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José
Antonio Martí Pallín.
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Cautivos y desarmados
EL PAÍS -
Opinión - 01-04-2006
Nuestra Guerra Civil comenzó
con el golpe militar de una parte del Ejército,
siempre proclive a interferirse en los procesos
liberales y democráticos de la sociedad civil. Duró
tres años de sangre, sudor y lágrimas.
No sé quién
concibió el último parte de guerra del 1 de abril de
1939. Los redactores no actuaron presos de la
embriaguez o el ardor del triunfo. De manera clara,
admonitoria y lacónica avisaban, como en las guerras
de Roma, que no habría piedad con el vencido. Nada
podían esperar sino la venganza y su reducción a
sujetos pasivos o más bien objetos, de una táctica
pensada, diseñada y puesta en práctica en las
guerras coloniales.
Sólo una mente
perversa es capaz de planificar una especie de
solución final selectiva al estilo del nazismo.
La represión tenía la doble finalidad de exterminar
los cuerpos y de asfixiar los sentimientos de los
que vivieron trágicamente el holocausto de sus
familiares y amigos.
Ningún
resquicio para la tolerancia. La obsesión por
eliminar cualquier vestigio de la denostada
"democracia partitocrática" llevó a los artesanos
jurídicos de los vencedores a construir un entramado
de leyes, aparentemente formales, pero carentes de
la más mínima legitimidad.
La maquinaria
de exterminio se puso en marcha sin solución de
continuidad. Los consejos de guerra sumarísimos
adquirieron un ritmo trepidante y, en su mayoría,
decidieron, en minutos, condenas de muerte y
reclusiones a treinta años. Las ejecuciones se
publicaban, al igual que los bandos de los ejércitos
de ocupación, en los periódicos hasta que se dieron
cuenta de que las hemerotecas terminarían
volviéndose en su contra.
Los que no
fueron llevados a las tapias de fusilamiento se
convirtieron en cautivos encerrados en su propio
cuerpo y en su propio país. Como sombras
deambulantes no podían exteriorizar ni el dolor ni
el grito ante la barbarie y la injusticia. No sólo
perdieron su capacidad de vivir; fueron acallados en
sus creencias y de la posibilidad de
exteriorizarlas. Si quería buscarse un espacio vital
en la euforia arrogante de los vencedores, debían
negar sus ideas y adoptar aquellas que habían
oprimido y causado la muerte de sus allegados. Sus
bienes, como en una conquista, fueron botín de
guerra y las confiscaciones se plasmaron y
legalizaron con pretensión de futuro en una Ley de
Responsabilidades Políticas que daba patente de
legitimidad a los expoliadores.
Los vencedores
tuvieron cuarenta años de dominio total sobre la
vida y haciendas de los cautivos. Durante este
tiempo se otorgaron todo género de ventajas para
favorecerse con cargos públicos pagados con el
dinero de todos; también de los vencidos.
Los
vencedores, a duras penas, se resignaron ante la
muerte del Caudillo-Icono que representaba tanta
ignominia. Nunca pensaron que se debía dar paso a
una alternativa que aborrecían. La democracia
presente es el fruto de la lucha de la oposición que
sólo pudo reconstruirla bajo la atenta vigilancia de
los poderes tradicionales. Sólo pusieron como
condición que se respetaran los derechos y prebendas
adquiridos y disfrutados generosamente, a cambio de
condescender con que se instaurase un régimen de
libertades que devolvió la soberanía al pueblo
español.
Ahora, a los
setenta años del inicio de la confrontación entre
españoles, muchos de los cautivos y los depositarios
de su memoria sólo quieren recuperar el orgullo de
sentirse españoles y defensores de los valores de la
República, única fuente inspiradora de nuestra
actual Constitución.
No se puede
esperar ni un momento más. No cabe esgrimir los
fantasmas del pasado. Ni los ciudadanos españoles lo
consentirían ni ninguna facción tendría el apoyo
interno y externo para volver al túnel del tiempo.
He dicho a
menudo, desde hace bastante tiempo, que los consejos
de guerra sumarísimos son nulos de pleno derecho e
incompatibles con las normas del Derecho
Internacional de los Derechos Humanos incorporados a
nuestra Constitución. El Congreso de los Diputados,
recientemente, acordó una proposición no de ley
solicitando la nulidad del consejo de guerra que
llevó al paredón a un democratacristiano catalán.
¿Qué dificultad existe para extender esta decisión a
todos los condenados, en condiciones de absoluta
indefensión, por unos tribunales ilegales?
El expolio de
las almas es difícil restituirlo y en gran medida
depende de la fortaleza y dignidad de los que vieron
cómo sus deudos y familiares eran expulsados de la
única España que monopolizaron los vencedores.
El despojo
material también puede y debe ser corregido. Los que
han amparado la ley de devolución del patrimonio
sindical a UGT no pueden alegar dificultades
insalvables. Nadie entendería que esta reparación es
posible sólo en este caso y que no se puede extender
una ley semejante a todos los grupos y particulares
afectados por la Ley de Responsabilidades Políticas
o por simples usurpaciones y extorsiones delictivas.
El 1 de abril
de 2006 se puede y se debe dictar el último bando.
La Constitución democrática debe anunciar que todos
tendrán derecho a una reparación justa de sus
agravios.
Cuando escribo
estas líneas, la Asamblea Parlamentaria del Consejo
de Europa ha aprobado dirigirse al Consejo de
Ministros para que el 18 de julio de 2006 se declare
día oficial de condena del régimen de Franco. La
Asamblea espera que el debate actualmente en curso
en España desemboque en un examen y en una
evaluación completa y profunda de los crímenes del
régimen franquista.
La memoria
histórica ha arraigado fuertemente en los
descendientes de los vencidos que sólo han conocido
la democracia como forma de convivencia. Saben que
todavía quedan muchas fosas ocultas en los campos de
nuestra patria.
Los familiares
de los desaparecidos sólo quieren que les permitan
hundir sus manos abiertas en la tierra de todos los
españoles para sentir el calor de su s
antepasados y devolverles a la condición de
ciudadanos. Esta tierra que nos ha de cubrir a
todos, como dijo Manuel Azaña en plena Guerra Civil,
debe poner punto final a un agravio histórico,
haciendo real y efectivo su clamor de Paz, Piedad y
Perdón. Ahora, además, es la hora de la Justicia.

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La
espada y la balanza
EL PAÍS - Opinión - 19-08-2006
La justicia como valor es
invisible e inalcanzable. Para hacerla tangible se
representa por medio de una señora con los ojos vendados
que esgrime en su mano derecha la espada y en la
izquierda la balanza. Que nadie busque subliminales
mensajes, se le ocurrió así al que consiguió acertar con
esta imagen como símbolo terrenal de tan altos
objetivos. La espada simboliza la fuerza inflexible de
la letra de la ley, dura lex sed lex, la balanza
significa el equilibrio, el razonamiento y la búsqueda
de la justicia.
Se me ocurren estas reflexiones
previas, a la vista de la tan anunciada Proposición de
Ley, de nombre interminable, que el Consejo de Ministros
remite a las Cortes Generales para reparar los horrores
de la Guerra Civil y su prolongada posguerra.
Después de una primera lectura
experimento sentimientos contradictorios. Más que una
ley me parece un conjunto de paliativos, seguramente
bien intencionados, pero desoladoramente ajenos a
cualquiera de los valores que son el nervio de nuestra
Constitución.
El debate sobre la recuperación
de la Memoria Histórica ha sido inteligentemente
desmontado y desprestigiado. Ya sabemos que la memoria
es una de las potencias del alma que reside en el
cerebro. Demasiada abstracción para ser compatible con
el realismo jurídico y lo políticamente correcto. Por
otro lado, la Historia se considera exclusiva de los
historiadores, como si se tratase de una ciencia cuyos
arcanos sólo pueden manejar los que son o se proclaman
como tales.
No entro en el debate. A pesar
de estos análisis, más o menos científicos, la historia
la llevamos todos en nuestro pasado e inevitablemente
tratamos de proyectarla hacia el futuro. Los
historiadores de profesión y los que motivados por las
vivencias recientes queremos valorar el pasado, estamos
abocados a plasmar por escrito nuestras conclusiones.
Dejemos que los lectores, sin apriorísticas selecciones,
establezcan libremente sus juicios y sus críticas.
Herodoto, el padre de todos los historiadores, escribía
lo que le transmitían oralmente los protagonistas
directos o sus herederos. Los documentos e incluso las
imágenes que manejan sus discípulos contemporáneos no
añaden más veracidad al testimonio de los protagonistas.
El grito que surge de sus vidas nunca se acallará, por
mucho que traten de explicarles lo que estiman
injustificable. Los fusilamientos, las fosas, las
cunetas, el exilio exterior e interior, hablarán hasta
el último aliento y quedarán en la memoria de sus
allegados. Lo demás son historias.
Lo que más duele para los que
modestamente nos consideramos demócratas es que se haya
utilizado nuestra Constitución como pretexto y como arma
arrojadiza. Para justificar mi queja, espero no aburrir
a mis hipotéticos lectores con farragosas explicaciones
jurídicas.
Desde el año 1936, el tiempo y
la vida no se han parado. Los seres humanos, sea cual
sea el escenario político en que se mueven, generan por
sí mismos infinidad de relaciones jurídicas:
matrimonios, filiaciones, contratos, herencias,
actividades mercantiles y financieras, y así hasta el
inagotable catálogo que ofrece el intercambio de
voluntades entre personas.
Durante el largo periodo del
régimen nacional sindicalista, como se autodenominaba,
la gente de cualquier ideología, convicción o creencia,
vivía, se reproducía y moría. Los derechos y
obligaciones que surgieron de la vida misma, es difícil
y arriesgado reconvertirlos o modificarlos, al amparo de
la nueva Constitución democrática.
De forma necesariamente
sintética, trataré de exponer cuál ha sido la postura
del Tribunal Constitucional sobre la no retroactividad
de los derechos fundamentales, en mi opinión,
insuficientemente matizada. Cuando el escultor Pablo
Serrano solicitó que se le reconociese la titularidad de
una escultura que había vendido, esgrimía el derecho del
artista a sus creaciones, que introducía la
Constitución. Ante la previsible avalancha de
reclamaciones sobre derechos de carácter eminentemente
privado, el Tribunal Constitucional, con prudencia, pero
sin contundente rigor, denegó su pretensión. Lo mismo
hizo ante la petición de derechos de jubilación y otros
de análogo carácter. Comparto esta idea. Sería
perturbador e inseguro jurídicamente desmontar todo lo
que la vida ha ido consolidando con su imparable
pujanza.
Sin embargo, cuando el Tribunal
entra en el análisis de casos en los que los derechos
vulnerados son patrimonio de la humanidad, sus
razonamientos no sólo son inconsistentes sino claramente
contrarios al derecho internacional sobre los derechos
humanos. Lo que consideran como imposible revisión
periódica de la historia impide a todos los ejecutados
en Consejos de Guerra sumarísimos aspirar a una póstuma
anulación de sus procesos. Como se ha dicho, al fin y al
cabo, era la legalidad vigente en el momento de su
condena a muerte.
Esta tesis, en plena vigencia
del principio de jurisdicción universal, la anulación de
las leyes de punto final, la derogación de las
autoamnistías, la imprescriptibilidad de los crímenes
contra la humanidad, y la creación de Tribunales
Internacionales para perseguirlos, impide despachar
estos asuntos de forma tan esquemática y fría.
Me parece, con todos los
respetos, por lo menos una falta de rigor jurídico. Como
dice la jurisprudencia del Tribunal Supremo
estadounidense, una sentencia vale lo que valen sus
razonamientos.
Despojarles, esgrimiendo
problemas de retroactividad, la titularidad de derechos
tan fundamentales como el derecho a ser juzgado por un
tribunal legítimo, a no ser torturados ni ejecutados
extrajudicialmente, es negarles su condición humana.
Afirmar que carecían de ellos hasta que llegó la
Constitución supone privarles de la dignidad inseparable
de la condición humana. Si eran humanos tenían derechos
y estos claman por su reconocimiento, aunque sea tardío.
Me parece descorazonador que se
les ofrezca, en compensación, una especie de certificado
de buena conducta que, en lugar de estar emitido por el
cura párroco o el comandante de puesto de la Guardia
Civil, se lo otorgaran solemnemente cinco notables y
será publicado en el Boletín Oficial del Estado.
A la vista de los
acontecimientos, a todos los muertos por comulgar con el
golpe militar o por defender la legalidad republicana y
la democracia, sistema imperfecto como dijo Winston
Churchill, sólo se me ocurre decirles que descansen en
paz y pidan perdón por las molestias que están causando.
Ya vendrán tiempos mejores. Una vez más, la espada ha
conseguido desequilibrar la balanza.

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Dioses, tumbas y
sabios
EL PAÍS - Opinión - 11-10-2006
C. W. Ceram, autor del libro
cuyo título encabeza estas líneas, ha llevado a sus
numerosos lectores por los fascinantes laberintos de la
historia. Se ha dicho, acertadamente, que reconstruye el
pasado en clave de trama policíaca.
Vivimos una actualidad
convulsa. No creo a los que afirman que si ignoramos el
pasado estamos abocados a repetirlo. Más bien
careceremos de las claves necesarias para enfrentarnos a
una realidad que nunca pudieron imaginar los personajes
que vivieron intensamente épocas no menos turbulentas.
Los dioses siguen sin
materializarse porque perderían su esencia divina, las
tumbas que no han sido objeto de la rapiña arqueológica,
permanecen en los lugares que eligieron sus ocupantes y
los sabios tienen la permanente tarea de transmitir sus
experiencias y su sabiduría a todos los que vivimos en
su entorno.
La reciente intervención, en la
antigua Ratisbona, de Benedicto XVI, un cardenal de
profunda formación filosófica, elevado a la categoría de
Sumo Pontífice de la Iglesia católica, Apostólica y
Romana ha provocado reacciones violentas entre los
actuales profetas del islam.
La ciudad elegida ha tenido un
papel relevante en la historia de la religión católica.
La Iglesia vivía unos momentos confusos en los que se
cuestionaban los dogmas oficiales, sembrando, al mismo
tiempo, la alarma en los poderes terrenales. La Dieta de
Ratisbona celebrada en 1545, prácticamente coetánea con
el Concilio de Trento, abre un apasionado debate entre
el luteranismo incipiente y las verdades establecidas.
Después de un largo período de confrontación, las
tensiones parecen terminarse con la paz de Augsburgo en
1555.
La historia sigue y el debate
reaparece en el Aula Magna de la Universidad de
Ratisbona. Si alguien debía sentirse afectado por el
académico discurso del Papa seríamos los laicos que
postulamos la superioridad de la razón y de la dignidad
humana sobre una "teología anclada en la fe bíblica".
Advierte a éste parte del mundo que se denomina
occidental del peligro que supone aferrarse a una
racionalidad de la que "sólo puede experimentar un gran
daño".
No obstante las discrepancias
que se puedan mantener dentro de un debate profundo y
racionalizado como pide el Pontífice hay que reconocer
que introduce una cuestión que afecta a los choques,
diálogos o alianzas de civilizaciones.
No sé que me produce más
rechazo. Si ver al presidente de una nación, culta,
democrática y desarrollada como los Estados Unidos de
Norteamérica llevarse la mano al corazón e impetrar la
ayuda de Dios para que salve exclusivamente a sus
ciudadanos, o un líder como Alí Jamenei saliendo al paso
de una conferencia del papa Benedicto XVI con el fervor
de un iluminado que anuncia la destrucción de todo aquel
que no comulgue con la lectura que algunos han realizado
de los libros sagrados del Corán.
No se puede afrontar el debate
sin situar a su protagonista, el cardenal Joseph
Ratzinger, en el entorno en que él ha desarrollado su
actividad universitaria.
He leído algunos de sus textos
como la Introducción al Cristianismo, pero desde
hace tiempo me impactó la lectura de su discurso de
recepción como doctor honoris causa por la
Universidad de Navarra. En un ámbito, también esta vez
universitario, de profundas tradiciones religiosas,
pocas personas habrían tenido el valor de plantearse,
como preámbulo de su intervención, si la fe era
compatible con la razón. Para mí, es suficiente esta
proposición dialéctica, aunque a continuación despeje
las dudas y se decante por su absoluta compatibilidad e
inescindible relación.
Hoy día sus compañeros de
debate no son personas que, ocasionalmente como yo,
invadan audazmente el campo de la filosofía teológica.
Habermas y Kung nos han dado testimonio de su
profundidad teológica y de su impecable formación
filosófica.
No sé si la sotana y la tiara
de un Papa pueden acomodarse a una cabeza tan
rigurosamente científica, lo que sería lamentable, o si,
por el contrario, ha llegado el momento de sustituir la
propaganda de la fe por el raciocinio y por la
implantación de los valores evangélicos. Muchos
católicos están dispuestos a defenderlos por encima de
dogmas, dioses y tumbas que nada aportaron al desarrollo
profundo de la racionalidad y dignidad del ser humano.
Por supuesto que todos
defendemos la libertad de expresión, pero el discurso de
la antigua y medieval Ratisbona merece una detenida
reflexión.
Se trata de un texto leído ante
un auditorio de estudiosos de la filosofía, por lo que
sólo debe extraerse su contenido más académico que
teológico. Por ello estimo que sobraba la referencia
histórico-erudita a Manuel el Paleólogo y que se podrían
haber encontrado citas más ajustadas no sólo a la
historia sino al presente.
En todo caso, el mundo musulmán
no puede utilizar un debate sobre la fe, la religión y
la razón para desatar las iras de unas masas sometidas a
sus propios dictados y, al mismo tiempo, masacradas por
un mundo occidental que, en su mayoría, no se identifica
con los dogmas de los apostólicos romanos.
Se puede aplicar a la religión
una cita de Goethe que preludia el libro de Ceram: El
arte y la ciencia como todos los sublimes bienes del
espíritu pertenecen al mundo entero. Los
responsables de predicar el Corán tienen la obligación
moral de rechazar, enérgica e indubitadamente, cualquier
justificación de la violencia, frente a los que
consideran paganos e infieles por no practicar sus
mandatos.
Los tiempos y los peligros
potenciales que encierran el mundo en que vivimos no
pueden ser azuzados por guardianes de la fe de signo
distinto. En el debate de las tesis antagónicas sobran
los anatemas, tan queridos por la Iglesia católica
tradicional y por los imanes de la fe.
Nadie podrá acusar al Papa de
haber utilizado un lenguaje incendiario o intolerante.
Quizá debió medir el tiempo en que se estaba
pronunciando. El islam y sus representantes en la tierra
no pueden, de forma intransigente y violenta, rebatir
argumentos teológicos y de paso dar motivos a los
halcones para reforzar sus políticas, que estaban
retrocediendo ante la opinión pública.
Dejemos que los dioses habiten
en el Olimpo que las tumbas no sean profanadas y demos
una oportunidad la única salida posible que pasa por
fomentar el enriquecedor debate de los sabios.

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18 de julio.
cicatrices de la memoria
EL PAIS | Opinión - 15-06-2004
A Claudio Magris, que me
inspiró este artículo
Hace algún tiempo, en este
país, un grupo de ilustrados y de líderes del incipiente
movimiento sindical consiguieron sentar las bases
jurídicas, políticas y sociales para que los españoles
pudieran recuperar el tiempo perdido que nos separaba de
los Estados modernos y de la cultura democrática. La
Constitución de 1931 recogió los valores sembrados por
los liberales y añadió algunas aportaciones que habían
sido extrañas a nuestra tradición, dominada por el
pensamiento reaccionario.
Esta expansión política y
cultural de nuestros estrechos y anticuados moldes no
fue posible culminarla en un plazo razonable. No es el
propósito de estas líneas, ni sería posible en el marco
de un artículo periodístico, analizar y profundizar en
las causas del fracaso y de la involución. Una vez más
en nuestra historia, una parte del Ejército se puso al
servicio del pensamiento más reaccionario y se erigió en
valladar frente a la modernidad, defendiendo los
intereses de los sectores sociales que veían peligrar
sus privilegios.
El fracaso que supone para una
nación el enfrentamiento entre conciudadanos culminó con
la victoria de los que se alzaron en armas contra la
legalidad constitucional más avanzada de nuestra
historia.
El parte de guerra de los
vencedores es premonitorio. Su contenido resulta
estremecedor. Nos retrotrae a las guerras expansionistas
de la Roma imperial. No tiene precedentes en la historia
contemporánea declarar cautivo a un ejército vencido.
Los romanos ya advertían solemnemente a sus enemigos:
¡ay de los vencidos!
Las mentes más arcaicas de
nuestro panorama cultural consiguieron imponer sus
concepciones e incorporar al ideario franquista "la Ley
de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica,
Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de
la conciencia nacional que inspirará su legislación. El
ideal cristiano de la justicia social inspirará la
política y las leyes".
La venganza fue cruel y
especialmente selectiva. La obsesión del régimen
personal de Franco se centró inicialmente en los masones
y comunistas, estableciendo una ligazón entre ambos que
causaría la hilaridad de cualquier historiador, ajeno a
nuestras peculiares vicisitudes históricas. La reina de
Inglaterra no llegó a visitar España, pero, en
aplicación estricta de la ley, debería haber sido
condenada a treinta años de reclusión.
Resulta significativa la saña
con la que se persiguió a los maestros que habían
dedicado su vida a sembrar los valores de la cultura
moderna en las aldeas y ciudades de nuestra Patria.
Manuel Rivas, en su novela La lengua de las
mariposas, refleja de manera patética y desoladora
el contraste entre la cultura de los vencidos y la
ignorancia de los vencedores. Hace unos días leí
emocionado una esquela en este diario. El único
recuerdo, patrimonio y orgullo de la fallecida y de su
familia era, haber sido "maestra de la República".
Los consejos de guerra
sumarísimos, sin las más mínimas garantías de un proceso
de una sociedad civilizada, funcionaron como una
maquinaria aniquiladora de la cultura o de las simples
convicciones democráticas. Su furia e inhumanidad
resultan verdaderamente sonrojantes, para los que
participaron en aquellas parodias de juicios, que
llevaron al paredón a más de cuarenta mil vencidos por
el hecho de haber tomado parte en lo que sarcásticamente
denominaban "auxilio a la rebelión". Incluso un criminal
de guerra, como Himmler, en una visita a nuestro país,
quedó impresionado por la ferocidad de la represión y
aconsejó un poco más de templanza. En la historia
contemporánea no se conoce un genocidio con formas
legales de mayor entidad y número de víctimas. Los
historiadores han tenido la oportunidad de examinar las
causas penales y su lectura creo que ilustra, mucho más
que cualquier desahogo literario, la arbitrariedad con
la que se persiguió a los vencidos cuando ya se había
alcanzado el fin de la Guerra Civil.
Para los nostálgicos del
franquismo que idealizan la figura de una de las
personas más sanguinarias e insensibles ante la tragedia
de la muerte, convendría recomendarles su lectura. Si
las cartas de la historia se hubieran barajado de
distinta forma no hay duda de que el sitio del dictador
hubiera sido el banquillo de un Núremberg español. Si
esos asesinatos masivos se hubieran ejecutado en
nuestros días su destino hubiera sido la Corte Penal
Internacional.
Las cosas y las sendas de la
historia contribuyeron a mantenerlo en el poder como
baluarte contra el comunismo, sin importarles a sus
vergonzantes aliados los crímenes contra la democracia
que se habían cometido y continuaban ahora a menor ritmo
e intensidad. Enrocado en el poder personal su
megalomanía fue un obstáculo insuperable para dar paso a
un cambio monárquico-liberal, que habría llevado a
España a formar parte del embrión de la actual Unión
Europea que se estaba gestando. Un mínimo gesto de
grandeza le hubiera permitido facilitar la entrada de
las libertades que sólo pudimos disfrutar después de su
muerte. Días antes se despidió de este mundo ordenando
cinco ejecuciones con el mismo tenebroso ritual de los
tiempos iniciales. Perdimos casi veinte años que nos
habrían permitido haber avanzado en desarrollo
industrial, tecnología e infraestructuras.
En su prepotencia e impunidad
realizaron la más asombrosa pirueta jurídica que
recuerdan los siglos. Se autoamnistiaron en el Decreto
de 23 de septiembre de 1939 declarando que los
asesinatos cometidos entre el 14 de abril de 1931 y el
18 de julio de 1936 por "afinidad con la ideología del
Movimiento Nacional", no eran delictivos.
La Iglesia Católica asistió
impasible y sin una sola crítica al fusilamiento de
miles de compatriotas, alguno incluso de profundas
convicciones religiosas. Se puso, sin dudarlo, del lado
de los vencedores. Las campanas doblaron sólo por sus
muertos y colocaron sus nombres en las fachadas de las
iglesias. Para los vencidos sólo quedaba el servicio de
asistencia in artículo mortis antes de comparecer
ante los pelotones de ejecución. Nunca han pedido
perdón, ni realizaron la más mínima condena, individual
o colectiva, contra la masacre a la que asistían
impávidos y reconfortados por los auxilios espirituales
que prestaban.
Ahora, algunos pocos
supervivientes y los familiares de los muertos reclaman,
de manera serena y sin el menor espíritu de venganza,
que les dejen enterrar a sus muertos y se restablezcan
sus derechos. Si nadie ha tenido el valor de pedir
perdón habría que recordarles las palabras de Manuel
Azaña ante la tragedia que se estaba produciendo: paz,
piedad y perdón. El discurso del político republicano,
al que la derecha de este país ha rendido tributo,
pronunciado el 18 de julio de 1938, debería ser
difundido en los centros escolares. Su materialización
en el momento presente debe hacerse en el seno de la
representación popular de todos los españoles. Una ley
que anule todos los consejos de guerra sumarísimos como
incompatibles con una sociedad civilizada y como tributo
a los que sufrieron la muerte sin tener la más mínima
posibilidad de defenderse, cerraría definitivamente las
heridas del pasado. Los jueces del Tribunal de Núremberg
dijeron claramente que, los países que asumen los
valores universales de la paz, la justicia y el
reconocimiento de la dignidad del ser humano, no pueden
permanecer impasibles ante los actos de barbarie. Los
familiares tienen derecho a este reconocimiento y deben
contar con la ayuda del Estado para encontrar a los
muertos desaparecidos. Las sombras de su recuerdo
necesitan encarnarse en los restos enterrados en la
tierra común de todos los españoles.
Algunos han intentado rescatar
su memoria acudiendo a los tribunales para que revisen y
anulen los procesos que les llevaron ante el pelotón de
ejecución.
La respuesta que han recibido
no puede ser más desalentadora. El Tribunal Supremo y el
Tribunal Constitucional, escudándose en un descarnado
formalismo legalista, les han contestado que, al fin y
al cabo habían sido ejecutados "con sujeción al
procedimiento que, en aquel momento, el ordenamiento
jurídico tenía establecido". Más recientemente el
Tribunal Constitucional en relación con los consejos de
guerra, días antes de la muerte de Franco, rechaza el
amparo, y declara que no puede revisar una "dramática
condena a muerte" que fue un acto del "poder público"
anterior a la entrada en vigor de la Constitución. La
frase final es lapidaria: "La dura realidad de la
Historia no puede soslayarse en lo jurídico con procesos
de revisión indefinida".
El positivismo jurídico
proporcionó a Hitler las bases teóricas de un "derecho"
acorde con su proyecto de muerte. Prestigiosos juristas
alemanes que consiguieron soslayar los juicios de
Núremberg llegaron a sostener, sin rubor y sin
rectificar, que entre los fines de la pena estaba "la
eliminación de los elementos dañinos al pueblo y a la
raza".
En la legislatura pasada y la
presente se han puesto en marcha "proposiciones no de
ley", que tienen el propósito de condenar un golpe de
Estado liberticida y promover las condiciones para
restaurar a las víctimas en sus derechos expoliados.
Al morir el dictador las
fuerzas políticas alcanzaron un pacto ejemplar y
alumbraron una Constitución que, lo admitan o no los
nostálgicos del franquismo, supone el aniquilamiento
político del entramado seudolegal del régimen.
Paradójicamente el sistema democrático de la Segunda
República, que habían derrocado por las armas, reaparece
casi literalmente en muchos artículos de la Constitución
de 1978. Los cautivos y desarmados de 1939 habían hecho
renacer la democracia.
Los consejos de guerra
sumarísimos, celebrados durante la Guerra Civil y una
vez terminada ésta, están al margen de cualquier sistema
jurídico y carecen de la más mínima legitimidad. Su
ilegitimidad resulta insubsanable al igual que toda la
legislación nazi que consagró la eliminación de sectores
de la población alemana.
La fórmula derogatoria que
anula todo el entramado "jurídico" del régimen
franquista y su extensión analógica a cuantas
disposiciones se opongan a la Constitución permiten dar
este paso.
El derecho como encarnación de
la justicia no puede soportar la convivencia con leyes
aberrantes. John Rawls (Teoría de la Justicia)
nos recuerda que un tirano puede cambiar las leyes sin
previo aviso y castigar a sus súbditos con las leyes que
le plazcan, pero nunca podrá construir un sistema
jurídico respetable para las conciencias de los
ciudadanos. Si las leyes son injustas deben ser
abolidas.
Recobrada la soberanía estamos
en condiciones de anular las leyes dictadas por quien la
secuestró durante cuarenta años.
Hugh Thomas, uno de los
hispanistas que más ha estudiado la Guerra y la
pos-Guerra Civil española, nos advierte en una
entrevista reciente que: "Quien olvida el pasado se
enfrenta con un porvenir incierto".

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Nacido en el
36
EL PAÍS - Opinión - 13-07-2006
Las heridas de los vencedores
tuvieron un largo y delicado tratamiento, debían haber
cicatrizado. Los vencidos vivieron con ellas, hasta que
murió el dictador y se restituyó la soberanía al pueblo
español. Las manos expertas y cuidadosas de los
cirujanos suturan las heridas con pausa y detalle de tal
forma que, pasado el tiempo, la cicatriz se hace
prácticamente imperceptible.
Al comenzar la transición había
que suturar las heridas, todavía abiertas, de los
vencidos. Algunos sostienen que nuestra transición fue
modélica. En mi opinión las heridas se cosieron
apresuradamente, con hilo grueso, e inevitablemente,
dejaron huella. Las leyes de Amnistía e Indulto están
plagadas de frases grandilocuentes y quizá bien
intencionadas. Pero no se encuentra ni una mirada al
pasado esbozando una leve autocrítica por lo que había
sucedido hace cuarenta años. El Real Decreto de 30 de
julio de 1976, reconoce la imposibilidad de conseguir
que los militares interioricen y asuman la nueva
situación. Llamo la atención sobre un párrafo del texto.
Se condona la pena impuesta a los militares de Unión
Militar Democrática que habían dado un paso arriesgado y
ejemplarmente ético para desmarcarse de las ideas
autoritarias, cuando no nítidamente fascistas, de sus
compañeros de armas. Cuando vieron el ejemplo de sus
compañeros de armas portugueses cerraron filas entorno
al Régimen y despreciaron a sus camaradas demócratas. No
satisfechos con ello consienten, con cierta
magnanimidad, que se les saque de prisión si bien
seguirán definitivamente separados, justificando esta
medida por la necesidad de "velar por la mejor
organización y moral militar de las instituciones
armadas". Cualquier estudioso de la transición, ajeno a
los entresijos de nuestros poderes fácticos, no saldrá
de su asombro. Ser demócrata y jugarse la carrera a
favor de su venida, es un acto desmoralizador para los
nostálgicos herederos del golpe militar. Los militares
portugueses saldaron su deuda histórica devolviendo la
soberanía a sus conciudadanos, los nuestros la
arrebataron en el 36 y no hicieron nada para
restituirla.
Este punto de sutura se hizo
groseramente y como era de esperar supuró el 23-F.
Quedan muchas cicatrices por cerrar. Los vencedores
están mal acostumbrados a decidir lo que se puede y lo
que no se puede hacer. Desarrollaron este vicio en
condiciones favorables durante cuarenta años y les
cuesta adaptarse al debate civilizado y a la necesidad
de realizar una autocrítica liberadora. Sólo ellos
pueden tener memoria y el monopolio de la verdad.
Memoria siempre selectiva. La tesis que parece imponerse
son las de una República, sin orden ni ley, a la que
casi tuvieron que salvar los propios militares. Parece
que la historia vista desde fuera no va por esos
derroteros, pero, en todo caso, es una opinión que
muchos no compartimos.
Los vencidos no sólo no pueden
tener memoria sino que, sea cual sea su análisis, estará
siempre salpicado por el ruin ánimo de venganza que
anida en sus duros y pervertidos corazones. Bastante
condescendencia se tuvo con ellos permitiéndoles acceder
a una democracia que consideran todavía tutelada por sus
maniqueas tesis. Cualquiera que disienta pone en peligro
la reconciliación nacional, está provocando a los
fantasmas del pasado y preparando los bisturíes de unos
nuevos cirujanos. Citaré algunos puntos que considero
imprescindible resolver: "nulidad de los consejos de
guerra sumarísimos" y devolución a las víctimas y sus
familiares del honor de haber defendido a un régimen
constitucional y democrático. Se trata de promulgar una
ley de anulación y no de reconocer, como se hace en la
reciente Ley de la Memoria Histórica, los méritos
democráticos de algunos protagonistas relevantes.
"Ejecuciones extrajudiciales y
desaparición forzada de personas". Esta práctica
sistemática durante la guerra puede ser imputada a
rebeldes y republicanos. En la larga y dolorosa
posguerra es el monopolio de los vencedores. Se trata de
un crimen de lesa humanidad y por tanto, imprescriptible
ante el derecho internacional consuetudinario y el de
los tratados cuya aplicación retroactiva, a partir de
Núremberg, está admitida por la doctrina internacional.
La Justicia Internacional está abierta a estos crímenes
y cualquier juez podría enjuiciarlos del mismo modo que
España ha juzgado a los asesinos de la dictadura
argentina.
"Confiscación de bienes
particulares y de entidades públicas". El despojo fue el
botín de los vencedores. La situación, según se ha
visto, puede ser corregida utilizando fórmulas parecidas
a la que se contiene en el Real Decreto que devuelve su
patrimonio a la Unión General de Trabajadores.
"Indemnizaciones pendientes por
otros perjuicios no comprendidas de las leyes de
Amnistía". Lo ha hecho el Estado alemán y debemos
hacerlo también nosotros. El Caudillo, se consideró
investido por la gracia de Dios y sólo admitió
responsabilizarse ante él y ante la Historia. La
Historia nunca se detiene ni dejará de valorar su
conducta.
Los mártires de la fe que,
según el cardenal arzobispo de Toledo, murieron por odio
a la religión, pueden ser inmediatamente beatificados
sin más trámites. Sin embargo, resulta difícil admitir
que alguien odie a una religión, por sus dogmas, ritos o
ceremonias, más bien sería una confrontación con los
representantes humanos de unas creencias que no se
compartían y por un rechazo a comportamientos
personales. En todo caso los hechos son condenables.
También los vencedores ejecutaron a sacerdotes, se
supone que por no odio a la religión, sino por su falta
de adhesión al nacional-catolicismo que, según propia
confesión de Franco, fue decisiva para ganar la Cruzada.
Todavía no han pedido perdón y
ya ha pasado bastante tiempo como para que hubieran
reflexionado sobre su inhumana postura. El Papa
Benedicto XVI ha desaprovechado, una vez más, la ocasión
durante su reciente visita a Valencia. No hay obstáculos
para seguir con las canonizaciones sin temor a ser
tachados de rencorosos, sin embargo, el perdón se
reserva para la influyente comunidad judía que, por fin
ha conmovido el corazón de un Papa alemán angustiado
ante el monumento al horror que se escenifica en el
campo de Auschwitz. Ahora tratan de endosarle la
responsabilidad a Dios, y se preguntan dónde estaba
cuando aquellos horrores sucedían. Si de verdad no
encuentran a Dios en los momentos difíciles, ¿por qué no
intentan mirar a los ojos de las víctimas, donde
seguramente podrán encontrarlo?

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Sin pasado no hay mañana
EL PAÍS - Opinión - 12-11-2004
El verano del 36 fue
especialmente caluroso. Soplaban vientos del Sur que
trajeron nubes de tormenta. Nací el 13 de junio de 1936.
Mi padre era capitán de Carabineros en La Coruña y a
pesar de la tradición republicana de este cuerpo,
decidió sumarse al grupo de militares que protagonizaron
un golpe de Estado contra la Constitución de la
República. Guardo emocionados recuerdos de su ejemplar
sentido ético, su cariño a todos los que le rodeaban y
la dignidad y austeridad con la que supo vivir, junto
con otros muchos militares que veían indignados cómo
unos pocos se enriquecían pasando factura de su adhesión
ideológica a los vencedores.
Como un niño de los vencedores,
disfruté de una vida agradable y sin complicaciones.
Difícilmente puede anidar en mis recuerdos el más mínimo
rencor o resentimiento. Fui conociendo la guerra a
través de la versión monolítica y totalmente acrítica de
los vencedores. Cuando tenía 14 años cayó en mis manos
la colección oficial de la Historia de la Cruzada,
con magníficas y triunfalistas ilustraciones de Sáez de
Tejada. Recuerdo que para hilvanar la justificación del
golpe de Estado, las primeras páginas se remontaban a la
Semana Trágica de Barcelona de 1909. Los sucesos de
aquella época dieron mucho juego durante el largo
periodo en que el régimen totalitario se dirigía a sus
súbditos recordándoles "las salvajadas de la República"
para que no cayesen en el olvido, y para que nadie osase
remover el pasado y rescatar las nefastas libertades que
habían arruinado el pensamiento y la grandeza del
espíritu imperecedero de la raza.
Los vencedores adaptaron el
escenario a sus propósitos de perpetuarse en el poder y
no se cansaron de reiterar, en tono amenazante, que si
alguien quería desenterrar los llamados y queridos
demonios familiares que tan a menudo invocaba el
caudillo, la barbarie volvería a ensangrentar nuestra
tierra.
El caudillismo no fue, como
demostró el paso del tiempo, una solución transitoria
para hacer frente, bajo un solo mando, a los avatares de
la guerra. Duró hasta el 20 de noviembre de 1975. Franco
ostentó hasta su muerte la facultad de hacer leyes por
su propio imperio y decisión, sin necesidad del refrendo
de las Cortes franquistas. La Ley Orgánica del Estado,
que fue un intento de maquillar un régimen personal con
una envoltura "pseudo constitucional", no pudo soslayar
la referencia a la unidad de poder y división de
funciones. Sus redactores no dudaron en proclamar que
Franco era "el representante supremo de la nación,
personificaba la soberanía nacional y ejercía el poder
supremo, político y administrativo". La disposición
transitoria de forma críptica para los profanos, viene a
decir que hasta que Franco muera mantendrá las
atribuciones que le habían concedido las leyes de 30 de
enero de 1938 y 8 de agosto de 1939, así como las
prerrogativas que le otorgaba la Ley de Sucesión. En
otras palabras, le correspondió hasta su muerte "la
suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter
general" y de elegir como sucesor a quien su capricho le
dictase. Cualquier pretensión jurídica de conjugar este
engendro normativo con los principios del derecho y la
justicia es tarea imposible o empeño de embaucadores.
Los vencidos fueron arrojados a
las tinieblas interiores de su patria, a la que amaban
con la misma o mayor intensidad que los vencedores. No
les permitieron permanecer fieles a su pasado, si
querían vivir sin reacciones perjudiciales. Tuvieron que
guardar en los recónditos pliegues del alma sus
convicciones y sus sentimientos más nobles. Cualquier
veleidad con las fragancias de la democracia que
débilmente nos soplaban desde una Europa que nos había
olvidado era implacablemente perseguida. Los que lo
intentaron, desde las filas de los monárquicos,
liberales o democristianos, fueron objeto de una feroz
descalificación por los cronistas del régimen con los
epítetos más insultantes. Algunos de estos escribas
siguen hoy en ese oficio.
Los muertos y asesinados eran
sombras que vivían en sus conciencias y que no podían
recordar ni en sus conversaciones familiares. Sus
profesiones se vieron frustradas y no se les dejaba
espacio para integrarse en el esfuerzo de todos los
españoles que generacionalmente se iban distanciando
cada vez más los protagonistas directos de la guerra.
La derecha tradicional de este
país, segura de que en tiempos difíciles siempre habría
un grupo de militares dispuestos a sacarles de su
inoperancia y su reaccionarismo, no ha comprendido el
alcance de los sentimientos de los que se han movilizado
para poner en marcha la recuperación de la memoria
histórica. Los hijos de los vencidos, sobresaltados
todavía por las angustias y persecuciones de toda una
vida, no quieren remover las tierras que cubren a sus
padres. Han sido los nietos, los que han nacido y se han
criado con la libertad intelectual que nace de la
democracia, los que no quieren que se perpetúe una
historia, en la que sus abuelos figuran como
protagonistas de una orgía sangrienta en la que
enloquecidos por la furia antirreligiosa se dedicaron a
asesinar sin más motivo que el deseo de satisfacer sus
instintos. Creo que la derecha más razonable de este
país tiene una deuda con los que compartieron y
comparten el amor por las libertades. Tenemos ejemplos
en nuestro entorno europeo para que las páginas de la
memoria, del honor y del sacrificio de los que murieron
por defender la República se llenen con sus nombres,
libres de cualquier mácula de un pasado que tuvieron que
soportar en silencio. Nadie quiere volver la vista
atrás, ninguno actúa movido por el odio, sólo quieren un
simple reconocimiento de la lealtad y valores que
atesoraron sus antepasados.
La nulidad de todas las
sentencias dictadas por tribunales militares es la única
salida coherente.
No se puede enlazar el golpismo
con la legitimidad democrática. La lectura de Curzio
Malaparte (Técnica del golpe de Estado, 1932) les
puede orientar sobre "las apariencias de legalidad" que
inútilmente pretende construir en todos los países, el
bando de los golpistas.
No se trata de analizar, una
por una, las conductas que fueron sancionadas con la
ejecución fulminante, simplemente declarar que el
sistema seguido para imponer las condenas repugna y es
incompatible con la cultura democrática y los valores de
la civilización. Lo ha dicho reciente y reiteradamente
el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo en
relación con el sistema judicial de Turquía. Las
decisiones no pueden ser más tajantes al afirmar que el
Tribunal de Seguridad del Estado, uno de cuyos miembros
pertenece a la Magistratura Militar, no puede, bajo
ningún supuesto, garantizar un proceso justo a las
personas sometidas a su jurisdicción.
No creo que ampararse en un
superficial formalismo jurídico, inaceptable en un
sistema democrático, sea la única solución. Los
familiares no quieren reproducir el pasado, sólo desean
que les dejen remover el peso de la tierra y el olvido,
para encontrar sus raíces.

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Víctor Arrogante
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