Lugares de la Guerra
Teruel, el
Ebro, Madrid, Barcelona… Hemos vuelto a los
lugares emblemáticos de las batallas de la Guerra
Civil, donde murieron y lucharon miles de
españoles. Setenta años después, las imágenes nos
acercan al recuerdo de aquellos días de sangre y
fuego. Los paisajes de entonces muestran el horror
de las bombas, la desolación de los muertos. En
las imágenes de ahora, captadas en el sitio exacto
donde sucedieron los hechos, la niebla del tiempo
ha lavado las huellas del desastre. Quedan la
memoria y las fotografías en este 70º aniversario
SANTO JULIÁ Y JUAN JOSÉ MILLÁS
EL PAIS SEMANAL - 09-07-2006
Las batallas de la guerra
civil española se sucedieron bajo la atenta mirada
de corresponsales y fotógrafos armados con cámaras
Leica. Eran jóvenes periodistas y escritores que
ante el horror de aquella contienda estaban
decididos a que el mundo entero se acordara de
España. Fue su gran causa. Y esas imágenes han
logrado que jamás olvidemos los desastres de esa
guerra.
Por Santos Juliá
Ni los militares que desde
meses atrás conspiraban contra la República fueron
capaces de prever los obstáculos con los que iba a
tropezar su intentona insurreccional, ni el Gobierno
de la República, débil y desasistido, fue capaz de
prever la fuerza del golpe: dos impotencias cruzadas
que hicieron imposible, para el Gobierno, aplastar
el golpe y, para los sublevados, conquistar el
poder. La situación así creada en aquellos días de
julio de 1936 podría definirse, pues, como una
rebelión militar que tropieza con una fuerte
resistencia popular o como una resistencia popular
que no basta para aplastar la insurrección militar.
Hasta ese momento, todo se
jugaba entre españoles. Ninguna potencia exterior se
había implicado en la insurrección y ninguna vino en
auxilio del Gobierno de la República. Y sin embargo,
desde el primer momento, tanto los insurrectos como
los resistentes apelaron a la movilización de sus
fuerzas evocando las gestas del pasado en que
españoles heroicos habían combatido por la
independencia de su nación frente a una invasión
extranjera. Según los rebeldes, España estaba a
punto de convertirse en colonia rusa; según los
leales, el pueblo, como en un nuevo Dos de Mayo,
hacía frente al fascismo internacional.
La distancia entre estas
retóricas de lucha a muerte contra un invasor,
comunista o fascista, sublimaba en el discurso lo
que las fotografías de los hechos de julio revelaban
en toda su crudeza: España había entrado otra vez en
guerra civil, guerra entre españoles, disputándose
el control de las calles de pueblos y ciudades, con
enfrentamientos cara a cara, con violentas
detenciones y ejecuciones sumarias. Era una guerra
de apariencia antigua, tanto por los tipos humanos
que luchan en las calles como por el armamento que
utilizan, las tácticas que emplean, las milicias
civiles y los sectores sociales que movilizan:
aristócratas, terratenientes, Iglesia católica con
una amplia base en las clases medias urbanas y en
los pequeños y medios propietarios agrícolas, de una
parte, y de otra, un heterogéneo conjunto de
republicanos, socialistas, anarquistas, comunistas y
nacionalistas vascos y catalanes. Una continuación,
como todos evocaron desde los primeros momentos, de
las guerras civiles del siglo XIX, las que se habían
librado entre liberales y carlistas.
Y aunque las peores
destrucciones estaban todavía por llegar, el balance
de aquellas primeras semanas de guerra civil vivida
ideológicamente como guerra frente a un invasor
extranjero fueron las que se cobraron un mayor
precio en vidas humanas, en crímenes hoy llamados
contra la humanidad, en genocidios. Se podía caer
prisionero y acabar encerrado durante días en un
calabozo, para luego sufrir la saca y el paseo, o
bien se podía ser detenido en la calle y asesinado
sobre la marcha por la mera sospecha de pertenecer
al bando contrario. Dos dinámicas exterminadoras se
pusieron en marcha, movidas por un ansia de limpieza
o depuración de la retaguardia, por la búsqueda del
enemigo al que se suponía agazapado en el interior
de cada zona; dos dinámicas que fueron resultado, en
el territorio que había permanecido leal a la
República, del hundimiento del Estado, con la
desaparición del aparato judicial, la disolución del
ejército y de buena parte de las fuerzas de
seguridad, y en el territorio caído en manos de los
rebeldes, de una planificada política de liquidación
y exterminio. Fueron, en la zona leal, los días de
llamas evocados en la sobrecogedora novela de Juan
Iturralde, y en zona rebelde, los grandes
cementerios bajo la luna que tanto trastornaron a
Georges Bernanos, testigo de la sangre que hacía
correr una guerra trasmutada en cruzada por la
jerarquía de su Iglesia.
Esa clase de guerra pudo
haber acabado en una hoguera de colosales
dimensiones que se habría consumido a sí misma,
falta de material para sostener su fuego, en tres o
cuatro meses. Los rebeldes, derrotados en las
grandes capitales, no disponían de recursos
financieros ni industriales para sostener un largo
esfuerzo de guerra; la República, atomizado el poder
por efecto de una revolución incapaz de organizar
eficazmente su defensa, carecía de organización y
dirección política para pasar a la ofensiva. En
estas condiciones, lo que habría de decidir el
resultado de aquella guerra antigua, última de las
guerras civiles españolas, sería la intervención
extranjera: ganaría el que dispusiera de una ayuda
más sistemática y regular procedente, ahora sí, del
exterior.
A partir de esta evidencia,
muy pronto percibida por el jefe de la rebelión en
África, el general Franco, que solicitó presuroso la
ayuda alemana, la guerra de España adquirió una
auténtica dimensión internacional. El proyecto
franco-británico de levantar una especie de cordón
sanitario por medio de un comité de no intervención
fue aprovechado en su favor por los sublevados, que
obtuvieron, sin contrapartidas, el inmediato y
eficaz apoyo de las dos potencias fascistas,
Alemania e Italia. En el hotel Cristina de Sevilla,
los alemanes empezaron a campar por sus respetos; no
mucho después, y ante el bloqueo a que fue sometida
la República por las potencias democráticas, a
Madrid y Barcelona comenzaban a llegar agentes
soviéticos.
De manera que antes de
finalizar el verano del 36, la guerra española no
era un asunto que atañía exclusivamente a los
españoles. Así lo recordaba una y otra vez a sus
visitantes franceses el presidente de la República
al mostrarles, desde el palacio Nacional, la línea
del frente: “Lo que se juega ahí abajo”, dijo a Jean
Cassou, “no es sólo nuestro destino, es también el
vuestro”. “Si la República pierde esta guerra”,
repetía a Jean Richard Bloch, “Francia y Gran
Bretaña habrán perdido la primera batalla de la II
Guerra Mundial”. Nadie en el Quai d’Orsay ni en el
Foreign Office dio a esas palabras más importancia
de la que se presta a las fantasías de un demente;
pero como el curso de los hechos mostraría, la farsa
de la no intervención, producto de la política de
apaciguamiento, fue un error histórico a la altura
de la desesperada lucidez de Azaña.
En todo caso, el presidente
de la República no se equivocaba, y, desde la
batalla de Madrid, la guerra civil adquiere todos
los ingredientes que la convierten en experimento de
la guerra mundial que se avecinaba, una especie de
guerra mundial en miniatura, con una diferencia: las
dos grandes potencias democráticas dejaron hacer a
las potencias totalitarias lo que bien quisieran,
mientras Estados Unidos contemplaba el asunto desde
la distancia. Sólo la Unión Soviética entendió que a
Alemania no se la podía contener con políticas de
apaciguamiento y aprovechó la guerra española para
averiguar sobre el terreno si sus aliados estaban
realmente decididos a mantener la política de
seguridad establecida en sus líneas fundamentales
desde el fin de la Gran Guerra.
Para España, la
intervención extranjera significó que los combates
del verano del 36, con milicianos en alpargatas y
fusil al hombro, enfrentados a una mezcolanza de
militares al mando de legionarios y regulares, de
carlistas y falangistas, se transformaron desde el
otoño en guerra de trincheras, ametralladoras,
tanques y aviones. Dirigida sobre el terreno por
militares educados en la escuela francesa, esta
guerra repetiría en algunos aspectos las estrategias
de la Gran Guerra del 14 y anunciaría en otros las
que se pondrían en práctica de forma masiva en la II
Guerra Mundial. De lo primero, la obstinación en
conquistar posiciones de limitado valor estratégico
utilizando todos los recursos disponibles hasta
romper la línea del frente del enemigo; de lo
segundo, los bombardeos sistemáticos de ciudades con
el propósito de acelerar la rendición del
adversario, minando la moral de su retaguardia.
Y así fueron sucediéndose,
en medio de crecientes sufrimientos y privaciones de
la población civil, las batallas de la guerra de
España ante la atenta mirada de corresponsales y
fotógrafos extranjeros, armados con cámaras Leica y
películas Kodak, que nos dejarían los más vivos
testimonios de ese cruce de guerras: jóvenes en su
mayoría, estaban decididos a que todo el mundo se
acordara de España. Fue la primera guerra radiada
día a día, la primera fotografiada escena tras
escena. Los medios de comunicación habían adquirido
una nueva dimensión en los años veinte, con la
fotografía incorporada a las revistas y periódicos
más populares. La guerra de España, que para muchos
combatientes extranjeros fue su last great cause,
para las revistas ilustradas fue un regalo, una
“buena guerra”, la más fotogénica de las guerras
posibles.
Guadalajara, Belchite,
Teruel, el Ebro: eso era lo que pasaba en España,
nombres que en un instante alcanzaron resonancia
universal: ofensivas republicanas, rompimientos del
frente, avances que a los pocos días se detienen,
repliegues para asegurar la posición tan arduamente
tomada y, a partir de enero de 1938, retirada,
desmoronamiento del propio frente, avance del
enemigo, también a costa de grandes sacrificios.
Todo quedó registrado: el instante de la muerte, la
entrada de las tropas en ciudades devastadas, las
calles solitarias, el frío, la derrota, el abandono,
la soledad de niños y mujeres. Con el futuro
ensombrecido por la amenaza de nueva guerra mundial,
había que acordarse de España.
Mientras en los frentes la
República perdía terreno, en la retaguardia, sin
defensas, los aviones alemanes e italianos
comenzaron a hacer de las suyas, otro tributo a la
internacionalización de la guerra. Madrid y
Barcelona sufrieron grandes bombardeos, pero nada
igualó ante la opinión pública mundial la
destrucción de Gernika, preludio de los bombardeos
de ciudades, inocuas desde el punto de vista
militar, pero de alto valor simbólico. Preludio
también del desprecio por la vida de la población
civil, de ensañamiento y destrucción: experimento
del horror que aún estaba por llegar.
Paradójicamente, una guerra
que comenzó como guerra civil, que luego se
convierte en guerra mundial en miniatura, recupera
desde la derrota del Ebro el carácter de guerra
estrictamente española. La cesión franco-británica
ante Hitler en Múnich significa que ya nadie se
acuerda de España. Franco tiene las manos libres
para liquidar la guerra como quiera. Los alemanes
están hartos de los generales españoles; los rusos
giran su política hacia un pacto con Alemania;
Italia se da por satisfecha. Nadie va a mover ni un
dedo por lo que ocurra en España. Franceses y
británicos, para no perder pie, reconocen el
Gobierno de Burgos. Es la entrega pura y simple de
los republicanos a su suerte.
Última de las guerras
civiles, la guerra del 36 no acabará como la
primera, con un abrazo entre generales victoriosos y
derrotados. Franco no acepta una rendición en debida
forma; sólo se satisface con la derrota
incondicional. Consumada, las escenas de militares,
guardias civiles y sacerdotes entrando en los
últimos reductos de la resistencia con el brazo en
alto es ominoso anuncio de la suerte que espera a
los derrotados. Los consejos de guerra empezaron de
inmediato su tarea de limpieza y depuración: hasta
50.000 españoles, al menos, fueron fusilados después
del día de la derrota. Fue la manera española de
continuar la guerra mientras en Europa, medio año
después, los alemanes invadían Polonia.
Si leer, como se ha dicho
en alguna ocasión, implica releer, vivir implica
revivir. Así que no sólo se regresa al lugar del
crimen, sino también al de los besos, al de las
derrotas, al de las pesadillas o los sueños.
Periódicamente, por cierto, regresamos también al
álbum de fotos familiar –el lugar del crimen por
excelencia– para averiguar cómo éramos, o para
compararnos con lo que hemos llegado a ser.
José Manuel Navia ha
regresado a los lugares de la guerra civil española
para fotografiarlos desde las mismas posturas desde
las que los retrataron sus testigos. La comparación
entre la instantánea de entonces y la de ahora
provoca en el espectador perplejidad, sorpresa,
desolación, alivio…: todos los sentimientos, en fin,
que despiertan el tiempo y la memoria al actuar de
forma simultánea sobre la conciencia. En su voluntad
por reproducir la trayectoria del disparo de las
antiguas máquinas, Navia ha perpetrado en este
reportaje hallazgos narrativos sorprendentes.
Por Juan José Millás
Si leer implica releer;
vivir, revivir, y construir, reconstruir, tratar
comporta retratar, o volver a fotografiar, como
ustedes prefieran. Y esto es lo que ha hecho Navia,
volver a fotografiar los lugares de los que
procedemos para revolver el álbum de familia (el
lugar del crimen). De la comparación entre los dos
extremos del arco, cuya materia es el tiempo y la
memoria, salimos bastante favorecidos incluso cuando
salimos mal. Me decía Navia que una de las cosas que
más le habían llamado la atención al recorrer estos
lugares era lo feas que estamos haciendo las
ciudades.
–Hay mucho ruido visual
–añadía–: bolardos, carteles, señales de tráfico…
Es cierto, pero vale más
este ruido de colores que el silencio en blanco y
negro producido por las bombas.
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