Futuro pasado
JUSTO NAVARRO
EL PAIS | Andalucía 4 abril 2004
Hemos ido adquiriendo la
estupenda costumbre de viajar. Y hemos adquirido también
la costumbre de quejarnos del placer del viaje, porque
salir de vacaciones alguna vez se parece a esos juegos
que consisten en someterse a un sufrimiento, al deporte
de escalar un monte en bicicleta hasta la extenuación,
por ejemplo. Llega la Semana Santa y nos sometemos
gustosamente a un embotellamiento de 23 millones de
coches, a una especial Pasión, Miércoles Santo y Jueves
Santo en el atasco, que siempre ha sido un punto de
meditación e inmovilidad zen: hay momentos que nos
permiten imaginar qué sentiremos cuando vuelva a ponerse
en marcha la caravana, experiencia semejante a la que
recomendaba Lewis Carroll: imaginar la luz de una vela
apagada.
Un trabajador de Renfe encontró
una bolsa de plástico con una bomba cerca de Toledo, en
la vía, entre Madrid y Sevilla, y 15.000 viajeros de 55
trenes, usuarios de las conexiones ferroviarias entre
Madrid y Málaga, Huelva y Cádiz, se quedaron en tierra.
Nuestro viaje trivial de vacaciones se revela de repente
una bendición amenazada. Vemos el valor de las cosas
cuando están en peligro: ¿se nos irá yendo la suerte y
la costumbre de viajar? La libertad del viaje es un
signo de bien, de prosperidad. La extrema pobreza es
estancamiento: el estigma de no moverse durante toda la
vida del rincón donde a uno le tocó nacer y donde uno
pierde hasta las palabras, porque sería incapaz de
entenderse con alguien extraño a su aldea minúscula,
aunque supuestamente los dos hablen el mismo idioma.
Estas cosas pasaban en la Edad
Media (y aquí la Edad Media se prolongó hasta mediados
del siglo pasado), cuando la gente vivía sujeta a la
tierra, que no era suya. El ataque a los trenes,
máquinas mitológicamente civilizadoras, parece querer
quitarnos las ganas de viajar, y anonadarnos,
confinarnos en nuestro rincón, en nuestro miedo. En la
Edad Media la posibilidad de viajar sólo la tenían los
hombres libres. No sé si se nos viene encima un nuevo
Medioevo de invisibles señores de la guerra y ejércitos
privados, cuando una nube de guerreros caía sobre los
campos y los arrasaba, y la guerra se confundía con el
bandolerismo. Siempre llegaba del exterior, esa
peligrosa amenaza a la que sólo se asomaban los
insensatos.
Se diría que los Estados, como
retrocediendo en el tiempo, están perdiendo el monopolio
del poder militar. Pero la amenaza de quedarnos
aterrados y metidos en casa, en latente situación de
guerra perpetua, paradójicamente guarda relación con el
frenesí viajero de estos años y nuestra capacidad
irrefrenable de comunicación en el paraíso de los
teléfonos móviles, los nuevos coches, los trenes de alta
velocidad, los aviones. Éstas son las armas de los
asesinos. Se aprovechan de la espléndida democratización
del viaje. No actúan en un agujero de miseria medieval,
sino en una pompa de exuberancia económica. El dinero es
el eterno pertrecho de la guerra, como escribía Maurice
Keen en un libro que se ocupa de los años 1100 y 1500 y,
en clave, parece hablarnos de ahora mismo: La
caballería.
|