Tomahawk disparables desde barcos. Y eso fue solo la respuesta
aéra inicial a Al Quaeda (aun cuando lo más significativo del
ataque buscaba, de hecho, liquidar al régimen Talibán que
entonces controlaba el grueso de Afganistán). Para fines de
diciembre de 2001,
17,500 bombas y otras municiones llovieron sobre Afganistán, el
57% de las cuales eran, según los informes, armas inteligentes
con “guía de precisión”. Sin embargo, también se lanzaron bombas
perfectamente bobas y munición de racimo rellena de minibombas
tipo lata de soda que
se desparraman por una vasta área sin estallar todos en el
momento del contacto, durmientes a la espera de que algún
inadvertido civil los toque.
Si
ustedes quieren hacerse realmente a la idea de lo que es shock y
pavor, sin embargo, piensen en esto: han pasado casi 15 años y
la guerra aérea no ha terminado. En Afganistán, por ejemplo,
sólo en los cuatro primeros años de la administración Obama
(2009-12), se arrojaron sobre el país más de 18.000 municiones.
Y este año, aeronaves B-52, esos viejos caballos de batalla de
la guerra del Vietnam, retiradas por una década de Afgnaistán,
volvieron a volar multiplicando sus acciones contra
militantes insurgentes de los talibanes y del Estado
Islámico.
Y
esto sólo para empezar a describir la inaturaleza interminable
de la guerra aérea norteamericana que se ha abatido sobre el
Gran Oriente Próximo y partes de África en estos últimos años.
En respuesta al acotadísimo conjunto de ataques aéreos contra
objetivos estadounidenses, Washington lanzó una campaña aérea
todavía por terminar que ha traído consigo el uso de centenares
de miles de bombas y de misiles, muchos de “precisión” pero
otros tan bobos como cupiera imaginar, sobre una variedad
creciente de enemigos. Casi 15 años después, las bombas y los
misiles norteamericanos siguen cayendo sobre objetivos situados,
no en uno, sino en siete países musulmanes (Afganistán, Irak,
Libia, Paquistán, Somalia, Siria, y el Yemen).
¿Qué decir de la “precisión” de las campañas aéreas de Al Quaeda
y de Washinton? He aquí algunas ideas:
1.
Éxito y fracaso.—Sin
un ápice de exageración, se puede decir que, con un coste de
entre $ 400,000 y $ 500,000, el asalto de Al Qaeda el 11S creó
la multibillonaria Guerra Global al Terror lanzada por
Washington. Con una fuerza aérea microscópica de secuestradores
y una única campaña de una sola mañana, ese grupo provocó que
una administración que soñaba ya con dominar el globo lanzara
una guerra aérea a escala planetaria (con un componente
terrestre significativo) que terminaría por convertir el Gran
Oriente Próximo –entonces una región relativamente tranquila
(aun cuando ampliamente autocrática)— en un avispero de
conflictos, con estados o fallidos o quebrados, ciudades
literalmente arruinadas y millones
de refugiados, en un lugar en donde los más extremistas
grupos terroristas islámicos parecen ahora proliferar como
hongos. Todo eso, podría decirse, salió de la brillante mente de
Osama bin Laden. Raramente ha ocurrido que una fuerza aérea (o
de cualquier otro tipo) tan ínfima haya conseguido apalancarse
de manera harto premeditada para conseguir efectos de tan
devastadoras consecuencias. Podría tratarse del más exitoso
registrado por la historia del uso del bombardeo estratégico, es
decir, de fuerza aérea dirigida contra la población civil y la
moral de un país enemigo.
Por otro lado,
y exagerando tal vez un poquitín, también podría concluirse que
rara vez una campaña aérea sin fin a la vista (casi 15 años, y
todavía sigue aumentando con costes sin cuento de miles de
millones de dólares) se ha revelado tan poco exitosa. Dicho de
otra manera: se podría acaso concluir que, durante estos años de
lanzamiento de bombas y de misiles, Washington ha engendrado un
mundo de grupos de terror islamista.
El 11 de
septiembre de 2001, Al Quaeda era la más modesta de las fuerzas,
con unos pocos miles de militantes en Afganistán y escasos
seguidores dispersos por el planeta. Ahora hay hechuras de Al
Qaeda y de grupos aspirantes, a menudo florecientes, desde
Paquistán hasta el Yemen, desde Siria hasta el África
septentrional, y por supuesto, el ISIS, ese autoproclamado
“califato” de Abu Bakr al-Baghdadi, que todavía mantiene una
considerable porción de territorio en Irak y en Siria, mientras
se propaga su “marca” entre grupos que van de Afganistán a
Libia.
Lo menos que
puede decirse es que la campaña aéra estadounidense, que desde
luego ha matado a un si número de líderes terroristas,
“lugartenientes”, “militantes” y demás durante estos años, lejos
de revelarse capaz de detener el proceso, lo que verosímilmente
ha hecho es fertilizar su terreno. Sin embargo, la respuesta a
cada nueva atrocidad terrorista (como en Libia recientemente),
es arrojar más bombas. Es un curioso registro en los
generalmente deprimentes anales de las fuerzas aéreas, y vale la
pena considerarlo con mayor detalle.
2. ¡Bombas
van!.—
Cuando terminó 2015, la tasa de uso de bombas y misiles
estadounidenses sobre Irak y Siria era tan elevada, que los
arsenales de ambos tipos de munición se habían vaciado. El Jefe
del Estado Mayor Aéreo, general Mark Welsh,
dejó esto dicho: “Estamos gastando municiones más
rápidamente de lo que podemos reponerlas. Los B-1 han lanzado
bombas en números récord…
Necesitamos
financiación en plaza para asegurarmos de que estamos preparados
para el combate a largo plazo. Es una necesidad crítica”. Y esta
situación se ha arrastrado hasta 2016, cuando las rondas de
bombardeos sobre Siria e Irak no parecen sino arreciar. Aun
cuando tanto Boeing, que fabrica la munición para el ataque
directo conjunto, como Lockheed Hellfire, que produce el misil
Hellfire –crucial para las campañas de Washington de asesinato
con drones en todo el Gran Oriente Próximo y en África—,
incrementaron signifcativamente la producción de esas armas,
sigue habiendo escasez.
Crecen los
temores de que llegue un momento en que no habrá munición
suficiente para las guerras libradas, en parte a causa de lo
onerosa que resulta la producción de varios tipos de armamento
de precisión.
Los números
ofrecidos a propósito de la campaña aérea estadounidense, que es
el alma y el núcleo esencial de la
Operation Inherent Resolve,
la guerra contra el Estado Islámico en Irak y Siria comenzada
en Agosto de 2014, son estupefacientes. Al terminar 2015, el
estudioso Micah Zenko estimó –fundándose en informaciones
remitidas por el Comando Xantral de la Fuerza Aérea de los EEUU—
que la Fuerza Aérea de los EEUU había lanzado un total de
23.144 bombas
y misiles sobre ambos países ese año (y otros 5.500 los aliados
de la coalición) en una estrategia que él llama
“mátalos-a-todos-con-ataques-aéreos”: una estrategia que, según
él, “no está funcionando”. (De hecho, los estudios realizados
sobre la llamada “kingpin strategy” de “decapitación” –el
intento de destruir grupos terroristas empezando por eliminar
sus cabezas— indican que ha logrado cualquier cosa menos el
efecto deseado.)
En 2016, las
cifras de armamento empleado mensualmente mantienen como poco el
ritmo de 2015 –casi 13.400 para los EEUU y casi 4.000 para el
resto de su coalición aérea hasta el mes de julio—. De acuerdo
con informaciones del propio Pentágono, hasta agosto los EEUU
habrían lanzado 11.339 ataques sobre Irak y Siria desde 2014 con
un costo de $ 8.4 mil
millones para el contribuyente estadounidense.
No voy a
aburrirles con las más modestas cifras de bombas y misiles
lanzados durante tantos años sobre Pakistán, Yemen, Somalia y
Libia. Les bastará con saber esto: la guerra aérea de
Norteamérica en el Gran Oriente Próximo y en África ha entrado
profundamente en el flujo sanguíneo de nuestra capital nacional.
Todo candidato importante a la carrera presidencial de este año
–¡hasta Bernie
Sanders!— se manifestó a favor de la guerra aérea contra el ISIS,
y ningún presidente futuro podría dejar en tierra los drones que
siguen llevando a cabo campañas de asesinatos supervisadas desde
la Casa Blanca a lo largo y ancho de regiones significativas del
planeta. Tanto
Hillary Clinton como
Donald Trump están
esencialmente comprometidos con la continuación futura a largo
plazo de la guerra aérea de los EEUU.
Piénsese en eso como en una forma de triunfo: no en ultramar,
sino en casa. Lanzar bombas por ahí es un modo triunfalista de
vida en Washington, y apenas impota qué consiguen o dejan de
conseguir esas bombas arojadas sobre países lejanos.
3. Barbarie y
civilización (o su precisión y la nuestra.Al
Qaeda fue bastante precisa en su asalto al “hogar patrio”
norteamericano. Claramente, su objetivo consistió en destruir
estructuras económicas y a quienquiera que en ellas se
encontrara. En el curso de lo cual, claramente también, buscó
horrorizar y provocar. En ambos propósitos fue más exitosa de lo
que quienes los concibieron pudieron llegar jamás a imaginar.
Con perfecta exactitud, el mundo consideró eso como barbarie de
primer orden.
La táctica de
“precisión” de Al Qaeda, y la de sus organizaciones sucesoras,
desde Al Qaeda en la Península Arábiga hasta el Estado Islámico,
no han cambiado tanto con el curso de los años. Sus armas de
precisión se envían a los núcleos de la vida civil, como en el
caso de la reciente ceremonia de boda en Tuquía, en donde un
suicida, posiblemente un muchacho pertrechado con explosivos,
mató a 54, incluidos 22 niños menores de 14 años, para crear
miedo e indignación. Lo que la barbarie de esta forma de guerra
se propone, como dice el propio ISIS, es destruir la “zona gris”
de nuestro mundo y crear un planeta cada vez más dividido entre
ellos y nosotros. Al propio tiempo, esos ataques buscan
propovocar a los poderes establecidos para que reaccionen con
represalias que generarán simpatías al ISIS en su propio mundo,
así como las clases de conflicto y de caos en los que ese tipo
de oganizaciones suelen ganar impulso a largo plazo. Osama bin
Laden intuyó eso muy pronto. Otros han entendido luego su
premonitoria intuición.
Tal es, pues,
su versión de los bombardeos de precisión, y si eso no es la
definición misma de barbarie, ya me dirán ustedes qué es. Pero
¿qué decir de nuestra versión –por usar un término que raramente
se nos aplica— de barbarie? Tomemos la campaña aérea oficial de
“shock y pavor” con que la administración Bush comenzó la
invasión de Irak el 19-20 de marzo de 2003. Se trataba de
desplegar una abrumadora fuerza aérea, incluidos 50 ataques de
“decapitación” para eliminar a los principales dirigentes
iraquíes. Lo cierto es que ni uno solo de esos dirigentes fue
alcanzado. En cambio, según Human Rights Watch, esos ataques
mataron a “docenas de civiles”. En menos de dos semanas, al
menos 8.000
bombas y misiles guiados con precisión fueron lanzados
sobre Irak. Algunos, obvio es decirlo, marraron en sus objetivos
precisos, pero mataron a civiles; algunos dieron en blancos
situados en áreas urbanas densamente pobladas o en pueblos, con
el mismo resultado. Un puñado de misiles Tomahawk –a 75.000
dólares la pieza—, entre los más de 700 disparados en esas
primeras semanas de guerra,
ni siquiera impactaron en Irak, y terminaron aterrizando
en Irán, Arabia Saudita y Turquía.
En esas
primeras semanas de guerra en las que se tomó Bagdad y la
invasión fue declarada un éxito,
863 aviones estadounidenses participaron en la operación,
se llevaron a cabo más de 24.000 “salidas” aéreas y, según una
estimación, murieron
más de 2.700 civiles,
es decir, sobre poco más o menos el equivalente en no
combatientes iraquíes de las muertes registradas en las Torres
Gemelas. En los seis primeros años de lo que terminaría siendo
una guerra aérea en curso en Irak, un estudio descubrió que “el
46% de las víctimas de los ataques aéreos estadounidenses cuyo
sexo pudo determinarse fueron mujeres y un 39%, niños”.
Análogamente,
en diciembre de 2003, un estudio de Human Rights Watch informaba
de que aviones norteamericanos y británicos habían arrojado (y
la artillería había disparado) “casi 13.000 municiones de racimo
que mataron o hirieron a más de 1.000 civiles”. Y es muy
probable que más murieran en meses o años posteriores a causa de
las minibombas de racimos dispersas que no llegaron a estallar
cuando alguien las pisara o algún niño curioso
las removiera. De hecho, los EEUU lanzaron también bombas
de racimo en Afganistán (sin duda con
similares resultados), y últimamente las ha vendido a los
sauditas para su
dispendiosa campaña
de masacres en el Yemen.
Para hacerse
una idea de las dimensiones de este asalto aéreo de 2003,
piénsese en el
Abraham Lincoln, el
portaaviones estadounidense situado frente a la costa de San
Diego para que el presidente George W. Bush pudiera realizar en
él un vistoso aterrizaje
aquel 1 de mayo bajo una bandera con la leyenda de Misión
cumplida y declarar que “las operaciones mayores de combate en
Irak han concluido” y que los EEUU y sus aliados habían
“prevalecido”. (Pero no, resultó que no.) Ello es que este
portaaviones acababa de regresar de un despliegue de 10 meses en
el Golfo Pérsico, durante el cual sus aviones habían llevado a
cabo 16.500 misiones y arrojado aproximadamente 1,6 millones de
libras de bombas. Y eso, huelga decirlo, fue sólo una parte del
total de la campaña aérea contra las fuerzas de Saddam Hussein.
Que los
ataques de shock y pavor y la consiguiente guerra aérea de
invasión de la administración Bush no fueron ni precisos ni
efectivos ni a corto ni a largo plazo, resulta ahora
suficientemente obvio. Después de todo, la fuerza aérea
norteamericana sigue bombardeando Irak hasta el día de hoy. La
cuestión es: ¿no debería resultar evidente la naturaleza bárbara
de una guerra aérea que se desarrolló al menos hasta 2010, que
fue reemprendida en 2014, que ha contribuido a convertir en
ruinas las ciudades iraquíes sitiadas y que, aun así, no muestra
signos de terminar en un plazo previsible?
Es claro que,
aun cuando no hay forma de computar adecuadamente todas las
bajas civiles producidas por las guerras aéreas norteamericanas
del siglo XXI, se han apilado una encima de la otra “Torres”
enteras de muertos no combatientes en Irak, Afganistán y otros
países. Esta versión casi eterna de la guerra, con toda su
destructividad y todos sus “daños colaterales” (que unas cuantas
organizaciones
han tratado por todos los medios de documentar bajo las
circunstancias más difíciles), debería ser la definición misma
de un estado de barbarie y de terror en un mundo sin piedad. Que
nada de todo eso se haya revelado efectivo en los términos
mismos en que lo plantearon quienes organizaron los bombardeos,
parece contar más bien poco.
Planteado de
manera más gráfica: ¿es que alguien duda de que la masacre en la
boda kurda (presuntamente a manos de un suicida cargado con
bombas del Estado Islámico) fue un acto bárbaro? Y entonces,
¿qué decir de los ocho casos perfectamente documentados
–aunque totalmente ignorados en este país— en los que la
fuerza aérea de los EEUU hizo saltar por los aires similares
ceremonias de boda en tres países (Afganistán, Irak y Yemen)
entre diciembre de 2001 y diciembre de 2013 matando a casi 300
circunstantes?
Ustedes ya saben la respuesta a estas cuestiones, claro es. Pero
en nuestro mundo sólo hay un tipo de barbarie: la suya.
4. Las raíces
religiosas de las guerras aéreas del (y contra) el terror.—Huelga
decir que, aun cuando la guerra aérea de Al Qaeda en
Norteamérica tenía un aspecto político, había en ella también un
componente profundamente religioso. De ahí la capacidad para
convencer a 19 hombres de que la autoinmolación era una vía
justa. Llámese a eso fanatismo o
jihad, lo cierto es
que en los ataques de Al Qaeda el 11S había un núcleo de
profunda religiosidad.
¿Y cómo
categorizarían ustedes una actividad que repetidamente conduce a
resultados negativos sin que los gobiernos que la emprenden
varíen un ápice de la misma y, tras 15 años, siga sin vérsele un
final? Se me permitirá añadir que, en seis de los siete países
en que los EEUU han arrojado bombas o disparado misiles, sus
aviones tenían pleno control del espacio aéreo desde el primer
momento, y en el séptimo (Irak), se consiguió en cuestión de
horas o, a lo sumo, días. En otras palabras, durante casi cada
segundo de esta década y media de guerra, los pilotos
norteamericanos prácticamente no han corrido peligro de ser
alcanzados por cohetería enemiga (y en el caso de los drones,
con pilotos situados a miles de kilómetros de distancia de sus
blancos, ningún peligro en absoluto). Se hallaban, así pues, en
una posición poco menos que de dioses por encima de aquellos a
los que tenían por misión matar, los bug splat, esos “bichos que
salpican” (en palabras literales de los pilotos que teledirigen
los drones).
¿Cómo no había de cobrar una intensidad casi religiosa ese
sentido de endiosada dominación durante esta larga década y
media, ya se trate de deidades imperiales? Y eso, la cosa no
ofrece duda, vale no sólo para las pilotos que libran la guerra,
sino también para los generales que la planifican y la
supervisan, así como para los dirigentes políticos que la
ordenan o la aceptan. Esa sensación de hallarse en posesión de
tamaño poder incontestable tiene que generar por fuerza un
sentimiento esencialmente religioso de omnisciencia y
omnipotencia muy difícil de resistir incluso cuando los
resultados son repetidamente insatisfactorios.
Lo que
indudablemente tenemos en la guerra aérea norteamericana, como
en la de Al Qaeda, es un sistema hondamente arraigado de
creencias que ninguna prueba empírica procedente del mundo real
parece capaz de alterar. Se trata, en otras palabras, de una
forma norteamericana de
jihad: por eso no muestra el menor signo de terminar
en algún tiempo venidero próximo.
La Guerra de
los Treinta Años de Washington
Un niño nacido
el 11 de septiembre de 2001 está ahora a pocos años ya de
distancia de poder firmar un contrato como piloto para enrolarse
en las guerras aéreas que empezaron inmediatamente después de su
nacimiento. Y hay posibilidades razonables de que su hijo,
nacido dentro de unos cuantos años, ingrese en la enseñanza
secundaria cuando esos conflictos entren oficialmente en la
Historia como la Guerra Norteamericana de los Treinta Años.
Yo
todavía recuerdo cuando dí por vez primera con ese sobrenombre
que cubre un sinfín de olvidadas guerras religiosas europeas del
siglo XVII. La sóla idea de una guerra tan larga me resultaba
casi inimaginable, por no decir antediluviana, dada la potencia
del armamento contemporáneo. Bueno, pues, como dice la frase
hecha, vivir para ver.
Tal
vez este 11 de septiembre de 2016 ha llegado la hora de que los
norteamericanos comencemos a replantearnos nuestra guerra sin
fin en el Gran Oriente Próximo, nuestra propia y catastrófica
Guerra de los Quince Años. Si no, las primeras explosiones de la
versión en Treinta Años de la misma ingresarán inopinadamente en
nuestro horizonte en un mundo posiblemente más desestabilizado y
aterrorizado de lo que en el presente podemos imaginar.
Tom Engelhardt
Fuente:
Alternativa Socialista
Traducción:
Miguel de Puñoenrostro