Discurso de
La Pasionaria en Las Cortes el 16 de junio de 1936
La Sra.
Ibarruri tiene la palabra.
¡Señores Diputados!
Por una vez, y aunque ello parezca extraño y paradójico,
la minoría comunista está de acuerdo con la proposición
no de ley presentada por
el señor Gil Robles,
proposición tendente a plantear la necesidad de
que termine rápidamente la perturbación que existe en
nuestro país; pero si en principio coincidimos en la
existencia de esta necesidad, comenzamos a discrepar en
seguida, porque para buscar la verdad, para hallar las
conclusiones a que necesariamente tenemos que llegar,
vamos por caminos distintos, contrarios y opuestos.
El Sr. Gil Robles ha hecho un bello discurso y yo me voy
a referir concretamente a él, ya que
al Sr. Calvo Sotelo
le ha contestado cumplidamente
el Sr. Casares, poniendo al descubierto los
propósitos de perturbación que traía esta tarde al
Parlamento con el deseo, naturalmente, de que sus
palabras tuvieran repercusiones fuera de aquí, aunque
por necesidad me referiré también en algunos casos
concretos a las actividades del señor
Calvo Sotelo.
Decía que el Sr. Gil Robles
había pronunciado un bello discurso, tan bello y
tan ampuloso como los que
el Sr. Gil Robles acostumbraba a pronunciar
cuando en plan de jefe indiscutible --esto no se lo
reprocho-- iba por aldeas y ciudades predicando la buena
nueva del socialismo cristiano, la buena nueva de la
justicia distributiva se tradujese en hechos de
gobierno, cuando el Sr. Gil Robles
participaba intensamente en él, tales como el
establecimiento de los jornales católicos en el campo,
de los jornales de 1,50 y de dos pesetas.
El Sr. Gil Robles, hábil parlamentario y no menos hábil
esgrimidor de recursos oratorios, retóricos, de frases
de efecto, apelaba a argumentos no muy convincentes, no
muy firmes, tan escasos de solidez como la afirmación
que hacía de la falta de apoyo por parte del Gobierno a
los elementos patronales. Y al argüir con argumentos
falsos, sacaba, naturalmente, falsas conclusiones; pero
muy de acuerdo con la misión que quien puede le ha
confiado en esta Cámara y que S.S., como los compañeros
de minoría, sabe cumplir a la perfección, esgrimía una
serie de hechos sucedidos en España, que todos
lamentamos, para demostrar la ineficacia de las medidas
del Gobierno, el fracaso del Frente Popular.
Su señoría comenzaba a hacer la relación de hechos
solamente desde el 16 de Febrero y no obtenía una
conclusión, como muy bien le han dicho los señores
Diputados que han intervenido; no obtenía la conclusión
de que es necesario averiguar quiénes son los que han
realizado esos hechos, porque el Sr. Gil Robles no
ignora, por ejemplo, que, después de la quema de algunas
iglesias, en casa de determinados sacerdotes se han
encontrado los objetos del culto que en ocasiones
normales no suelen estar allí.
No quiero hacer simplemente un discurso; quiero exponer
hechos, porque los hechos son más convincentes que todas
las frases retóricas, que todas las bellas palabras, ya
que a través de los hechos se pueden sacar consecuencias
justas y a través de los hechos se escribe la Historia.
Y como yo supongo que
el Sr. Gil Robles,
como cristiano que es, ha de amar intensamente la
verdad y ha de tener interés en que la Historia de
España se escriba de una manera verídica, voy a darle
algunos argumentos, voy a refrescarle la memoria y a
demostrarle, frente a sus sofismas, la justeza de las
conclusiones adonde yo voy a llegar con mi intervención.
Pero antes permítame S.S. poner al descubierto la
dualidad del juego, es decir, las maniobras de las
derechas, que mientras en las calles realizan la
provocación, envían aquí unos hombres que, con cara de
niños ingenuos vienen a preguntarle al Gobierno qué pasa
y a dónde vamos.
¡Señores de las derechas! Vosotros venís aquí a rasgar
vuestras vestiduras escandalizados y a cubrir vuestras
frentes de ceniza, mientras, como ha dicho el compañero
De Francisco, alguien, que vosotros conocéis y que
nosotros no desconocemos tampoco, manda elaborar
uniformes de la Guardia Civil con intenciones que
vosotros sabéis y que nosotros no ignoramos, y mientras,
también, por la frontera de Navarra, ¡Sr. Calvo Sotelo!,
envueltas en la bandera española, entran armas y
municiones con menos ruido, con menos escándalo que la
provocación de Vera del Bidasoa, organizada por el
miserable asesino Martínez Anido, con el que colaboró
S.S. y para vergüenza de la República española, no se ha
hecho justicia ni con él ni con S.S., que con él
colaboró. Como digo, los hechos son mucho más
convincentes que las palabras. Yo he de referirme no
solamente a los ocurridos desde el 16 de febrero, sino
un poco tiempo más atrás, porque las tempestades de hoy
son consecuencia de los vientos de ayer.
¿Qué ocurrió desde el momento en que abandonaron el
Poder los elementos verdaderamente republicanos y los
socialistas? ¿Qué ocurrió desde el momento en que
hombres que, barnizados de un republicanismo embustero,
pretextaban querer ampliar la base de la República,
ligándoos a vosotros, que sois antirrepublicanos, al
Gobierno de España? Pues ocurrió lo siguiente: Los
desahucios en el campo se realizaban de manera
colectiva; se perseguía a los Ayuntamientos vascos; se
restringía el Estatuto de Cataluña; se machacaban y se
aplastaban todas las libertades democráticas; no se
cumplían las leyes de trabajo; se derogaba, como decía
el compañero De Francisco, la ley de Términos
municipales; se maltrataba a los trabajadores, y todo
esto iba acumulando una cantidad enorme de odios, una
cantidad enorme de odios, una cantidad enorme de
descontento, que necesariamente tenía que culminar en
algo, y ese algo fue el octubre glorioso, el octubre del
cual nos enorgullecemos todos los ciudadanos españoles
que tenemos sentido político, que tenemos dignidad, que
tenemos noción de la responsabilidad de los destinos de
España frente a los intentos del fascismo.
Y todos estos actos que en España se realizaban durante
la etapa que certeramente se ha denominado del «bienio
negro» se llevaban a cabo,
¡Sr. Gil Robles!,
no sólo apoyándose en la fuerza pública, en el
aparato coercitivo del Estado, sino buscando en los
bajos estratos, en los bajos fondos que toda sociedad
capitalista tiene en su seno, hombres desplazados, cruz
del proletariado, a los que dándoles facilidades para la
vida, entregándoles una pistola y la inmunidad para
poder matar, asesinaban a los trabajadores que se
distinguían en la lucha y también a hombres de
izquierda: Canales, socialista; Joaquín de Grado,
Juanita Rico, Manuel Andrés y tantos otros, cayeron
víctimas de estas hordas de pistoleros, dirigidas, ¡Sr.
Calvo Sotelo!, por
una señorita, cuyo nombre, al pronunciarlo, causa
odio a los trabajadores españoles por lo que ha
significado de
ruina y de vergüenza para España y por señoritos
cretinos que añoran las victorias y las glorias
sangrientas de Hitler o Musolini.
Se produce, como decía antes, el estallido de octubre;
octubre glorioso, que significó la defensa instintiva
del pueblo frente al peligro fascista; porque el pueblo,
con certero instinto de conservación, sabía lo que el
fascismo significaba: sabía que le iba en ello, no
solamente la vida, sino la libertad y la dignidad que
son siempre más preciadas que la misma vida.
Fueron, ¡señor Gil Robles!,
tan miserables los hombres encargados de aplastar
el movimiento, y llegaron a extremos de ferocidad tan
terribles, que no son conocidos en la historia de la
represión en ningún país. Millares de hombres
encarcelados y torturados; hombres con los testículos
extirpados; mujeres colgadas del trimotor por negarse a
denunciar a sus deudos; niños fusilados; madres
enloquecidas al ver torturar a sus hijos; Carbayín; San
Esteban de las Cruces; Villafría; La Cabaña; San Pedro
de los Arcos; Luis de Sirval. Centenares y millares de
hombres torturados dan fe de la justicia que saben hacer
los hombres de derechas, los hombres que se llaman
católicos y cristianos.
Y todo ello,
¡señor Gil Robles!,
cubriéndolo con una nube de infamias, con una
nube de calumnias, porque los hombres que detentaban el
Poder no ignoraban en aquellos momentos que la reacción
del pueblo, si éste llegaba a saber lo que ocurría,
especialmente en Asturias, sería tremenda.
Cultivasteis la mentira; pero la mentira horrenda, la
mentira infame; cultivasteis la mentira de las
violaciones de San Lázaro; cultivasteis la mentira de
los niños con los ojos saltados; cultivasteis la mentira
de la carne de cura vendida a peso; cultivasteis la
mentira de los guardias de Asalto quemados vivos. Pero
estas mentiras tan diferentes, tan horrendas todas,
convergían a un mismo fin: el de hacer odiosa a todas
las clases sociales de España la insurrección asturiana,
aquella insurrección que, a pesar de algunos excesos
lógicos, naturales en un movimiento revolucionario de
tal envergadura, fue demasiado romántico, porque perdonó
la vida a sus más acerbos enemigos, a aquellos que
después no tuvieron la nobleza de recordar la grandeza
de alma que con ellos se había demostrado.
Voy a separar los cuatro motivos fundamentales de estas
mentiras que, como decía antes, convergían en el mismo
fin. La mentira de las violaciones, a pesar de que
vosotros sabíais que no eran ciertas, porque las
muchachas que vosotros dábais como muertas, y violadas
antes de ser muertas por los revolucionarios, ellas
mismas os volcaban a la cara vuestra infamia diciendo:
«Estamos vivas, y los revolucionarios no tuvieron para
nosotras más que atenciones.» ¡Ah!, pero esta mentira
tenía un fin; esta mentira de las violaciones, extendida
por vuestra Prensa cuando a la Prensa de izquierdas se
la hacía enmudecer, tendía a que el espíritu caballeroso
de los hombres españoles se pronunciase en contra de la
barbarie revolucionaria.
Pero necesitábais más; necesitábais que las mujeres
mostrasen su odio a la revolución; necesitábais exaltar
ese sentimiento maternal, ese sentimiento de afecto de
las madres para los niños, y lanzásteis y explotásteis
el bulo de los niños con los ojos saltados. Yo os he de
decir que los revolucionarios hubieron, de la misma
manera que los heroicos comunalistas de París, siguiendo
su ejemplo, de proteger a los niños de la Guardia Civil,
de esperar a que los niños y las mujeres saliesen de los
cuarteles para luchar contra los hombres como luchan los
bravos: con armas inferiores, pero guiados por un ideal,
cosa que vosotros no habéis sabido hacer nunca.
La mentira de la carne de cura vendida al peso. Vosotros
sabéis bien --nosotros tampoco lo desconocemos-- el
sentimiento religioso que vive en amplias capas del
pueblo español, y vosotros queríais con vuestras mentira
infame ahogar todo lo que de misericordioso, todo lo que
de conmiseración pudiera haber en el sentimiento de
estos hombres y de estas mujeres que tienen ideas
religiosas hacia los revolucionarios.
Y viene la culminación de las mentiras: los guardias de
Asalto quemados vivos. Vosotros necesitábais que las
fuerzas que iban a Asturias a aplastar el movimiento
fuesen, no dispuestas a cumplir con su deber, sino
impregnadas de un espíritu de venganza, que tuviesen el
espolique de saber que sus compañeros habían sido
quemados vivos por los revolucionarios. Allí convergían
todas vuestras mentiras, como he dicho antes: a hacer
odiosa la revolución, a hacer que los trabajadores
españoles repudiasen, por todos estos motivos, el
movimiento insureccional de Asturias.
Pero todo se acaba, ¡Sr. Gil Robles!,
y cuando en España comienza a saberse la verdad,
el resultado no se hace esperar, y el día 16 de febrero
el pueblo, de manera unánime, demuestra su repulsa a los
hombres que creyeron haber ahogado con el terror y con
la sangre de la represión los anhelos de justicia que
viven latentes en el pueblo. Y los derrotados de
febrero, aquellos que se creían los amos de España, no
se resignan con su derrota y por todos los medios a su
alcance procuran obstaculizar, procuran entorpecer esta
derrota, y de ahí su desesperación, porque saben que el
Frente Popular no se quebrantará y que llegará a cumplir
la finalidad que se ha trazado.
Por eso precisamente es por lo que ellos en todos los
momentos se niegan a cumplir los laudos y las
disposiciones gubernamentales, se niegan
sistemáticamente a dar satisfacción a todas las
aspiraciones de los trabajadores, lanzándolos a la
perturbación, a la que van, no por capricho ni por deseo
de producirla, sino obligados por la necesidad, a pesar
de que el Sr.
Calvo Sotelo,
acostumbrado a recibir las grandes pitanzas de la
Dictadura, crea que los trabajadores españoles viven
como vivía él en aquella época.
¿Por qué se producen las huelgas? ¿Por el placer de no
trabajar? ¿Por el deseo de producir perturbación? No.
Las huelgas se producen porque los trabajadores no
pueden vivir, porque es lógico y natural que los hombres
que sufrieron las torturas y las persecuciones durante
la etapa que las derechas detentaron el Poder quieran
ahora --esto es lógico y natural-- conquistar aquello
que vosotros les negábais, aquello para lo cual vosotros
les cerrábais el camino en todos los momentos.
No tiene que tener miedo el Gobierno porque los
trabajadores se declaren en huelga; no hay ningún
propósito sedicioso contra el Gobierno en estas medidas
de defensa de los intereses de los trabajadores, porque
ellas no representan más que el deseo de mejorar su
situación y de salir de la miseria en que viven.
Hablaban algunos señores de la situación en el campo. Yo
también quiero hablar de la situación en el campo,
porque tiene una ligazón intensa con la situación de los
trabajadores de la ciudad, porque pone una vez más al
descubierto la ligazón que existe entre los dueños de
las grandes propiedades, que en el campo se niegan
sistemáticamente a dar trabajo a los campesinos y
consienten que las cosechas se pierdan, y estas
Empresas, que como la de calefacción y ascensores, como
la de la construcción, como todas las que se hallan en
conflicto con sus obreros, se niegan a atender las
reivindicaciones planteadas por los trabajadores.
Esto se liga a lo que yo decía antes: al doble juego de
venir aquí a preguntar lo que ocurre y continuar
perturbando la situación en la ciudad y en el campo.
Concretamente, voy a referirme a la provincia de Toledo,
y al hablar de la provincia de Toledo reflejo lo que
ocurre en todas las provincias agrarias de España. En
Quintanar de la Orden hay varios terratenientes (y esto
es muy probable que lo ignore el Sr. Madariaga, atento
siempre a defender los intereses de los grandes
terratenientes) que deben a sus trabajadores los
jornales de todas las faenas de trabajo del campo.
¿Qué diría el Sr. Madariaga si en un momento determinado
estos trabajadores de Quintanar de la Orden, como los de
Almendralejo, como los de tantos otros pueblos de
España, se lanzasen a cobrar lo que es suyo en justicia?
¡Ah! Vendría aquí a hablar de perturbaciones, vendría
aquí a decir que el Gobierno no tiene autoridad, vendría
aquí, como van viniendo ya con excesiva tolerancia de
estos hombres, a entorpecer constantemente la labor del
Gobierno y la labor del Parlamento.
Y que por parte de los grandes terratenientes, como por
parte de las Empresas, hay un propósito determinado de
perturbar, lo demuestra este hecho concreto que os voy a
exponer.
En Villa de Don Fadrique, un pueblo de la provincia de
Toledo, se han puesto en vigor las disposiciones de la
reforma agraria, pero uno de los propietarios que se
siente lastimado por lo que significa de justicia para
el campesinado, que no ha conocido de la justicia más
que el poder de los amos, de acuerdo con los otros
terratenientes, había preparado una provocación en toda
regla, una provocación habilísima, ¡señores de las
derechas!, que vais a ver en lo que consistía y que
demuestra la falsedad del argumento
del Sr. Calvo Sotelo,
cuando afirma que los terratenientes no pueden
conceder a los trabajadores jornales superiores a 1,50.
Estos señores terratenientes con fincas radicantes en
Villa de Don Fadrique, cuya cosecha está valuada en
10.000 duros, tenían el propósito de repartirla entre
los campesinos de los pueblos colindantes, como Lillo,
Corral de Almaguer y Villacañas. Esto, que en principio
podrá parecer un rasgo de altruismo, en el fondo era una
infame provocación; era el deseo de lanzar, azuzados por
el hambre, a los trabajadores de un pueblo contra los de
otros pueblos. Y que esto no es un argumento sofístico
esgrimido por mi lo demuestra la declaración terminante
del hermano de uno de las terratenientes delante de D.
Mariano Gimeno, del alcalde y de la Comisión del
Sindicato de Agricultores, que dijo textualmente: «Si mi
hermano hubiera hecho lo que se había acordado, es
decir, el reparto de la cosecha, a estas horas se habría
producido el choque y esto había terminado».
Y es ahí,
¡Sr. Gil Robles!,
y no en los obreros y en los campesinos, donde
está la causa de la perturbación, y es contra los
causantes de la perturbación de la economía española,
que apelan a maniobras «non sanctas» para sacar los
capitales de España y llevárselos al extranjero; es
contra los que propalan infames mentiras sobre la
situación de España, con menoscabo de su crédito; es
contra los patronos que se niegan a aceptar laudos y
disposiciones; es contra los que constante y
sistemáticamente se niegan a conceder a los trabajadores
lo que les corresponde en justicia; es contra los que
dejan perder las cosechas antes de pagar salarios a los
campesinos contra los que hay que tomar medidas. Es a
los que hacen posible que se produzcan hechos como los
de Yeste y tantos pueblos de España a los que hay que
hacerles sentir el peso del Poder, y no a los
trabajadores hambrientos ni a los campesinos que tienen
hambre y sed de pan y de justicia.
¡Señor Casares Quiroga, Sres. Ministros!: ni los ataques
de la reacción, ni las maniobras, más o menos
encubiertas, de los enemigos de la democracia, bastarán
a quebrantar ni a debilitar la fe que los trabajadores
tienen en el Frente Popular y en el Gobierno que lo
representa.
Pero, como decía el señor De Francisco, es necesario que
el Gobierno no olvide la necesidad de hacer sentir la
ley a aquellos que se niegan a vivir dentro de la ley, y
que en este caso concreto no son los obreros ni los
campesinos. Y si hay generalitos reaccionarios que, en
un momento determinado, azuzados por elementos como el
señor Calvo Sotelo,
pueden levantarse contra el Poder del Estado, hay
también soldados del pueblo, cabos heroicos, como el de
Alcalá, que saben meterlos en cintura.
Y cuando el Gobierno se decida a cumplir con ritmo
acelerado el pacto del Frente Popular y, como decía no
hace muchos días el Sr. Albornoz, inicie la ofensiva
republicana, tendrá a su lado a todos los trabajadores,
dispuestos, como el 16 de febrero, a aplastar a esas
fuerzas y a hacer triunfar una vez más al Bloque
Popular.
Conclusiones a que yo llego: Para evitar las
perturbaciones, para evitar el estado de desasosiego que
existe en España, no solamente hay que hacer responsable
de lo que pueda ocurrir a
un Sr. Calvo Sotelo
cualquiera, sino que hay que comenzar por
encarcelar a los patronos que se niegan a aceptar los
laudos del Gobierno.
Hay que comenzar por encarcelar a los terratenientes que
hambrean a los campesinos; hay que encarcelar a los que
con cinismo sin igual, llenos de sangre de la represión
de octubre, vienen aquí a exigir responsabilidades por
lo que no se ha hecho.
Y cuando se comience por hacer esta obra de justicia,
¡Sr. Casares Quiroga,
Sres. Ministros!, no habrá Gobierno que cuente
con un apoyo más firme, más fuerte que el vuestro,
porque las masas populares de España se levantarán,
repito, como en el 16 de febrero, y aun, quizá, para ir
más allá, contra todas esas fuerzas que, por decoro,
nosotros no debiéramos tolerar que se sentasen ahí.