Una guerra poco civil
JULIÁN CASANOVA
EL PAÍS - Opinión - 15-07-2006
La
Guerra Civil española ha pasado a la historia, y así
es recordada, por la deshumanización del contrario,
por la espantosa violencia que generó. Simbolizada
en las "sacas", "paseos" y asesinatos masivos,
sirvió en los dos bandos en lucha para eliminar a
sus respectivos enemigos, naturales o imprevistos.
El total de víctimas mortales, según los
historiadores, se aproxima a las 600.000, de las
cuales 100.000 corresponden a la represión
desencadenada por los militares sublevados, y
55.000, a la violencia en la zona republicana. Medio
millón de personas se amontonaban en las prisiones y
campos de concentración cuando la guerra acabó en
abril de 1939.
La
destrucción del adversario se convirtió para muchos
en el objetivo prioritario. A la política de
exterminio inaugurada por los militares sublevados
se adhirieron con fervor sectores conservadores,
terratenientes, burgueses, propietarios, "hombres de
bien", que se separaron definitivamente de la
defensa de su orden mediante la ley. Donde el golpe
militar fracasó, sonó la hora de la ansiada
revolución y del juicio final a los patronos, ricos
y explotadores. Sin reglas ni gobierno, sin
mecanismos de coerción obligando a cumplir leyes, la
venganza y los odios de clase se extendieron como
una fuerza devastadora para aniquilar al viejo
orden.
Dentro de esa guerra hubo varias y diferentes
contiendas. En primer lugar, un conflicto militar,
iniciado cuando el golpe de Estado enterró las
soluciones políticas y puso en su lugar las armas.
Fue también una guerra de clases, entre diferentes
concepciones del orden social; una guerra de
religión, entre el catolicismo y el
anticlericalismo; una guerra en torno a la idea de
la patria y de la nación y una guerra de ideas, de
credos que estaban entonces en pugna en el escenario
internacional. En la Guerra Civil española
cristalizaron, en suma, batallas universales entre
propietarios y trabajadores, Iglesia y Estado, entre
oscurantismo y modernización, dirimidas en un marco
internacional desequilibrado por la crisis de las
democracias y la irrupción del comunismo y del
fascismo.
La
situación internacional a finales de los años
treinta reunía circunstancias poco propicias para la
paz y eso afectó de forma decisiva a la duración,
curso y desenlace de la Guerra Civil española, un
conflicto claramente interno en su origen. El apoyo
internacional a los dos bandos fue vital para
combatir y continuar la guerra en los primeros
meses.
Cuando empezó la Guerra Civil española, los poderes
democráticos estaban intentando a toda costa
"apaciguar" a los fascismos, sobre todo a la
Alemania nazi, en vez de oponerse a quien realmente
amenazaba el equilibrio de poder. La República se
encontró, por tanto, con la tremenda adversidad de
tener que hacer la guerra a unos militares
sublevados que se beneficiaron desde el principio de
esa situación internacional tan favorable a sus
intereses. Las dictaduras dominadas por gobiernos
autoritarios de un solo hombre y de un único partido
estaban sustituyendo entonces a las democracias en
muchos países europeos y, si se exceptúa el caso
ruso, todas esas dictaduras salían de las ideas del
orden y de la autoridad de la extrema derecha. Seis
de las democracias más sólidas del continente fueron
invadidas por los nazis al año siguiente de acabar
la Guerra Civil. España no era, en consecuencia, una
excepción ni el único país donde el discurso del
orden y del nacionalismo extremo se imponía al de la
democracia y la revolución.
Pero
eso nunca debería ser una excusa, un argumento
tranquilizador para descargar las responsabilidades
de amplios sectores de la población española, los
grupos más cultos, las clases propietarias, los
dirigentes políticos y sindicales, militares y
eclesiásticos, que poco hicieron por desarrollar una
cultura cívica, de respeto a la ley, a los
resultados electorales, de defensa de las libertades
de expresión y asociación y de los derechos civiles.
Muchos españoles vieron la guerra desde el principio
como un horror, otros sentían que estaban en la zona
equivocada y trataban de escapar. Hubo personajes
ilustres de la República que no tuvieron
participación alguna en la guerra y estaba también
la llamada "tercera España", algunos intelectuales
que pudieron "abstenerse de la guerra", como decía
de sí mismo Salvador de Madariaga. Pero la guerra
atrapó a la mayoría de la población española, a
millones de ciudadanos, les hizo tomar partido,
aunque algunos se mancharan más que otros, e
inauguró un periodo de violencia sin precedentes en
la historia de España, por mucho que todavía haya
versiones que vean esa guerra como una consecuencia
lógica de la tendencia ancestral de los españoles a
matarse.
No
hay, por tanto, una respuesta simple a la pregunta
de por qué del clima de euforia y de esperanza de
1931 se pasó a la guerra cruel y de extermino de
1936. España comenzó los años treinta con una
República y acabó la década sumida en una dictadura
derechista y autoritaria. Por mucho que se hable de
la violencia que precedió a la Guerra Civil, para
tratar de justificar su estallido, está claro que en
la historia del siglo XX español hubo un antes y un
después del golpe de Estado de julio de 1936.
Además, tras el final de la Guerra Civil en 1939,
durante al menos dos décadas no hubo ninguna
reconstrucción positiva, tal y como ocurrió en los
países de Europa occidental después de 1945.
Los
bandos que se enfrentaron en España tenían ideas tan
distintas sobre cómo organizar el Estado y la
sociedad y estaban tan comprometidos con los
objetivos por los que tomaron las armas, que era
difícil alcanzar un acuerdo. Y el panorama
internacional, de nuevo, tampoco dejó espacio para
las negociaciones. De esa forma, la guerra acabó con
la aplastante victoria de un bando sobre otro, una
victoria asociada desde ese momento con todo tipo de
atrocidades y abusos de los derechos humanos. Las
dictaduras que emergieron en Europa en los años
treinta, en Alemania, Austria, o España, tuvieron
que enfrentarse a movimientos de oposición de masas
y para controlarlos necesitaron poner en marcha
nuevos instrumentos de terror. Ya no bastaba con la
prohibición de partidos políticos, la censura o la
negación de los derechos individuales. Un grupo de
criminales se hizo con el poder. Y la brutal
realidad que salió de sus decisiones fueron los
asesinatos, la tortura y los campos de
concentración.
La
victoria de Franco fue también una victoria de
Hitler y de Mussolini. Y la derrota de la República
fue asimismo una derrota para las democracias.
Setenta años después de que las armas se impusieran
a las palabras, tenemos que enseñarles a los jóvenes
y adolescentes, a quienes vienen detrás de nosotros,
que la violencia y la intransigencia es el legado
más pernicioso de ese pasado. Sólo el diálogo, el
debate político, la democracia y la libertad pueden
curar las heridas, superarlas y construir un
presente mejor.
|