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José Antonio Martí  Pallín.

Cautivos y desarmados 18 de julio. cicatrices de la memoria
La espada y la balanza Nacido en el 36

Dioses, tumbas y sabios

Sin pasado no hay mañana


Cautivos y desarmados

EL PAÍS - Opinión - 01-04-2006


Nuestra Guerra Civil comenzó con el golpe militar de una parte del Ejército, siempre proclive a interferirse en los procesos liberales y democráticos de la sociedad civil. Duró tres años de sangre, sudor y lágrimas.

No sé quién concibió el último parte de guerra del 1 de abril de 1939. Los redactores no actuaron presos de la embriaguez o el ardor del triunfo. De manera clara, admonitoria y lacónica avisaban, como en las guerras de Roma, que no habría piedad con el vencido. Nada podían esperar sino la venganza y su reducción a sujetos pasivos o más bien objetos, de una táctica pensada, diseñada y puesta en práctica en las guerras coloniales.

Sólo una mente perversa es capaz de planificar una especie de solución final selectiva al estilo del nazismo. La represión tenía la doble finalidad de exterminar los cuerpos y de asfixiar los sentimientos de los que vivieron trágicamente el holocausto de sus familiares y amigos.

Ningún resquicio para la tolerancia. La obsesión por eliminar cualquier vestigio de la denostada "democracia partitocrática" llevó a los artesanos jurídicos de los vencedores a construir un entramado de leyes, aparentemente formales, pero carentes de la más mínima legitimidad.

La maquinaria de exterminio se puso en marcha sin solución de continuidad. Los consejos de guerra sumarísimos adquirieron un ritmo trepidante y, en su mayoría, decidieron, en minutos, condenas de muerte y reclusiones a treinta años. Las ejecuciones se publicaban, al igual que los bandos de los ejércitos de ocupación, en los periódicos hasta que se dieron cuenta de que las hemerotecas terminarían volviéndose en su contra.

Los que no fueron llevados a las tapias de fusilamiento se convirtieron en cautivos encerrados en su propio cuerpo y en su propio país. Como sombras deambulantes no podían exteriorizar ni el dolor ni el grito ante la barbarie y la injusticia. No sólo perdieron su capacidad de vivir; fueron acallados en sus creencias y de la posibilidad de exteriorizarlas. Si quería buscarse un espacio vital en la euforia arrogante de los vencedores, debían negar sus ideas y adoptar aquellas que habían oprimido y causado la muerte de sus allegados. Sus bienes, como en una conquista, fueron botín de guerra y las confiscaciones se plasmaron y legalizaron con pretensión de futuro en una Ley de Responsabilidades Políticas que daba patente de legitimidad a los expoliadores.

Los vencedores tuvieron cuarenta años de dominio total sobre la vida y haciendas de los cautivos. Durante este tiempo se otorgaron todo género de ventajas para favorecerse con cargos públicos pagados con el dinero de todos; también de los vencidos.

Los vencedores, a duras penas, se resignaron ante la muerte del Caudillo-Icono que representaba tanta ignominia. Nunca pensaron que se debía dar paso a una alternativa que aborrecían. La democracia presente es el fruto de la lucha de la oposición que sólo pudo reconstruirla bajo la atenta vigilancia de los poderes tradicionales. Sólo pusieron como condición que se respetaran los derechos y prebendas adquiridos y disfrutados generosamente, a cambio de condescender con que se instaurase un régimen de libertades que devolvió la soberanía al pueblo español.

Ahora, a los setenta años del inicio de la confrontación entre españoles, muchos de los cautivos y los depositarios de su memoria sólo quieren recuperar el orgullo de sentirse españoles y defensores de los valores de la República, única fuente inspiradora de nuestra actual Constitución.

No se puede esperar ni un momento más. No cabe esgrimir los fantasmas del pasado. Ni los ciudadanos españoles lo consentirían ni ninguna facción tendría el apoyo interno y externo para volver al túnel del tiempo.

He dicho a menudo, desde hace bastante tiempo, que los consejos de guerra sumarísimos son nulos de pleno derecho e incompatibles con las normas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos incorporados a nuestra Constitución. El Congreso de los Diputados, recientemente, acordó una proposición no de ley solicitando la nulidad del consejo de guerra que llevó al paredón a un democratacristiano catalán. ¿Qué dificultad existe para extender esta decisión a todos los condenados, en condiciones de absoluta indefensión, por unos tribunales ilegales?

El expolio de las almas es difícil restituirlo y en gran medida depende de la fortaleza y dignidad de los que vieron cómo sus deudos y familiares eran expulsados de la única España que monopolizaron los vencedores.

El despojo material también puede y debe ser corregido. Los que han amparado la ley de devolución del patrimonio sindical a UGT no pueden alegar dificultades insalvables. Nadie entendería que esta reparación es posible sólo en este caso y que no se puede extender una ley semejante a todos los grupos y particulares afectados por la Ley de Responsabilidades Políticas o por simples usurpaciones y extorsiones delictivas.

El 1 de abril de 2006 se puede y se debe dictar el último bando. La Constitución democrática debe anunciar que todos tendrán derecho a una reparación justa de sus agravios.

Cuando escribo estas líneas, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa ha aprobado dirigirse al Consejo de Ministros para que el 18 de julio de 2006 se declare día oficial de condena del régimen de Franco. La Asamblea espera que el debate actualmente en curso en España desemboque en un examen y en una evaluación completa y profunda de los crímenes del régimen franquista.

La memoria histórica ha arraigado fuertemente en los descendientes de los vencidos que sólo han conocido la democracia como forma de convivencia. Saben que todavía quedan muchas fosas ocultas en los campos de nuestra patria.

Los familiares de los desaparecidos sólo quieren que les permitan hundir sus manos abiertas en la tierra de todos los españoles para sentir el calor de sus antepasados y devolverles a la condición de ciudadanos. Esta tierra que nos ha de cubrir a todos, como dijo Manuel Azaña en plena Guerra Civil, debe poner punto final a un agravio histórico, haciendo real y efectivo su clamor de Paz, Piedad y Perdón. Ahora, además, es la hora de la Justicia.


La espada y la balanza

EL PAÍS - Opinión - 19-08-2006

La justicia como valor es invisible e inalcanzable. Para hacerla tangible se representa por medio de una señora con los ojos vendados que esgrime en su mano derecha la espada y en la izquierda la balanza. Que nadie busque subliminales mensajes, se le ocurrió así al que consiguió acertar con esta imagen como símbolo terrenal de tan altos objetivos. La espada simboliza la fuerza inflexible de la letra de la ley, dura lex sed lex, la balanza significa el equilibrio, el razonamiento y la búsqueda de la justicia.

Se me ocurren estas reflexiones previas, a la vista de la tan anunciada Proposición de Ley, de nombre interminable, que el Consejo de Ministros remite a las Cortes Generales para reparar los horrores de la Guerra Civil y su prolongada posguerra.

Después de una primera lectura experimento sentimientos contradictorios. Más que una ley me parece un conjunto de paliativos, seguramente bien intencionados, pero desoladoramente ajenos a cualquiera de los valores que son el nervio de nuestra Constitución.

El debate sobre la recuperación de la Memoria Histórica ha sido inteligentemente desmontado y desprestigiado. Ya sabemos que la memoria es una de las potencias del alma que reside en el cerebro. Demasiada abstracción para ser compatible con el realismo jurídico y lo políticamente correcto. Por otro lado, la Historia se considera exclusiva de los historiadores, como si se tratase de una ciencia cuyos arcanos sólo pueden manejar los que son o se proclaman como tales.

No entro en el debate. A pesar de estos análisis, más o menos científicos, la historia la llevamos todos en nuestro pasado e inevitablemente tratamos de proyectarla hacia el futuro. Los historiadores de profesión y los que motivados por las vivencias recientes queremos valorar el pasado, estamos abocados a plasmar por escrito nuestras conclusiones. Dejemos que los lectores, sin apriorísticas selecciones, establezcan libremente sus juicios y sus críticas. Herodoto, el padre de todos los historiadores, escribía lo que le transmitían oralmente los protagonistas directos o sus herederos. Los documentos e incluso las imágenes que manejan sus discípulos contemporáneos no añaden más veracidad al testimonio de los protagonistas. El grito que surge de sus vidas nunca se acallará, por mucho que traten de explicarles lo que estiman injustificable. Los fusilamientos, las fosas, las cunetas, el exilio exterior e interior, hablarán hasta el último aliento y quedarán en la memoria de sus allegados. Lo demás son historias.

Lo que más duele para los que modestamente nos consideramos demócratas es que se haya utilizado nuestra Constitución como pretexto y como arma arrojadiza. Para justificar mi queja, espero no aburrir a mis hipotéticos lectores con farragosas explicaciones jurídicas.

Desde el año 1936, el tiempo y la vida no se han parado. Los seres humanos, sea cual sea el escenario político en que se mueven, generan por sí mismos infinidad de relaciones jurídicas: matrimonios, filiaciones, contratos, herencias, actividades mercantiles y financieras, y así hasta el inagotable catálogo que ofrece el intercambio de voluntades entre personas.

Durante el largo periodo del régimen nacional sindicalista, como se autodenominaba, la gente de cualquier ideología, convicción o creencia, vivía, se reproducía y moría. Los derechos y obligaciones que surgieron de la vida misma, es difícil y arriesgado reconvertirlos o modificarlos, al amparo de la nueva Constitución democrática.

De forma necesariamente sintética, trataré de exponer cuál ha sido la postura del Tribunal Constitucional sobre la no retroactividad de los derechos fundamentales, en mi opinión, insuficientemente matizada. Cuando el escultor Pablo Serrano solicitó que se le reconociese la titularidad de una escultura que había vendido, esgrimía el derecho del artista a sus creaciones, que introducía la Constitución. Ante la previsible avalancha de reclamaciones sobre derechos de carácter eminentemente privado, el Tribunal Constitucional, con prudencia, pero sin contundente rigor, denegó su pretensión. Lo mismo hizo ante la petición de derechos de jubilación y otros de análogo carácter. Comparto esta idea. Sería perturbador e inseguro jurídicamente desmontar todo lo que la vida ha ido consolidando con su imparable pujanza.

Sin embargo, cuando el Tribunal entra en el análisis de casos en los que los derechos vulnerados son patrimonio de la humanidad, sus razonamientos no sólo son inconsistentes sino claramente contrarios al derecho internacional sobre los derechos humanos. Lo que consideran como imposible revisión periódica de la historia impide a todos los ejecutados en Consejos de Guerra sumarísimos aspirar a una póstuma anulación de sus procesos. Como se ha dicho, al fin y al cabo, era la legalidad vigente en el momento de su condena a muerte.

Esta tesis, en plena vigencia del principio de jurisdicción universal, la anulación de las leyes de punto final, la derogación de las autoamnistías, la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, y la creación de Tribunales Internacionales para perseguirlos, impide despachar estos asuntos de forma tan esquemática y fría.

Me parece, con todos los respetos, por lo menos una falta de rigor jurídico. Como dice la jurisprudencia del Tribunal Supremo estadounidense, una sentencia vale lo que valen sus razonamientos.

Despojarles, esgrimiendo problemas de retroactividad, la titularidad de derechos tan fundamentales como el derecho a ser juzgado por un tribunal legítimo, a no ser torturados ni ejecutados extrajudicialmente, es negarles su condición humana. Afirmar que carecían de ellos hasta que llegó la Constitución supone privarles de la dignidad inseparable de la condición humana. Si eran humanos tenían derechos y estos claman por su reconocimiento, aunque sea tardío.

Me parece descorazonador que se les ofrezca, en compensación, una especie de certificado de buena conducta que, en lugar de estar emitido por el cura párroco o el comandante de puesto de la Guardia Civil, se lo otorgaran solemnemente cinco notables y será publicado en el Boletín Oficial del Estado.

A la vista de los acontecimientos, a todos los muertos por comulgar con el golpe militar o por defender la legalidad republicana y la democracia, sistema imperfecto como dijo Winston Churchill, sólo se me ocurre decirles que descansen en paz y pidan perdón por las molestias que están causando. Ya vendrán tiempos mejores. Una vez más, la espada ha conseguido desequilibrar la balanza.


Dioses, tumbas y sabios

EL PAÍS - Opinión - 11-10-2006

C. W. Ceram, autor del libro cuyo título encabeza estas líneas, ha llevado a sus numerosos lectores por los fascinantes laberintos de la historia. Se ha dicho, acertadamente, que reconstruye el pasado en clave de trama policíaca.

Vivimos una actualidad convulsa. No creo a los que afirman que si ignoramos el pasado estamos abocados a repetirlo. Más bien careceremos de las claves necesarias para enfrentarnos a una realidad que nunca pudieron imaginar los personajes que vivieron intensamente épocas no menos turbulentas.

Los dioses siguen sin materializarse porque perderían su esencia divina, las tumbas que no han sido objeto de la rapiña arqueológica, permanecen en los lugares que eligieron sus ocupantes y los sabios tienen la permanente tarea de transmitir sus experiencias y su sabiduría a todos los que vivimos en su entorno.

La reciente intervención, en la antigua Ratisbona, de Benedicto XVI, un cardenal de profunda formación filosófica, elevado a la categoría de Sumo Pontífice de la Iglesia católica, Apostólica y Romana ha provocado reacciones violentas entre los actuales profetas del islam.

La ciudad elegida ha tenido un papel relevante en la historia de la religión católica. La Iglesia vivía unos momentos confusos en los que se cuestionaban los dogmas oficiales, sembrando, al mismo tiempo, la alarma en los poderes terrenales. La Dieta de Ratisbona celebrada en 1545, prácticamente coetánea con el Concilio de Trento, abre un apasionado debate entre el luteranismo incipiente y las verdades establecidas. Después de un largo período de confrontación, las tensiones parecen terminarse con la paz de Augsburgo en 1555.

La historia sigue y el debate reaparece en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona. Si alguien debía sentirse afectado por el académico discurso del Papa seríamos los laicos que postulamos la superioridad de la razón y de la dignidad humana sobre una "teología anclada en la fe bíblica". Advierte a éste parte del mundo que se denomina occidental del peligro que supone aferrarse a una racionalidad de la que "sólo puede experimentar un gran daño".

No obstante las discrepancias que se puedan mantener dentro de un debate profundo y racionalizado como pide el Pontífice hay que reconocer que introduce una cuestión que afecta a los choques, diálogos o alianzas de civilizaciones.

No sé que me produce más rechazo. Si ver al presidente de una nación, culta, democrática y desarrollada como los Estados Unidos de Norteamérica llevarse la mano al corazón e impetrar la ayuda de Dios para que salve exclusivamente a sus ciudadanos, o un líder como Alí Jamenei saliendo al paso de una conferencia del papa Benedicto XVI con el fervor de un iluminado que anuncia la destrucción de todo aquel que no comulgue con la lectura que algunos han realizado de los libros sagrados del Corán.

No se puede afrontar el debate sin situar a su protagonista, el cardenal Joseph Ratzinger, en el entorno en que él ha desarrollado su actividad universitaria.

He leído algunos de sus textos como la Introducción al Cristianismo, pero desde hace tiempo me impactó la lectura de su discurso de recepción como doctor honoris causa por la Universidad de Navarra. En un ámbito, también esta vez universitario, de profundas tradiciones religiosas, pocas personas habrían tenido el valor de plantearse, como preámbulo de su intervención, si la fe era compatible con la razón. Para mí, es suficiente esta proposición dialéctica, aunque a continuación despeje las dudas y se decante por su absoluta compatibilidad e inescindible relación.

Hoy día sus compañeros de debate no son personas que, ocasionalmente como yo, invadan audazmente el campo de la filosofía teológica. Habermas y Kung nos han dado testimonio de su profundidad teológica y de su impecable formación filosófica.

No sé si la sotana y la tiara de un Papa pueden acomodarse a una cabeza tan rigurosamente científica, lo que sería lamentable, o si, por el contrario, ha llegado el momento de sustituir la propaganda de la fe por el raciocinio y por la implantación de los valores evangélicos. Muchos católicos están dispuestos a defenderlos por encima de dogmas, dioses y tumbas que nada aportaron al desarrollo profundo de la racionalidad y dignidad del ser humano.

Por supuesto que todos defendemos la libertad de expresión, pero el discurso de la antigua y medieval Ratisbona merece una detenida reflexión.

Se trata de un texto leído ante un auditorio de estudiosos de la filosofía, por lo que sólo debe extraerse su contenido más académico que teológico. Por ello estimo que sobraba la referencia histórico-erudita a Manuel el Paleólogo y que se podrían haber encontrado citas más ajustadas no sólo a la historia sino al presente.

En todo caso, el mundo musulmán no puede utilizar un debate sobre la fe, la religión y la razón para desatar las iras de unas masas sometidas a sus propios dictados y, al mismo tiempo, masacradas por un mundo occidental que, en su mayoría, no se identifica con los dogmas de los apostólicos romanos.

Se puede aplicar a la religión una cita de Goethe que preludia el libro de Ceram: El arte y la ciencia como todos los sublimes bienes del espíritu pertenecen al mundo entero. Los responsables de predicar el Corán tienen la obligación moral de rechazar, enérgica e indubitadamente, cualquier justificación de la violencia, frente a los que consideran paganos e infieles por no practicar sus mandatos.

Los tiempos y los peligros potenciales que encierran el mundo en que vivimos no pueden ser azuzados por guardianes de la fe de signo distinto. En el debate de las tesis antagónicas sobran los anatemas, tan queridos por la Iglesia católica tradicional y por los imanes de la fe.

Nadie podrá acusar al Papa de haber utilizado un lenguaje incendiario o intolerante. Quizá debió medir el tiempo en que se estaba pronunciando. El islam y sus representantes en la tierra no pueden, de forma intransigente y violenta, rebatir argumentos teológicos y de paso dar motivos a los halcones para reforzar sus políticas, que estaban retrocediendo ante la opinión pública.

Dejemos que los dioses habiten en el Olimpo que las tumbas no sean profanadas y demos una oportunidad la única salida posible que pasa por fomentar el enriquecedor debate de los sabios.


18 de julio. cicatrices de la memoria

EL PAIS | Opinión - 15-06-2004

A Claudio Magris, que me inspiró este artículo

Hace algún tiempo, en este país, un grupo de ilustrados y de líderes del incipiente movimiento sindical consiguieron sentar las bases jurídicas, políticas y sociales para que los españoles pudieran recuperar el tiempo perdido que nos separaba de los Estados modernos y de la cultura democrática. La Constitución de 1931 recogió los valores sembrados por los liberales y añadió algunas aportaciones que habían sido extrañas a nuestra tradición, dominada por el pensamiento reaccionario.

Esta expansión política y cultural de nuestros estrechos y anticuados moldes no fue posible culminarla en un plazo razonable. No es el propósito de estas líneas, ni sería posible en el marco de un artículo periodístico, analizar y profundizar en las causas del fracaso y de la involución. Una vez más en nuestra historia, una parte del Ejército se puso al servicio del pensamiento más reaccionario y se erigió en valladar frente a la modernidad, defendiendo los intereses de los sectores sociales que veían peligrar sus privilegios.

El fracaso que supone para una nación el enfrentamiento entre conciudadanos culminó con la victoria de los que se alzaron en armas contra la legalidad constitucional más avanzada de nuestra historia.

El parte de guerra de los vencedores es premonitorio. Su contenido resulta estremecedor. Nos retrotrae a las guerras expansionistas de la Roma imperial. No tiene precedentes en la historia contemporánea declarar cautivo a un ejército vencido. Los romanos ya advertían solemnemente a sus enemigos: ¡ay de los vencidos!

Las mentes más arcaicas de nuestro panorama cultural consiguieron imponer sus concepciones e incorporar al ideario franquista "la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación. El ideal cristiano de la justicia social inspirará la política y las leyes".

La venganza fue cruel y especialmente selectiva. La obsesión del régimen personal de Franco se centró inicialmente en los masones y comunistas, estableciendo una ligazón entre ambos que causaría la hilaridad de cualquier historiador, ajeno a nuestras peculiares vicisitudes históricas. La reina de Inglaterra no llegó a visitar España, pero, en aplicación estricta de la ley, debería haber sido condenada a treinta años de reclusión.

Resulta significativa la saña con la que se persiguió a los maestros que habían dedicado su vida a sembrar los valores de la cultura moderna en las aldeas y ciudades de nuestra Patria. Manuel Rivas, en su novela La lengua de las mariposas, refleja de manera patética y desoladora el contraste entre la cultura de los vencidos y la ignorancia de los vencedores. Hace unos días leí emocionado una esquela en este diario. El único recuerdo, patrimonio y orgullo de la fallecida y de su familia era, haber sido "maestra de la República".

Los consejos de guerra sumarísimos, sin las más mínimas garantías de un proceso de una sociedad civilizada, funcionaron como una maquinaria aniquiladora de la cultura o de las simples convicciones democráticas. Su furia e inhumanidad resultan verdaderamente sonrojantes, para los que participaron en aquellas parodias de juicios, que llevaron al paredón a más de cuarenta mil vencidos por el hecho de haber tomado parte en lo que sarcásticamente denominaban "auxilio a la rebelión". Incluso un criminal de guerra, como Himmler, en una visita a nuestro país, quedó impresionado por la ferocidad de la represión y aconsejó un poco más de templanza. En la historia contemporánea no se conoce un genocidio con formas legales de mayor entidad y número de víctimas. Los historiadores han tenido la oportunidad de examinar las causas penales y su lectura creo que ilustra, mucho más que cualquier desahogo literario, la arbitrariedad con la que se persiguió a los vencidos cuando ya se había alcanzado el fin de la Guerra Civil.

Para los nostálgicos del franquismo que idealizan la figura de una de las personas más sanguinarias e insensibles ante la tragedia de la muerte, convendría recomendarles su lectura. Si las cartas de la historia se hubieran barajado de distinta forma no hay duda de que el sitio del dictador hubiera sido el banquillo de un Núremberg español. Si esos asesinatos masivos se hubieran ejecutado en nuestros días su destino hubiera sido la Corte Penal Internacional.

Las cosas y las sendas de la historia contribuyeron a mantenerlo en el poder como baluarte contra el comunismo, sin importarles a sus vergonzantes aliados los crímenes contra la democracia que se habían cometido y continuaban ahora a menor ritmo e intensidad. Enrocado en el poder personal su megalomanía fue un obstáculo insuperable para dar paso a un cambio monárquico-liberal, que habría llevado a España a formar parte del embrión de la actual Unión Europea que se estaba gestando. Un mínimo gesto de grandeza le hubiera permitido facilitar la entrada de las libertades que sólo pudimos disfrutar después de su muerte. Días antes se despidió de este mundo ordenando cinco ejecuciones con el mismo tenebroso ritual de los tiempos iniciales. Perdimos casi veinte años que nos habrían permitido haber avanzado en desarrollo industrial, tecnología e infraestructuras.

En su prepotencia e impunidad realizaron la más asombrosa pirueta jurídica que recuerdan los siglos. Se autoamnistiaron en el Decreto de 23 de septiembre de 1939 declarando que los asesinatos cometidos entre el 14 de abril de 1931 y el 18 de julio de 1936 por "afinidad con la ideología del Movimiento Nacional", no eran delictivos.

La Iglesia Católica asistió impasible y sin una sola crítica al fusilamiento de miles de compatriotas, alguno incluso de profundas convicciones religiosas. Se puso, sin dudarlo, del lado de los vencedores. Las campanas doblaron sólo por sus muertos y colocaron sus nombres en las fachadas de las iglesias. Para los vencidos sólo quedaba el servicio de asistencia in artículo mortis antes de comparecer ante los pelotones de ejecución. Nunca han pedido perdón, ni realizaron la más mínima condena, individual o colectiva, contra la masacre a la que asistían impávidos y reconfortados por los auxilios espirituales que prestaban.

Ahora, algunos pocos supervivientes y los familiares de los muertos reclaman, de manera serena y sin el menor espíritu de venganza, que les dejen enterrar a sus muertos y se restablezcan sus derechos. Si nadie ha tenido el valor de pedir perdón habría que recordarles las palabras de Manuel Azaña ante la tragedia que se estaba produciendo: paz, piedad y perdón. El discurso del político republicano, al que la derecha de este país ha rendido tributo, pronunciado el 18 de julio de 1938, debería ser difundido en los centros escolares. Su materialización en el momento presente debe hacerse en el seno de la representación popular de todos los españoles. Una ley que anule todos los consejos de guerra sumarísimos como incompatibles con una sociedad civilizada y como tributo a los que sufrieron la muerte sin tener la más mínima posibilidad de defenderse, cerraría definitivamente las heridas del pasado. Los jueces del Tribunal de Núremberg dijeron claramente que, los países que asumen los valores universales de la paz, la justicia y el reconocimiento de la dignidad del ser humano, no pueden permanecer impasibles ante los actos de barbarie. Los familiares tienen derecho a este reconocimiento y deben contar con la ayuda del Estado para encontrar a los muertos desaparecidos. Las sombras de su recuerdo necesitan encarnarse en los restos enterrados en la tierra común de todos los españoles.

Algunos han intentado rescatar su memoria acudiendo a los tribunales para que revisen y anulen los procesos que les llevaron ante el pelotón de ejecución.

La respuesta que han recibido no puede ser más desalentadora. El Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, escudándose en un descarnado formalismo legalista, les han contestado que, al fin y al cabo habían sido ejecutados "con sujeción al procedimiento que, en aquel momento, el ordenamiento jurídico tenía establecido". Más recientemente el Tribunal Constitucional en relación con los consejos de guerra, días antes de la muerte de Franco, rechaza el amparo, y declara que no puede revisar una "dramática condena a muerte" que fue un acto del "poder público" anterior a la entrada en vigor de la Constitución. La frase final es lapidaria: "La dura realidad de la Historia no puede soslayarse en lo jurídico con procesos de revisión indefinida".

El positivismo jurídico proporcionó a Hitler las bases teóricas de un "derecho" acorde con su proyecto de muerte. Prestigiosos juristas alemanes que consiguieron soslayar los juicios de Núremberg llegaron a sostener, sin rubor y sin rectificar, que entre los fines de la pena estaba "la eliminación de los elementos dañinos al pueblo y a la raza".

En la legislatura pasada y la presente se han puesto en marcha "proposiciones no de ley", que tienen el propósito de condenar un golpe de Estado liberticida y promover las condiciones para restaurar a las víctimas en sus derechos expoliados.

Al morir el dictador las fuerzas políticas alcanzaron un pacto ejemplar y alumbraron una Constitución que, lo admitan o no los nostálgicos del franquismo, supone el aniquilamiento político del entramado seudolegal del régimen. Paradójicamente el sistema democrático de la Segunda República, que habían derrocado por las armas, reaparece casi literalmente en muchos artículos de la Constitución de 1978. Los cautivos y desarmados de 1939 habían hecho renacer la democracia.

Los consejos de guerra sumarísimos, celebrados durante la Guerra Civil y una vez terminada ésta, están al margen de cualquier sistema jurídico y carecen de la más mínima legitimidad. Su ilegitimidad resulta insubsanable al igual que toda la legislación nazi que consagró la eliminación de sectores de la población alemana.

La fórmula derogatoria que anula todo el entramado "jurídico" del régimen franquista y su extensión analógica a cuantas disposiciones se opongan a la Constitución permiten dar este paso.

El derecho como encarnación de la justicia no puede soportar la convivencia con leyes aberrantes. John Rawls (Teoría de la Justicia) nos recuerda que un tirano puede cambiar las leyes sin previo aviso y castigar a sus súbditos con las leyes que le plazcan, pero nunca podrá construir un sistema jurídico respetable para las conciencias de los ciudadanos. Si las leyes son injustas deben ser abolidas.

Recobrada la soberanía estamos en condiciones de anular las leyes dictadas por quien la secuestró durante cuarenta años.

Hugh Thomas, uno de los hispanistas que más ha estudiado la Guerra y la pos-Guerra Civil española, nos advierte en una entrevista reciente que: "Quien olvida el pasado se enfrenta con un porvenir incierto".


Nacido en el 36

EL PAÍS - Opinión - 13-07-2006

Las heridas de los vencedores tuvieron un largo y delicado tratamiento, debían haber cicatrizado. Los vencidos vivieron con ellas, hasta que murió el dictador y se restituyó la soberanía al pueblo español. Las manos expertas y cuidadosas de los cirujanos suturan las heridas con pausa y detalle de tal forma que, pasado el tiempo, la cicatriz se hace prácticamente imperceptible.

Al comenzar la transición había que suturar las heridas, todavía abiertas, de los vencidos. Algunos sostienen que nuestra transición fue modélica. En mi opinión las heridas se cosieron apresuradamente, con hilo grueso, e inevitablemente, dejaron huella. Las leyes de Amnistía e Indulto están plagadas de frases grandilocuentes y quizá bien intencionadas. Pero no se encuentra ni una mirada al pasado esbozando una leve autocrítica por lo que había sucedido hace cuarenta años. El Real Decreto de 30 de julio de 1976, reconoce la imposibilidad de conseguir que los militares interioricen y asuman la nueva situación. Llamo la atención sobre un párrafo del texto. Se condona la pena impuesta a los militares de Unión Militar Democrática que habían dado un paso arriesgado y ejemplarmente ético para desmarcarse de las ideas autoritarias, cuando no nítidamente fascistas, de sus compañeros de armas. Cuando vieron el ejemplo de sus compañeros de armas portugueses cerraron filas entorno al Régimen y despreciaron a sus camaradas demócratas. No satisfechos con ello consienten, con cierta magnanimidad, que se les saque de prisión si bien seguirán definitivamente separados, justificando esta medida por la necesidad de "velar por la mejor organización y moral militar de las instituciones armadas". Cualquier estudioso de la transición, ajeno a los entresijos de nuestros poderes fácticos, no saldrá de su asombro. Ser demócrata y jugarse la carrera a favor de su venida, es un acto desmoralizador para los nostálgicos herederos del golpe militar. Los militares portugueses saldaron su deuda histórica devolviendo la soberanía a sus conciudadanos, los nuestros la arrebataron en el 36 y no hicieron nada para restituirla.

Este punto de sutura se hizo groseramente y como era de esperar supuró el 23-F. Quedan muchas cicatrices por cerrar. Los vencedores están mal acostumbrados a decidir lo que se puede y lo que no se puede hacer. Desarrollaron este vicio en condiciones favorables durante cuarenta años y les cuesta adaptarse al debate civilizado y a la necesidad de realizar una autocrítica liberadora. Sólo ellos pueden tener memoria y el monopolio de la verdad. Memoria siempre selectiva. La tesis que parece imponerse son las de una República, sin orden ni ley, a la que casi tuvieron que salvar los propios militares. Parece que la historia vista desde fuera no va por esos derroteros, pero, en todo caso, es una opinión que muchos no compartimos.

Los vencidos no sólo no pueden tener memoria sino que, sea cual sea su análisis, estará siempre salpicado por el ruin ánimo de venganza que anida en sus duros y pervertidos corazones. Bastante condescendencia se tuvo con ellos permitiéndoles acceder a una democracia que consideran todavía tutelada por sus maniqueas tesis. Cualquiera que disienta pone en peligro la reconciliación nacional, está provocando a los fantasmas del pasado y preparando los bisturíes de unos nuevos cirujanos. Citaré algunos puntos que considero imprescindible resolver: "nulidad de los consejos de guerra sumarísimos" y devolución a las víctimas y sus familiares del honor de haber defendido a un régimen constitucional y democrático. Se trata de promulgar una ley de anulación y no de reconocer, como se hace en la reciente Ley de la Memoria Histórica, los méritos democráticos de algunos protagonistas relevantes.

"Ejecuciones extrajudiciales y desaparición forzada de personas". Esta práctica sistemática durante la guerra puede ser imputada a rebeldes y republicanos. En la larga y dolorosa posguerra es el monopolio de los vencedores. Se trata de un crimen de lesa humanidad y por tanto, imprescriptible ante el derecho internacional consuetudinario y el de los tratados cuya aplicación retroactiva, a partir de Núremberg, está admitida por la doctrina internacional. La Justicia Internacional está abierta a estos crímenes y cualquier juez podría enjuiciarlos del mismo modo que España ha juzgado a los asesinos de la dictadura argentina.

"Confiscación de bienes particulares y de entidades públicas". El despojo fue el botín de los vencedores. La situación, según se ha visto, puede ser corregida utilizando fórmulas parecidas a la que se contiene en el Real Decreto que devuelve su patrimonio a la Unión General de Trabajadores.

"Indemnizaciones pendientes por otros perjuicios no comprendidas de las leyes de Amnistía". Lo ha hecho el Estado alemán y debemos hacerlo también nosotros. El Caudillo, se consideró investido por la gracia de Dios y sólo admitió responsabilizarse ante él y ante la Historia. La Historia nunca se detiene ni dejará de valorar su conducta.

Los mártires de la fe que, según el cardenal arzobispo de Toledo, murieron por odio a la religión, pueden ser inmediatamente beatificados sin más trámites. Sin embargo, resulta difícil admitir que alguien odie a una religión, por sus dogmas, ritos o ceremonias, más bien sería una confrontación con los representantes humanos de unas creencias que no se compartían y por un rechazo a comportamientos personales. En todo caso los hechos son condenables. También los vencedores ejecutaron a sacerdotes, se supone que por no odio a la religión, sino por su falta de adhesión al nacional-catolicismo que, según propia confesión de Franco, fue decisiva para ganar la Cruzada.

Todavía no han pedido perdón y ya ha pasado bastante tiempo como para que hubieran reflexionado sobre su inhumana postura. El Papa Benedicto XVI ha desaprovechado, una vez más, la ocasión durante su reciente visita a Valencia. No hay obstáculos para seguir con las canonizaciones sin temor a ser tachados de rencorosos, sin embargo, el perdón se reserva para la influyente comunidad judía que, por fin ha conmovido el corazón de un Papa alemán angustiado ante el monumento al horror que se escenifica en el campo de Auschwitz. Ahora tratan de endosarle la responsabilidad a Dios, y se preguntan dónde estaba cuando aquellos horrores sucedían. Si de verdad no encuentran a Dios en los momentos difíciles, ¿por qué no intentan mirar a los ojos de las víctimas, donde seguramente podrán encontrarlo?


Sin pasado no hay mañana

EL PAÍS - Opinión - 12-11-2004

El verano del 36 fue especialmente caluroso. Soplaban vientos del Sur que trajeron nubes de tormenta. Nací el 13 de junio de 1936. Mi padre era capitán de Carabineros en La Coruña y a pesar de la tradición republicana de este cuerpo, decidió sumarse al grupo de militares que protagonizaron un golpe de Estado contra la Constitución de la República. Guardo emocionados recuerdos de su ejemplar sentido ético, su cariño a todos los que le rodeaban y la dignidad y austeridad con la que supo vivir, junto con otros muchos militares que veían indignados cómo unos pocos se enriquecían pasando factura de su adhesión ideológica a los vencedores.

Como un niño de los vencedores, disfruté de una vida agradable y sin complicaciones. Difícilmente puede anidar en mis recuerdos el más mínimo rencor o resentimiento. Fui conociendo la guerra a través de la versión monolítica y totalmente acrítica de los vencedores. Cuando tenía 14 años cayó en mis manos la colección oficial de la Historia de la Cruzada, con magníficas y triunfalistas ilustraciones de Sáez de Tejada. Recuerdo que para hilvanar la justificación del golpe de Estado, las primeras páginas se remontaban a la Semana Trágica de Barcelona de 1909. Los sucesos de aquella época dieron mucho juego durante el largo periodo en que el régimen totalitario se dirigía a sus súbditos recordándoles "las salvajadas de la República" para que no cayesen en el olvido, y para que nadie osase remover el pasado y rescatar las nefastas libertades que habían arruinado el pensamiento y la grandeza del espíritu imperecedero de la raza.

Los vencedores adaptaron el escenario a sus propósitos de perpetuarse en el poder y no se cansaron de reiterar, en tono amenazante, que si alguien quería desenterrar los llamados y queridos demonios familiares que tan a menudo invocaba el caudillo, la barbarie volvería a ensangrentar nuestra tierra.

El caudillismo no fue, como demostró el paso del tiempo, una solución transitoria para hacer frente, bajo un solo mando, a los avatares de la guerra. Duró hasta el 20 de noviembre de 1975. Franco ostentó hasta su muerte la facultad de hacer leyes por su propio imperio y decisión, sin necesidad del refrendo de las Cortes franquistas. La Ley Orgánica del Estado, que fue un intento de maquillar un régimen personal con una envoltura "pseudo constitucional", no pudo soslayar la referencia a la unidad de poder y división de funciones. Sus redactores no dudaron en proclamar que Franco era "el representante supremo de la nación, personificaba la soberanía nacional y ejercía el poder supremo, político y administrativo". La disposición transitoria de forma críptica para los profanos, viene a decir que hasta que Franco muera mantendrá las atribuciones que le habían concedido las leyes de 30 de enero de 1938 y 8 de agosto de 1939, así como las prerrogativas que le otorgaba la Ley de Sucesión. En otras palabras, le correspondió hasta su muerte "la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general" y de elegir como sucesor a quien su capricho le dictase. Cualquier pretensión jurídica de conjugar este engendro normativo con los principios del derecho y la justicia es tarea imposible o empeño de embaucadores.

Los vencidos fueron arrojados a las tinieblas interiores de su patria, a la que amaban con la misma o mayor intensidad que los vencedores. No les permitieron permanecer fieles a su pasado, si querían vivir sin reacciones perjudiciales. Tuvieron que guardar en los recónditos pliegues del alma sus convicciones y sus sentimientos más nobles. Cualquier veleidad con las fragancias de la democracia que débilmente nos soplaban desde una Europa que nos había olvidado era implacablemente perseguida. Los que lo intentaron, desde las filas de los monárquicos, liberales o democristianos, fueron objeto de una feroz descalificación por los cronistas del régimen con los epítetos más insultantes. Algunos de estos escribas siguen hoy en ese oficio.

Los muertos y asesinados eran sombras que vivían en sus conciencias y que no podían recordar ni en sus conversaciones familiares. Sus profesiones se vieron frustradas y no se les dejaba espacio para integrarse en el esfuerzo de todos los españoles que generacionalmente se iban distanciando cada vez más los protagonistas directos de la guerra.

La derecha tradicional de este país, segura de que en tiempos difíciles siempre habría un grupo de militares dispuestos a sacarles de su inoperancia y su reaccionarismo, no ha comprendido el alcance de los sentimientos de los que se han movilizado para poner en marcha la recuperación de la memoria histórica. Los hijos de los vencidos, sobresaltados todavía por las angustias y persecuciones de toda una vida, no quieren remover las tierras que cubren a sus padres. Han sido los nietos, los que han nacido y se han criado con la libertad intelectual que nace de la democracia, los que no quieren que se perpetúe una historia, en la que sus abuelos figuran como protagonistas de una orgía sangrienta en la que enloquecidos por la furia antirreligiosa se dedicaron a asesinar sin más motivo que el deseo de satisfacer sus instintos. Creo que la derecha más razonable de este país tiene una deuda con los que compartieron y comparten el amor por las libertades. Tenemos ejemplos en nuestro entorno europeo para que las páginas de la memoria, del honor y del sacrificio de los que murieron por defender la República se llenen con sus nombres, libres de cualquier mácula de un pasado que tuvieron que soportar en silencio. Nadie quiere volver la vista atrás, ninguno actúa movido por el odio, sólo quieren un simple reconocimiento de la lealtad y valores que atesoraron sus antepasados.

La nulidad de todas las sentencias dictadas por tribunales militares es la única salida coherente.

No se puede enlazar el golpismo con la legitimidad democrática. La lectura de Curzio Malaparte (Técnica del golpe de Estado, 1932) les puede orientar sobre "las apariencias de legalidad" que inútilmente pretende construir en todos los países, el bando de los golpistas.

No se trata de analizar, una por una, las conductas que fueron sancionadas con la ejecución fulminante, simplemente declarar que el sistema seguido para imponer las condenas repugna y es incompatible con la cultura democrática y los valores de la civilización. Lo ha dicho reciente y reiteradamente el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo en relación con el sistema judicial de Turquía. Las decisiones no pueden ser más tajantes al afirmar que el Tribunal de Seguridad del Estado, uno de cuyos miembros pertenece a la Magistratura Militar, no puede, bajo ningún supuesto, garantizar un proceso justo a las personas sometidas a su jurisdicción.

No creo que ampararse en un superficial formalismo jurídico, inaceptable en un sistema democrático, sea la única solución. Los familiares no quieren reproducir el pasado, sólo desean que les dejen remover el peso de la tierra y el olvido, para encontrar sus raíces.

 

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Víctor Arrogante
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