Historia contemporánea de España es
la disciplina historiográfica y
el periodo
histórico de
la historia
de España que
corresponde a la Edad
Contemporánea en
la Historia
Universal.
Sin embargo, convencionalmente la historiografía
española suele
considerar como hito inicial no a la Revolución
francesa, la Independencia
de Estados Unidos o
la Revolución
industrial inglesa
(hechos todos ellos muy influyentes en la
historia española y que se utilizan como hitos
iniciales de la Edad Contemporánea), sino un
acontecimiento local decisivo: el inicio de la Guerra
de la Independencia de España (1808).

promulgación de la
Constitución de 1812 |
La Guerra de la
Independencia ahondó lo que se conoce como la Crisis
del Antiguo Régimen,
que no comenzó ni terminó su caída con la
entrada del ejército napoleónico; aunque la
guerra fue decisiva para el desencadenamiento
del proceso que sí fue responsable de acabar
con el Antiguo
Régimen en España (una
categoría de análisis histórico fundamental,
que engloba un conjunto institucional y de
manifestaciones socio-económicas de gran
duración, coincidente a grandes rasgos en el
tiempo con la historia
moderna de España).
Ese proceso, la revolución
liberal, fue
precisamente en España donde recibió ese
nombre, a pesar de sus debilidades
estructurales y la lentitud e indecisión en
sus transformaciones económicas, sociales y
políticas, hasta el punto de que su definición
real, su condición excepcional u homologable a
otros casos europeos, su ritmo y su fecha de
culminación es objeto de diferentes
interpretaciones.
Los territorios de
América continental se independizaron mediante
las Guerras
de independencia hispanoamericanas,
mientras que en la metrópoli se inicia un
prolongado periodo de bandazos políticos:
durante el reinado
de Fernando VII (1814-1833)
se suceden violentamente en el gobierno los absolutistas y
los liberales;
mientras que durante el
de Isabel II (1833-1868)
son los liberales
progresistas
y moderados quienes
se suceden mediante pronunciamientos militares
a cargo de espadones de
diferente orientación política, como
Espartero,
Narváez, O'Donnell, Prim o
Serrano,
algunos de ellos veteranos de las guerras
americanas, por lo que se les aplicó el mote
de ayacuchos
(particularmente
a los agrupados en torno a Espartero).
Los textos
constitucionales se
fueron sucediendo en un movimiento pendular
entre el inicial reconocimiento de la soberanía
nacional en
la
Constitución de 1812 (vitoreada
como la
Pepa,
resultado del predominio
liberal en
las Cortes
de Cádiz,
cuya legislación también configuró temas de
gran trascendencia en el desmontaje del
Antiguo Régimen y el establecimiento del
Régimen Liberal -supresión de la Inquisición,
de señoríos y
mayorazgos,
y en general de cualquier límites al ejercicio
del poder por el Estado y
al ejercicio de la libertad
individual,
los derechos
individuales y
la libertad
económica-),
a su total supresión en la restauración del
absolutismo (1814-1820), su reposición en el Trienio
Liberal (1820-1823),
una nueva supresión durante la Ominosa
Década (1823-1833),
la redacción de una Carta
Otorgada que
reconocía el ejercicio de ciertos derechos por
la mera voluntad de la monarquía (Estatuto
Real de 1834),
el establecimiento de una constitución doctrinaria basada
en el sufragio
restringido (Constitución
de 1845) o
una constitución
democrática
como la
de 1869. La
de mayor vigencia en el tiempo fue la
de 1876,
ecléctica de los rasgos de todas ellas.
Caracterizaron la oposición entre todos esos
textos el tratamiento de temas como el equilibrio
de poderes entre
Rey y Parlamento, la libertad
de prensa, el juicio
por jurado,
la función de los
ayuntamientos,
o la extensión del derecho
de sufragio
(inicialmente
indirecto,
luego directo
pero restringido,
y que no se asentó como
sufragio
universal masculino hasta
1890 -el sufragio
femenino no
se ejerció hasta 1933-). Otra cuestión
altamente definitoria de la opción política
predominante en cada momento fue el
tratamiento del orden
público (confiado
a instituciones revolucionarias como la Milicia
Nacional o
conservadoras como la Guardia
Civil).
La reacción antiliberal
del clero y amplios sectores populares,
localizados en determinadas regiones, sobre
todo del Norte de España, se materializó en
las Guerras
Carlistas,
durante las que el régimen liberal consiguió
imponerse, tanto militar como socialmente, al
aumentar su base social entre la burguesía y
en una nueva clase de propietarios
beneficiados por las sucesivas
desamortizaciones (la
de Mendizábal,
1836 y la Madoz,
1855) aliada a la antigua aristocracia
terrateniente. El proceso
industrializador se
inició tímidamente, aunque el cambio económico
más radical en términos históricos, y el que
absorbió la mayor parte del capital nacional,
fue el que supuso el aumento de la superficie
agrícola explotada y de sus rendimientos
(continuación de un proceso comenzado a
finales del XVIII con el fin de los
privilegios ganaderos de la Mesta -definitivamente
abolida en 1836- y los frustrados intentos de
reforma agraria -Informe de Jovellanos,
1795-), que permitió alimentar a una creciente
población e incluso exportar excedentes. Los
intereses económicos de la oligarquía
terrateniente castellano-andaluza se
encauzaron a la apertura de los mercados
europeos al trigo español y la apertura a las
inversiones extranjeras en minas y
ferrocarriles (de costoso trazado, que con el
tiempo integrarían espacialmente el mercado
nacional);
mientras que los intereses de la burguesía
textil catalana, claramente opuestos, se
orientaron a la reserva para su producción del
débil y desarticulado mercado interno y los
restos del mercado colonial. La política
económica se
caracterizó por el enfrentamiento entre el
proteccionismo
y
el
librecambismo, a
través del que se fue forjando un verdadero
nacionalismo
económico que
a veces es calificado de mentalidad
autárquica; y
en términos fiscales entre los impuestos
directos
(contribuciones,
que gravan según la propiedad) y los
indirectos
(consumos,
que afectan a todos). La expresión ideológica
de la combinación de esos intereses económicos
con las redes
clientelares y
otros factores de alineamiento político fueron
las ramas
progresista
y
moderada
del liberalismo
español.
Particularmente, la frustración de las
expectativas de los industriales catalanes
estuvo entre las razones que promovieron las
sucesivas escisiones
demócrata,
republicana,
federal,
cantonal,
y especialmente, en la conformación, a finales
del siglo XIX, de un proyecto nacionalista
alternativo: el catalanismo (Bases
de Manresa de Prat
de la Riba).
Tras el convulso periodo
del sexenio
revolucionario (1868-1874),
en que se experimentaron sucesivamente
soluciones políticas democráticas,
republicanas
unitarias y federales;
la burguesía pasó de revolucionaria a
conservadora en el último cuarto de siglo,
periodo en el que coincide el despegue
industrial de Cataluña y el País Vasco con el
asentamiento de un régimen político estable:
la Restauración (1875-1923),
presidida por el turnismo pactado entre los
conservadores de Cánovas y
los liberales de Sagasta,
que manipulaban los resultados electorales
manteniendo a los partidos no
dinásticos (republicanos,
socialistas, nacionalistas periféricos) fuera
de cualquier posibilidad de influir en el
gobierno, gracias al control de los distritos
rurales mediante el caciquismo y
el pucherazo.
En el País Vasco surgió un nacionalismo (el PNV de Sabino
Arana) de muy
distinto origen al catalán, pues se articuló a
partir del fracaso
del carlismo como
expresión de la reacción tradicionalista y
ultracatólica a la industrialización y sus
consecuencias sociales, como la inmigración y
la destrucción de la sociedad tradicional.
Las masas populares,
sometidas a grandes desequilibrios sociales y
espaciales, sufrieron un desigual proceso de
proletarización
acompañado por las primeras manifestaciones del
movimiento obrero
español;
aunque como factores de movilización fueron
muy eficaces cuestiones no estrictamente
laborales (revueltas por la carestía de los
alimentos -motín
de subsistencias-,
o antifiscales -motín
de consumos-),
o claramente ideológicas, como el
anticlericalismo (en
el contexto de un proceso de descristianización)
y el
antimilitarismo
(ante las injusticias del sistema de reclutamiento).
El desastre
de 1898 llevó
a la pérdida de la práctica totalidad de las
pocas
colonias
ultramarinas que
permanecían bajo soberanía española: Cuba y
Filipinas. No obstante, la repatriación de
capitales y una notable sacudida ideológica y
social en forma de reacción
regeneracionista permitió
que España entrara en el siglo XX en un
periodo de notable vitalidad: la denominada edad
de plata de las ciencias y las letras
españolas.
La neutralidad de España
en la Primera
Guerra Mundial permitió
un desarrollo acelerado pero con fuertes
desequilibrios económicos, políticos y
sociales, que estallaron en la crisis
de 1917. El
sistema de la Restauración no pudo recuperarse
del escándalo posterior al
desastre de Annual,
y se produjo un golpe de estado que instauró
la Dictadura
de Miguel Primo de Rivera (1923-1930),
que intentó llevar a cabo un corporativismo con
ciertas características similares al fascismo
italiano, pero que no se prolongó en el
tiempo. La oposición republicana, coordinada
en el Pacto
de San Sebastián,
se impuso en las grandes ciudades en las elecciones
municipales de 1931,
en medio de una movilización popular que
obligó al rey a exiliarse y llevó a la
proclamación de la Segunda
República Española.
 |
El estallido de la Revolución
francesa (1789)
alteró el equilibrio
internacional europeo,
poniendo a España en una de las fronteras del
foco revolucionario. Las medidas destinadas a
evitar el contagio fueron
eficaces, pues más allá de aislados grupos de
simpatizantes (conspiración de Picornell,
1795), el
consenso social en España fue contrarrevolucionario,
activamente impulsado
por
el clero y
controlado por la
Inquisición,
que actuó de cordón
sanitario. En
cambio, fracasó el intento de la Primera
Coalición de
acabar militarmente con la Francia
revolucionaria (que en la frontera
hispano-francesa se concretó en la guerra
de los Pirineos o del Rosellón,
1793-1795). Tras la reconducción del proceso
interno francés (reacción
thermidoriana,
1794) hacia el poder personal de Napoleón (1799),
las prioridades españolas cambiaron, y se optó
por renovar la tradicional alianza
franco-española (Pactos
de Familia)
a pesar de que no fuera ya un rey
Borbón sino
políticos plebeyos, o un autocoronado
emperador Bonaparte, quienes ocuparan el poder
o se sentaran en el trono de París, y de que
tales advenedizos mantuvieran la legitimidad
revolucionaria que había llevado a la
guillotina a Luis
XVI, primo
del rey de España.
Desde 1792, el validazgo de Manuel
Godoy, un
ambicioso militar de oscuro origen protegido
por la
reina,
ennoblecido con el título de príncipe
de la Paz (por
la Paz
de Basilea,
1795), desplazó del poder a la élite
aristocrática ilustrada que venía gobernando
el país desde el reinado de
Carlos III
(Floridablanca,
Aranda,
Jovellanos),
en algunos casos llevándoles literalmente al
destierro o a la cárcel. El limitado éxito de
la guerra
de las naranjas contra
Portugal (1801) consiguió un mínimo reajuste
fronterizo (Olivenza);
pero mucho más decisivas fueron las graves
consecuencias de la batalla
de Trafalgar (21
de octubre de 1805), donde se perdió la mejor
parte de la Marina
española. A
pesar de la derrota, la vinculación de la
posición de Godoy a la subordinación al
Emperador (que había conseguido victorias
decisivas en las campañas terrestres en
centroeuropa) llevó a la firma del Tratado
de Fontainebleau de 1807,
que preveía la invasión conjunta de Portugal
(punto débil en el bloqueo
continental contra
Inglaterra) y que de hecho sirvió para que
varios cuerpos de ejército francés ocuparan
zonas estratégicas de España.
¿A quién se ofende y se daña?
A
España
¿Quién
prevalece en la guerra?
Inglaterra
¿Y
quién saca la ganancia?
Francia
Tonadilla popular
La profunda crisis
económica del cambio de siglo mostró de forma
dramática la debilidad estructural del Antiguo
Régimen en España, ante la que la crisis
fiscal de la Monarquía (Francisco
Cabarrús, Banco
de San Carlos),
y la crisis comercial y financiera provocada
por las guerras, sólo eran un aspecto
coyuntural. De causas mucho más profundas era
el agotamiento del ciclo
demográfico alcista del siglo XVIII,
no acompañado por reformas agrarias que
permitieran un aumento significativo de la
producción (el Informe de
Jovellanos en el interminable
Expediente de la Ley
Agraria -1795-como
el resto de proyectos ilustrados desde el Catastro
de Ensenada -1749-,
no se llegó a materializar por la oposición de
los poderosos grupos privilegiados a los que
afectaba; las únicas excepciones habían sido
el recorte de los privilegios de la Mesta por
Campomanes entre 1779 y 1782 y
las tímidas políticas liberalizadoras del
mercado de granos -moderada tras el motín
de Esquilache
de
1766- o del comercio
con América -1765
y 1778-) lo que condujo a crisis
de subsistencias,
al hambre y al aumento del descontento social.
La importancia
científica y estratégica que habían alcanzado
las expediciones
españolas
(expedición
de la vacuna,
1803) y la prometedora situación de la ciencia
y la tecnología españolas,
que había alcanzado una posición sólo algo más
retrasada que la de los países europeos más
avanzados; se deterioraron dramáticamente ante
la incapacidad del Estado de seguir
sosteniendo unos esfuerzos que el atraso de la
estructura socioeconómica no estaba en
condiciones de suplir por una iniciativa
privada incomparablemente más débil que la que
en la Inglaterra de la época estaba
protagonizando la revolución
industrial.
La persecución o el desprecio a los que fueron
sometidos algunos de los principales
impulsores de la modernización
científico-tecnológica española (Alejandro
Malaspina, Agustín
de Betancourt)
terminó beneficiando a otras naciones (como
ocurrió con la más prometedora de todas las
empresas: las investigaciones americanas de Alexander
von Humboldt,
iniciadas bajo patrocinio español).
La impopularidad cada
vez mayor de Godoy llevó a la formación de un partido
fernandino
dentro de la Corte, que preparó el motín
de Aranjuez,
un golpe de Estado que logró deponer al valido
y la abdicación del rey Carlos IV en su hijo
mayor Fernando
VII, quien, a
pesar de ello, no consiguió asentarse en el
trono a causa de la intervención de Napoleón,
que consiguió llevar a toda la familia real a
reunirse con él en Francia, virtualmente como
prisioneros.

|
Gobierno del conde de
Floridablanca
Las primeras
decisiones de Carlos IV mostraron
unos propósitos reformistas. Designó
primer ministro al conde
de Floridablanca,
un ilustrado que inició su gestión
con medidas como la condonación del
retraso de las contribuciones,
limitación del precio del pan,
restricción de la acumulación de
bienes de manos muertas, supresión
de vínculos y
mayorazgos
y
el impulso del desarrollo económico.
El propio Monarca tomó la iniciativa
de derogar la Ley
Sálica impuesta
por su antecesor Felipe
V, medida
ratificada por las Cortes de 1789,
que no se llegó a promulgar.
El estallido
de la Revolución
francesa en
1789 cambió radicalmente la política
española. Conforme llegan las
noticias de Francia, el nerviosismo
de la corona crece y acaba por
cerrar las Cortes que, controladas
por
Floridablanca
(mantenido
en el poder por consejo de su
padre), se habían reunido para
reconocer al Príncipe de Asturias.
El aislamiento parece ser la receta
para evitar la propagación de las
ideas revolucionarias a España.
Floridablanca, ante la gravedad de
los hechos dejó en suspenso los Pactos
de Familia,
estableció controles en la frontera
para impedir la expansión
revolucionaria y efectuó una fuerte
presión diplomática en apoyo a Luis
XVI.
También puso fin a los proyectos
reformistas del reinado anterior y
los sustituyó por el conservadurismo
y la represión (fundamentalmente a
manos de la Inquisición,
que detiene a Cabarrús,
destierra aJ ovellanos y
despoja de sus cargos a Campomanes).
Gobierno del conde de Aranda
En 1792, Floridablanca fue
sustituido por el conde
de Aranda,
amigo de Voltaire y
de otros revolucionarios franceses,
a quien el rey encomienda la difícil
papeleta de salvar la vida de su
primo el rey Luis
XVI en
el momento en que éste había
aceptado la primera
Constitución francesa.
Sin embargo,
la radicalización revolucionaria a
partir de 1792 y el destronamiento
de Luis
XVI—el rey
francés fue encarcelado y quedó
proclamada la República—
precipitó la caída del conde de
Aranda y
la llegada al poder de Manuel
Godoy el 15
de noviembre de
1792.
Primer Gobierno de Manuel Godoy
Manuel Godoy,
un guardia de corps, ascendió
rápidamente en la Corte gracias a su
influencia sobre la reina María
Luisa. En pocos años pasó de ser un hidalgo a
convertirse en duque de Alcudia y de
Sueca, capitán general y, desde
finales de 1792,
en «ministro universal» de Carlos IV
con un poder absoluto. De
pensamiento ilustrado impulsó
medidas reformistas como las
disposiciones para favorecer las
enseñanzas de las ciencias
aplicadas, la protección a las Sociedades
Económicas de Amigos del País y
la
desamortización
de
bienes pertenecientes a hospitales,
casas de misericordia y hospicios
regentados por comunidades religiosas.
La Revolución
francesa condicionó su actuación en
la política española. Sus primeras
medidas se encaminaron en salvar la
vida de Luis
XVI,
procesado y condenado a muerte. Pese
a los esfuerzos de todas las Cortes,
el monarca francés fue guillotinado
en enero de 1793,
lo que generalizó una guerra de las
potencias europeas contra la Francia
revolucionaria
conocida
como la Guerra
de la Convención,
en la que España participó y fue
derrotada por la Francia
republicana, fruto del desastroso
abastecimiento, la pésima
preparación del ejército y la escasa
moral de la tropa frente a los
enardecidos sans
culottes franceses.
Un ejército de 25.000 hombres dirigido
por el general
Ricardos entró
en el
Rosellón
y
logró algunos éxitos. A partir de 1794 las
tropas españolas se vieron forzadas
a la retirada. Los franceses
ocuparon Figueras, Irún, San
Sebastián, Bilbao, Vitoria y
Miranda de Ebro.
Godoy suscribió
con Francia la Paz
de Basilea en 1795.
La República francesa devolvió a
España las plazas ocupadas, a cambio
del territorio hispano de la isla de La
Española —colonia
de Santo
Domingo—.
En agradecimiento recibió el título
de Príncipe de la Paz.
En 1796,
concluida la fase más radical de la
Revolución,
Godoy
firmó
el Tratado
de San Ildefonso y
España se convirtió en aliada de
Francia. Este cambio de postura
buscaba el enfrentamiento con Gran
Bretaña, principal adversario de la
Francia revolucionaria y tradicional
enemiga de España con la que
disputaba la hegemonía marítima y,
concretamente, el comercio con
América. La escuadra española sufrió
la derrota frente al cabo
de San Vicente
en
1797,
pero Cádiz y Santa
Cruz de Tenerife resistieron
a los ataques del almirante
Nelson. En
América los británicos ocuparon la
isla de Trinidad,
y sufrieron una derrota en
Puerto
Rico. Ello
provocó la caída de Godoy en
mayo de 1798.
Gobierno provisional
Tras ello, dos
ilustrados, Francisco
de Saavedra y Mariano
Luis de Urquijo,
se sucedieron al frente del gobierno
entre
1798 y 1800.
Segundo gobierno de Manuel Godoy
La llegada al
poder de Napoleón en 1799 y
su proclamación como Emperador en 1804 alteró
las relaciones internacionales y se
renovó la alianza con Francia.
Napoleón
necesitaba,
en su lucha contra los británicos,
contar con la colaboración de
España, sobre todo de su escuadra.
Por ello, presionó a Carlos IV para
que restituyera su confianza en
Godoy.
Éste asumió de nuevo el poder en 1800 y
firmó el Convenio de Aranjuez de
1801 por el que ponía a disposición
de Napoleón la
escuadra española, lo que implicaba
de nuevo la guerra contra Gran
Bretaña.
Godoy declaró
en 1801 la
guerra a Portugal,
principal aliado británico en el
continente, antes de que lo hiciera
Francia. Este conflicto, conocido
como la Guerra
de las Naranjas,
significó la ocupación de Olivenza por
España, que además obtuvo el
compromiso de Portugal de impedir el
atraque de buques británicos en sus
puertos.
En 1805,
la derrota de la escuadra
franco-española en la batalla
de Trafalgar por
la Armada británica modificó la
situación radicalmente. Frente a la
hegemonía de Gran
Bretaña en
los mares, Napoleón recurrió
al bloqueo continental, medida a la
que se sumó España. En1807 fue
suscrito en Tratado
de Fontainebleau que
estableció el reparto de Portugal entre Francia, España y
el propio Godoy,
y el derecho de paso por España de
las tropas francesas encargadas de
su ocupación.
Crisis final
Con tal
sucesión de guerras se agravó hasta
el extremo la crisis de la Hacienda;
y los ministros de Carlos IV se
mostraron incapaces de solucionarla,
pues el temor a la revolución les
impedía introducir las necesarias
reformas, que hubieran lesionado los
intereses de los estamentos
privilegiados, alterando el orden
tradicional.
La presencia
de soldados franceses en territorio
español aumentó la oposición hacia Godoy,
enfrentado con los sectores más
tradicionales por su política
reformista y entreguista hacia
Napoleón.
A finales de 1807 se
produjo la Conjura
de El Escorial,
conspiración encabezada por Fernando,
Príncipe de Asturias, que pretendía
la sustitución de Godoy y
el destronamiento de su propio
padre. Pero, frustrado el intento,
el propio Fernando delató
a sus colaboradores. En marzo de 1808,
ante la evidencia de la ocupación
francesa, Godoy
aconsejó a los reyes que abandonaran
España. Pero se produjo el Motín
de Aranjuez,
levantamiento popular contra los
reyes aprovechando su presencia en
el palacio
de Aranjuez.
Godoy fue
hecho preso por los amotinados.
Carlos IV, ante el cariz de los
acontecimientos, abdicó en su hijo Fernando
VII.
Napoleón,
receloso ante el cambio de monarca,
convocó a la familia real española a
un encuentro en la localidad
francesa de Bayona. Fernando
VII, bajo
la presión del Emperador y de sus
padres, devolvió la Corona a Carlos
IV el día 6 de mayo, sin saber que
el día antes Carlos IV había pactado
la cesión de sus derechos a la
corona en favor de Napoleón,
quien finalmente designó como nuevo
rey de España a su hermano
José.
Carlos
permaneció prisionero de Napoleón,
residiendo en Marsella, hasta la
derrota final de éste en 1814;
pero en ese mismo año Fernando
VII fue
repuesto en el Trono
español,
manteniendo a su padre desterrado
por temor a que le disputara el
poder. Carlos y su esposa murieron
exiliados en la corte papal,
residiendo en el palazzo Borghese.
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El escandaloso
comportamiento de la corte, la familia real y
los altos funcionarios de la burocracia y el
ejército ante la ocupación militar francesa y
las maniobras políticas de Napoleón condujeron
a un estallido social cuya expresión
documental quedó fijada en el Bando
de los alcaldes de Móstoles posterior
al levantamiento
del 2 de mayo de 1808 en
Madrid. La rápida difusión del documento se
hizo simultáneamente a la creación de Juntas locales
que, de forma más o menos explícita, se
arrogaban una representación soberana en
nombre de un rey cautivo (Fernando
VII el
Deseado); lo que
condujo a formas políticas cada vez más
revolucionarias: primero una Junta
Suprema Central (25
de septiembre de 1808), dominada por figuras
ilustradas (Floridablanca
y
Jovellanos),
y luego un Consejo de Regencia que convocó las Cortes
de Cádiz (24
de septiembre de 1810), donde el grupo
político de los
liberales
(denominación
autóctona que se terminó extendiendo al
vocabulario político internacional -Diego
Muñoz Torrero,
Agustín
Arguelles, el conde
de Toreno-)
consiguió imponerse al de los absolutistas (Bernardo
Mozo de Rosales, Pedro
de Quevedo y Quintano -Obispo
de Orense e Inquisidor General- en
la redacción de la Constitución
de 1812 (19
de marzo, por lo que fue llamada la
Pepa) y en una
legislación que desmontaba las bases
económicas, sociales y jurídicas del Antiguo
Régimen (bienes eclesiásticos, mayorazgos,
señoríos, Inquisición, etc.)
Paralelamente, buena
parte de la élite social e intelectual, por
convicción o por comodidad, pasó a colaborar
con las autoridades impuestas por Napoleón,
recibiendo el nombre de
afrancesados
(Mariano
Luis de Urquijo,
Cabarrús,
Meléndez
Valdés, Juan
Antonio Llorente, Leandro
Fernández de Moratín y
un larguísimo etcétera, en el que se incluyó
el propio Goya). José
I de España
(José
Bonaparte o Pepe
Botella), hermano de Napoleón, que ya
había sido designado por éste como rey
de Nápoles, fue
llamado a ocupar el trono vacante de España.
El hecho de que fuera el primer rey que
gobernó teóricamente bajo una constitución o carta
otorgada (el Estatuto
de Bayona de
8 de julio de 1808) le convierte en el primer
rey constitucional de una España constituida
en Estado
liberal según
los criterios del Nuevo Régimen, en este caso
impuestos por los ocupantes cuatro años antes
de que los diputados gaditanos consiguieran
construir de forma autónoma el concepto de soberanía
nacional.
Las campañas militares
se sucedieron con espectaculares alternativas.
A un inicial éxito del ejército español
dirigido por el General
Castaños, que
consiguió derrotar y capturar en la Batalla de
Bailén (19
de julio de 1808) a un cuerpo de ejército
francés, en lo que constituyó la primera gran
derrota terrestre de las guerras
napoleónicas,
respondió el propio Emperador con su presencia
física en la Península, y una masiva ocupación
del territorio que dejó únicamente unos pocos
enclaves asediados, entre ellos, el propio Cádiz,
protegido por la flota inglesa con base en Gibraltar.
Los sitios
de Zaragoza y de
Gerona mostraron
una resistencia épica. La resistencia popular
en forma de guerrillas (el
Empecinado, Espoz
y Mina y el
cura Merino) y
el avance de tropas regulares españolas,
inglesas y portuguesas comandadas por el Duque
de Wellington
terminaron por hacer retroceder al ejército francés (batalla
de los Arapiles, 22
de julio de 1812 y batalla de Vitoria, 21 de
junio de 1813). Las consecuencias de la guerra
en términos de muerte, hambre y destrucción de
equipamiento y de la infraestructura
científica española (resultado de la
violencia, y en algunos casos de la
premeditación, de ambas partes) fueron
inmensas. La salida al exilio de los
afrancesados abre el ciclo de exilios
políticos españoles
que se renovará sucesivamente con cada cambio
de régimen hasta 1977.
 |
Las guerras
de independencia hispanoamericanas fueron
una serie de conflictos armados que se
desarrollaron en las posesiones españolas en
América a
principios del siglo
XIX, en los cuales
se enfrentaron los partidarios de establecer
nuevas naciones
independientes
contra las
autoridades virreinales del Rey
de España
Fernando
VII y
los partidarios de la Monarquía
española. Las
guerras de independencia tuvieron tanto el
carácter de guerra
civil como
de
guerra internacional
(entre naciones).
El conflicto comenzó en 1808,
con el establecimiento de juntas
autodesignadas en
México
y Montevideo,
y se sigue de la constitución de los nuevos
estados independientes. Casi todos los países
hispanoamericanos
continentales
de la actualidad (Argentina,
Bolivia,
Chile,
Colombia
Costa
Rica, Ecuador, El
Salvador,
Guatemala,
Honduras, México,
Nicaragua,
Paraguay,
Perú,
Uruguay y Venezuela),
reconocen en este movimiento sus orígenes como
naciones independientes. Sólo Panamá,
y los países del Caribe de habla hispana (Cuba,
Puerto Rico y República
Dominicana)
reconocen sus orígenes independientes en otros
procesos históricos. España abandona toda idea
de reconquista
con la muerte del monarca Fernando VII en 1833.
El periodo estrictamente de lucha militar con
tropas regulares abarca desde el 27
de octubre de 1810 (Combate
de Cotagaita) hasta
el 11
de septiembre
de
1829
(Batalla
de Tampico).
Entre sus líderes
independentistas, algunos llamados libertadores,
se encuentran la mayor parte de los “padres
de la patria” de
los países hispanoamericanos, como José
de San Martín, Francisco
de Miranda, José
María Morelos,
Eugenio Espejo, Miguel
Hidalgo, Simón
Bolívar, José
Miguel Lanza, José
Artigas, Juana
Azurduy de Padilla,
Francisco de Paula Santander,
Antonio
Nariño, José
de Fábrega José
Miguel Carrera, Bernardo
O'Higgins,
Antonio José de Sucre, Manuel
Belgrano, Martín
Güemes, Joaquín
Olmedo, León
de Febres-Cordero y Fulgencio
Yegros entre otros.
Otros caudillos fuera de este periodo como Tupac
Amaru II que
forman parte de identidades nacionales
propias, no son parte de guerra contra la
monarquía de Fernando
VII de España.
|
Antecedentes al proceso
independentista
Muchos años antes del comienzo del
conflicto en 1808 se reconocen
antecedentes al proceso independentista,
algunos se produjeron en las colonias
hispanoamericanas, otras en la metrópoli
española, y por último otros,
internacionales, son de influencia
mundial reconocida, como la revolución
francesa o la independencia de los
Estados Unidos de América.
En Hispanoamérica
-
Desde décadas
anteriores existieron revoluciones de
las más diversas características y
finalidades, pero que no forman parte
del movimiento independentista
hispanoamericano, entre las que se
destacan la rebelión de Guillén
de Lampart en México (1640-1643), Revoluciones
de los Comuneros en Paraguay (1721-1735),
la del
canario Juan
Francisco de Leóncontra
el monopolio de la Compañía
Guipuzcoana en Venezuela (1748),
el levantamiento
maya liderado
por Jacinto
Canek
en
Yucatán
(México)
en 1761 y
el levantamiento
quechua-aymara
liderado
por José
Gabriel Túpac Amaru en
el
Cuzco
(Perú),
entre los años 1780 y 1781.
La Revolución
de los comuneros
en
Socorro (actual Santander, Colombia),
además de la guerra
de Arauco en
la que el pueblo
mapuche había
detenido el avance español por más de
dos siglos.
- Las
ideas liberales difundidas en América
y por todo el mundo gracias a la
ilustración. Las enseñanzas impartidas
por las universidades, las academias
literarias y las sociedades
económicas. Difundían los ideales
liberales y revolucionarios (propios
de la Ilustración)
contrarios a la actuación de España en
sus colonias y que tuvieron gran
influencia en los líderes
revolucionarios, tales como el
principio de soberanía nacional, el
contrato social de Rousseau y
los derechos individuales.
- Los
encuentros de los máximos dirigentes
hispanoamericanos de la revolución en
el exterior y la participación de
algunos de ellos en las revoluciones
liberales europeas, así como sus
contactos con los gobiernos
exteriores.
En España
Por parte de la
misma monarquía española se
desarrollaron planes para dar una
independencia total a los vice-reinos
americanos durante los años 1804 y 1806,
pero que se vieron interrumpidos por
sucesos dramáticos de la política
europea española bajo el reinado de Carlos
IV de España.
Internacionales
Fundamentos del proceso independentista
El proceso independentista estalla en
1808 con los movimientos juntistas
americanos, y al ser un proceso tan
largo, complejo y amplio, el proceso
independizador está lleno de
particularidades.
En Hispanoamérica
-
El descontento
de la población americana, en los
criollos, que querían la independencia
para cambiar un sistema colonial que
consideraban injusto al estar
excluidos de las máximas decisiones
políticas y económicas, y en las castas,
al tratarse de grupos explotados. Los criollos querían
dirigir el poder político y
desarrollar libremente sus actividades
comerciales (libre mercado), que
estaba frenada por el monopolio que
se ejercía desde la metrópoli al
comercio, gabelas y
trabas. Insistían en tomar el control
de los cabildos y
la administración de las colonias.
- La
idea de que la Corona española era
patrimonio de la Familia Real provocó
que cuando Fernando
VII, junto
con su padre Carlos
IV, fueron
retenidos en Francia las
provincias americanas no reconocieron
a las cortes
de Cádiz ni
a la Junta Suprema Central, sino que
formaron Juntas
de Gobierno en
cada país, cuyo objetivo fue primero
gobernar y posteriormente sustituir al
estado español.
- Los
criollos no estaban de acuerdo con
algunos aspectos fundamentales de la
constitución española de 1812, como el
reparto de la tierra o la igualdad
política entre ellos y los indígenas.
Éste motivo tuvo especial importancia
en México. Así es que cuando la
constitución española entró en vigor
nuevamente en 1820, los criollos,
liderados por Agustín
de Iturbide cambiaron
de bando, y pasaron de defender la
unidad de la Monarquía Española a
luchar por la independencia.
En España
-
El vacío de
gobierno en España, causado
sucesivamente por la guerra con
Napoleón y la revolución
del constitucionalismo español,
abrió la oportunidad para que la clase
dominante hispanoamericana, formada
por criollos europeos, dieran impulso,
y sostuvieran el movimiento, y la
guerra por la independencia como medio
definitivo de conservar y mejorar su
estatus, disminuido o en riesgo de
perderse por el liberalismo.
La independencia de
la Patria fue
el carácter esencial del movimiento, y
que finalmente predominó en todos los
lugares de América, por encima de
otros movimientos independentistas,
que como el fallido de Hidalgo en
México, se pretendían acompañar
también de una verdadera revolución
social.
Resultando en una continuidad de las
practicas de castas
coloniales,
donde esclavos, indígenas y criollos
no ejercían los mismos derechos en los
nuevos países independientes.
Internacional
-
La negativa de
ningún apoyo de parte de Gran Bretaña
y Francia a favor de Fernando VII de
España para recuperar sus dominios
americanos, declarada en el Memorandum
Polignac, y
la finalidad de dichos países de
establecer un libre
comercio con
los países independientes americanos.
La
formación de los estados americanos
Inicio:
las juntas autónomas americanas
En Europa con la
ocupación napoleónica de España y la
captura de la familia real española,
Napoleón impuso en 1808 las «abdicaciones
de Bayona» por
las que el monarca
Fernando
VII y
su padre y predecesor Carlos
IV renunciaban
a sus derechos a la corona de España
(que incluía a los territorios
americanos), en favor del emperador Napoleón,
quien finalmente los otorgó a José
Bonaparte,
luego de lo cual Fernando VII quedó
cautivo. Todo ello desencadenó el
levantamiento de los pueblos de España
conocido como
Guerra de la Independencia Española (1808-1814)
contra la ocupación Napoleónica, y de la
creación de Juntas de autogobierno en la
península.
En los años
siguientes se sucedieron
pronunciamientos en cada lugar del
continente americano para formar juntas
de gobierno americanas para conservar
los derechos de la persona del rey
Fernando VII, pero sin embargo autónomas
de cualquier gobierno de España, sea o
no derivado de la ocupación de Napoleón.
De esta forma en América comenzaron una
serie de movimientos locales que
desconocían los nombramientos americanos
provenientes de España para el gobierno
colonial, y que se justificaban por la
abdicación forzada de los herederos
legítimos de la monarquía española y la
usurpación del trono español por José
Bonaparte. En el año 1808,
el Ayuntamiento de México se
erigió en la primera Junta autónoma
americana, con el apoyo inclusive del
virrey de Nueva
España José
de Iturrigaray,
sin embargo el movimiento fue disuelto y
concluyó con el encarcelamiento de los
miembros del ayuntamiento y la
destitución de Iturrigaray.
La Guerra
de la Independencia Española fue
el detonante de la independencia
americana y dio lugar en España a un
largo período de inestabilidad en la
monarquía durante reinado de Fernando
VII. La eliminación de la dinastía de
los Borbones del trono español por parte
de Napoleón desató una crisis política
en todo el imperio. Aunque el mundo
hispano de manera casi uniforme rechazó
el plan de Napoleón para dar la corona a
su hermano, José, no concebía una
solución clara a la ausencia de un rey
legítimo. A raíz de las teorías
tradicionales de política española en la
naturaleza contractual de la monarquía
(ver Filosofía del Derecho de Francisco
Suárez), las provincias peninsulares
respondieron a la crisis mediante el
establecimiento de juntas autónomas. La
medida, sin embargo, condujo a una mayor
confusión, ya que no había una autoridad
central y la mayoría de las juntas no
reconocieron la pretensión de unas pocas
juntas en la península de ser la
representación de toda la monarquía en
su conjunto. La Junta de Sevilla, en
particular, pretendía extender su
autoridad sobre el imperio de ultramar,
debido al papel histórico de la
provincia en el monopolio del comercio
exclusivo con América.
Estas pretensiones
fueron resueltas a través de
negociaciones entre las juntas y el
Consejo de Castilla, lo que condujo a la
creación de una Junta
Suprema y Central de Gobierno de España
y de Indias,
el 25 de septiembre de 1808. Se convino
en que los reinos tradicionales de la
península enviarían dos representantes a
esta Junta Central, y que los reinos de
ultramar podrían enviar un representante
cada uno. Estos "reinos" se definen como
los virreinatos de: Nueva España, Perú,
Nueva Granada y Buenos Aires, y las
capitanías generales independientes de:
la isla de Cuba, Puerto Rico, Guatemala,
Chile, Provincia de Venezuela, y las
Filipinas.
Este plan fue
criticado por ofrecer una representación
desigual y escasa de los territorios de
ultramar, sin embargo, a fines de 1808 y
comienzos de 1809, las capitales
provinciales eligieron los candidatos,
cuyos nombres fueron enviados a las
capitales de los virreinatos o
capitanías generales. Varias grandes
ciudades importantes se quedaron sin
ninguna representación directa en la
Junta Suprema. En particular Quito y
Chuquisaca (La Plata o Sucre), que se
veían a si mismas como capitales de sus
provincias, se resintieron de ser
subsumidas dentro de los más grandes "Vice-reinos".
Esta inquietud llevó a la creación de
juntas en estas ciudades en 1809, que
finalmente fueron reprimidas con
violencia por las autoridades durante el
curso del año. Un intento fallido de
establecer una junta en la Nueva España
fue detenido también. Con el fin de
establecer un gobierno con mayor
legitimidad, la Junta Suprema pidió la
celebración de un "Cortes
extraordinarias y generales de la nación
española". El esquema de las elecciones
para las Cortes, ahora sobre la base de
provincias (diputaciones
provinciales)
y no de los reinos, era más equitativo y
proporcionado, pero no colmaba las
expectativas americanas, a la espera de
re-definir lo que se consideran las
Provincias
españolas de América basadas
en las antiguas intendencias de
ultramar.
La disolución de la Junta Suprema el 29
de enero de 1810, debido a los reveses
sufridos por las fuerzas españolas
frente a Napoleón, desencadenó una nueva
ola de juntas en América. La ocupación
francesa en el sur de España obligó a la
Junta Suprema a buscar refugio en la
isla-ciudad de Cádiz. La Junta,
desacreditada, se sustituye por una más
pequeña, de cinco personas del consejo,
llamado Consejo de Regencia de España e
Indias. La mayoría de los americanos no
veía razón para reconocer un gobierno
provisional que estaba bajo la amenaza
de ser capturado por los franceses en
cualquier momento, y comenzó a trabajar
para la creación de juntas locales
americanas para preservar la
independencia de la región de los
franceses. Los movimientos junteros
tuvieron éxito en la Nueva Granada
(Colombia), Venezuela, Chile y Río de la
Plata (Argentina). Sin éxito en América
Central. En última instancia, América
Central, junto con la mayoría de la
Nueva España, Quito (Ecuador), Perú,
Charcas (Bolivia), el Caribe y las Islas
Filipinas se mantuvieron bajo control de
los realistas durante la siguiente
década y participaron en el esfuerzo
español para establecer un gobierno
liberal representado por las Cortes de
la monarquía española.
Radicalización: congresos constituyentes
y declaraciones de independencia
En el año 1810 se
da la clausura de la Junta
Central sevillana
que, tras las victorias napoleónicas y
la perdida casi completa del territorio
peninsular, es sucedida por la Regencia
de Cádiz, la que a su vez sirvió de
preámbulo para la instauración de la Constitución
española de 1812,
y como resultado desde Cádiz (último
reducto español independiente), se
pretende dar fin al estado
absolutista de
toda la monarquía, y en consecuencia a
la instauración en Europa y América de
un régimen
liberal, pero
que en definitiva pretendía someter a
Fernando VII y los dominios americanos,
a los que se otorgó una representación
minoritaria, al dictado europeo de las
leyes nacionales de la Península
Ibérica.
En América se produce la radicalización
del conflicto y la transformación de las
juntas de autogobierno americanas, que
reconocían previamente a la persona del
monarca español, en los respectivos
congresos nacionales de cada estado
naciente que realizan seguidamente sus
declaraciones de independencia. Estos
hechos suceden en un ambiente de
violencia creciente y de conflictos
militares que se extienden a nivel
continental.
Desarrollo del conflicto
Suceden
situaciones de violencia mutua. Los
revolucionarios desconocen las
autoridades monárquicas en América, se
constituyen en repúblicas
americanas y se organizan militarmente. El gobierno español y Fernando
VII reaccionan
negando legitimidad a las juntas de
gobierno americanas, y bajo la dirección
española, se forman en América los
llamados ejércitos realistas con un
auxilio de expedicionarios españoles,
pero principalmente por una mayoría de
tropa y oficialidad de origen americano,
lo que para unos autores le da el
carácter de guerra civil.
La independencia
del Primer
Imperio Mexicano será
encabezada por Agustín
de Iturbide.
En Sudamérica, y hasta el final de las
grandes campañas militares con la batalla
de Ayacucho en 1824, Simón
Bolívar y José
de San Martín los
llamados Libertadores,
serán los más destacados líderes
militares independentistas. Por parte de
los llamados Realistas,
el pacificador Pablo
Morillo y
el virrey Fernando
de Abascal
fueron destacados organizadores de la
defensa de la monarquía
española en
América.
En el Caribe,
las islas de Cuba y Puerto
Rico no
serán asoladas por la guerra y seguirán
formando parte integrante del Reino
de España hasta
el año 1898.
Consecuencias para
Hispanoamérica
Desapareció el monopolio comercial, y
por tanto el proteccionismo, con el
consiguiente empobrecimiento de muchas regiones latinoamericanas que no podían
competir con las industrias de Europa y
que, para América, el sueño de Bolívar de
crear unos Estados Unidos de América del
Sur fracasó en el Congreso de Panamá
(1826). Sin embargo, la opinión de
algunos latinoamericanos es muy
diferente, ya que afirman que la
independencia permitió a sus países la
oportunidad de desarrollarse en función
a unas necesidades propias y que otorgó
una teórica justicia más equitativa
entre sus componentes étnicos, empezando
por los criollos, quienes coparon los
puestos de la máxima responsabilidad de
gobierno, mayoritariamente empleados
antes por españoles peninsulares durante
la colonia, sin embargo no hubo cambios
sociales para las llamadas castas:
mestizos, morenos, ni para los indígenas
ni para los esclavos negros.
Tampoco se pretendieron cambios en la
estructura administrativa (Uti
possidetis), aunque el movimiento
independentista debido a su natural
efecto disgregador fue la causa de la
fragmentación de los países nacientes,
de manera que el independentismo
continuaría su proceso político más allá
de la emancipación. Los 6 países
independientes que se crearon a la
conclusión guerras de independencia
hispanoamericana como resultado fueron:
Primer Imperio Mexicano, Gran Colombia,
Provincias Unidas del Río de la Plata,
Chile, Perú y Bolivia.
Consecuencias para España
En la península
ibérica la nación
española (que
estaba formada por el pueblo español) se
mostró indiferente a la independencia
americana y en todo momento lo consideró
un problema ajeno a ella, porque América
estaba completamente desligada para la
inmensa mayoría de los españoles
peninsulares, campesinos, trabajadores o
comerciantes de clases medias o altas,
no existía relación alguna con sus
vidas, y no les reportaba ningún
beneficio. Sin
embargo para los comerciantes de Cádiz y
la administración gubernamental española
desapareció una fuente esencial de
ingresos - los caudales de Indias-,
fundamentales para la Real Hacienda y
el monopolio gaditano.
La expedición
de Barradas en 1829 será
último esfuerzo militar de España en
suelo continental contra la
independencia hispanoamericana.
Con
la Revolución
de 1830 cae
definitivamente el absolutismo en
Francia y el principal apoyo de Fernando
VII en la Santa
Alianza, pero
todos los proyectos militares del
gobierno español para la reconquista de
hispanoamérica tuvieron su final en el
año 1833,
con el fallecimiento del monarca
Fernando VII, cumpliéndose
la respuesta negativa que dio el
ministro español Francisco Zea Bermudez,
frente al anuncio del gobierno británico hecho
en 1825 por George
Canning de
reconocimiento de los nuevos países,
cuando afirmó que "El Rey no
consentirá jamás en reconocer los nuevos
estados de la América española y no
dejará de emplear la fuerza de las armas
contra sus súbditos rebeldes de aquella
parte del Mundo".
Al morir Fernando
VII el Reino
de España continuó
su propio proceso político inmerso de
guerras civiles (Primera
Guerra Carlista),
quedando como una potencia de segundo
orden entre los estados europeos.
Expulsión de los
españoles
La expulsión de los españoles de América
es la tragedia humana resultado de toda
una serie de medidas tomadas contra
ellos por parte de los gobiernos
independientes durante el proceso de las
guerras de independencia
hispanoamericana. Estuvo dirigida en
principio contra los encargados de la
administración española para extenderse
seguidamente contra la población
española en general, bajo acusaciones diversas.
Hay dos formas predominantes del exilio,
la primera fue el exilio producto de las
circunstancias de la guerra, y la
segunda el exilio obligado por leyes de
expulsión en contra de los españoles por
parte de los gobiernos hispanoamericanos
inmersos en la guerra, y que se extendió
más allá de la conclusión del conflicto.
Negociaciones de paz y reconciliación
Tras el
fallecimiento del monarca Fernando
VII de España,
y con el nuevo reinado de su hija, Isabel
II de España,
se da inicio a una nueva etapa de
relación internacional. Las cortes
generales del reino autorizan en fecha 4
de diciembre de 1836 la
renuncia de la corona española a
cualquier derecho territorial y de
soberanía, y que, no obstante los
territorios de la Constitución
de Cádiz de 1812,
se haga el reconocimiento de la
independencia de todos los nuevos países
americanos mediante la conclusión de
tratados de Paz y Amistad sobre la base
de que "no se comprometen ni el honor
ni los intereses nacionales" , lo
que se promulga el 16
de diciembre de 1836 |
|
. |
Tras la Guerra
de la Independencia,
las Cortes se reúnen en Madrid en octubre de 1813.
Poco después, Napoleón reconoce
a
Fernando VII
como
rey de España, que entra el 22
de marzo de 1814 camino
de Valencia
con
el apoyo general de la población y recibe de
la mano de un grupo de diputados afectos al
rey, el llamado Manifiesto
de los Persas que
representa una declaración en favor de la
restauración absolutista.
Regreso del absolutismo
El 4
de mayo Fernando
VII decreta ilegales las Cortes
de Cádiz, y
su obra legislativa posterior,
fundamentalmente la Constitución
de 1812.
Muy pocas son las
personas que manifiestan su hostilidad al
monarca tras el decreto de 4 de mayo. Hay que
tener en cuenta que la constitución de 1812 no
beneficiaba en absoluto a los campesinos, ya
que les quitaba la propiedad jurisdiccional de
las tierras que les permitía hacer un uso
usufructuario de las mismas, sin perjuicio de
los impuestos que tenían que pagar al noble.
Por esta razón, el campesinado apoyó a
Fernando VII y posteriormente a su hermano
Carlos que representaba la opción antiliberal.
Tras la derogación de la constitución de 1812
(la Pepa), los militares liberales son
trasladados y arrestados en África;
y los disturbios en
Madrid,
de poca entidad, son acallados rápidamente por
el ejército. Se restablece el Consejo
de Castilla,
se destituye a los alcaldes, se restablecen
las capitanías generales, regresa la Compañía
de Jesús, se
reaviva la Inquisición y
se persigue a los
afrancesados. Sin embargo, los campesinos no obtuvieron las
ventajas que pretendían, y la nobleza acaparó
la propiedad plena de la tierra, con lo que el
campesino se convertía en un asalariado a
partir de la promulgación de la constitución
del 19 de marzo de 1812 que ya no se derogaría
en este sentido. Esta reforma sobre la tierra
benefició a la nobleza y sobre todo a la
burguesía. Fernando VII nunca la derogó. Por
todo ello, los campesinos pusieron al final
sus esperanzas en la causa carlista. En
España, no existe una revolución burguesa como
en el resto de Europa. En España, hay una
burguesía temerosa de la revolución y cuya
mayor aspiración es adquirir un estatuto
nobiliario. La burguesía española se alía con
la nobleza y nunca con el campesinado que es
el que, en realidad, tenía la fuerza para
apoyar una revolución burguesa.
Algunos pronunciamientos liberales
se sucedieron a lo largo de estos años contra
el absolutismo fernandino, pero sin éxito: Espoz
y Mina en
1814, Díaz
Porlier en
1815 y el general Lacy en
1817 fueron los más destacados.
Sin embargo, el 1
de enero de 1820,
el coronel Rafael
de Riego en Las
Cabezas de San Juan junto
a otros oficiales liberales proclama la Constitución
de Cádiz. El
movimiento se debilita y en marzo está al
borde del fracaso, pero en
Galicia se
producen varios levantamientos que se unen
proclamando también la vigencia de la
Constitución gaditana. El efecto es seguido en
diferentes puntos de España. El 7
de marzo, los
sublevados y el pueblo ocupan los aledaños del
Palacio Real de Madrid por
lo que el rey se ve obligado a aceptar la
Constitución.
A la par que el nuevo
gobierno restaura la Constitución de Cádiz,
excarcela a los liberales, civiles y militares
y regresan del destierro buena parte de los
casi 4.000 denominados
afrancesados,
el rey conspira con sus fieles para dificultar
la tarea de gobierno, agrupados en torno al Partido
realista que
llega a formar la denominada Regencia
de Urgel en
Cataluña como bastión para la restauración
absolutista.
Reformas jurídicas, económicas y sociales
El enfrentamiento con los realistas era uno de
los problemas con los que se enfrentaba el
gobierno liberal, pero no el único. De todas
formas, una parte de los objetivos se vieron
cumplidos.
En el orden jurídico se
realizó el primer Código
penal moderno,
se realizó el primer esbozo de división
provincial de España y se estableció el
servicio militar obligatorio.
En el orden económico se
abolieron las aduanas interiores
para facilitar el
comercio,
se eliminaron los privilegios de los gremios
favoreciendo la libertad de industria, se desamortizaron
bienes de la Iglesia
católica y
se reformó la hacienda
pública siguiendo
algunos de los criterios que ya habían sido
apuntados por los ilustrados.
En el orden social se
volvió a limitar el papel de la Inquisición que
había sido reactivada por Fernando VII y se
puso en marcha la educación pública gratuita
en tres niveles, incluido el universitario.
Caída de los liberales
El Gobierno liberal
encontró dos resistencias a su política: la
primera de los realistas, bien organizados y
dirigidos por el propio monarca, incluyendo a
la Iglesia, exaltada sobre todo tras el
proceso de desamortización y cierre de las
órdenes eclesiátiscas militares. Incluso se
llegó a establecer la llamada
Regencia
de Urgel integrada
por el marqués
de Metaflorida (presidente
de la regencia) y dos vocales,
Jaime
Creus Martí (arzobispo
de Tarragona) y el
barón de Eroles. La
regencia argumentaba que el Rey no era libre
para gobernar y que se encontraba preso de los
"negros" (liberales).
Por otro lado, un amplio
sector también denominado liberal, los
"exaltados", mucho más radical, contrario al
mantenimiento de la monarquía y que controlaba
buena parte de la prensa. En este ambiente, y
tras las elecciones a Cortes de 1822 que
dieron la victoria a Riego y con una Europa sacudida
por movimientos democratizadores que
cuestionaban el orden interno de los estados,
Fernando VII, apoyado en las tesis del Congreso
de Viena, se
unirá a la Santa
Alianza formada
por Rusia, Prusia,
Austria y Francia para
la reinstauración del absolutismo. Tras la
caída del gabinete moderado de
Francisco
Martínez de la Rosa
a raíz de la Sublevación
de la Guardia Real la
situación se radicalizó. En 1822 la
Santa Alianza decide intervenir en España, al
igual que había hecho en
Nápoles
y
Piamonte
y
el 22
de enero se
firma un tratado secreto que permitirá a
Francia invadir España.
El proceso de independencia americana
La Ilustración en España había
llevado a los confines de América las
nuevas ideas de progreso. La burguesía de
la zona, tomando ejemplo del proceso de descolonización de
las posesiones británicas sólo
necesitó un detonante: la falta de autoridad y
legitimidad de José
I para
plantearse un futuro distinto del que esperaba
a la península. El factor fundamental fueron
los criollos,
españoles nacidos en América con gran poder
económico pero que se decían discriminados
frente a los peninsulares en el terreno
político y judicial, y que terminaron
consiguiendo el apoyo del resto de clases
sociales populares.
Desde 1808 se
suceden declaraciones de independencia en
Argentina. Venezuela. Colombia, Ecuador,
Chile, Mexico y Perú.
Los llamados Libertadores San
Martín y Bolívar dirigen
las tropas independentistas que combaten a los
ejércitos españoles durante los años finales
de la guerra. La revolución de Riego y la
defección del ejército de ultramar en Cádiz en
el año1820 señala
el ocaso del esfuerzo militar de los
defensores de la monarquía española. Las
luchas de liberales y absolutistas se
trasladan a América enfrentando a los Realistas entre
sí, cuyos restos se baten finalmente en la batalla
de Ayacucho en
el año 1824.
Una última expedición de reconquista llega a México bajo
la dirección de Isidro
Barradas en
el año 1830 sin
encontrar ya ningún apoyo popular.
Los Cien Mil Hijos de San Luis
El 7
de abril de 1823,
Francia invadía España con un ejército al que
se denominará los Cien
Mil Hijos de San Luis y
que sólo soportará algo de resistencia del
ejército liberal en Cataluña,
pudiendo entrar en
Madrid
con
comodidad. El gobierno liberal huye a
Andalucía y se refugia en Cádiz,
manteniendo a Fernando VII como rehén.
Sitiados por los franceses, el gobierno
legítimo negocia la rendición a cambio de la
jura por el rey del respeto a los derechos de
los españoles, cosa que hace el monarca.
Bien públicos y notorios fueron a todos
mis vasallos los escandalosos sucesos que
precedieron, acompañaron y siguieron al
establecimiento de la democrática
Constitución de Cádiz en el mes de marzo
de 1820; la más criminal situación, la más
vergonzosa cobardía, el desacato más
horrendo a mi Real Persona y la violación
más inevitable, fueron los elementos
empleados para variar esencialmente el
gobierno paternal de mis reinos en un
código democrático, origen fecundo de
desastres y de desgracias. (...)
(...) Sentado ya otra vez en el trono de
San Fernando por la mano sabia y justa del
Omnipotente, por las generosas
resoluciones de mis poderosos aliados y
por los denodados esfuerzos de mi primo,
el duque de Angulema y su valiente
ejército, deseando proveer el remedio a
las más urgentes necesidades de mis
pueblos, y manifestar a todo el mundo mi
verdadera libertad he venido en decretar
lo siguiente:
1º. Son nulos y de ningún valor los actos
del gobierno llamado constitucional (de
cualquier clase y condición que sean) que
ha dominado a mis pueblos (...),
declarando, como declaro, que en toda esta
época he carecido de libertad; obligado a
sancionar las leyes y a expedir las
órdenes, decretos y reglamentos que contra
mi voluntad se meditaban y se expedían en
el mismo gobierno.
2.° Apruebo todo cuanto se ha decretado
por la Junta Provisional de gobierno y por
la Regencia del Reino. (...) |
Puerto de Santa
María, 1
de octubre de 1823, |
Crisis y sucesión
Hacia 1832 la crisis
económica y el problema sucesorio se plantean
en toda su crudeza. Los intentos por liberar
la economía dentro de un régimen absolutista
han fracasado. A ello se suma el problema
sucesorio. Aunque las mujeres no estaban
excluidas de la línea sucesoria, gracias a la
derogación de la Ley
Sálica en 1789 por Carlos
IV de España,
y Fernando VII contaba con dos hijas, la princesa
Isabel era
la primogénita, había un movimiento por la
entronización del hermano del monarca, Carlos
María Isidro de Borbón encabezados
por los absolutistas más recalcitrantes. La
enfermedad del rey había convertido a María
Cristina de Borbón en
Regente. Con habilidad, buscó la alianza de
los liberales a cambio de la promesa de que
con su hija Isabel se retomaría un rumbo
constitucional moderado de corte liberal. La
muerte de Fernando VII en 1833,
la auto proclamación de Carlos como rey y el
mantenimiento de la princesa Isabel como
legítima heredera, abrirá el periodo de las Guerras
carlistas por
la sucesión de la corona, y el fin del período
absolutista.
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La liberación de Fernando
VII por
Napoleón (Tratado
de Valençay,
11 de diciembre de 1813) significó la no
continuación de las hostilidades por parte de
España, lo que de cara al futuro significó la
pérdida de todo apoyo británico. En el
interior, los absolutistas (o serviles,
como eran denominados por los liberales) se
configuraron ideológicamente en torno a un
documento: el Manifiesto
de los Persas,
que solicitaba al rey la restauración de la
situación institucional y sociopolítica
anterior a 1808. Incluso se escenificó una
espontánea recepción
del rey por el pueblo, que desenganchó los
caballos de su carruaje para tirar de él por
ellos mismos, al grito de ¡Vivan
las cadenas!.
Receptivo de esas ideas, Fernando se negó a
reconocer ninguna validez a la Constitución o
a la legislación gaditana, y ejerció el poder
sin ningún tipo de límites. Comenzó una activa
persecución política, tanto de los liberales
(por muy fernandinos que
fueran) como de los afrancesados.
Tampoco los militares se
libraron de la purga, consciente el rey de que
no podía fiarse de la mayor parte de un
ejército que ya no era la institución
estamental del Antiguo Régimen, sino formado
en su mayor parte por jóvenes promocionados
por méritos de guerra, hijos segundones que en
otras circunstancias se hubieran convertido en
clérigos, o incluso antiguos clérigos que
habían colgado sus hábitos, o guerrilleros de
cualquier origen social. Muchos de los que no
salieron al exilio fueron
encarcelados, desterrados o perdieron sus
cargos (como
el Empecinado).
Más fiabilidad para el control social se
esperaba de una institución restablecida: la
Inquisición.
La única posibilidad de
retomar el proceso revolucionario liberal era
el pronunciamiento militar,
que se intentó repetidamente, siempre sin
éxito, lo que condujo a nuevos exilios (Espoz
y Mina). Juan
Díaz Porlier, Joaquín
Vidal o Luis
Lacy y Gautier mueren
en acción, o son detenidos y fusilados.
Los restaurados
privilegios de nobleza y clero agravaron la
quiebra del sistema fiscal, convertida en
crónica por los intereses de la deuda y en
imposible de equilibrar por la pérdida de las
rentas americanas. Presionado por Estados
Unidos, el
rey obtiene algunos recursos financieros por
la venta de las
Floridas; que
se emplean en la compra al zar ruso Alejandro
I de
una flota de barcos que debería transportar un
ejército a América. Los retrasos resultantes
del mal estado de esos barcos (algunos no
estaban en condiciones de volver a navegar)
estuvieron entre las causas de que la
acumulación de tropas acantonadas en torno a
Cádiz se volviera cada vez un elemento
políticamente más peligroso.

El ejército
expedicionario no partió a sofocar la
revolución americana, sino que el 1
de enero de 1820 se
convirtió él mismo en un ejército
revolucionario, en nombre de la Constitución y
bajo las órdenes del coronel
Riego. Tras
un accidentado periplo, se logró que las
noticias de la rebelión convocaran la adhesión
de las ciudades organizadas de nuevo en
Juntas; mientras que el rey queda reducido a
la inacción por falta de militares dispuestos
a apoyarle. Finalmente jura la Constitución de
Cádiz con la famosa frase Caminemos
todos, y yo el primero, por la senda
constitucional. La evidencia de la
insinceridad de tal juramento quedó reflejada
en la letra del Trágala,
una canción satírica convertida en himno
liberal.
Durante el Trienio las
Sociedades Patrióticas y la prensa procuraron
la extensión de los conceptos liberales;
mientras que las Cortes, elegidas por el
sistema de sufragio universal indirecto,
repusieron la legislación gaditana (abolición
de señoríos y mayorazgos, desamortización,
cierre de conventos, supresión de la mitad del
diezmo), y ejercieron el papel clave que les
daba la Constitución de 1812 en nombre de la
soberanía nacional, sin tener en cuenta la
voluntad de un rey del que no podían esperar
ninguna colaboración institucional. La
división política en el espacio institucional
se estableció entre los doceañistas o liberales
moderados,
partidarios de la continuidad de la
Constitución vigente, incluso si eso
significaba mantener un equilibrio de poderes
con el rey); y los veinteañistas o liberales
exaltados,
partidarios de redactar una nueva constitución
que acentuara todavía más el predominio del
legislativo, y de llevar las reformas a su
máximo grado de transformación revolucionaria
(algunos de ellos, minoritarios, eran
declaradamente
republicanos).
Los gobiernos iniciales fueron formados por
los moderados (Evaristo
Pérez de Castro, Eusebio
Bardají Azara, José
Gabriel de Silva y Bazán -marqués
de Santa Cruz-,
y Francisco
Martínez de la Rosa).
Tras las segundas elecciones, que tuvieron
lugar en marzo de 1822, las nuevas Cortes,
presididas por Riego, estaban claramente
dominadas por los exaltados. En julio de ese
mismo año, se produce una maniobra del rey
para reconducir la situación política a su
favor, utilizando el descontento de un cuerpo
militar afín (sublevación
de la Guardia Real),
que es neutralizado por la Milicia
Nacional en
un enfrentamiento en la Plaza
Mayor de Madrid (7
de julio). Se forma entonces un gobierno exaltado encabezado
por Evaristo
Fernández de San Miguel (6
de agosto).
La brevedad
del periodo hizo que la mayor parte de la
legislación del trienio no se llegara a hacer
efectiva (la ley de venta de realengos y
baldíos para los campesinos, el nuevo sistema
fiscal proporcional, etc.) Únicamente
cuestiones como la articulación del mercado
nacional, eliminando las aduanas interiores y
estableciendo un fuerte proteccionismo
agrario, tuvieron alguna continuidad. También
la nueva división provincial, que no obstante
no se hizo efectiva hasta 1833.
La influencia de los
acontecimientos de España fue trascendente en
Europa, especialmente en Portugal e Italia
(donde se desencadenan revoluciones similares,
basadas en el modelo conspirativo de
sociedades secretas y el protagonismo de
jóvenes militares, que incluso toman el texto
de la Constitución de Cádiz como modelo), de
modo que la historiografía denomina al
conjunto del proceso como revolución
de 1820.
La reacción absolutista
en el interior se manifestó en la decidida
resistencia de buena parte del clero
(especialmente del alto clero y del clero
regular); apoyaron partidas de campesinos
desposeídos de tierra y promovieron
conspiraciones, con el obvio apoyo del rey (la
denominada Regencia
de Urgel). No
obstante, la fuerza decisiva vino del
exterior: la legitimista y
reaccionaria Europa
de la Restauración o
del Congreso
de Viena,
firme partidaria del intervencionismo,
no podía consentir el contagio
revolucionario.
Las potencias de la Santa
Alianza,
reunidas en el Congreso
de Verona (22
de noviembre de 1822) encomendaron a a un
ejército francés (que recibió la denominación
de los Cien
Mil Hijos de San Luis)
el restablecimiento del poder absoluto del rey
legítimo.


Fusilamiento de Torrijos
La vuelta del
absolutismo trajo consigo la vuelta a la
represión política de los liberales. Se creó
la policía política, se ahorcó a Rafael
de Riego y
otra nueva oleada de exiliados salió del país.
Los militares liberales volvieron a recurrir a
las sociedades secretas, las conspiraciones y
los pronunciamientos, que de nuevo se saldaron
con fracasos y ejecuciones (El
Empecinado, Torrijos,
Mariana Pineda, etc.)
Las delaciones requeridas por la policía
dieron lugar a personajes sórdidos, como la
madrileña Tía
Cotilla.
No obstante, a pesar de
la denominación historiográfica (fruto de las
vivencias de los afectados), la intensidad
represiva de la
ominosa fue
menor que durante el sexenio absolutista; e
incluso la relajación de la represión se hizo
patente a medida que se acercaba el final del
periodo, cuando la evidencia de que no habría
un sucesor varón (incluso cuando tras tres
matrimonios estériles el rey consiguió tener
descendencia, fue una hija, Isabel,
nacida en 1830) hizo que buena parte de la
corte, en torno a la reina
María Cristina y
los aristócratas menos reaccionarios,
presionaran al rey, cada vez más débil, para
que derogara la Ley
Sálica que
impedía la sucesión femenina. Los elementos
más absolutistas de nobleza y clero se
agruparon en torno al hermano del rey,
Carlos
María Isidro,
que de quedar en vigor la Ley Sálica sería el
heredero del trono. Los cristinos vieron
en el acercamiento a los elementos más
moderados de entre los liberales la jugada más
plausible, y se los fueron atrayendo con
medidas como la amnistía de
1832-1833, que permitió que muchos volvieran
del exilio. Entre tanto, los carlistas fueron
valorando la salida insurreccional (Guerra
de los Agraviados o Malcontents)
preludiada por la actividad, en zonas rurales
especialmente propicias, de grupos como Los
Apostólicos.
La camarilla absolutista
(el grupo cercano a la cámara real,
que se vio sometido a un mecanismo de selección
inversa
)
se vio incapaz de solucionar la apremiante
situación hacendística, sobre todo en ese
momento, al haber perdido los ingresos de las
colonias. No había más remedio que recurrir a
políticos ilustrados. De la actividad técnica
de éstos surgieron la ley
de minas, los aranceles proteccionistas para
la industria, la promulgación del Código
de comercio (1829)
o la división provincial de Javier
de Burgos (1833).
Las tímidas transformaciones económicas
estaban en la práctica abriendo la puerta al
liberalismo. Tampoco los absolutistas podían
contar con el apoyo exterior: la revolución
de 1830 había
establecido en Francia una monarquía burguesa
(la de Luis
Felipe).
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El 29 de septiembre de
1833, la hija de Fernando VII, Isabel
II, heredaba la
corona sin haber cumplido los tres años, bajo
la regencia a su madre María
Cristina. La
negativa a aceptar la sucesión por parte de
los carlistas inició
una verdadera guerra
civil en
la que los dos bandos dibujaban una fractura
ideológica y social: en un bando, los
partidarios del Antiguo Régimen, que a grandes
rasgos eran la mayor parte del clero, y buena
parte de la baja nobleza y de los campesinos
de la mitad norte de España; en el otro, los
partidarios del Nuevo Régimen, que a grandes
rasgos eran las clases medias y la plebe
urbana (encabezadas por los mas concienciados
políticamente: unos 13.000 exiliados a los que
una nueva amnistía permitió regresar,
numerosos presos que fueron excarcelados, los
nuevos dirigentes locales surgidos de las
elecciones municipales de noviembre, y la
mayor parte de la oficialidad del ejército, a
la que se permitió acceder a los puestos clave
en el mando).30 La
aristocracia se dividió siguiendo criterios de
oportunidad, de implantación en el territorio
y de posición en la corte. Muchas familias
quedaron dolorosamente divididas, y en
extensas zonas se evidenció geográficamente el
enfrentamiento al quedar las ciudades, donde
se organizaban juntas y se reclutaban milicias
nacionales
liberales,
rodeadas por un campo donde se armaban
partidas
carlistas (los
voluntarios realistas habían
quedado disueltos). La movilización popular
parecía recordar, en ambos bandos, la de 1808,
en un caso con un espíritu claramente
revolucionario, en el otro claramente
reaccionario.
En la corte, los
gobiernos de signo más o menos liberal (Cea
Bermúdez -absolutista
moderado-, Martínez
de la Rosa -liberal
moderado- Mendizábal, Istúriz y Calatrava -liberales
progresistas-, que
inauguraron el título de Presidente
del Consejo de Ministros de España -anteriormente
se usaba el de Secretario
de Estado-) no
conseguían una victoria decisiva en la guerra
y se enfrentaban a graves aprietos
financieros, que no se pudieron encauzar hasta
la desamortización
eclesiástica o de
Mendizábal, una decisión trascendental: al
mismo tiempo que privaba de recursos
económicos al principal enemigo social e
ideológico del Nuevo Régimen (el clero),
construía una nueva clase social de
propietarios agrícolas de origen social
variado -nobles, burgueses o campesinos
enriquecidos, que en la mitad sur de España
conformaron una verdadera oligarquía
terrateniente- que le debían su fortuna; y al
aceptar como medio de pago en las subastas los
títulos de la deuda pública, revalorizaba ésta
y permitía la restauración del crédito
internacional y la sostenibilidad hacendística
(garantizada en un futuro por las
contribuciones a pagar por esas tierras, antes
exentas fiscalmente y ahora liberadas de las manos
muertas que
las apartaban del mercado). La abolición
del régimen señorial no
significó (como había ocurrido durante la
Revolución
francesa con
el histórico decreto de
abolición del feudalismo de
4 de agosto de 1789) una revolución social que
diera la propiedad a los campesinos. Para el
caso de los señores laicos, la confusa
distinción entre señoríos solariegos
y jurisdiccionales, de origen remotísimo e
imposible comprobación de títulos, terminó
llevando a un masivo reconocimiento judicial
de la propiedad plena a los antiguos señores,
que únicamente vieron alterada su situación
jurídica y quedaron desprotegidos ante el
mercado libre por la desaparición de la
institución del mayorazgo (es
decir, que quedaban libres para vender o legar
a su voluntad, pero también expuestos a perder
su propiedad en caso de mala gestión).
El anticlericalismo se
convirtió en una fuerza social de importancia
creciente, manifestada violentamente a partir
de la matanza
de frailes de 1834 en Madrid (17
de julio, durante una epidemia de cólera,
del que corrieron rumores que era debido al
envenenamiento de las fuentes).
Al
año siguiente (1835) se produjo una
generalizada quema
de conventos por
varios puntos de España. La represión
antiliberal efectuada por el bando carlista
llegó a extremos con represalias de gran
violencia (Ramón
Cabrera el
Tigre del Maestrazgo).
Institucionalmente, se
gobernaba de acuerdo con una carta
otorgada: el Estatuto
Real de 1834, que ni
reconocía la soberanía
nacional ni
derechos o libertades reconocidos por sí
mismos, sino concedidos por voluntad real, y
que introducía fuertes mecanismos de control
de la representación popular (bicameralismo,
elecciones indirectas con
sufragio
censitario muy
restringido para el Estamento
de Procuradores -0',15% de la población- y
un Estamento
de Próceres con
miembros natos de la aristocracia y el alto
clero).
El texto siguió en vigor
hasta que el motín
de los sargentos de la Granja (12
de agosto de 1836) obligó a la reina regente a
reponer la vigencia de la Constitución de
1812. Al año siguiente se recondujo la
situación con un texto más conservador: la Constitución
española de 1837 que,
aunque basada en el principio revolucionario
de la
soberanía nacional, establecía
un equilibrio de poderes entre Cortes y Corona
favorable a ésta, y mantenía el bicameralismo
(con los nuevos nombres de Congreso y Senado).
El sistema electoral, aunque introducía por
primera vez la elección directa, seguía siendo
favorable a los más ricos (un sufragio censitario sólo ligeramente ampliado: 257.908
electores, un 2,2% de la población). Se
sustituyó la
confesionalidad por
el reconocimiento de la obligación de mantener el
culto y los ministros de la religión católica
que profesan los españoles.
Se
produjo en ese momento la escisión entre
liberales moderados (muchos de ellos antiguos exaltados del
trienio, evolucionados hacia el moderantismo)
como el conde
de Toreno,
Alcalá Galiano y
el general Narváez,
que disfrutaron de la confianza de la Regente
y formaron gobierno hasta 1840 (Evaristo
Pérez de Castro); y
progresistas como Mendizábal, Olózaga y
el general
Espartero
(marginados
de esa confianza, pero cuyo apoyo político y
militar continuó siendo decisivo).
Al quedar los carlistas
sin apoyo internacional y sin recursos, el
general Maroto se
avino a negociar la paz con Espartero (el abrazo
de Vergara, 31
de agosto de 1939), dando a la oficialidad
carlista la posibilidad de integrarse en el
ejército nacional. La mayor parte de la
nobleza carlista pasó a aceptar, con mayor o
menor gusto, la nueva situación. Otra
circunstancia definitoria del Nuevo Régimen,
el centralismo político
frente al reconocimiento carlista de los fueros,
quedaba mitigado para las Provincias
Vascongadas y Navarra (la
ley de 25 de octubre de 1839, en vez de abolir
los fueros, los confirmaba
sin
perjuicio de la unidad constitucional de la
Monarquía). El
foco carlista de Morella (Ramón
Cabrera) resistió
varios meses más (30 de mayo de 1840).
La situación de María
Cristina en la regencia estaba comprometida
desde su mismo inicio en 1833 por el
matrimonio secreto que contrajo, al poco de
enviudar, con un militar de la corte (Agustín
Fernando Muñoz y Sánchez,
al que se ennobleció como duque
de Riánsares) con el
que tuvo ocho hijos. El prestigio y el control
sobre el ejército que había alcanzado el
general Espartero le ponía en una posición
clave para convertirse en una alternativa de
poder. Los intentos de atraérsele mediante el
ennoblecimiento, e
incluso nombrándole presidente del consejo de
ministros, no evitaron las discrepancias
profundas entre el general y la regente,
especialmente acerca del papel de la Milicia
Nacional y de la autonomía de los
ayuntamientos; asunto que provocó la dimisión
de Espartero (15 de junio). Sucesivas
sublevaciones contra María Cristina de las
ciudades más importantes, obligaron finalmente
a ésta a abdicar, renunciando al ejercicio de
la regencia y a la custodia de sus hijas,
incluida la Reina Isabel, en favor del general
(12 de octubre de 1840).
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La regencia
le fue confirmada a Espartero por una votación
de las Cortes (8 de marzo de 1841), que
también consideraron la posibilidad de
otorgársela a otros candidatos, o a una terna.
Los gobiernos
progresistas procedieron a aplicar la ley de
desamortización del clero secular,
garantizando por parte del Estado el
mantenimiento de las parroquias y de los
seminarios. Se intentó diseñar un sistema
educativo nacional en el que la Iglesia no
tuviera un papel predominante, pero ante la
carencia de medios, la implantación de un
sistema educativo digno de tal nombre no se
consiguió hasta la segunda mitad del siglo, ya
bajo presupuestos moderados y neocatólicos. La
formación de los
ciudadanos y
la construcción de una historia
nacional (a
través del patrocinio de géneros como la pintura
de historia) se
veían como una de las principales exigencias
de la construcción del Estado
liberal.
El
compromiso alcanzado en Vergara con los fueros
vascos se rompió con la ley de 29 de octubre
de 1841, que los abolía en su totalidad.
Se procuró incentivar la
actividad económica aplicando los principios
librecambistas,
lo que atrajo inversiones de capital
extranjero (principalmente inglés, francés y
belga) a sectores como la minería y las
finanzas. Las nuevas desigualdades originaron
la denominada
cuestión social.
El naciente núcleo industrial textil catalán,
que ya había presenciado el surgimiento de
movilizaciones
obreras (la
fábrica El
Vapor, de los
hermanos Bonaplata,
inaugurada en 1832 ya había sufrido un ataque
de carácter ludita en
1835 -coincidiendo con la quema
de conventos); al
tiempo que continuaba su proceso de
modernización tecnológica (recepción de las selfactinas,
que más tarde ocasionarían
conflictos), acogía
ahora los principales apoyos a la parte más
radical del liberalismo
progresista (los
futuros
demócratas
y
republicanos,
aún no presentados con esas denominaciones).
Los intereses proteccionistas tanto
de patronos como de obreros, convirtieron Barcelona en un foco de protestas contra
Espartero, que llegó a la sublevación. El
regente optó por la represión más violenta, bombardeando
la ciudad el
3 de diciembre de 1842 y ejecutando
posteriormente a los líderes de la revuelta.
La hostilidad de
políticos y militares (Manuel
Cortina, Joaquín
María López, el
general Juan
Prim), que
rechazaban su expeditiva manera de resolver no
sólo ese conflicto sino toda la vida política
(había disuelto las Cortes y gobernaba de modo
prácticamente dictatorial) le dejaba cada vez
más aislado. Las elecciones dieron el triunfo
a la facción progresista de Salustiano
Olózaga, muy crítica
con Espartero, y éste las impugnó. El 11 de
junio, un golpe militar conjunto de
espadones
moderados
y progresistas (alguno de ellos desde el
exilio, por haber protagonizado
pronunciamientos anteriores:
Narváez,
O'Donnell,
Serrano y Prim),
consiguió el apoyo de la mayor parte del
ejército, incluso de las tropas enviadas por
el propio Espartero para combatirlos (Torrejón
de Ardoz, 22 de julio); con lo que el regente
se vio obligado a exiliarse en Inglaterra, la
principal beneficiada de su política económica
(30 de julio de 1843).

El problema de renovar
la regencia se obvió al decidir que Isabel
podía ser declarada mayor de edad (10 de
noviembre de 1843) y ejercer por sí misma sus
funciones; que enseguida demostraron estar en
plena sintonía con el moderantismo, tras un
periodo de intrigas parlamentarias protagonizadas por el progresista Salustiano
Olózaga
y Luis
González Bravo
(pasado a las filas moderadas), que se saldó
con el triunfo de éste y el exilio de Olózaga.
Hubo incluso un fallido pronunciamiento
militar de carácter progresista (la Rebelión
de Boné, en
Alicante, de enero a marzo de 1844).
Década moderada (1844-1854)
El general Ramón
Narváez quedó
como líder del partido moderado y asumió la
presidencia del consejo de ministros (3 de
mayo de 1844), comenzando una época de
estabilidad política en la que los
progresistas quedaron relegados a la oposición
sin posibilidades de acceder a las posiciones
de poder que se negociaban en las camarillas palaciegas.
El 13 de mayo de 1844 se
creó la Guardia
Civil, un cuerpo
militar desplegado en el territorio en casas
cuartel para
garantizar el
orden y la ley, especialmente en el medio
rural; era claramente una contrafigura de la
Milicia Nacional.
El 4 de
julio de 1844 se revisó la abolición de los
fueros vascos y navarros llevada a cabo por
Espartero, y se restauraron parcialmente,
aunque no en lo tocante a cuestiones como el
pase foral, las aduanas interiores o los
procedimientos electorales.
La Ley de Ayuntamientos
de 1845 restringía fuertemente la autonomía
municipal en pro del centralismo,
otorgando al gobierno el nombramiento e los
alcaldes. El mismo año se promulgó la
Constitución de 1845, muy similar
a la de 1837 (60 de los 77 artículos eran
idénticos), pero reformada en un sentido más
acorde con el liberalismo
doctrinario. En
lugar de la soberanía
nacional establecía
la soberanía
compartida entre
las Cortes y el Rey, con preeminencia de este,
que podía convocar y disolver las Cámaras sin
limitaciones. Se confirmaba la confesionalidad
católica del Estado. Regulaba los
derechos del
ciudadano,
que quedaron fuertemente restringidos, como la libertad
de expresión limitada
por la censura (una
cuestión crucial ante la vitalidad que había
alcanzado la
prensa en España).
Desaparecía la Milicia Nacional. El sistema
electoral, que se estableció por la Ley
Electoral de 1846, continuó siendo un sufragio
censitario
fuertemente
oligárquico, que limitaba aún más el derecho
al voto, restringido a 97.000 electores
(varones mayores de 25 años que superaran un
determinado nivel de renta, mayor que el
previsto hasta entonces), el 0,8% de la
población total. El
gobierno de Juan
Bravo Murillo intentó
que se aprobara una
constitución aún más restrictiva (texto
publicado en la Gaceta
de Madrid el
2 de diciembre de 1852), pero la fuerte
oposición expresada por todo el arco
parlamentario hicieron a la reina desistir del
proyecto y obligó a Bravo Murillo a presentar
la dimisión.
El Concordato
de 1851 restableció
las buenas relaciones con la Santa
Sede. El Papa
reconoció a Isabel II como reina
(distinguiéndola con la
rosa de oro,
la principal condecoración papal) y aceptó la
pérdida de los bienes eclesiásticos ya
desamortizados, tranquilizando las conciencias
de sus compradores. A cambio el Estado español
se comprometió a mantener el presupuesto
de culto y clero con
el que se cubrirían las necesidades del clero
secular; así como garantizar la catolicidad de
la enseñanza, en la que la Iglesia tendrá un
papel decisivo, así como en la censura de las
publicaciones. La corte de Isabel II se
convirtió en una verdadera corte
de los milagros a
causa del ascendiente que sobre la reina
alcanzaron algunos religiosos (San
Antonio María Claret y Sor
Patrocinio, la
monja de las llagas). La confluencia de la
intelectualidad católica y tradicionalista con
el moderantismo dio
lugar al movimiento de los neocatólicos (Marqués
de Viluma, Donoso
Cortés, Jaime
Balmes).
La corrupción
política que
incluía a destacados financieros (el Marqués
de Salamanca) y a
una creciente familia real (la de la reina y
su consorte -su primo Francisco
de Asís de Borbón-,
la de su madre y padrastro -la expulsada María
Cristina y su marido morganático, a quienes se
permitió regresar en 1844-, y la de los Montpensier -hermana
y cuñado de la reina, casados el mismo día que
ella en un fastuoso doble enlace real e
instalados en España desde su expulsión de
Francia con motivo de la revolución
de 1848-), acompañó
al tímido despegue del capitalismo español;
mientras que las finanzas públicas se
ordenaron con la reforma
tributaria de 1845 (conocida,
por el nombre de sus impulsores, como reforma
fiscal Mon-Santillán).
Más que en una fracasada revolución
industrial española,
el crecimiento económico se centró, ante la
ausencia de capital nacional, en negocios de
banca y sociedades financieras sustentados
sobre las fuentes de riqueza naturales (el
crecimiento de la superficie cultivada y la
puesta en explotación de numerosas
minas) y un naciente
tendido de líneas
ferroviarias, todo
ello con amplia participación extranjera en
medio de sonoros escándalos, que facilitaron
la vuelta al poder de los progresistas.

Bienio progresista
(1854-1856)
El autoritarismo de
Narváez, y la imposibilidad de contrarrestarlo
por vías institucionales, empujó a la
oposición a la solución militar: un
pronunciamiento llevado a cabo por el general
Leopoldo
O'Donnell
en Vicálvaro (la Vicalvarada,
28 de junio de 1854). El fracaso inicial llevó
a O'Donell a retirarse hacia el sur, donde
contactó con el general Serrano,
junto con el que proclamó el manifiesto
de Manzanares (redactado
por Antonio
Cánovas del Castillo,
7 de julio), que dotó al movimiento de un
programa político y le consiguió el gran
respaldo popular que reclamaba; lo que
precipitó su triunfo.
El apoyo
masivo del ejército no llegó hasta que
Espartero aceptó encabezar la iniciativa. La
reina le nombró presidente del consejo de
ministros y se formó un gabinete progresista.
O'Donnell creó la Unión
Liberal, un partido
ecléctico que procuraba integrar a moderados y
progresistas. Las nuevas Cortes constituyentes
redactaron un texto constitucional que no
llegó a aprobarse ni entrar en vigor (la que
hubiera sido la Constitución
de 1856).
La actividad más
trascendente del bienio progresista consistió
en su legislación económica: se procuró
encauzar la legalidad del desarrollo
capitalista, cerrando el ciclo de
privatizaciones de la tierra con la ley
desarmotizadora de Madoz (3
de mayo de 1855), que se aplicó, además de a
muchas propiedades eclesiásticas todavía no
afectadas, a las órdenes militares y otras
instituciones, fundamentalmente los
propios y comunales (tierras
de propiedad municipal cuyo arrendamiento se
utilizaba para cubrir servicios prestados por
los ayuntamientos o bien se explotaban en
común por los habitantes del municipio); y se
legisló sobre minas, finanzas e inversiones de
capital (creación de sociedades
anónimas). El propio
Madoz facilitó el derribo de las murallas de
Barcelona (una medida largo tiempo demandada
por el ayuntamiento, a la que se había opuesto
Espartero y que estuvo entre las causas del
bombardeo de 1842), permitiendo el trazado del ensanche (Plan
Cerdá, 1860) al
igual que en otras ciudades, que fueron
conformando su desarrollo urbano bajo los
nuevos principios higienistas propios de los
modernos barrios
burgueses (Plan
Castro de
Madrid, 1860, Canal
de Isabel II, 1858).
La pérdida de patrimonio histórico que
suponían tales derribos y reformas, se sumó a
las de la desamortización, que había dejado
desprotegidos miles de edificios religiosos
(incluso universitarios como los de los
de Alcalá); pero se
asumía como una necesidad del progreso que
fácilmente acalló cualquier voz de protesta
(como la del poeta Gustavo
Adolfo Bécquer o
la de su hermano el pintor Valeriano
Domínguez Bécquer y
otros -Valentín
Carderera, Jenaro
Pérez Villaamil- que
emprendieron proyectos de conservación de la
memoria de ese mundo en trance de desaparecer,
al menos en sus imágenes).
Se ordenó el sistema
ferroviario que se extendió con cierta
dificultad siguiendo un esquema radial de baja
densidad, con centro en Madrid y concesionado
a grandes compañías (Compañía
de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y
Alicante -los Rotschild-; Compañía
de los Caminos de Hierro del Norte de España -los Péreire-).
En las décadas siguientes la industrialización
tuvo mayor continuidad, pudiéndose comprobar
las ventajas de la integración de un
incipiente mercado nacional. Las relaciones de
producción capitalistas, tanto en el entorno
urbano como en el rural, comenzaban a generar
conflictos sociales de nueva naturaleza (la lucha
de clases), que en
los escasos núcleos industriales encontró
expresión en un naciente movimiento obrero que
tomaba conciencia de su oposición de intereses
con los propietarios del capital
(movilizaciones de 1855 en Barcelona o
Valladolid );
mientras que en el campo se manifestaba de
forma similar entre la gran masa de jornaleros
desposeídos y la nueva oligarquía de
propietarios. La connivencia de intereses
entre la oligarquía terrateniente
castellano-andaluza, de vocación exportadora
ante la debilidad y desarticulación del
mercado interior, y la apertura al exterior
facilitada por una política librecambista que
aceptara las inversiones extranjeras, se vio
estimulada por una coyuntura especialmente
favorable durante la Guerra
de Crimea (1853-1856).
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Bienio moderado
(1856-1858)
La agitación social
provocó la ruptura entre Espartero y O'Donnell.
La presidencia de éste (de julio a octubre de
1856) procuró llevar a cabo una política
ecléctica que satisficiera a todo el espectro
político, siendo el primer gobierno que no
realizó la tradicional renovación de los
funcionarios para situar a los adictos y dejar
como cesantes a
los opuestos. De hecho, sus medidas
significaron una profunda revisión de la labor
del bienio, con la disolución de la Milicia
Nacional y la vuelta a la Constitución
de 1845, a la que se
añadió un Acta
Adicional para
la ampliación de derechos, que tuvo apenas un
mes de vigencia. Dado lo imposible de mantener
la apariencia de centralidad, la reina optó
por llamar de nuevo a Narváez, que ocupó la
presidencia un año completo, de octubre de
1856 a octubre de 1857.
La medida más
trascendente del bienio moderado fue la
promulgación de la Ley
de Instrucción Pública o Ley
Moyano, que
estableció el sistema educativo que, con pocas
modificaciones, siguió vigente durante más de
un siglo.
La crisis económica de
1857 llevó a Narváez a dimitir, siendo
sucedido por los breves gobiernos de Armero e Istúriz.
El naciente movimiento
republicano abanderó
la ocupación de tierras en el campo andaluz,
sufriendo la represión y los fusilamientos
masivos ordenados por Narváez (El
Arahal en
1857 y Loja en
1861). En las ciudades el alto precio de los
alimentos y los impuestos indirectos (consumos)
provocaban motines
de subsistencias y motines
de consumos
también
inspirados por el republicanismo. El sistema
de reclutamiento (quintas)
y el servicio militar de ocho años, eximible
por el pago de una cuota o un reemplazista,
producía injusticias cada vez peor soportadas,
que la política de prestigio exterior del
periodo posterior no hará más que exacerbar.

Gobiernos de la
Unión Liberal
(1858-1863)
El 30 de
junio de 1858, O'Donnell formó un nuevo
gobierno, que junto con el siguiente
conformarían los de más larga duración de la
época, hasta principios de 1863. Durante este
periodo se mantuvo la recuperación económica y
se controló la corrupción electoral y la
propia desunión en el partido.
Se invirtió en grandes
obras públicas, se desarrolló la red
ferroviaria y el ejército, se continuó con la desamortización pero
entregando parte de la deuda pública a la
Iglesia y reponiendo el Concordato
de 1851. Se
aprobaron también una serie de importantes
leyes que seguirían repercutiendo más
adelante. Sin embargo siguió habiendo mucha
corrupción política y económica, y tampoco se
llegó a aprobar la prometida ley de prensa
quedándose así sin apoyo parlamentario.
Se intentó emprender una
política exterior de
prestigio, con presencia en Marruecos (Guerra
de África,
1859-1860) y en lugares tan lejanos como el
sureste asiático (Guerra
de Cochinchina,
1858-1862).

Fin del reinado de
Isabel
(1863-1868)
Los progresistas y los
moderados se aliaron para presionar a la Unión
Liberal provocando la dimisión de O'Donnell
(marzo de 1863). Sin embargo la sustitución
del gobierno no fue fácil, dado que los
partidos tradicionales estaban inmersos en
graves disensiones internas. La reina,
negándose a convocar elecciones como se le
pedía desde la oposición, fue formando
sucesivos gobiernos moderados bajo presidencia
del Marqués
de Miraflores,
Lorenzo
Arrazola y Alejandro
Mon, hasta que
finalmente se volvió a llamar al principal espadón del
moderantismo, Narváez (septiembre de 1864).
Intentó reconciliarse con los progresistas
integrándolos en el gobierno, a lo que éstos
se negaron. El autoritarismo de Narváez se
reforzó, privándose incluso del apoyo de
algunos de sus ministros. La nueva crisis
desembocó en el retorno de O'Donnell (junio de
1865). Se aprobó una ley para aumentar el
censo electoral en 400.000 votantes y se
convocaron elecciones a Cortes; pero sin el
apoyo de los progresistas no se consiguió un
gobierno estable y se produjo la vuelta de
Narváez (10 de junio de 1866).
La crisis política se
complicó con una grave crisis económica (los
valores españoles caían en la bolsa de París,
y el negocio ferroviario se deterioraba). Los
militares progresistas y demócratas intentaron
de nuevo la salida del pronunciamiento, con
sucesivos fracasos (el general Prim en Villarejo
de Salvanés y
los sargentos del cuartel
de San Gil el
22 de junio de 1866). La reacción de Narváez
fue actuar con mano dura con la oposición
política (disolución de las Cortes, exilio del
general Serrano y de los Montpensier)
e intelectual (cierre de las Escuelas de
Magisterio y destitución de profesores
agnósticos como
Emilio
Castelar -la
denominada cuestión
universitaria-
que había provocado la protesta estudiantil de
la Noche
de San Daniel -10
de abril de 1865-, saldada con catorce muertos
y un centenar de heridos).
Las dos principales
figuras del periodo mueren en un breve
intervalo (Leopoldo
O'Donnell el
5 de noviembre de 1867 y Ramón
María Narváez el
23 de abril de 1868). De éste se cuenta que,
en su lecho de muerte, al solicitarle el
sacerdote que perdonase a sus enemigos,
respondió Padre,
no tengo enemigos; los he matado a todos.
La reina formaba
apresuradamente gabinetes de breve duración,
con Luis
González Bravo como
nuevo hombre
fuerte cuya
única perspectiva era continuar la política de
represión y destierros de militares y
políticos. El exilio, lejos de reforzar a las
fuerzas conservadoras, sirvió para incrementar
el radicalismo y la formación de un selecto
grupo de intelectuales españoles, que se
pusieron en contacto con todo tipo de nuevas
ideas que circulaban por
Londres,
París o Bruselas (Pi
i Margall se
verá muy influido por sus lecturas de Proudhon);
y para que la élite política española de todos
los grupos situados entre el centro y la
izquierda, en tan difíciles circunstancias, se
viese obligada a alcanzar un punto de acuerdo
en lo esencial. Reunidos en una ciudad belga,
un grupo de unionistas (Serrano),
progresistas (Prim y Práxedes
Mateo Sagasta) y
demócratas (Nicolás
María Rivero y Emilio
Castelar) acordó el
denominado pacto
de Ostende.
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La Revolución de
1868
El 19 de septiembre de
1868, los generales Prim y Serrano y el
almirante Topete se
levantan en armas en Cádiz. Un ejército
dirigido por Serrano se dirigió desde el sur a
Madrid, venciendo en la batalla
de Alcolea
(28
de septiembre) al enviado por el gobierno para
interceptarle. La Reina, que estaba veraneando
en San
Sebastián,
cruzó la frontera francesa y desde el exilio
mantendrá su pretensión de derecho al trono,
sin abdicar en su hijo
Alfonso hasta
dos años más tarde.
La expulsión de la
desprestigiada reina era una de los
principales reivindicaciones de la "Gloriosa
Revolución", cuyos lemas fuero «¡Abajo
la raza espuria de los Borbones!» y «¡Viva
España con Honra!». La
movilización popular fue muy importante. De
nuevo se organizaron juntas
locales como
en 1808, 1836 o 1854. Se volvió a organizar la
Milicia Nacional, con el nombre de Voluntarios
de la Libertad.
Serrano, al asumir la
jefatura del gobierno provisional como una
regencia (18 de junio), procuró moderar la
deriva extremista de la revolución disolviendo
las juntas y declarando que la monarquía
seguiría siendo la forma
de gobierno;
y convocó elecciones a Cortes. Entre las
primeras medidas se produjo la supresión del impuesto
de los consumos,
se proclamó el fin de las quintas de
reclutamiento y se estableció el sufragio
universal masculino.
Las órdenes religiosas que operaban desde 1837
quedaron disueltas, cerrando monasterios y
confiscando sus bienes, y se realizó un
inventario de los objetos de arte de las
iglesias, que pasaron a engrosar el patrimonio
nacional; la orientación anticlerical del
nuevo régimen provocó la ruptura de las
relaciones con la Santa
Sede.
La
revolución concitó la confluencia de múltiples
intereses. Además de los grupos políticos de
Ostende, fue apoyada por los sectores
financieros e industriales, conscientes de que
el gobierno isabelino era incapaz de superar
la crisis económica.
Desde el principio, el
nuevo gobierno tuvo que hacer frente al
estallido del problema colonial cubano, largo
tiempo gestado y en el que se complicaban las
peticiones de autonomía local con el problema
de la abolición
de la esclavitud (constantemente
retrasada por la influencia del grupo de
presión esclavista, dominante en las esferas
económicas -Antonio
López, futuro Marqués de Comillas-,
mientras que el grupo antiesclavista dominaba
en el ambiente intelectual -Julio
Vizcarrondo,
Rafael
María de Labra-).
La guerra
abierta estalló
el 10 de octubre de 1868 con el Grito
de Yara (Céspedes),
que aprovechó la revolución en la metrópoli
para declarar la independencia.


Gobierno
Provisional de 1869
Se convocaron en
diciembre de 1868 elecciones municipales, con
sufragio universal masculino, donde los
republicanos obtuvieron importantes parcelas
de poder (veinte capitales de provincia, entre
ellas Barcelona, Valencia y La
Coruña).
A comienzos
de 1869 se convocaron las primeras elecciones
parlamentarias españolas con elección directa
mediante sufragio universal masculino. El
panorama parlamentario que surgió de ellas era
multipartidista, permitiendo una mayoría de
unionistas y progresistas, pero con una amplia
representación de los republicanos, y grupos
menos importantes de carlistas y demócratas.
La Constitución
de 1869, la
primera democrática de la historia de España,
proclamaba la soberanía
nacional y
establecía la monarquía
parlamentaria con división
estricta de poderes,
en el que el gobierno es responsable ante las
Cortes (bicamerales)
y el poder judicial es independiente. El
reconocimiento de derechos y
libertades era amplio y detallado (derecho
al voto, inviolabilidad
del domicilio, libertad
de enseñanza, de
expresión, de
residencia, de
reunión y asociación);
se aseguraba la libertad
de cultos y
se mantenía el presupuesto
de culto y clero católico.
Se introdujo el juicio
por jurado.
Se esbozaba una
descentralización territorial
en provincias y ayuntamientos, y se apuntaba la posibilidad de reforma del estatus de los
territorios coloniales.
A falta de rey, Serrano se
convirtió en regente, mientras Prim formó
los primeros gobiernos, con Sagasta y Ruiz
Zorrilla en
los principales ministerios. Sagasta, desde el
ministerio de gobernación, reprimió los focos
de federalismo que se mantenían activos desde
la revolución. Se encargó al ejército (general Antonio
Caballero de Rodas)
la represión de los levantamientos
republicanos en
Andalucía,
Extremadura,
Cataluña
y Aragón,
que para octubre de 1869 habían quedado
liquidados.
Las medidas económicas
de Laureano
Figuerola (arancel
librecambista, reordenación bancaria -el germen de lo que
sería el
Banco de España-, y
monetaria -creación de la peseta,
1869-) restauraron la confianza internacional.
Los valores españoles subieron en París, se
volvía a atraer capitales extranjeros y el
ferrocarril experimentó un nuevo impulso. Una
nueva
ley de minas hizo
crecer actividad en las cuencas mineras
diseminadas por la geografía peninsular (Riotinto, Almadén, Cartagena, Asturias, Vizcaya),
lo que significó para la ría
de Bilbao el
desarrollo de una importante siderurgia.
El problema cubano se
intentó remediar en 1870 con dos medidas
voluntaristas, pero poco eficaces: la Ley
Moret,
que pretendía una abolición progresiva (libertad
de vientres -al
nacer- y libertad de los esclavos al alcanzar
los 60 años de edad), y la concesión de
autonomía para Puerto
Rico.
La guerra de Cuba
suscitó una nueva causa de descontento
popular. Se decretaron nuevas quintas,
respondidas con manifestaciones
antimilitaristas pidiendo su supresión
(protagonizadas por las madres de los
reclutas), especialmente importantes en
Barcelona, donde se recurrió al ejército para
disolverlas.

El
movimiento obrero
En esa misma ciudad, el
principal centro industrial de España y la
ciudad que contaba con una clase
obrera más
numerosa, había alcanzado notable eco el el
internacionalismo proletario tras
la llegada en 1868 de Giuseppe
Fanelli,
recibido por la izquierda demócrata y
republicana (Fernando
Garrido, que
en el exilio se había decantado ya por el
socialismo -La Democracia y el Socialismo,
con prólogo de
Mazzini-
y José
María Orense,
su principal polemista, desde un
republicanismo individualista). A su
influencia, y a la actividad de los primeros
líderes locales, como Anselmo
Lorenzo, Francisco
Mora y Tomás
González Morago,
se debe la convocatoria del Congreso
de Barcelona o
I Congreso de la Federación
Regional Española -FRE-
donde se creó la Sección Española de la Asociación
Internacional de Trabajadores,
1870; mientras que en el Congreso
de Zaragoza de
1872 se produjo la ruptura entre
marxistas
o
socialistas
y
bakuninistas o anarquistas,
al igual que había sucedido en el Congreso
de La Haya del
mismo año. El predominio del anarquismo en
España era muy evidente en este periodo,
debido tanto a su más temprana llegada (Fanelli
era próximo a Bakunin,
mientras que Paul
Lafargue -que
llegó más tarde a España, tras la derrota de la
Comuna en
1871- era yerno de Marx y
fue el introductor del marxismo)
como a las condiciones objetivas que
presentaba un país con una industrialización
más débil, con predominio de la fuerza de
trabajo agrícola, y de posición periférica en
el capitalismo europeo (similar al caso ruso).
La difusión de las distintas organizaciones e
ideologías del movimiento
obrero español se
produjo inicialmente por los núcleos
industriales catalanes y valencianos, y en el
campo andaluz (de predominio anarquista);
mientras que los núcleos madrileño y vasco, de
implantación posterior, tuvieron predominio
socialista. Las reivindicaciones iniciales
incluían, además de cuestiones de naturaleza
laboral, cuestiones políticas como la libertad
de reunión y de asociación; mientras que, en
el campo, la gran esperanza que se planteaba
como una solución redentora a las míseras
condiciones de vida, era el reparto de la
tierra entre los jornaleros. El factor movilizador más importante fueron las
protestas antimilitaristas, que en ocasiones
se convirtieron en verdaderas sublevaciones,
como la de Jerez de
marzo de 1869, reprimida de forma sangrienta
por el ejército.
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Candidatos al trono vacante
El asunto político
interno que absorbió el principal interés, y
que alcanzó una gran repercusión
internacional, fue la búsqueda de un candidato
idóneo para ocupar el trono. Descartado, por
razones ideológicas obvias, el pretendiente
carlista (Carlos
VII, que estaba
sopesando sus opciones de llegar al trono por
vías pacíficas o por un levantamiento en
armas, que se produciría finalmente en 1872
-la Tercera
Guerra Carlista-),
se barajaron diversos nombres; como el propio Espartero (el
último de los ayacuchos,
ya con 72 años, pero que aún viviría 11 más),
el Duque
de Montpensier (cuñado
de Isabel II) y un selecto grupo de
pretendientes europeos, entre los que estaban
Fernando
de Sajonia-Coburgo-Gotha (padre
del rey de Portugal -la unión entre Portugal y
España era promovida por el movimiento
iberista-) y Leopoldo
de Hohenzollern-Sigmaringen
(apoyado
por Otto
von Bismarck -canciller
de Guillermo de
Prusia- y rechazado por Napoleón
III de
Francia, cuyo enfrentamiento por esta causa
estuvo entre las que llevaron a la guerra
franco-prusiana -telegrama
de Ems, 13 de julio
de 1870-). Finalmente el elegido será Amadeo, Duque
de Aosta, hijo de Víctor
Manuel II de Italia,
de la Casa
de Saboya,
representante de la monarquía más liberal de
Europa, cuyo papel en la unificación italiana la
mantenía en un duro enfrentamiento con el
propio Papa.


Amadeo I
frente
al féretro del general Prim
El 20 de diciembre de
1871 llegaba Amadeo
de Saboya al
puerto de Cartagena, donde recibió la noticia
de la muerte del general Prim, su principal
valedor, víctima de un atentado en Madrid tres
días antes. El promotor del magnicidio aún es
un enigma. Desde entonces se viene especulando
con distintas posibilidades: el grupo de
presión pro-esclavista en beneficio de sus
intereses, o cualquiera de los muchos enemigos
políticos de dentro o fuera de España que se
había granjeado con el asunto de la elección
real, como el Duque
de Montpensier, los
republicanos, o incluso alguna facción de la masonería (a
la que pertenecía).
Amadeo I se
comportó como un monarca liberal, con
escrupuloso respeto a la Constitución y una
exquisita neutralidad política, que no
obstante no le consiguieron el apoyo de
ninguno de los grupos sociales o políticos. La
aristocracia y las clases altas,
mayoritariamente borbónicas, le hicieron el
vacío.
Los principales líderes
del periodo fueron del partido progresista,
que se escindió en el Partido
Constitucional de Sagasta,
aliado con alfonsinos y unionistas; y el Partido
Radical en
torno a Ruiz
Zorrilla, que buscó
apoyos en todo el espectro de las Cortes,
desde los republicanos hasta los carlistas.
Los grupos así establecidos se enfrentaron a
propósito de temas sociales, como la abolición
de la esclavitud y
el problema de la la
Internacional.
Sagasta acusaba a la organización de provocar
constantes levantamientos, y la ilegalizó.
Ruiz Zorrilla se empeñó en abolir la
esclavitud, para lo que el apoyo del rey, cuya
opinión antiesclavista era notoria, no fue
determinante, dada su situación institucional.
El grupo de presión proesclavista continuó con
su política de obstaculización por todos los
medios, que incluyeron la subvención económica
a la sublevación carlista y contactos con los
alfosinos de Cánovas (cuyo
propio hermano era
un destacado líder de los negreros).
Al problema cubano, que
se alargaba, se añadió la Tercera
Guerra Carlista. En
mayo de 1872, el pretendiente Carlos
María de Borbón y Austria-Este (Carlos
VII) entraba en Navarra alzando en armas un
ejército; pero al poco tiempo el Ejército
del Norte, dirigido personalmente por
Serrano (que ocupaba el cargo de presidente
del consejo de ministros), le obligó a volver
a Francia al derrotarle en la batalla
de Oroquieta. En una
evidente imitación del abrazo
de Vergara de
Espartero, Serrano ofreció a los carlistas
unas condiciones de rendición tan favorables
(la convención
de Amorebieta), que
fueron rechazadas por las Cortes; lo que movió
a Serrano a pedir al rey la suspensión de
garantías constitucionales. Al no obtenerla
del rey, dimitió. Tampoco todos los carlistas
(empezando por el propio pretendiente, que
consideró traidores a los firmantes), se
avinieron a las condiciones de la convención;
con lo que continuaron las partidas,
especialmente por Navarra y Cataluña, a veces
convertidas en simple bandolerismo. El
carlismo se estaba identificando cada vez más
con la recuperación de los fueros vascos
y navarros; que el pretendiente declaró
restaurados en julio de 1872, así como
abolidos los
Decretos
de Nueva Planta que
suprimieron los fueros en la Corona
de Aragón en
el siglo XVIII, lo que intensificó la fuerza
de la revuelta, especialmente en zonas rurales
de Cataluña y, con menor intensidad, en otras
de Aragón y Valencia.
Amadeo, deseoso de
encontrar una causa para renunciar al trono y
volver a Italia, la encontró en una grave
crisis entre el gobierno de Ruíz Zorrilla y el
cuerpo de artillería. El rey expresó su apoyo
a los militares, y el Congreso al gobierno,
con lo que Amadeo I quedó justificado para
presentar su abdicación el 11 de febrero de
1873. Esa misma noche, las Cortes, conscientes
sus diputados de la imposibilidad de encontrar
ningún candidato para ocupar el trono vacante,
proclamaron la Primera
República Española.
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El 11 de febrero de
1873, el Congreso proclamó la República por
256 votos a favor y 32 en contra.
Los republicanos estaban
divididos entre una minoría de unitarios (Emilio
Castelar, Nicolás
Salmerón, Eugenio
García Ruiz, Antonio
de los Ríos Rosas),
cuyo peso político fue mucho mayor que su
precaria representación; y una mayoría de federales,
a su vez divididos entre
transigentes
(Francisco
Pi y Margall) intransigentes
(José
María Orense).
Durante los dos años escasos en que se
desarrolló la experiencia republicana, se
operó siempre en precariedad institucional. En
el contexto internacional, únicamente Estados
Unidos y Suiza reconocieron
al nuevo régimen, mientras que las potencias
europeas optaron por mantenerse a la
expectativa (Francia y Alemania acababan de
salir de la guerra
Franco-Prusiana, uno
de cuyos motivos fueron las maniobras por
interferir en las candidaturas al trono
español).
Estanislao Figueras,
republicano moderado, fue elegido por las
Cortes como Jefe del Poder Ejecutivo, y formó
gobierno exclusivamente con republicanos de
ambas tendencias (Castelar, Pi -que actuaba
como
hombre
fuerte del
gobierno desde el ministerio de Gobernación-,
Salmerón y el general
Acosta -ministro
de Guerra-). Con sus primeros decretos se
abolieron los títulos de nobleza, se
reorganizaron los
Voluntarios de la
Libertad y
se anunciaba una próxima abolición
de la esclavitud,
además de convocar una Asamblea
Constituyente. El
proyecto de Constitución
de 1873 se
fue elaborando con dificultad y no llegó a
entrar nunca en vigor. Establecía una
República federal de 17 Estados y varios
territorios de ultramar, cada uno con su
propia Constitución. Los municipios tendrían
una Constitución local y división de poderes
entre alcaldía, ayuntamientos y tribunales
locales. En el Estado central, el poder
ejecutivo lo ejercería un jefe de gobierno
nombrado por el Presidente. El legislativo lo
desempeñarían dos cámaras, ambas de elección
directa, con un Senado formado
por cuatro representantes de cada Estado, y un Congreso con
un diputado por 50.000 habitantes. El judicial
lo presidiría un Tribunal
Supremo constituido
por tres magistrados de cada Estado. Se
confiaba al Presidente un llamado poder
de relación con
los demás poderes y los Estados Federales. La
separación
Iglesia-Estado era
total.
Enseguida surgieron
movimientos partidarios de profundizar de
forma más radical en las reformas, desde un
punto de vista territorial o social: en
Barcelona se proclamó la República Federal
democrática de la que Cataluña sería un estado.
Las primeras organizaciones propias del
movimiento obrero
español comienzan
a tener una presencia pública activa,
solicitando medidas como la reducción de
jornada o el aumento de salarios. En Málaga,
los internacionalistas se
hicieron con el poder municipal, y en el campo
andaluz y extremeño los jornaleros ocuparon
tierras.
Desde el
extremo opuesto del espectro de los
revolucionarios de 1868, el general Serrano
intentó dar un golpe de estado, que fracasó.
Pi y Margall fue
proclamado Presidente de la República en
junio, dimitiendo al cabo de un mes ante el
agravamiento de los tres frentes de oposición
violenta: la sublevación carlista (que
aumentaba sus apoyos y su extensión
territorial, con el guerrillero Savalls sembrando
el pánico en Cataluña), la continuidad de la
guerra de Cuba, y el surgimiento de una revolución
cantonal por
parte de los más extremistas de entre los
republicanos federales (especialmente fuerte
en el cantón
de Cartagena).
Salmerón asumió el
ejecutivo con una decisión que terminará
siendo fatal para la continuidad de la
República: reprimir la sublevación cantonal mediante el ejército, que estaba bajo el
control de generales alfonsinos (monárquicos
partidarios del príncipe Alfonso, hijo de
Isabel II). Pavía
fue enviado a
Andalucía, Martínez
Campos
a
Valencia
y
López Domínguez a Cartagena.
Salmerón dimitió el 7 de septiembre tras
negarse a firmar las condenas a muerte de unos
militares cantonalistas, atrapado entre las
opuestas presiones de su propio partido (Eduardo
Palanca) y de los
militares (Pavía).
Simultáneamente
había estallado una crisis internacional que
implicaba a Estados Unidos y el Reino Unido en
el conflicto cubano como consecuencia del
apresamiento en Cuba del buque Virginius y
el fusilamiento de 53 de sus tripulantes,
entre ellas ciudadanos estadounidenses y
británicos.
El
siguiente presidente, Castelar, procuró la
solución diplomática del conflicto
internacional, mientras que, invocando poderes
especiales, cerró las Cortes hasta enero, con
el argumento de que el poder ejecutivo debía
emplearse sin restricciones en la solución el
problema cubano, carlista y cantonal. Su
presidencia no sobreviviría a la apertura del
siguiente periodo de sesiones, el 2 de enero
de 1874.

Presidentes de la Repúublica |
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El general Francisco Serrano
El 3 de enero de 1874,
el general Manuel
Pavía interrumpió
violentamente una sesión de las Cortes, que
acababan de retirar la confianza a Castelar (a
pesar de que la acción no tuvo la
espectacularidad con que se la describió
popularmente, la expresión
el
caballo de Pavía pasó
a ser un tópico político español similar al de ruido
de sables, con los que se alude a la
amenaza de golpe de estado militar). El vacío
de poder llevó a formar un gobierno de
concentración que puso la Presidencia de la
República en manos de Serrano,
quien en la práctica no se sometió a los
controles constitucionales, considerándose su
mandato (casi un año entero) como una
verdadera dictadura.
En medio de una grave
situación financiera, se enfrentó a los
problemas políticos al tiempo que se dedicó
con firmeza a intentar sofocar los tres
frentes bélicos abiertos: la sublevación
cantonal aún
fuerte en Cartagena, la tercera
guerra carlista y
la guerra
de Cuba. Formó
gobierno con los republicanos unitarios de Eugenio
García Ruiz, con José
de Echegaray en
Hacienda, que puso orden las finanzas dando
forma al Banco de España. Sagasta, presidente
del consejo de ministros desde
septiembre (los presidentes del
poder ejecutivo del
periodo anterior asumían ambos cargos,
mientras que Serrano prefería designar a otro
para ese cargo, quedando él en una posición
institucionalmente similar a la de los reyes),
ilegalizó de nuevo la sección española de la Internacional y
cerró sedes y periódicos revolucionarios,
disolviendo grupos como los Voluntarios
de la Libertad.
Inmediatamente las
potencias europeas, con Alemania a
la cabeza, reconocieron al nuevo régimen.
Alfonso, el hijo de
Isabel II, que estaba recibiendo formación
militar en Inglaterra, envió desde la Real
Academia de Sandhurst un
mensaje a los españoles (el manifiesto
de Sandhurst)
promovido por el partido
alfonsino, el grupo más moderado de entre
los monárquicos españoles, liderados por Antonio
Cánovas del Castillo.
En un tono conciliador, declaraba haber
aprendido la lección derivada de la expulsión
de su madre y su propósito de nunca dejar de
ser buen
español, ni, como todos mis antepasados, buen
católico, ni, como hombre del siglo,
verdaderamente liberal; procurándose el
apoyo de una amplia zona del espectro
político, entre los reaccionarios y los
liberales moderados.
Mientras
tanto, la coyuntura bélica se prolongaba en
las regiones con implantación carlista. Los
ejércitos del gobierno, dirigidos por el
propio general Serrano, contuvieron a los
carlistas en Navarra, consiguieron levantar el
sitio de Bilbao y acometieron una ofensiva en
la zona de Cuenca.
El 29 de diciembre de
1874 el general Martínez
Campos inició
una sublevación en Sagunto en favor del
príncipe Alfonso. Serrano optó por reconocer
los hechos consumados y no oponerse al
pronunciamiento; llamando a formar gobierno a
Cánovas, líder del partido alfonsino, pero que
no veía con buenos ojos el protagonismo
militar en la vuelta de los borbones al trono.
Consiguió marginar al general sublevado,
quedando el gobierno en manos civiles.

Reinado de Alfonso XII (1875-1885)
Regencia
de María Cristina
(1885-1902)
|
Con la restauración
borbónica, el nuevo rey confirmó en el poder a Cánovas,
que convocó elecciones
en enero del año siguiente con
el sistema previsto en la Constitución de 1869
(sufragio universal), que le proporcionaron
una abrumadora mayoría de monárquicos
conservadores afines a su gobierno. La
redacción de la Constitución
española de 1876 fue
encargada a una comisión de notables elegida
por el mismo Cánovas y presidida por Manuel
Alonso Martínez, que
se presentó a las Cortes y fue aprobada sin
grandes cambios el 30 de junio. Se optó por no
precisar el sistema electoral (con lo que las
siguientes elecciones se harían por sufragio
censitario hasta 1890). La soberanía se
compartía entre Rey y Cortes, en un sistema
parlamentario bicameral que dejaba al poder
ejecutivo el ejercicio de un poder muy amplio.
El reconocimiento de las libertades públicas
quedaba matizado. Se definía la confesionalidad católica
del estado y la tolerancia hacia otras
religiones.
Para la estabilidad del
sistema político, Cánovas, que organizó en su
torno el Partido
Liberal-Conservador,
era consciente de la necesidad de contar con
una oposición dinástica,
es decir, fiel a la monarquía parlamentaria
alfonsina. En 1879 Sagasta,
apoyado por Emilio
Castelar, creó el Partido
Liberal-Fusionista que
integraba a progresistas y demócratas
desencantados con el republicanismo. A partir
del pacto
de El Pardo(24 de
noviembre 1885, ante la posibilidad de que
estallara una crisis política a la muerte de
Alfonso XII) el acuerdo entre Cánovas y
Sagasta estableció un turnismo casi
automático para que ambos partidos se
sucedieran en el poder, lo que implicaba que
los conservadores debían aceptar que los
liberales recuperaran paulatinamente las
conquistas políticas del sexenio (libertad de
prensa, derecho de asociación o el sufragio
universal). El control de las elecciones a
través del ministerio de Gobernación (encasillado de
los candidatos) se convirtió en el punto clave
del un sistema que en su base se apoyaba en el
denominado caciquismo:
el predominio local de personalidades de gran
prestigio social y posición económica, a
partir de los cuales se establecían redes
clientelares y
se manipulaban los resultados (pucherazo).
A pesar de la
estabilidad característica del sistema canovista,
no dejó de haber disensiones dentro de los
partidos dinásticos,
protagonizadas por personalidades como Francisco
Silvela (muy
crítico con el caciquismo, lo que no le
impidió ser ministro de Gobernación),
Francisco Romero Robledo o Raimundo
Fernández Villaverde en
el partido conservador y Segismundo
Moret o Eugenio
Montero Ríos en
el liberal.
Los partidos no
dinásticos quedaban
en la práctica fuera de toda posibilidad de
alcanzar el poder, aunque a finales de siglo
comenzaron a obtener alguna representación en
circunscripciones urbanas, más difíciles de
manipular. Eso fue lo que permitió al naciente
movimiento catalanista (en
torno a Enric
Prat de la Riba -Unió
Catalanista,
1891, Bases
de Manresa, 1892-)
llegar al parlamento (Lliga
Regionalista,
1901); mientras que el Partido
Nacionalista Vasco de Sabino
Arana, mucho más
radical, tardó varios años más.
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El movimiento
obrero se
reorganizó con la creación de partidos y sindicatos de ideología marxista (PSOE -1879-
y UGT -1888-,
bajo el liderazgo de Pablo
Iglesias, que optó por la participación
electoral, con mayor implantación en Madrid y el País Vasco) o
anarquista
(Federación de Trabajadores de la Región Española -1881-
que optaron por la no intervención en el sistema político, con
mayor implantación en Cataluña y Andalucía). Una confusa red de
grupos e individualidades anarquistas desarrollaron prácticas de
la denominada acción
directa, que incluían, junto a
medidas pacíficas, otras violentas (propaganda
por el hecho) con atentados
terroristas en algunos casos muy espectaculares (bomba del Liceo
de Barcelona -1893-,
asesinato de Cánovas -1897-), y en otros casos manipulados por las
propias autoridades (La
Mano Negra, 1882-1884).
La denominada cuestión
universitaria fue
el principal conflicto de la vida intelectual y uno de los asuntos
políticos más definitorios del nuevo sistema: la Circular
de Orovio de
1875 (por el marqués
de Orovio, ministro de Fomento)
limitó de forma sustancial la libertad
de cátedra al
obligar a mantener las enseñanzas en términos que no afectaran al
catolicismo y la monarquía. Un buen número de catedráticos
universitarios, identificados como krausistas (Francisco
Giner de los Ríos, Gumersindo
de Azcárate, Teodoro
Sainz Rueda,
Nicolás
Salmerón, Augusto
González Linares) fueron expulsados de
la universidad y un grupo de ellos se reunió para continuar la
docencia fuera de la universidad, en la Institución
Libre de Enseñanza, que inició una
renovación pedagógica de gran trascendencia.
|
|
Un decidido esfuerzo
militar, dirigido por Martínez Campos, acabó
con la resistencia carlista, lo que se
aprovechó para abolir el sistema foral de las
tres provincias
vascas (1876).
La supervivencia de los fueros navarros se vio
cuestionada más tarde, en 1893, pero una
movilización popular frenó tales pretensiones
(gamazada).
El conflicto de Cuba se recondujo, tras la
llegada a la isla del propio Martínez Campos,
hacia la negociación por la Paz
de Zanjón (1878).
La promesa de autogobierno y de aplicación la ley
antiesclavista de Moret (retrasada
hasta 1886) no se sustanció en reformas
suficientes para evitar la insatisfacción de
los independentistas cubanos y la frustración
de las expectativas de los autonomistas, lo
que, veinte años más tarde terminó por llevar
a una nueva guerra, esta vez con la decisiva
intervención de los Estados Unidos, el
denominado desastre
del 98; cuyas
consecuencias internas, más allá del fin de la
mayor parte del imperio
colonial, fueron
decisivas intelectual y políticamente (regeneracionismo, generación
del 98), abriendo la
denominada crisis
de la restauración.

Desequilibrios demográficos, económicos,
sociales y espaciales
Los últimos años del
siglo XIX y los primeros del XX significaron
una crisis económica de gran intensidad. Tras
la epidemia
de cólera de 1885,
que se cebó en las hacinadas e insalubres
barriadas obreras disparando la mortalidad a
niveles catastróficos; una profunda crisis
agrícola, de origen climático y biológico
(malas cosechas cerealísticas, epidemia de la filoxera,
que destruyó las viñas), se vio agravada por
la estructura socioeconómica del campo
español, que no había afrontado la
mecanización ni otras transformaciones de la revolución
agrícola, y llegó al
menos hasta 1902. Las jornadas eran largas y
agotadoras, con salarios paupérrimos, a veces
incluso sometidos al destajo.
Las condiciones de vida se deterioraron
fuertemente, disparándose la mortalidad
infantil, mientras el resto de los datos
demográficos
correspondían
aún a cifras propias de una sociedad
preindustrial.
Sometidos a fuertes pérdidas, los
terratenientes se mostraban cada vez más
opuestos a las reivindicaciones de los
jornaleros, intensificándose la confrontación.
Miles de jornaleros andaluces secundaron las
huelgas pidiendo tierras. Otras regiones con
una estructura de propiedad menos concentrada
no por ello se libraron de los conflictos
sociales que acompañaron a los procesos de
transformación que dejaron su reflejo incluso
en la literatura, que pasó del costumbrismo a
la denuncia social (los de la huerta
valenciana inmortalizados
por Vicente
Blasco Ibáñez, los
de Asturias por Leopoldo
Alas). Donde las
condiciones lo hacían particularmente
propicio, funcionó la válvula de escape de la
emigración,
especialmente a América, pero también a
Francia o a Argelia; siendo particularmente
intensa en Galicia y
otras zonas del norte de España, donde algunas
figuras retornadas con éxito (los indianos)
contribuyeron con su prestigio a la
popularización del ideal social del
enriquecimiento por el trabajo duro en lejanas
tierras.
En el País
Vasco se
produjo una industrialización basada en la
minería del hierro, exportado a Inglaterra por
la ría
de Bilbao. La
conveniencia de retornar con carga de carbón
inglés provocó la creación de una siderurgia
local, y el
florecimiento de sectores asociados, como la
construcción naval y las instituciones
financieras (notablemente, la banca
vasca -incluso la
santanderina- fue
mucho más sólida que la catalana). Al mismo
tiempo que las relaciones sociales
tradicionales del campo vasco (el caserío)
entraban en crisis, y conducían a muchos a una
emigración similar a la gallega, se producía
un movimiento opuesto de llegada de emigrantes
castellanohablantes a trabajar en las nuevas
industrias. El invevitable choque cultural se
expresó en todo tipo de conflictos e
ideologías alternativas, como el socialismo y
el nacionalismo vasco, y a complejas
trayectorias personales, como las de Miguel
de Unamuno, Pío
Baroja o Tomás
Meabe.
Simultáneamente la
burguesía catalana estaba viviendo una
verdadera
fiebre
del oro (periodo
de la Exposición
Universal de 1888)
que se prolongó en medio de una fortísima
conflictividad social (Semana
Trágica de
1909, crisis
de 1917, años
de plomo de
pistolerismo patronal-sindical) en la época
dorada que
llega al menos hasta la
Exposición
Internacional de 1929. La
vitalidad de Barcelona la convirtió en la
verdadera capital económica de España,
beneficiada incluso por la repatriación de
capitales tras la pérdida de Cuba; y un foco
artístico a nivel europeo (modernismo
catalán, noucentisme).
El abismo social que separaba a pobres y ricos
incrementó la influencia del anarquismo en
Cataluña, con consecuencias políticas
trascendentes y prolongadas en el tiempo.
En toda España, la
imagen del anarquismo ante la opinión pública
quedó fuertemente marcada por la decisión de
pequeños grupos de activistas de elegir el magnicidio como
medida de
propaganda por el hecho más
eficaz. Tras la bomba del Teatro
del Liceo (1893)
y el asesinato de Cánovas (1897),
se produjo un atentado fallido contra la boda
de Alfonso XII (Mateo
Morral, 1906) y los
asesinatos de los presidentes José
Canalejas (1912)
y Eduardo
Dato (1921).
Las transformaciones
sociales, como en el resto de Europa, fueron
estimulando a una minoría de mujeres a
demandar su
incorporación a distintos ámbitos de la vida
cultural, suscitando
todo tipo de rechazos y obstáculos que la
retrasaron. Concepción
Arenal tuvo
que asistir a las clases de derecho disfrazada
de hombre; Cecilia
Böhl de Faber tuvo
que ocultarse bajo el masculinísimo pseudónimo
de Fernán
Caballero;
mientras que casos como el de María
de la O Lejárraga fueron
todavía más humillantes (era la autora de
buena parte de las obras firmadas por su
marido Gregorio
Martínez Sierra) .
Sometida a una autorización especial entre
1880 y 1910, la presencia de mujeres en la
universidad siguió siendo una rareza hasta los
años treinta. El mundo literario fue
aceptándolas con cuentagotas (Rosalía
de Castro, Emilia
Pardo Bazán, Concha
Espina, Carmen
de Burgos). La
incorporación al trabajo industrial de las
clases bajas fue mucho más temprana, sometida
a salarios inferiores a los varones.
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La crisis de la
Restauración
 |
Alfonso XIII |
La inestabilidad política hacía sucederse
rápidamente a los gobiernos de signo
conservador y liberal, y dentro de cada
partido se producían toda clase de
escisiones, disensiones e intrigas. El
espíritu del regeneracionismo imperaba
en la toma de decisiones reformistas en lo
económico y social, con medidas como la Ley
de repoblación interior de
1907 (Augusto
González Besada) y
un plan
de embalses
para
triplicar los regadíos (aplicación de la política
hidráulica
de
Joaquín
Costa o Lucas
Mallada);
retrasadas por la falta de una recursos
económicos que se disputaban con el
sostenimiento de un ejército
desproporcionado (más mandos que soldados) y
la reconstrucción de una marina de guerra
que ya no tenía imperio que
defender. En 1908 se puso en marcha el Instituto
Nacional de Previsión,
germen de las políticas de protección
social propias
de un estado
social como
el que se había implantado en la Alemania de
Bismarck.
El campo de la
ciencia, la educación y la cultura,
experimentó un impulso significativo, hasta
tal punto que desde 1906 (año de la
concesión del Premio
Nobel de medicina a Santiago
Ramón y Cajal) se
puede hablar de una edad
de plata de las ciencias y las letras
españolas que
duraría treinta años (hasta la Guerra
Civil). Se creó el Ministerio
de Educación,
obligándose el Estado a asumir el salario de
los maestros. En 1907 se creó la Junta
para Ampliación de Estudios,
órgano de investigación científica de
orientación
institucionista
presidido por el recién premiado. El mismo
movimiento obrero se orientaba a la
educación popular (los ateneos
libertarios,
las escuelas
modernas anarquistas
y las casas
del pueblo
socialistas).

Semana Trágica y reformas de Canalejas
Tras el desastre
de 1898, la
única salida al imperialismo español era la
vocación africanista.
Una intensa actividad diplomática llevó a
obtener una presencia colonial en el protectorado
de Marruecos, que
se obtuvo precisamente por lo oportuno que
resultaba a las potencias europeas conceder
a España, una potencia de poca
consideración, lo que resultaría amenazante
conceder a Alemania o a Francia (Tratado
de Algeciras, 7 de
abril de 1906). La exigencia de un nuevo
esfuerzo militar llevó a movilizar grandes
contingentes de reclutas obligatorios (con
el injusto sistema de quintas y la exclusión
de los que pagaran la cuota de 6.000
reales). Las movilizaciones antimilitaristas
provocaron una grave sublevación en
Barcelona en julio de 1909 (la Semana
Trágica), que
amenazó con extenderse y tuvo que ser
sofocada con el ejército y la llamada de los
reservistas. Los disturbios tuvieron un
fuerte componente anticlerical, promovido
por el dirigente radical Alejandro
Lerroux (jóvenes
bárbaros), con quema
de conventos e
iglesias. El gobierno conservador de Antonio
Maura declaró
el estado de sitio en todo el país, y se
detuvo a miles de personas, a las que se
aplicó la jurisdicción militar y se sometió
a consejos de guerra. El más sonado fue el
de Francisco
Ferrer Guardia,
creador de las escuelas
modernas anarquistas.
A pesar de las protestas de la opinión
pública internacional, se cumplió la
sentencia, que le condenaba a muerte como
responsable de la instigación de los
disturbios (13 de octubre). La presión sobre
Maura le obligó a dimitir (21 de octubre).
El turno de los
liberales llevó al gobierno a José
Canalejas, que
procuró frenar las reivindicaciones
populares mediante reformas legislativas,
como la obligatoriedad del servicio
militar que
acabara con la injusticia del soldado
de cuota y
frenara el creciente antimilitarismo,
y el intento de frenar el creciente anticlericalismo reforzando
el carácter laico del Estado. Ante la
negativa papal a negociar el Concordato
de 1851, optó por
limitar unilateralmente la actividad de las
órdenes religiosas (Ley
del Candado,
diciembre de 1910). La orientación social de
las medidas gubernamentales incluyeron la
sustitución de los consumos por
un impuesto
progresivo sobre
las rentas urbanas y un impulso a la
enseñanza primaria. No obstante, cuando tuvo
que hacer frente a estallidos sociales, no
dudó en emplearse con firmeza, como en la
militarización que acabó con la huelga de
los ferroviarios de 1912.

Primera Guerra Mundial y Crisis de 1917
La neutralidad de España
en la Primera Guerra Mundial (1914-1918),
cuestionada por aliadófilos (más
numerosos en la izquierda) y germanófilos (más
numerosos en la derecha), trajo consigo un
aumento importante de la demanda de todo
tipo de productos destinados a la
exportación, a pesar de la opción política
por el proteccionismo industrial
promovido por los catalanes de la Lliga,
que habían conseguido una cuota
relativamente importante de poder político y
autonomía local (Mancomunitat
Catalana,
1913) y aspiraban a ser determinantes en la
política nacional (Francesc
Cambó). Los
precios subían por el aumento de las
exportaciones, mientras que los salarios no
lo hacían al mismo ritmo, produciendo un
descenso sustancial del poder adquisitivo de
los obreros mientras los empresarios veían
aumentar sus márgenes de beneficio. Las
desigualdades sociales intensificaron la
afiliación sindical a la Unión General de
los Trabajadores (UGT,
socialista) y la Confederación
Nacional del Trabajo (CNT,
anarquista, fundada en 1910).
La crisis
de 1917 estalló
como consecuencia de cuatro graves
problemas: el problema político
(inadecuación de las instituciones a una
sociedad cada vez más moderna y una opinión
pública cada vez más consciente, sobre todo
en las zonas urbanas no sometidas al
caciquismo), el problema económico-social
(descenso del nivel de vida e
intensificación de las reivindicaciones
obreras), el problema militar (descontento
de la oficialidad media y baja por la
política de ascensos y por el descenso de
los salarios reales), y el problema catalán
(incremento de la presión regionalista,
respondida por la presión de los militares españolistas desde
el asunto del ¡Cu-Cut! -1905-).
Una asamblea de diputados reunida en
Barcelona planteó la posiblidad de una
alternativa a los partidos dinásticos y la
regeneración del régimen político.
Simultáneamente se produjo una huelga
general (convocada por la UGT y apoyada por
la CNT). El gobierno conservador de Eduardo
Dato contestó
con la represión, enviando a prisión o al
exilio a los dirigentes de las protestas
(los socialistas Francisco
Largo Caballero, Julián
Besteiro, Indalecio
Prieto, Andrés
Saborit y Daniel
Anguiano o
el republicano Marcelino
Domingo -todos
ellos con gran futuro político-). Se formó
un gobierno de concentración de liberales y
conservadores, y las siguientes elecciones
arrojaron resultados inciertos.
El fin del ciclo
económico coincidió con el fin de la Primera
Guerra Mundial y la catástrofe demográfica
de la denominada gripe
española
(la
prensa española, a diferencia de la de los
países beligerantes, no estaba sometida a
censura de guerra y podía informar de la
epidemia). No obstante, a esas alturas del
siglo XX las cifras demográficas de los años
"normales" ya respondían a las de una
transición
demográfica
iniciada,
con una creciente población urbana; y los
datos de la estructura económica a las de un
país inmerso en un proceso
de industrialización,
con la mayor parte de la fuerza de trabajo a
disposición del mercado, más allá de los
circuitos aldeanos del autoconsumo,
aunque con un claro atraso relativo, lejos
de los niveles de desarrollo que ya habían
convertido a algunos países en verdaderas sociedades
de consumo.

Desastre de Annual, "trienio bolchevique" y
"años de plomo"
Una imprudente
maniobra militar en África, respaldada
personalmente por el rey, condujo
al desastre
de Annual (22
de julio de 1921, con cerca de diez mil
muertos). La investigación parlamentaria del
escándalo (Expediente
Picasso) amenazó
con desestabilizar los centros de poder del
sistema canovista: la monarquía y el
ejército.
Simultáneamente, se
asistía a un recrudecimiento de los
conflictos sociales, tanto en zonas urbanas
como rurales: los denominados
trienio
bolchevique de
Andalucía (huelgas y revueltas campesinas
que llevaron a la declaración del estado de
guerra en mayo de 1919) y años
de plomo de
Barcelona (caracterizados
por el pistolerismo de
la patronal y la acción
directa o
violencia anarquista de grupos de
trabajadores, y la política de dura
represión contra éstos del gobernador Severiano
Martínez Anido, que
enrarecían cada vez más la vida social
catalana).
El capitán general de
Barcelona, Miguel
Primo de Rivera,
dio un golpe de Estado el 13 de septiembre
de 1923, con la inmediata aceptación del
rey, sin que hubiera fuertes reacciones de
oposición ni en la esfera política ni en la
social, mientras que los intelectuales se
dividían: oposición de Unamuno (que
fue desterrado) y aceptación de Ortega.

Se impuso entonces una
dictadura que, en los primeros años, recibió
toda clase de apoyos sociales, desde la
burguesía catalana hasta laUGT de Largo
Caballero,
mientras los partidos dinásticos aceptaban
la suspensión de la Constitución. La
popularidad del régimen quedó fortalecida
con una solución militar, en forma de
operación de gran envergadura, al problema
de Marruecos, para la que se contó con la
ayuda de Francia: el desembarco
de Alhucemas (8
de septiembre de 1925). Se nacionalizaron
sectores estratégicos, como el petrolífero y
el telefónico, en los que se establecieron
grandes compañías monopolísiticas (CAMPSA y
la Compañía
Telefónica Nacional).
Una ambiciosa política de obras públicas de
espíritu regeneracionista (construcción de
carreteras y embalses, regadíos, repoblación
forestal) dinamizó el empleo y la actividad
económica, una vez establecida por la fuerza
la paz social. Parecían ser las virtudes
terapéuticas del cirujano
de hierro que había pronosticado Joaquín
Costa.
Con el tiempo, el
régimen fue derivando en un corporativismo que
en algunos extremos recordaba a la Italia
fascista de Mussolini,
incluso con la creación de un movimiento
político con vocación de partido
único (partido
político, pero apolítico: la Unión
Patriótica). La
sustitución del inicial directorio
militar por
un directorio
civil (3
de diciembre de 1925), que incluyó a
políticos ajenos a los partidos
tradicionales (José
Calvo Sotelo, Galo
Ponte, Eduardo
Callejo), inició
una institucionalización del régimen
(fundación de la Organización
Corporativa Nacional -1926-,
convocatoria de una Asamblea
Nacional Consultiva -1927-,
inicio de la redacción de un nuevo texto
constitucional -la Constitución
de 1929, que no
llegó a completarse-), que cada vez
demostraba más intenciones de prolongarse en
el tiempo, frente a su pretendida
provisionalidad inicial.
La mala
gestión de la política monetaria impidió
desarrollar el programa de obras públicas, y
las dificultades económicas se sumaron a la
pérdida de popularidad del dictador, cada
vez más criticado por una oposición
creciente, especialmente entre la juventud
universitaria, los intelectuales y el
movimiento obrero; mientras se fraguaba una
conspiración política entre los partidos
republicanos y el socialista. Ante la falta
de apoyos, la situación de Primo de Rivera
se hizo insostenible, y optó por renunciar y
salir al exilio (28 de enero en 1930).

El gobierno fue
encargado al General
Berenguer. El
descrédito del nuevo gobierno fue inmediato:
un sonado artículo de uno de los más
destacados intelectuales, José
Ortega y Gasset(El
error Berenguer -El
Sol, 15 de
noviembre de 1930-), terminaba con un
rotundo delenda
est monarchia. La sublevación
pro-republicana de una unidad militar en
Jaca el
12 de diciembre de 1930 fue sofocada, pero
el fusilamiento de los dos principales
responsables (Fermín
Galán y Ángel
García Hernández)
tuvo una gran repercusión en la opinión
pública. Ortega, apoyado por un selecto
grupo (Ramón
Pérez de Ayala y Gregorio
Marañón) creó la Agrupación
al Servicio de la República,
presidida por Antonio
Machado. Su primer
acto público (14 de febrero de 1931) fue
seguido por la dimisión de Berenguer.
La unidad de acción de
los políticos republicanos de diferentes
orientaciones, a partir del Pacto
de San Sebastián (17
de agosto de 1930), les permitía desafiar
con ventaja al cada vez más débil gobierno y
ofrecerse como una verosímil alternativa de
poder.
En este contexto, el
nuevo presidente, el almirante
Aznar, optó por un
restablecimiento paulatino de las prácticas
democráticas, comenzando por la celebración
de elecciones
municipales el 12 de abril,
un escenario político más proclive a la
recomposición del tradicional control de las
redes clientelares sobre el poder local. Los
partidos republicanos y el PSOE
constituyeron un bloque electoral que
recibió el apoyo de la UGT. En Cataluña los
partidos dinásticos se aliaron con la Lliga,
mientras que a los partidos de oposición de
ámbito nacional se sumaba la recientemente
creada Esquerra
Republicana de Catalunya (Francesc
Macià). La CNT
aplicó la ortodoxia ideológica anarquista,
que consideraba contraproducente intervenir
en las instituciones políticas burguesas;
mientras que el Partido
Comunista de España (PCE,
escindido del PSOE como resultado de
formación de la Tercera
Internacional
prosoviética) era aún un partido de muy
escasa entidad. A pesar de que tanto en
número de votos como en número de
ayuntamientos los candidatos monárquicos
ganaron, a nadie se le ocultaba que la mayor
parte de las circunscripciones (pueblos
sometidos al caciquismo y sin verdadera
libertad de voto), no podían ser
consideradas del mismo modo que las
ciudades, donde ganaron con holgura las
listas republicano-socialistas. En vista de
los resultados, el 14
de abril, en un
ambiente festivo y popular, la multitud
llenó las calles de todas las ciudades
ondeando banderas tricolores (la bandera
republicana sustituía la banda inferior roja
por otra morada), mientras destacados
políticos republicanos, ante el
desbordamiento y la inacción de las
autoridades, se hacían con el control de
edificios públicos proclamando la República.
El rey optó por no forzar una respuesta
represiva que no hubiera contado con el
apoyo del ejército ni de los partidos
dinásticos, y se exilió, renunciando al
ejercicio de sus poderes aunque sin abdicar
formalmente.
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