La conciencia de que tenemos la
responsabilidad de hacer que sigan existiendo
aquellos que ya muertos juzgamos que deben
sobrevivir, se trata de subsanar de muchas
maneras. Habitualmente con el luto (ya en
desuso), la placa conmemorativa, el busto, el
nombre de una calle o hasta una estatua
ecuestre. También, y quizá lo mejor de todo, un
montón de páginas como esta que el lector tiene
en sus manos y no podrá abandonar. De esta
forma, alguien murió, otros que lo recordaron
morirán también, pero antes lo harán recordar a
los demás. El sentido de la expresión, ya
acuñada, "derecho a la memoria" va en esta
dirección. Significa el reconocimiento del
derecho a ser recordado a los que se les negó
esa posibilidad. Pero si ya no existen, otros
pueden, y en ocasiones deben, demandarlo por él.
De este modo, la exigencia del derecho a la
memoria se convierte en un problema moral para
los que sobreviven. El vocablo "memoria" tiene
en estas páginas, primero el significado de
recordar, y segundo del deber de recordar para
informar de lo recordado a los que vienen
después, de manera que se constituya en ellos en
recuerdo de los recuerdos de los demás.
"Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", que decía
Luis Cernuda.
La memoria es un instrumento de que dispone
el sujeto para su actuación en la
realidad. De tal instrumento se hace un uso muy
vario, pero en el fondo subyace un componente
moral. Podemos desde luego usar la memoria, como
cualquier instrumento, para el bien o para el
mal. La función de la memoria está
intrínsecamente ligada a una de las
características del sujeto: su dependencia del
pasado, la imposible abdicación de su pasado,
del saber indeclinable que uno es lo que "ha ido
siendo" hasta ahora, momento, el de ahora, en
que también "se está siendo" y que se añadirá a
los que le precedieron. Así nos reconocemos en
tanto que sujetos, esto es, entidades con
experiencias de vida vivida, sujetos con
historia (la nuestra), o más exactamente, con
biografía. Por eso, la evocación tiene una
estructura narrativa. Evocar es contar (o
contarnos), de palabra o por escrito. Lo
dramático de algunas evocaciones es que no
pueden ser contadas a falta de palabras. En
ocasiones, hay un décalage entre lo
vivido y lo contado, hasta el punto de que
contar es reconocer simultáneamente nuestro
fracaso como narrador. Es mi convicción que el
suicidio de Primo Levi derivó de su conciencia
de la imposibilidad de decir la
experiencia en Auschwitz. Y sin ese desenlace,
la misma que experimentó Kertész.
¿Por qué es moralmente imprescindible esta
tarea? Lo sabemos por nosotros mismos. La
memoria es personal, como lo son los hechos que
se recuer-dan, porque personal fue la
experiencia del hecho cuando se vivió. Somos
porque se ha hecho en nosotros nuestra historia,
elaboración y reelaboración de nuestro pasado.
La memoria es la condición necesaria para el
logro de nuestra identidad, vocablo que,
despojado de toda connotación moral, significa
ser alguien, responder asimismo a la pregunta de
quién soy (si se la hace uno a sí mismo) o quién
es (si la hacemos respecto de otro). Somos,
pues, porque tenemos memoria; es más,
somos nuestra memoria. He aquí, a
continuación, una demostración empírica de este
aserto.
El número de longevos ha aumentado tan
considerablemente en la actualidad que deben
quedar pocos sin experiencia vivida de enfermos
de Alzheimer. Esta enfermedad constituye un
experimento natural (como decía Claude
Bernard de cualquier enfermedad) que nos hace
ver cómo gracias a la memoria se construye
nuestra identidad; y a la inversa, cómo la
pérdida paulatina de la memoria disuelve la
identidad. El paciente de Alzheimer que no
recuerda al hijo que tiene delante no se sabe ya
padre de él; cuando ya no recuerda haber
sido médico o albañil no sabe la identidad
social que mantuvo; y, al fin, si vive aún como
para no recordar su nombre, no sabe quién fue,
es decir, ha dejado de ser, no es ya
(aunque aún vive). Su identidad se ha disuelto.
Podemos decir quién fue (hablo desde el
punto de vista psicológico, no jurídico), pero
eso es función de nuestra memoria de él,
no de la de él, que ha desaparecido. La memoria
nos da, como decíamos antes, conciencia de que
existimos y, con ello, de identidad. Mi memoria
soy yo. En el estadio final del Alzheimer se
dice de él que "vegeta", es la muerte del
enfermo como sujeto, la disolución de su
conciencia autobiográfica, aunque persista, sin
embargo, la vida biológica que la hizo posible
hasta entonces (circulación, respiración,
metabolismo, es decir, las funciones
autonómicas). Los que le conocimos y le
recordamos somos los que sabemos quién fue.
Tanto el enfermo ya totalmente demenciado por el
Alzheimer cuanto el que ya pereció, sobreviven,
pues, en nuestra memoria. Lo repito: una
vez que uno muere sobrevive si sobrevive en el
recuerdo de los demás. Cuando todos los que nos
recuerden perezcan, hemos muerto
definitivamente. Lo que significa que tener
memoria del otro, recordarlo, es dotarlo de
existencia. Todos ansiamos sobrevivir aquí
-que se sepa, no hay ningún otro sitio donde
esto pueda tener lugar-, y eso sólo podemos
lograrlo en la memoria de los demás. Es
lo que demuestra Agustín Santos, un
superviviente de Mauthausen, cuando,
refiriéndose a la muerte de Azuaga, su compañero
de evasión, dice: "Su muerte engendró en mí la
voluntad tenaz de sobrevivir a aquel infierno,
para poder contar al mundo las muertes de tantos
Azuagas". De esta manera, y en alguna medida,
los ha hecho inmortales. En puridad, lo de
"inmortales" es una metáfora. Ellos no son
inmortales, somos nosotros los que los hacemos,
se hacen inmortales en nosotros. No hay, pues,
inmortalidad; hay memoria. Ésta es la misión de
"los que venimos después" en la sobrevivencia de
aquellos a los que se les hizo morir, y de tal
manera que, de hecho, de muchos de ellos (en el
anonimato) podría decirse que es como si no
hubieran existido.
La implacable dictadura franquista duró tanto
que muchos de los que la padecieron, incluso
muchos que supieron del padecimiento del padre,
la madre, el hermano o el vecino, murieron sin
poder ofrecernos su versión, porque
mientras vivieron estaban obligados al silencio.
Y si bien una experiencia singular rara vez es
útil para la construcción de lo que llamamos
Historia, es irreemplazable para saber del
drama, esto es, de la Biografía. Cuando
hablamos de la recuperación de la memoria
histórica, un apartado fundamental de la misma
es la constancia ¡cuando menos! de los nombres y
apellidos de los que vivieron el drama.
No hay otra forma de subsanar, aunque en mínima
parte, la oquedad dejada por aquellos a los que
se hizo desaparecer, de muchos de los cuales no
sabríamos siquiera que existieron. Éste es el
fundamento moral del recordarlos.