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Consideraciones sobre el debate
de la memoria histórica

Antonio Bernal Arriaza

En los últimos años hemos asistido a la forja de un concepto nuevo en la política y la sociedad española. La memoria histórica, que así dicho parece evocar una cierta idea de erudición proyectada en pasados lejanos, se ha convertido en el centro de un intenso debate centrado muy específicamente en un pasado y unos hechos relativamente recientes. Hablar hoy en España de memoria histórica equivale a descubrir el sufrimiento y la represión que trajeron consigo la guerra civil, en los dos bandos enfrentados, y el franquismo en el bando de los perdedores.

En este proceso laten sentimientos y propósitos diferenciados, aunque no excluyentes, que han venido a dibujar posiciones singulares a la hora de concurrir al debate sobre la memoria histórica. Los artículos y ensayos aquí recogidos son una muestra que creemos representativa de esta diversidad de posiciones.

Muy en primer lugar está el deseo de rescatar el recuerdo de las víctimas y de hacerle justicia. Las excavaciones promovidas por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica , tratando de identificar los restos de fusilados y enterrados en fosas comunes clandestinas, obedecen a ese impulso. Más allá de sus evidencias como expresión lógica, instintiva podríamos decir, del sentimiento que ha acompañado a estas exhumaciones, estamos ante un ejercicio cargado de simbolismo (ver Juan Luis Chulilla, El castigo post-mortem de los desaparecidos en la Guerra Civil y sus efectos en sus familias y comunidades ). El rescate de los restos físicos de las víctimas no es sólo el de su recuerdo, ni sirve tan sólo de consuelo a las familias que no han podido llorarles ni servir su homenaje durante decenios. Es también su reintegración a la memoria colectiva de la comunidad de la que formaron parte. Es la recuperación de su identidad y de su dignidad, mutiladas por quienes quisieron arrasarla con su asesinato.

Pero el descubrimiento de las víctimas nos ha llevado a evocar las circunstancias históricas en que se produjo la gigantesca tragedia que para toda España fue la guerra civil y que la dictadura de Franco mantuvo para quienes la perdieron. Y esa evocación se está produciendo en un escenario radicalmente distinto del que vivíamos cuando, con la Transición , decidimos acabar con las consecuencias sociales y políticas de esa tragedia. Los nietos de quienes hicieron y ganaron o perdieron la guerra han podido proyectar una mirada nueva, más limpia y más libre sobre nuestro pasado (ver ‘ Recuperar la memoria histórica. Otra historia es posible' de la ARMH ; y el artículo de Reyes Mate ‘ Recordar para mejor olvidar ').

Esa nueva mirada, y la inusitada presencia social del renovado debate erudito y político sobre la guerra y el franquismo, nos están afectando muy principalmente a quienes nos sentimos de izquierdas. De pronto nos hemos hecho conscientes de lo mucho que cedimos cuando apoyamos los compromisos sobre los que se construyó nuestra recuperada democracia. Obsesionados por las amenazas que rodeaban su emergencia, aceptamos una lectura de la guerra como una triste quiebra de la convivencia entre españoles, con culpas de todo punto compartidas. Y mantuvimos, sin apenas desgarros, el velo de silencio con que la dictadura de Franco ocultó sus crímenes, para no ofuscar la voluntad de integración democrática de quienes habían sido deudores o beneficiarios directos del régimen.

Ahora, libres de aquellas amenazas y ofuscamientos, nos hemos levantado avergonzados ante una historia que se considera mal escrita y ante las consecuencias políticas de este hecho, cifradas en nuestro desarme ideológico frente a la posición hegemónica de que gozan en muchos ámbitos de la sociedad española los sectores más conservadores y más claramente ligados a quienes alcanzaron su preeminente posición durante el franquismo. Esta posición, que se habría hecho patente en la negociación de los pactos que ampararon nuestra Transición, se habría mantenido incluso a lo largo de los años de gobierno socialista y se habría consagrado en los de gobierno del PP. Esta vendría a ser la tesis defendida, entre otros muchos, por Vicenç Navarro (ver ‘ Ideología y política en España '), presente también en libros y artículos que han gozado durante los últimos años de una importante difusión (uno de los que más, el de Nicolás Sartorius y Javier Alfaya. La memoria insumisa . Editorial Crítica. Barcelona, 2002).

Es evidente que este redescubrimiento en el seno de la izquierda de la necesidad de reafirmarnos ante la historia no es ajeno a la especial acritud de la lucha política sostenida durante los años de gobierno del PP, muy especialmente los de su mayoría absoluta, tal como lo pone de manifiesto el ensayo de Paloma Aguilar ( Guerra civil, franquismo y democracia ), dentro de una corriente intelectual que ha comparecido en el debate sobre la memoria histórica con el propósito de matizar o corregir la tesis de la claudicación ideológica de la izquierda.

La tercera corriente sería la protagonizada por los sectores de la derecha más reaccionaria, que han lanzado su particular cuarto de espadas sobre los mismos hechos, con Pío Moa ( Envenenamiento de la memoria histórica ) como principal ariete de una intelectualidad chusca, empeñada en afirmar una versión edulcorada del franquismo, incluso colocando a los vencedores en posición de víctimas, que ha gozado de respaldos mediáticos y políticos más que significativos.

Pero al margen de que la memoria histórica haya servido también de coartada para atrincherar posiciones políticas, no hay pretexto posible para negar a una sociedad sus derechos ni para inhibirla de sus deberes hacia su pasado. Porque todos los hechos que constituyen ese pasado nos constituyen, deben formar parte de nuestra identidad colectiva, con todas las consecuencias. En este contexto, la cuestión del reconocimiento y las reparaciones debidas a las víctimas del franquismo debería quedar fuera de toda posible discusión, aun aceptando la inutilidad o la inconveniencia política de la exigencia de responsabilidades criminales. Así lo reclaman Emilio Silva ( Las tareas pendientes ) o Reyes Mate ( Lugares de la memoria ). Y así lo han demostrado todas las sociedades que se han visto en la encrucijada histórica de construir una democracia sobre la herencia o las ruinas de una dictadura (ver ‘ El impacto de las Comisiones de la Verdad en América Latina' de Esteban Cuya; y el ensayo de Timothy Garton Ash, para el caso de Europa Central y Oriental, ‘ Juicios, purgas y lecciones de historia' ).

Lo que la mayoría de los artículos que aquí ofrecemos afirman es la necesidad de una ética y una política de la memoria como fundamento y refuerzo de la democracia misma. Frente a esta exigencia podemos asumir los argumentos de quienes han tratado de demostrar la suficiencia de la historiografía crítica del franquismo, apelando a los numerosos trabajos que han servido durante años para ilustrar las barbaridades proferidas contra los vencidos. Podemos igualmente comprender a quienes se han negado a suscribir la tesis de la claudicación ideológica de la izquierda, apelando a la sensatez con que se gestionó esa misma memoria durante la Transición. Al fin y al cabo, en aquella ocasión no hicimos sino endosar el discurso de la reconciliación nacional, que se había ido fraguando casi desde el mismo momento en que acabó la guerra y aun antes. Azaña lo prefiguró con el lema ‘Paz, piedad, perdón' con el que trató de amparar sus últimos intentos de buscar una salida negociada con los nacionales. Indalecio Prieto lo convirtió en la base de un acuerdo fraguado en 1946 con políticos de la CEDA , todavía confiado en una intervención de las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial. Y sobre todo a partir de la rebelión estudiantil de 1956, la idea de la reconciliación se convirtió en el más firme aglutinante de la oposición democrática al franquismo, en un arco tan amplio que abarcó desde notables de la Falange y monárquicos hasta el PCE (Santos Juliá, Historias de las dos Españas . Taurus. Madrid, 2004).

Creo, sinceramente, que en la izquierda no tenemos motivos para avergonzarnos del modo en que afrontamos la Transición. Pero lo que no podemos aceptar es una lectura de la democracia como un hecho sobrevenido, fruto de la habilidad negociadora de las élites políticas, menos aún como una especie de donación real. Ningún pacto, ninguna conversión hubiera sido posible sin el sueño y la entrega de generaciones enteras de españoles que lucharon contra quienes aspiraban a un poder construido sobre la eliminación del adversario, de su identidad física y de su huella intelectual.

Hoy la democracia es nuestro marco de convivencia. Pero no un hecho neutral. La hicimos y la hacemos los demócratas. Con el derecho y el deber de asegurar su futuro, en el que creemos, desde el recuerdo de quienes contribuyeron a forjar los antecedentes de ese mismo marco de convivencia y de quienes sufrieron su pérdida. No con el propósito vindicativo de criminalizar a los verdugos. Sí para hacernos conscientes de que la democracia ha tenido sus amantes y sus enemigos. Y los tiene.

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Víctor Arrogante
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