Carlos III |
(1716
- 1788) |
Trescientos años de
su nacimiento |
|
|
|
 |
|
Carlos III retratado hacia
1765
por Anton Raphael Mengs (1728-1779) |
|
|
El 20 de enero
de 1716, entre las tres y las cuatro de la madrugada, en el
viejo, inmenso y destartalado Alcázar, nacía el niño que con el
paso de los años iba a ser investido como rey de España con el
nombre de Carlos III. Fruto del matrimonio de Felipe V con su
segunda esposa, la parmesana Isabel de Farnesio, mujer de fuerte
personalidad y opinión política propia, el nuevo infante venía
al mundo con pocas posibilidades de ser proclamado rey de la
vasta Monarquía hispana. Su infancia transcurrió dentro de los
cánones establecidos por la familia real española para la
educación de los infantes. Hasta la edad de los siete años fue
confiado al cuidado de las mujeres, siendo su aya la
experimentada María Antonia de Salcedo, persona a la que siempre
guardó gratamente en su recuerdo. Después tomaron el relevo los
hombres, comandados por el duque de San Pedro y un total de
catorce personas que iban a conformar el cuarto del infante. El
niño "muy rubio, hermoso y blanco" del que nos habla su primer
biógrafo coetáneo, el conde de Fernán Núñez, gozó durante su
primera infancia de buena salud, amplios cuidados y una
enseñanza rutinaria dentro de lo que se estilaba en la corte
española. Además de las primeras letras, Carlos recibiría una
educación variada propia de quien el día de mañana podía ser un
futuro gobernante. Así, la formación religiosa, humanística,
idiomática, militar y técnica se combinaría durante años con la
cortesana del baile, la música o la equitación para ir forjando
la personalidad de un joven de buen y mesurado carácter,
solícito a las sugerencias paternas y educado en la convicción
de la evidente supremacía de la religión católica. También fue
en su más tierna infancia cuando Carlos se aficionó a la caza y
a la pesca, pasiones, especialmente la primera, que nunca
abandonaría a lo largo de su vida.
 |
|
Retrato del monarca por Goya |
|
|
|
Pronto el
infante Carlos empezó a entrar en los planes de la diplomacia
española y en las cábalas de Isabel de Farnesio, estas últimas
destinadas a dar a su primogénito una posición acorde con su
rango real. En la política internacional de los gobiernos
felipinos, alentada por el irredentismo italiano que anidaba en
la Corte madrileña desde que las cláusulas más lesivas del
Tratado de Utrecht (1714) habían dejado a España fuera de la
península transalpina, Carlos iba a revelarse como una pieza
importante. Tras numerosas vicisitudes bélicas y diplomáticas en
el complicado cuadro europeo, se presentó la ocasión propicia
para que Carlos pudiera alcanzar un sillón de mando en Italia.
La misma tuvo lugar con la muerte sin descendencia, en 1731, del
duque Antonio de Farnesio, precisamente el día en que Carlos
cumplía quince años, lo que propició que el joven infante fuera
encauzado hacia los caminos de Italia. Primero se asentaría en
los pequeños pero históricos ducados de Toscana, Parma,
Plasencia, donde permanecería muy poco tiempo, pues los
acontecimientos bélicos derivados de la cuestión sucesoria de
Polonia lo condujeron finalmente a ser proclamado rey de las Dos
Sicilias el 3 de julio de 1735 en Palermo, contando tan solo con
diecinueve años de edad.
Nápoles no fue
para Carlos un destino intermedio en espera del gran reino de
España. Allí vivió un cuarto de siglo, allí emprendió una
política reformista en un complicado país dominado por las
clases privilegiadas y allí constituyó, con su amada esposa
María Amalia, una familia numerosa de trece hijos, siete mujeres
y seis varones. Durante su reinado napolitano, Carlos configuró
definitivamente su carácter y su modelo de reinar, siempre
ayudado por su consejero personal Bernardo Tanucci y siempre
tutelado por sus padres desde Madrid. En términos generales
aprendió a ser un rey moderado en la acción de gobierno, un
soberano que supo animar una política reformista que sin acabar
con todos los problemas que sufría el abigarrado pueblo
napolitano y sin menoscabar los poderes esenciales de la
nobleza, al menos sí consiguió que el reino se consolidara como
tal, que fuera cada vez más italiano y que tuviera una cierta
consideración en el concierto internacional.
Cuando ya
pensaba que su destino último era Nápoles, la muerte sin
descendencia de su hermanastro Fernando VI lo condujo de vuelta
a su patria de nacimiento. Carlos cumplió así con unos designios
testamentarios que en buena parte él consideraba dictados por la
Divina Providencia. Dejando como rey de las Dos Sicilias a su
hijo Fernando IV y siendo despedido con afecto por el pueblo,
embarcó rumbo a Barcelona, donde el calor popular vino a
demostrar que las heridas de la Guerra de Sucesión cada vez
estaban más cicatrizadas.
 |
Proclamación
Carlos III en Madrid
1759 |
El rey que
Madrid recibió el 9 de diciembre de 1759, en medio de una
incesante lluvia, era un monarca experimentado y maduro, como
gobernante y como persona, lo cual representaba una cierta
novedad en la historia de España. En estos primeros tiempos
madrileños, Carlos vivió una experiencia familiar agradable y
otra amarga. La primera se produjo por la designación de su
primogénito, el futuro Carlos IV, como heredero de la corona
española, sobre lo cual existían algunas dudas dado que había
nacido fuera de España. El segundo, fue la desaparición de su
esposa, que con la salud quebradiza y con cierta nostalgia
napolitana no pudo superar el año de estancia en España. Esta
muerte afectó seriamente a Carlos, que ya no volvería a
desposarse nunca más pese a algunas insistencias cortesanas.
 |
Estatua
de Carlos III en la Puerta del Sol de Madrid |
El monarca que
España iba a tener en los próximos treinta años mantendría una
misma tónica de comportamiento en su vida personal. Según todos
los datos recogidos por sus biógrafos, era una persona tranquila
y reflexiva, que sabía combinar la calma y la frialdad con la
firmeza y la seguridad en sí mismo. Cumplidor con el deber, fiel
a sus amigos íntimos, conservador de cosas y personas, era poco
dado a la aventura y no estaba exento de un cierto humor
irónico. Dotado de un alto sentido cívico en su acción de
gobierno, tenía en la religión la base de su comportamiento
moral, lo que le llevaba a sustentar un acusado sentido hacia
los otros y una cierta exigencia sobre su propio comportarse,
que concebía siempre como un modelo para los demás, fueran sus
hijos, sus servidores o sus vasallos.
En cuanto a su
apariencia personal, bien puede decirse que no era nada
agraciado. Bajo de estatura, delgado y enjuto, de cara alargada,
labio inferior prominente, ojos pequeños ligeramente achinados,
su enorme nariz resultaba el rasgo más distintivo de toda su
figura. A todo ello había que añadir un progresivo
ennegrecimiento de su piel a causa de la actividad física de la
caza, práctica cinegética que continuadamente realizaba no solo
por motivos placenteros, sino como una especie de terapia que él
consideraba un preventivo para no caer en el desvarío mental de
su padre y de su hermanastro. El retrato con armadura pintado
por Rafael Meng confirma los rasgos físicos del Carlos maduro y
la pintura de Goya, presentándolo en traje de caza, con una leve
sonrisa en los labios entre burlona y bondadosa, lo ha
inmortalizado como un rey campechano y poco preocupado por la
elegancia en el vestir.
A pesar de
residir en la Corte (no realizó ningún viaje fuera de los Sitios
Reales), era un mal cortesano, al menos en los usos y costumbres
de la época. No le divertían los grandes espectáculos, ni la
ópera ni la música. Su vida era metódica y rutinaria, algo sosa
para lo que su posición privilegiada le hubiera permitido. Se
despertaba a las seis de la mañana, rezaba un cuarto de hora, se
lavaba, vestía y tomaba el chocolate siempre en la misma jícara
mientras conversaba con los médicos. Después oía misa, pasaba a
ver a sus hijos y a las ocho de la mañana despachaba asuntos
políticos en privado hasta las once, hora en la que se dedicaba
a recibir las visitas de sus ministros o del cuerpo diplomático.
Tras comer en público con rutina y frugalidad - en verano dormía
la siesta pero no en invierno - invariablemente salía por las
tardes a cazar hasta que anochecía. Vuelto a palacio departía
con la familia, volvía a ocuparse de los asuntos políticos y a
veces jugaba un rato a las cartas antes de cenar, casi siempre
el mismo tipo de alimentos. Después venía el rezo y el descanso.
A diferencia de otras cortes europeas del momento, la carolina
se comportó siempre con una evidente austeridad. Quizá esta vida
rutinaria fue en parte la que le permitió ser un rey con
excelente salud, pues salvo el sarampión de pequeño no tuvo
importantes achaques hasta semanas antes de su muerte.
 |
Palacio real de
Aranjuez |
Carlos fue un
rey muy devoto, con un sentido providencialista de la vida
ciertamente acusado. Su pensamiento, su lenguaje y sus actos
estuvieron siempre impregnados por la religión católica. Aunque
no puede decirse que fuera un beato, resultó desde luego un
creyente fervoroso, con gran devoción por la Inmaculada
Concepción y por San Jenaro (patrón de Nápoles). De misa y rezo
diarios, era un hombre preocupado por actuar según los dictados
de la Iglesia para conseguir así la eterna salvación de su alma,
asunto que consideraba de prioritario interés en su vida. Esta
profunda religiosidad, sin embargo, no fue obstáculo para dejar
bien sentado que, en el concierto temporal, el soberano era el
único al que todos los súbditos debían obedecer, incluidos los
eclesiásticos.
Estaba
profundamente convencido de la necesidad de practicar su oficio
de rey absoluto al modo y manera que reclamaban los tiempos.
Cualquier opinión acerca de que era un mero testaferro de sus
ministros deber ser condenada al saco de los asertos sin
fundamentos. Él era quien elegía a sus ministros y quien
supervisaba sus principales acciones de gobierno, y si bien
tenía querencia por mantenerlos durante largo tiempo en sus
responsabilidades, no dudaba tampoco en cambiarlos cuando la
coyuntura política así se lo daba a entender. Lo que sí hacía
era trasladarles la tarea concreta de gobierno. Una labor para
la que requería ministros fieles y eficaces, técnicamente
dotados y con claridad política suficiente como para comprender
que todo el poder que detentaban procedía directa y
exclusivamente de su real persona. Escuchaba mucho y a muchos,
era difícil de engañar y los asuntos realmente importantes los
decidía personalmente. Su correspondencia con Tanucci y los
testimonios de grandes personajes del siglo atestiguan que podía
pasarse una parte del día cazando, pero que los principales
asuntos de Estado solía llevarlos en primera persona y con
conocimiento de causa. Carlos siempre mantuvo el timón de la
nave española y siempre fue él quien fijó su rumbo. Así lo
pudieron constatar personajes políticos de la talla de Wall,
Grimaldi, Esquilache, Campomanes, Floridablanca o Aranda, entre
otros.
Comandando
estos hombres, y con la experiencia siempre presente de lo que
había acometido ya en Italia, trazó un plan reformista heredado
en gran parte de sus antecesores, un plan que buscaba favorecer
el cambio gradual y pacífico de aquellos aspectos de la vida
nacional que impedían que España funcionara adecuadamente en un
contexto internacional en el que la lucha por el dominio y
conservación de las colonias resultaba un objetivo prioritario
de buena parte de las grandes potencias europeas, en especial de
Inglaterra, que fue la mayor enemiga de Carlos debido a sus
aspiraciones sobre los territorios españoles en América. Una
política de cambios moderados y graduales en la economía, en la
sociedad o en la cultura, que no tenía como meta última la de
finiquitar el sistema imperante, que Carlos consideraba
básicamente adecuado, sino dar a la Monarquía un mejor tono que
le permitiera ser más competitiva en el marco internacional y
mejorar su vida interna, fines ambos que eran vasos comunicantes
en el pensamiento carolino. Así pues, Carlos fue un actor
principalísimo, el "nervio de la reforma", en la continuidad del
regeneracionismo inaugurado por su dinastía desde las primeras
décadas del siglo: no se inventó la reforma de España, pero
estuvo sinceramente al frente de la misma durante la mayor parte
de su reinado. Sin ser un intelectual, su educación le llevó a
la profunda creencia de que el más alto sentido del deber de un
monarca era engrandecer la Monarquía y mejorar la vida de su
pueblo. Y ese profundo convencimiento lo animaría a liderar una
renovación del país a través de una práctica a medio camino
entre el idealismo moderado y el pragmatismo político.
Como es
natural, la edad fue mermando en Carlos sus ímpetus de gobierno.
En los últimos años de su vida, su progresiva pérdida de
facultades lo condujeron a delegar cada vez más la tarea de
gobernar en manos del conde de Floridablanca, que llegó a
convertirse en su verdadero primer ministro. Tras cincuenta años
de reinado, entre Nápoles y España, aunque no perdía el hilo de
las cuestiones fundamentales, el rey fue comprendiendo que ya no
era el de antes. De hecho, en el crepúsculo de su vida, se
encontró bastante solo. Ya no tenía esposa, la mayoría de sus
hermanos habían muerto, las relaciones con su otrora fraternal
hermano Luis eran precarias, las que mantenía con su hijo
Carlos, el futuro heredero, no eran demasiado fluidas, y sin
duda resultaban tensas las existentes con su hijo Fernando, rey
de Nápoles. Además, en 1783, había muerto su viejo amigo Tanucci
y cinco años más tarde el mazazo de la muerte de su querido hijo
Gabriel y de su esposa fue el principio del fin para Carlos:
"Murió Gabriel, poco puedo yo vivir", anunció con cierta
premonición. Y, en efecto, Carlos no se equivocaba. Aquel iba a
ser su último invierno. Tras una breve enfermedad, el 14 de
diciembre de 1788, fallecía sin aspavienteos, sin espectáculo,
con sobriedad, y sin locura alguna, lo que debió ser para él un
íntimo alivio.
Desde luego,
el reformismo moderado que siempre practicó en política no
sirvió para arreglar definitivamente los profundos problemas que
albergaban los dos reinos que tuvo que gobernar. No fueron
pocas, incluso, las contradicciones existentes en la política
carolina en parte propiciadas por el carácter y el ideario real
y en parte por un mundo cambiante que se debatía entre lo nuevo
y lo viejo, entre la fuerza de las innovaciones y el peso de la
tradición. En el caso de España, no todas las enfermedades
estaban sanadas cuando desapareció, pero, como ocurrió en
Nápoles treinta años antes, bien puede decirse que su salud era
mejor que al principio de su reinado. Al menos, en España pudo
cumplir con lo que fue una de sus promesas más queridas: que
nadie extirpara del cuerpo de la Monarquía ninguna de sus
partes. En el complicado intento de mantener y renovar una
Monarquía instalada en el Viejo y el Nuevo Mundo, bien puede
afirmarse que Carlos III se apuntó más logros en su haber que
deficiencias en su debe.
Fuente:
Roberto Fernández Díaz
Catedrático de Historia Moderna (Universidad de Lleida)
|
|
|
 |
|
En política interior, intentó modernizar la sociedad utilizando
el poder absoluto del Monarca bajo un programa ilustrado.
En la línea de la Ilustración
propia de su época, Carlos III realizó importantes
cambios —sin quebrar el orden social, político y económico
básico, despotismo
ilustrado— con ayuda de un equipo de ministros y colaboradores
ilustrados, como el
Marqués de Esquilache, Aranda,
Campomanes, Floridablanca, Wall y Grimaldi
 |
Carlos III comiendo ante su corte
Luis Paret y Alcázar |

El Monarca nombró al marqués de Esquilache Secretario de
Hacienda. Éste incorporó señoríos a la Corona, controló a los
sectores eclesiásticos y reorganizó las Fuerzas Armadas. Su
programa de reformas y la intervención española en la Guerra de
los Siete Años necesitaron más ingresos, que se consiguieron con
un aumento de la presión fiscal y nuevas fórmulas, como la
creación de la Lotería Nacional. Al mismo tiempo liberalizó el
comercio de los cereales, lo que originó una subida de los
precios de los productos de primera necesidad a causa de las
especulaciones de los acaparadores y de las malas cosechas de
los últimos años. Campomanes apoyó esta medida, pero el pueblo
hizo responsable de todo al siciliano.
En marzo de 1766 se produjo el Motín de Esquilache. Su detonante
fue la orden de cambiar la capa larga y el sombrero de ala ancha
de los madrileños por la capa corta y el sombrero de tres picos.
La tensión subió gracias a los pasquines que circulaban por la
capital y que aparecían en sitios públicos, pasquines cuyo
léxico y ortografía sólo podían provenir de hombres con cultura.
La manipulación realizada por sectores nobiliarios y
eclesiásticos lo convirtió en un ataque directo a la política
reformista llevada a cabo por ministros extranjeros del gobierno
del rey.
En Madrid el punto álgido de la revuelta se produjo cuando la
muchedumbre que se había congregado frente al
Palacio Real se topó con la
Guardia Valona, que en 1764 había cargado contra el
gentío durante la boda de una de las hijas del rey, la infanta
María Luisa, con el futuro emperador de Austria. Se produjo una
refriega y hubo bajas por ambas partes, sin que la Guardia
Española interviniera. Carlos III recabó el parecer de sus
consejeros, y aunque recibió opiniones contrapuestas, acabó
siguiendo el consejo del
conde de Revilla Gigedo, que declaró que dimitiría de su
cargo antes que ordenar disparar a la multitud.
De Madrid, el levantamiento se trasladó a ciudades como
Cuenca, Zaragoza,
La Coruña, Oviedo,
Santander, Bilbao, Barcelona, Cádiz y Cartagena entre
otras muchas. Pero mientras que en Madrid las quejas se referían
al gobierno de la nación, en las provincias las quejas se
dirigían contra las autoridades locales, lo cual revela un
problema subyacente de corrupción e incompetencia
administrativa.
Los amotinados exigieron la reducción del precio de los
alimentos y la supresión de la Junta de Abastos, la derogación
de la orden sobre la vestimenta, el cese de ministros
extranjeros de Carlos III, su sustitución por españoles y un
perdón general. El Monarca desterró a Esquilache y nombró en su
lugar al conde de
Aranda. Se tomaron medidas para acelerar la importación de
cereales desde Sicilia y se reformaron los gobiernos concejiles,
añadiendo a éstos diputados del estado llano elegidos por
sufragio.

Desaparecidos los ministros extranjeros, el rey se apoyó en los
reformistas españoles, como Pedro Rodríguez de Campomanes, el
conde de Aranda
o el conde de Floridablanca. Campomanes, nombrado fiscal
del Consejo de Castilla, trató de demostrar que los verdaderos
inductores del motín
de Esquilache habían sido los jesuitas. Se nombró una comisión
de investigación y sus principales acusaciones fueron:
-
Sus grandes riquezas.
-
El control de los nombramientos y de la política eclesiástica.
-
Su apoyo al papa.
-
Su lealtad al
marqués de la Ensenada.
-
Su participación en los asuntos de
Paraguay.
-
Su intervención en dicho motín.
Sectores de la nobleza y diversas órdenes religiosas estuvieron
claramente en contra. Por todo ello, mediante el decreto real
del 27 de febrero
de 1767, se les expulsó de España y todos sus dominios y
posesiones fueron confiscados.

La expulsión de los jesuitas
se quiso aprovechar para realizar una reforma de la
enseñanza que debía fundamentarse en las disciplinas científicas
y en la investigación. Sometió las universidades al patronazgo
real y creó en Madrid los Estudios de San Isidro (1770), como
centro moderno de enseñanza media destinado a servir de modelo,
y también la Escuela
de Artes y Oficios, que han perdurado hasta el siglo
xx, cuando
pasaron a llamarse Escuelas de Formación Profesional, EFP. Las
propiedades de los jesuitas sirvieron para crear nuevos centros
de enseñanza y residencias universitarias. Sus riquezas, para
beneficiar a los sectores más necesitados, se destinaron a la
creación de hospitales y hospicios.
Promovió un nuevo plan de Estudios Universitarios, que fue
duramente contestado por la
Universidad de Salamanca, proponiendo un plan propio, que
a la postre fue implantado años después.
El impulso hacia la reforma de la agricultura durante el reinado
de Carlos III vino de mano de las
Sociedades Económicas de Amigos del País creadas por su
ministro José de Gálvez. Campomanes, influido por la fisiocracia
centró su atención en los problemas de la agricultura. En
su Tratado de la Regalía de la Amortización, defendió la
importancia de ésta para conseguir el bienestar del Estado y de
los ciudadanos y la necesidad de una distribución más equitativa
de la tierra.
En 1787, Campomanes elaboró un proyecto de repoblación de las
zonas deshabitadas de las tierras de realengo de Sierra Morena
y del valle medio del
Guadalquivir, creando las Nuevas Poblaciones de Andalucía
y Sierra Morena. Para ello, y supervisado por
Pablo de Olavide, intendente real de Andalucía, se
trajeron inmigrantes centroeuropeos. Se trataba principalmente
de alemanes y flamencos católicos, para fomentar la agricultura
y la industria en una zona despoblada y amenazada por el
bandolerismo. El proyecto fue financiado por el Estado. Se
fundaron así nuevos asentamientos, como La Carolina, La Carlota
o La Luisiana, en las
actuales provincias de Jaén,
Córdoba y
Sevilla.
Se reorganizó el ejército, al que dotó de unas
Ordenanzas en 1768
destinadas a perdurar hasta el siglo XX, se impulsó el
comercio colonial formando compañías, como la de Filipinas, y
mediante el Reglamento de libre comercio de 1778 que liberalizó
el comercio con América. También destaca el Decreto de libre
comercio de granos de 1765.
Otras medidas reformistas del reinado fueron la creación del
Banco de San Carlos, en 1782, y la construcción de obras
públicas, como el
Canal Imperial de Aragón y un plan de caminos reales de carácter
radial, con origen en Madrid y destino a
Valencia, Andalucía,
Cataluña y
Galicia.
Hizo un ambicioso plan industrial en el que destacan como
punteras las industrias de bienes de lujo:
Porcelana del Buen Retiro,
Cristales de la Granja
y traslada la Platería Martínez
a un edificio en el paseo del Prado, pero no faltaron
muchas otras para la producción de bienes de consumo, en toda la
geografía española.
Entre los planteamientos teóricos para el desarrollo de la
industria destacó el Discurso sobre el fomento de la industria
popular de Campomanes, para mejorar con ella la economía de las
zonas rurales y hacer posible su autoabastecimiento. Las
Sociedades Económicas de Amigos del País se encargaron de la
industria y su teoría en esta época.
Hizo hospitales públicos, servicios de alumbrado y recogida de
basura, uso de adoquines, una buena red de alcantarillado. En
Madrid, un ambicioso plan de ensanche, con grandes avenidas,
monumentos como la Fuente de Cibeles, la de
Neptuno, la
Puerta de Alcalá, la fuente de la Alcachofa, la construcción del
jardín botánico (trasladando al
paseo del Prado
el antiguo de Migas Calientes), el hospital de San Carlos
(hoy Museo Reina
Sofía), el edificio del Museo del Prado
(destinado originalmente a Museo de Historia Natural).

Descendió en número, debido a la desaparición de los hidalgos en
los censos por las medidas restrictivas hacia este grupo por el
rey. Representaba el 4% del total de la población. Su poder
económico se acrecentó gracias a los matrimonios entre familias
de la alta nobleza, que propiciaron una progresiva acumulación
de bienes patrimoniales. Mediante un decreto en 1783, el rey
aprobó el trabajo manual y lo reconoció, favoreciendo a los
nobles. A partir de ese momento, los nobles podían trabajar,
cosa que antes no podían hacer, únicamente podían vivir de sus
riquezas. Los títulos nobiliarios aumentaron con las concesiones
hechas por Felipe V y Carlos III. Se crearon la Orden Militar de
Carlos III, las Reales Maestranzas con estatutos nobiliarios y
el Real Cuerpo de la
Nobleza de Madrid. En contrapartida se pusieron numerosas
restricciones a los
mayorazgos y a los
señoríos, aunque nunca llegaron a desaparecer durante el
reinado.

La Iglesia poseía cuantiosas riquezas. Siendo el clero un 2% de
la población, según el Catastro de Ensenada era propietaria de
la séptima parte de las tierras de labor de Castilla y de la
décima parte del ganado lanar. A los bienes inmuebles se añadían
el cobro de los diezmos, a los que se descontaban las tercias
reales, y otro ingresos como rentas hipotecarias o alquileres.
La diócesis más rica era la de
Toledo, con una renta anual de 3.500.000 reales. Carlos
III ayudó a repartir las riquezas entre los más necesitados en
el país y abolió algunos leyes dictadas por la iglesia que
suprimian derechos del pueblo.

Era el grupo más numeroso. En él se encontraban los
campesinos
que gozaban de cierta estabilidad económica. Los
jornaleros sufrían
situaciones de miseria. De acuerdo con el Catastro de Ensenada,
los artesanos representaban el 15 % del total de los
asalariados y tenían mejores retribuciones que los campesinos.
La burguesía
comenzó a despuntar tímidamente en España. Localizada en la
periferia peninsular, se identificó con los propósitos
reformistas y los ideales ilustrados del siglo. Fue
especialmente importante en Cádiz, por su vinculación al
comercio americano, Barcelona y Madrid.

Desde el
fracaso de la Gran
Redada de 1749 los
gitanos
estaban sujetos a una situación muy problemática, que se
pretendió resolver con una serie de iniciativas legislativas
desde 1763, finalmente sustanciadas en la Real Pragmática
de 19 de septiembre de 1783, con propósitos claramente
asimiladores y de carácter utilitarista, tras dicha pragmática,
se deja de considerar su origen o naturaleza diferenciada o
inferior (raíz infecta); se prohíbe el uso de la
denominaciones
gitano o castellano nuevo (tenidas por injuriosas);
se concede libertad de residencia (excepto en la Corte y Reales
Sitios por ahora) y se permiten nuevos modos para ganarse
la vida, incluyendo la admisión en gremios, pero se prohíben
oficios como poseer tabernas o esquilar caballos, de vital
importancia para el pueblo gitano; también se prohíben sus
vestiduras tradicionales y su
gerigonza (su idioma diferenciador, el
caló) y una vez más se establece la obligación de
asentarse, abandonando el nomadismo; todo ello bajo graves penas
a los desobedientes, que serían considerados
vagos y
sujetos a las penas correspondientes sin distinción de los
demás vasallos
(se les aplica el código penal general).
Aquellos casos en los que un individuo se negase a acatar las
leyes en cuanto a residencia, lengua, oficios, vestimenta y
demás, la primera vez que fuese detenido sería marcado con un
hierro candente en la espalda (en sustitución de las penas
anteriormente previstas: la muerte o cortar las orejas), en caso
de ser detenido una segunda vez serían condenados a la pena
capital, dicha ley no se aplicaba a los menores de diecieseis
años, que serían separados de sus familias y educados por las
Juntas o Diputaciones de caridad.
|
|
|
|
 |
|
Carlos III
¿el único rey que ha sido normal de la historia de España?
Carlos III fue un gobernante inusual e irrepetible. Siempre
intentó legislar de cara a mejorar la vida de sus súbditos en
vez de añadir sufrimiento
Carlos III fue
un gobernante inusual e irrepetible. Siempre intentó legislar de
cara a mejorar la vida de sus súbditos en vez de añadir
sufrimiento al respetable. Poco dado a medrar por palacio y a la
pompa cortesana, se escapaba con bastante frecuencia a cazar
perdices, gamos y piezas varias en los alrededores de Madrid,
eso sí, con su cuaderno de campo en el que tomaba buena nota de
sus reflexiones para construir un reino mejor. Era un rey
vocacional, que no ornamental. Es
posiblemente la mejor encarnación o representación del
despotismo ilustrado.
Mas, mientras que lo relativo a su gestión intramuros culminaba
por lo general con éxito a través de la potenciación de la obra
civil, mejora de la legislación, renovación de la Armada, el
agro, un avanzado sistema postal, la introducción de la lotería,
una embrionaria seguridad social para atender a las viudas y
huérfanos de guerra y otras apuestas de calado, los berenjenales
de la política internacional y su
equivocada alianza en el Pacto de Familia con Francia le
traerían una serie de disgustos sobrevenidos;
además, como corolario de todos los males, el Diktat en los
mares lo detentaban los ingleses para variar y las colonias
tenían el trasero a la intemperie, habida cuenta nuestra
endémica debilidad en los mares y a pesar de ser un imperio de
enormes proporciones transoceánicas.
Pero si algo hizo bien Carlos III fue rodearse de competentes y
sabios muñidores de actuaciones cuasi revolucionarias en su
firme apuesta por la renovación del estado con una clara visión
de futuro. Entre ellos destacarían Zenón
de Somadevilla, Marqués
de la Ensenada de
corte francófilo y Don
José de Carvajal, de carácter más anglófilo,
heredados de la administración de su padre más que producto de
una elección propia.Ambos,
enormes y comprometidos patriotas intentarían mantener el país
estabilizado y
distante de la fagocitadora voracidad de las guerras en curso
para devolverle el pulso después de dos siglos de incesante
sangría. Los dos, al alimón, apoyados en una comprometida
amistad entre ellos y su rey, renovarían hasta los cimientos la
hacienda y la administración públicas.
Unos sabios consejeros
El enorme y emprendedor Marqués de la Ensenada crearía
una poderosa flota de proporciones comedidas y realistas para
combatir la piratería rampante de los anglos. Más de ciento
veinticinco navíos y fragatas de un impecable y avanzado diseño
serian botados en un plazo de una docena de años.
Lamentablemente, Carlos
IV, su
sucesor, abandonaría a la Marina a su suerte hasta tal punto que
los ingleses años después en Trafalgar se dedicarían al tiro al
blanco con excelentes resultados ganando una de las más famosas
batallas navales de la historia.
De idéntica manera intentó sacar del secular sopor a una
esclerotizada sociedad española que se había dormido en los
laureles de una merecida memoria que ya no daba más en su
generosa elasticidad. Luchó
contra los anquilosados privilegios de la Mesta, que
en su hegemónica condición de propietaria de los pastos
infectaba de inutilidad una naciente y balbuceante agricultura,
que este noble rey dinamizaría con algunas contundentes leyes
que despojarían a los ganaderos de ciertas prebendas. Asimismo,
combatió la holganza de los hidalgos que medraban en las
periferias de la Corte y dignificó la palabra "trabajo" que en
ciertos círculos aristocráticos era sinónimo de peste o castigo
divino.
En su
historial de luces y sombras, quedan
para la posteridad los patinazos dados en el tema del motín
de Esquilache por
la cuestión de los chambergos o casacas típicas de la época y el
afán de su ministro por meter la tijera de manera indiscriminada
en los atuendos de los españoles. Por otro lado, el Pacto de
Familia con los franceses nos trajo algunos disgustos por los
compromisos contraídos ya que el eterno contencioso con los
ingleses empezaba a eternizarse.
 |
Motín de Esquilache, atribuido a Francisco de Goya (ca.
1766, 1767, colección privada, París). La torre del
Ayuntamiento, a la izquierda, permite situar la escena
en la Puerta de Guadalajara (calle Mayor). El fondo
despejado de la calle marca la dirección hacia Palacio,
a donde los amotinados pretenden dirigirse. El personaje
con hábito y crucifijo, que intenta calmar o coordinar a
la multitud es el Padre Yecla o Padre Cuenca, un fraile gilito
(orden franciscana) de los que predicaban por las
plazas. En señal de penitencia llevaba la cabeza
encenizada, soga al cuello y corona de espinas. Un
personaje subido en una silla gesticula ante la
multitud. Su vestidura (una lujosa casaca) le identifica
como un personaje de alta posición social. Varios
personajes, uno claramente |
|
Con la Iglesia hemos topado
Como siempre, la institución eclesial, en su secular injerencia
en los asuntos civiles,
no aceptaba los ultramontanos vientos del norte y
las ideas disolventes de la revolución francesa promovidas por Rousseau,
Voltaire y
otros librepensadores, lo cual generaba una convivencia compleja
entre el rey ilustrado y los apolillados prebostes. En uno de
los asaltos de este permanente cuerpo a cuerpo salieron los
jesuitas centrifugados por su presunta intervención en el ya
referido motín de Esquilache.
El caso es que, en los siempre bulliciosos mentideros de la
Corte, se murmuraba que Carlos III no era hijo de Felipe
Vy sí del cardenal Alberoni, clérigo
muy hábil preparando los canelones –plato favorito de Isabel
de Farnesio–,
con los que aplacaba a la iracunda criatura especializada en el
“tiro al plato”, entendida esta lúdica actividad como un mero
lanzamiento de vajilla a su siempre atemorizada servidumbre
palaciega, que vivía en un sinvivir permanente por los
frecuentes ataques de ira de la interfecta, ya que al
parecer su maridito no le daba mucho juego horizontal y
los ansiolíticos todavía no habían hecho acto de presencia.
Este rey aborrecía el lujo y las alharacas, era de una
austeridad anormal y daba poca guerra a su sastre al que al
parecer tenia conservado en naftalina. En
treinta años le confeccionaría no más allá de diez casacas que
invariablemente tenían siempre las mismas medidas.
Mientras que con su infatigable carabina estragaba la cabaña
nacional, hombres de probada confianza de la talla de Floridablanca,
Olavide, Campomanes y
otros no menos preparados, le resolvían los problemas de la
tramoya estatal. Siendo rey de Nápoles y por imperativo
paterno-materno se casaría de mala gana con María
Amalia de Sajonia, una
rubicunda rubita espigada, compendio de virtudes que al parecer
tenia la manía de alumbrar féminas. Como no paría hijo varón y
la línea sucesoria era excluyente con las hembras, existía una
honda preocupación en la Corte. Finalmente quiso el creador que
pariera al epiléptico e imbécil infante Felipe al que
rápidamente incapacitaría su padre. Al parecer la caprichosa
fortuna sonreiría de nuevo a la Corona con otro tarado, Carlos
IV, a su vez progenitor de otro no menos
impresentable, Fernando
VII. Tela.
 |
Imposición de la capa corta
y el tricornio, origen del Motín de Esquilache |
Carlos III gastaría toda su munición amorosa en sus años mozos. Al
enviudar con cuarenta y cinco años, no entraría más en trance
libidinoso alguno. Eso sí, su desmedida afición cinegética
despoblaría los collados y montes madrileños temiendo los
pasmados lugareños por la supervivencia de algunas especies
autóctonas.
A pesar de estar rodeado de monarquías absolutistas,
este ecuánime rey impulsó reformas por doquier.
El reparto de tierras comunales y el troceo de latifundios para
su distribución entre los desfavorecidos fue un hito que tuvo
que enfrentar no sin sortear dificultades obvias. Enfrente tenía
a los eclesiásticos y a la aristocracia, casi nada. Finalmente,
su tenaz apuesta en este sentido, alumbraría en Sierra Morena la
población de La Carolina, modelo de apuesta audaz y equilibrada.
Doce mil campesinos a los que se adjudicarían lotes de tierra,
material para construir sus viviendas y aperos de labranza,
crearían un polo de desarrollo singular.
En 1788, quiso el caprichoso destino que este enorme hombre de
imaginación portentosa dejara este trámite vital y pasara al
lado en donde pocos son los elegidos por la memoria colectiva
para ser honrados a perpetuidad.
Carlos III, el primero, un grande, único, irrepetible.
Fuente:
Álvaro Van Den Brule. El Confidencial
|
|
|
|
 |
|