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Las Trece Rosas
es el nombre colectivo que se le dio al grupo de trece jóvenes, la
mitad de ellas miembros de las
Juventudes Socialistas Unificadas
(JSU), fusiladas por el
régimen franquista
en
Madrid,
el
5 de agosto
de
1939,
poco después de finalizar la
Guerra Civil Española.
Sus edades estaban comprendidas entre los 18 y los 29 años. En
realidad, las mujeres fusiladas fueron catorce, porque a las
anteriores debe sumarse Antonia Torre Yela, fusilada el
19 de febrero
de
1940.
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Carmen Barrero Aguado
(20 años, modista). Trabajaba desde los 12 años, tras la
muerte de su padre, para ayudar a mantener a su familia, que
contaba con 8 hermanos más, 4 menores que ella. Militante del
PCE, tras la guerra, fue la responsable femenina del partido
en Madrid. Fue detenida el
16 de mayo
de1939
Martina Barroso García
(24 años, modista). Al acabar la guerra empezó a participar en
la organización de las JSU de Chamartín. Iba al abandonado
frente de la Ciudad Universitaria a buscar armas y municiones
(lo que estaba prohibido). Se conservan algunas de las cartas
originales que escribió a su novio y a su familia desde la
prisión.
Blanca Brisac Vázquez
(29 años, pianista). La mayor de las trece. Tenía un hijo. No
tenía ninguna militancia política. Era católica y votante de
derechas. Fue detenida por relacionarse con un músico
perteneciente al Partido Comunista. Escribió una carta a su
hijo la madrugada del
5 de agosto de 1939, que le fue entregada por su
familia (todos de derechas) 16 años después. La carta aún se
conserva.
Pilar Bueno Ibáñez
(27 años, modista). Al iniciarse la guerra se afilió al PCE y
trabajó como voluntaria en las casas-cuna (donde se recogía a
huérfanos y a hijos de milicianos que iban al frente). Fue
nombrada secretaria de organización del radio Norte. Al acabar
la guerra se encargó de la reorganización del PCE en ocho
sectores de Madrid. Fue detenida el 16 de mayo de 1939.
Julia Conesa Conesa
(19 años, modista). Nacida en
Oviedo. Vivía en Madrid
con su madre y sus dos hermanas. Se afilió a las JSU por las
instalaciones deportivas que presentaban a finales de 1937
donde se ocupó de la monitorización de estas. Pronto se empleó
como cobradora de tranvías, ya que su familia necesitaba
dinero, y dejó el contacto con las JSU. Fue detenida en mayo
de 1939 siendo denunciada por un compañero de su "novio". La
detuvieron cosiendo en su casa. Dijo antes de morir : "Que mi
nombre no se borre en la historia".
Adelina García Casillas
(19 años, activista). Militante de las JSU. Hija de un guardia
civil. Le mandaron una carta a su casa afirmando que solo
querían hacerle un interrogatorio ordinario. Se presentó de
manera voluntaria, pero no regresó a su casa. Ingresó en
prisión el 18 de mayo de 1939.
Elena Gil Olaya
(20 años, activista). Ingresó en las JSU en 1937. Al acabar la
guerra comenzó a trabajar en el grupo de Chamartín.
Virtudes González García
(18 años, modista). Amiga de María del Carmen Cuesta (15 años,
perteneciente a las JSU y superviviente de la prisión de
Ventas). En 1936 se afilió a las JSU, donde conoció a
Vicente Ollero, que terminó siendo su novio. Fue
detenida el 16 de mayo de 1939 denunciada por un compañero
suyo bajo (se dice) tortura.
Ana López Gallego
(21 años, modista). Nacida en La Carolina,
Jaén. Militante de las JSU. Fue secretaria del radio de
Chamartín durante la Guerra. Su novio, que también era
comunista, le propuso irse a
Francia, pero ella decidió quedarse con sus tres
hermanos menores en Madrid. Fue detenida el 16 de mayo, pero
no fue llevada a la
cárcel de Ventas
hasta el 6 de junio. Se cuenta que no murió en la primera
descarga y que preguntó: «¿Es que a mí no me matan?».
Joaquina López Laffite
(23 años, secretaria). En septiembre de 1936 se afilió a las JSU.
Se le encomendó la secretaría femenina del
Comité Provincial
clandestino. Fue denunciada por Severino Rodríguez
(número dos en las JSU). La detuvieron el 18 de abril de 1939
en su casa, junto a sus hermanos. La llevaron a un chalet. La
acusaron de ser comunista, pero ignoraban el cargo que
ostentaba. Joaquina reconoció su militancia durante la guerra,
pero no la actual. No fue conducida a Ventas hasta el 3 de
junio, a pesar de ser de las primeras detenidas.
Dionisia Manzanero Salas
(20 años, modista). Se afilió al Partido Comunista en abril de
1938 después de que un obús matara a su hermana y a unos
chicos que jugaban en un descampado. Al acabar la guerra fue
el enlace entre los dirigentes comunistas en Madrid. Fue
detenida el 16 de mayo de 1939.
Victoria Muñoz García
(18 años, activista). Se afilió con 15 años a las JSU.
Pertenecía al grupo de Chamartín. Era la hermana de Gregorio
Muñoz, responsable militar del grupo del sector de Chamartin
de la Rosa. Llegó a Ventas el
6 de junio de 1939.
Luisa Rodríguez de la Fuente
(18 años, sastre). Entró en las JSU en 1937 sin ocupar ningún
cargo. Le propusieron crear un grupo, pero no había convencido
aún a nadie más que a su primo cuando la detuvieron. Reconoció
su militancia durante la guerra, pero no la actual. En abril
la trasladaron a Ventas, siendo la primera de las Trece Rosas
en entrar en la prisión.
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Historia |
Tras la ocupación de Madrid por el ejército
franquista y el fin de la guerra, las
Juventudes Socialistas Unificadas intentaron reorganizarse
clandestinamente bajo la dirección de José Pena Brea, de 21 años.
Los dirigentes del PCE y las JSU habían abandonado España, dejando
la organización en manos de militantes poco significativos, los
cuales esperaban pasar más desapercibidos. José Pena, secretario
general del comité provincial de las JSU, fue detenido por una
delación y obligado a dar, mediante torturas, todos los nombres que
sabía y firmar una declaración preparada.
El
famoso policía y torturador durante el franquismo,
Roberto Conesa, era un policía infiltrado en la
organización, colaboró también en la caída de la organización.
Conesa fue posteriormente comisario de la Brigada Político-Social
franquista y ocupó un cargo importante en la policía durante los
primeros años de la democracia. La práctica totalidad de la
organización clandestina cayó de este modo, sin apenas posibilidad
de reorganización. La mayor parte de los detenidos aún no había
tenido tiempo de integrarse en la organización clandestina o apenas
acababan de hacerlo. A la captura de los militantes ayudó el que los
ficheros de militantes del PCE y las JSU no habían podido ser
destruidos, debido al golpe de Estado del coronel Casado, y fueron
requisados por los militares franquistas al ocupar Madrid. Entre los
detenidos se hallaban «Las Trece Rosas», que fueron detenidas y
conducidas primero a instalaciones policiales, donde fueron
torturadas, y después a la
cárcel de mujeres de Ventas, construida para 450 personas en
la que se hacinaban unas 4000.
El 27 de julio de 1939 tuvo lugar un atentado
contra el coche donde viajaba el comandante Isaac Gabaldón,
acompañado de su hija y el chófer, cuando circulaba por la carretera
de Extremadura cerca de
Talavera de la Reina. El comandante Gabaldón, que murió en el
atentado, era un antiguo miembro de la «quinta columna» de Madrid y
en aquel momento desempeñaba un cargo importante en el aparato
represivo franquista, pues estaba encargado del «archivo de la
masonería y el comunismo» que suministraba documentación a los
fiscales militares en los consejos de guerra contra los partidarios
de la República, de ahí que el régimen interpretara su muerte como
«un desafío de un adversario al que creía totalmente aniquilado, y
decidió castigar a los verdaderos o supuestos responsables de un
modo ejemplar». Aunque todo parecía indicar que había sido obra de
algún grupo de antiguos soldados de la República, o de huidos —no
era la primera vez que se producía un atentado contra un vehículo en
marcha en los alrededores de Madrid—, el régimen lo atribuyó a una
supuesta red comunista de grandes dimensiones. La hija de 18 años y
el chófer también murieron en el atentado.
Un primer consejo de guerra sumarísimo se
celebró el 4 de agosto en Madrid, donde fueron condenados a muerte
65 de los 67 acusados, todos ellos miembros de las JSU, siendo
fusilados al día siguiente 63. El 7 de agosto fueron fusilados un
número indeterminado de hombres condenados en otro juicio, y pocos
días más tarde fueron condenadas 24 personas más —fueron fusiladas
21, salvándose tres jóvenes «porque el régimen había empezado a
temer que el caso pudiera crear un eco desfavorable para la nueva
España en el
extranjero»—. Entre los primeros 63 ejecutados se encontraban trece
mujeres jóvenes, que serían conocidas como «las Trece Rosas».
Según otras fuentes, el primer Consejo de
Guerra se celebró el 3 de agosto (expediente 30.426) y en él fueron
juzgados 57 miembros de las JSU, de los cuales 14 eran mujeres.
Entre los acusados se encontraban los tres asesinos de Gabaldón,
mientras que la mayoría del resto habían sido detenidos antes del
atentado. En el juicio se dictaron 56 penas de muerte, librándose
sólo una de las mujeres. Los acusados que no habían participado
directamente en el atentado contra Gabaldón fueron acusados de
reorganizar las JSU y el PCE para cometer actos delictivos contra el
«orden social y jurídico de la nueva España», y condenados, por
«adhesión a la rebelión». La mayoría de las ejecuciones (incluyendo
las de las Trece Rosas) tuvieron lugar en la madrugada del 5 de
agosto de 1939, junto a la tapia del cementerio de la Almudena de
Madrid, a 2 km de la prisión de Las Ventas. Al día siguiente fueron
fusilados los autores materiales del atentado.
Nueve de las jóvenes fusiladas eran en el
momento de su muerte menores, ya que la mayoría de edad estaba
establecida en 21 años.
Los fusilamientos saltaron más tarde a la
prensa internacional cuando se conoció que entre los primeros 63
ejecutados se encontraban trece mujeres jóvenes. Una hija de madame
Curie promovió una
campaña de protesta en París por las «las trece rosas» que tuvo un
gran impacto en Francia, a pesar de lo cual el régimen franquista no
detuvo su espiral represiva —se estima que la mayoría de las 364
personas que fueron detenidas por el atentado contra el comandante
Gabaldón fueron fusiladas—.
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Las trece Rosas en la literatura
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Aunque ya en 1985 el suceso fue investigado por
el periodista Jacobo García, fue el escritor Jesús Ferrero quien al
novelarlo en su libro Las trece rosas (Siruela, 2003) volvió
a despertar el interés en su memoria. Un año después, en 2004, los
realizadores Verónica Vigil y José María Almela dirigieron un
documental sobre los sucesos,
Que mi nombre no se borre de la historia, cuyo título
es la última frase de una de las condenadas en una carta dirigida a
sus familiares.
En ese mismo año apareció el libro Trece
rosas rojas (no ficción), del periodista
Carlos Fonseca (Temas de Hoy, 2004), en el que se documentan
los sucesos relativos a los intentos de reorganización de las JSU y
la captura, encarcelamiento y ejecución de las Trece Rosas.
Durante 2006, la periodista y escritora Ángeles
López publicó Martina, la rosa número trece,
centrada en la historia de Martina Barroso, una de las "rosas", y a
medio camino entre la novela y el rigor histórico.
En enero de 2004 Julián Fernández del Pozo
escribió el poema titulado Homenaje a las trece rosas
en su honor.
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Paredón de muerte |
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Madrid se viste de luto,
por trece rosas castizas,
trece vidas se cortaron,
siendo jóvenes, casi niñas.
Malditas sean las almas,
de sus verdugos fascistas,
que con guadañas de odio,
segaron sus cortas vidas.
España es vuestra madre,
su cielo vuestra sonrisa.
sus campos tienen la sangre,
de unas rosas, casi niñas.
El pueblo de Madrid os quiere,
ese pueblo que abomina,
de salvadores de patrias,
de rojos y de fascistas.
Madrid es patria de todos,
su nombre solo mancillan,
el odio de los caciques,
cuya razón es la envidia.
Las rosaledas de parques,
de esta, nuestra España chica,
reflejarán vuestras caras,
vuestras sonrisas de niñas.
Benditas seáis mil veces,
benditas vuestras familias,
malditos los asesinos,
que nuestras rosas marchitan.
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UN LIBRO PARA EL RECUERDO
13 rosas «rojas» fusiladas por el franquismo
Trece chicas, siete de ellas menores de edad, fueron fusiladas
en 1939 contra la tapia del cementerio del Este de Madrid,
simplemente por ser «Rojas».
El periodista Carlos Fonseca recuerda en un libro este
episodio de la represión franquita.
Madrugada del 5 de agosto de 1939. Una descarga atronadora
retumba en el silencio del día que comienza a despuntar.
Después, con una cadencia monótona, suenan los disparos secos
del jefe del pelotón de fusilamiento que remata a las
víctimas, una a una, con el tiro de gracia. Las presas de la
prisión de Ventas, que desde hace horas esperan ese fatídico
momento, cuentan en voz baja: «uno, dos, tres trece».
El viento denso y pegajoso del verano hace perfectamente
audible aquellos terribles sonidos en el centro penitenciario,
distante apenas 500 metros en línea recta del cementerio del
Este. Saben así que sus compañeras, que a partir de ese
momento pasaran a formar parte de la memoria colectiva de la
lucha contra el franquismo como Las Trece Rosas, han sido
fusiladas. Su delito: ser rojas.
Momentos antes, y contra el mismo paredón del camposanto
madrileño, habían sido ajusticiados 43 compañeros de la
Juventud Socialista Unificada (JSU). En total, 56 fusilados en
una de tantas sacas con las que el nuevo régimen castigó
durante años a los vencidos. Un castigo ejemplar, un acto de
venganza, con el que el régimen se saltó incluso sus propias
normas formales, que establecían que las penas de muerte
quedaban en suspenso hasta que se recibiera el enterado del
Caudillo. Un formalismo que el Cuartel General del
Generalísimo no cumplimentó hasta el 13 de agosto, cuando
habían transcurrido ya ocho días desde que les dieron tierra.
El periodista Carlos Fonseca recupera en un libro trepidante
titulado, Trece Rosas Rojas (Temas de Hoy), uno de los
episodios más trágicos y desconocidos de la posguerra
española. Un capítulo olvidado de los textos de Historia, con
mayúscula, pero que permanecía fijado a fuego en la memoria de
quienes sobrevivieron a aquel suceso. Con cartas de las
protagonistas desde prisión, el testimonio de mujeres que
vivieron los hechos y que compartieron amistad y cárcel con
ellas, los recuerdos de sus familiares y la investigación en
archivos militares y penitenciarios, el autor recupera la
memoria histórica de un puñado de jóvenes idealistas que
lucharon por la República, y recrea el ambiente opresivo del
Madrid de la inmediata posguerra.
LAS HEROÍNAS
Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Blanca Brissac
Vázquez, Pilar Bueno Ibáñez, Julia Conesa Conesa, Adelina
García Casillas, Elena Gil Olaya, Virtudes González García,
Ana López Gallego, Joaquina López Laffite, Dionisia Manzanero
Salas, Victoria Muñoz García y Luisa Rodríguez de la Fuente,
que así se llamaban Las Trece Rosas, no habían cometido más
delito que defender la legalidad republicana contra el
alzamiento militar del 36 y todas, salvo Blanca, la mayor de
ellas con 29 años y la única casada y con un hijo de 11,
militaban en la JSU, en el PCE, o en ambas organizaciones a la
vez. Ni eran protagonistas ni lo pretendían, aunque los
acontecimientos les reservase ese papel.
Todo comenzó a finales de febrero de 1939, cuando el Buró
Político, máximo órgano de dirección del PCE, se reunió por
última vez en Madrid para decidir qué hacer en caso de que la
capital cayera en manos de las tropas franquistas, algo que
parecía cada día más próximo. La decisión fue preparar la
evacuación del mayor número posible de dirigentes y dejar la
organización en manos de militantes de segundo nivel con la
intención de que la mantuvieran con vida. Su tarea sería
ayudar a los compañeros que quedaran en el interior, mientras
desde el exilio se esperaban acontecimientos y se decidía qué
hacer.
Cuando el 28 de marzo las tropas nacionales entraron en la
capital, la práctica totalidad de dirigentes comunistas se
encontraban ya fuera del país y un grupo de muchachos, que se
habían batido contra el enemigo en los frentes de Brunete y
Guadalajara, se hizo cargo del partido y de la JSU. Ayudar a
los camaradas presos y a sus familias, esconder a los
perseguidos e intentar recomponer los restos de la derrota era
su único objetivo.
Como relata Nieves Torres, una de las protagonistas, «lo
principal en aquellos momentos era esconderse, y después ver
si la gente a la que conocías y lograbas localizar estaba
dispuesta a seguir en la lucha. Yo me coloqué a servir en casa
de unos señores de Cuenca que vivían en la calle Goya. Eran
franquistas y yo me decía ¡bendita sea dónde te has metido!,
pero estaba contenta porque tenía un sitio fijo para comer y
dormir, y de vez en cuando paseaba por la calle por ver si me
encontraba con alguien. Se trataba de ir captando a jóvenes y
de reorganizar la JSU, ni más ni menos».
Madrid era una ciudad inhóspita y peligrosa para los enemigos
del régimen, en la que las delaciones estaban a la orden del
día. Denunciar era una obligación patriótica, una forma de
extirpar el cáncer del comunismo y, sobre todo, la manera más
clara y directa de demostrar la adhesión al nuevo Estado. La
capital era barrida calle por calle en busca de enemigos de la
patria con un odio sin precedentes.
TORTURADOS
Y así fue como la Policía franquista llegó hasta José Pena
Brea, un muchacho de 21 años que había asumido la secretaría
general de la JSU por decisión de sus compañeros. Fue
conducido a la comisaría del Puente de Vallecas, y allí
torturado durante días hasta que contó todo lo que sabía para
acortar su sufrimiento a un precio enorme. En días sucesivos
fueron cayendo todos sus compañeros que fueron, a su vez,
fuente de nuevas revelaciones. Las Trece Rosas estaban entre
los numerosos detenidos.
«Yo tenía 15 años cuando me detuvieron -cuenta María del
Carmen Cuesta, hoy octogenaria- pero era valiente. Me llevaron
junto a otras compañeras, entre las que estaba Virtudes, a la
comisaría de Jorge Juan, donde estuvimos 10 ó 15 días. Nos
interrogaban de madrugada para que no pudiésemos conciliar el
sueño, y a los tres o cuatro días de estar allí empezamos a
oír gritos estremecedores, espantosos, de compañeras que
pasaban por los baños de agua fría, por las anillas eléctricas
».
Las corrientes eléctricas en pechos, muñecas y en los dedos de
los pies y manos fue una práctica normal con los detenidos
políticos, copiada de los miembros de la Gestapo alemana que
se desplazaron a España. Torturas físicas que en el caso de
las mujeres se complementaban con vejaciones que buscaban su
derrumbe psicológico. Muchas de ellas fueron peladas al cero,
e incluso les raparon las cejas para desposeerlas de su
feminidad.
Su destino final fue la prisión de Ventas, la moderna prisión
de ladrillos rojos y paredes encaladas inaugurada en 1933 como
un centro pionero para la reinserción de reclusas, que los
vencedores transformaron en un enorme almacén humano en el que
se hacinaban 4.000 mujeres cuando su capacidad máxima era de
450.
Los talleres, los pasillos y hasta los váteres hacían las
veces de dormitorios para una multitud en la que convivían
madres con hijos, ancianas y muchachas casi niñas. Se comía
sólo una vez al día y cuando te tocaba, que podía ser por la
mañana o de madrugada, un caldo negro que se obtenía de cocer
vainas de habas. Hacinadas y con el hambre como compañera, la
sarna y los parásitos se comían a las internas, y la
avitaminosis les provocaba enormes llagas en la piel.
Dolencias agravadas por la ausencia de unas mínimas
condiciones de higiene.
Así vivieron Las Trece Rosas hasta que la madrugada del 5 de
agosto el runruneo de un camión viejo y destartalado les
anunció que venían a por ellas. Dos días antes fueron
condenadas a muerte por un Consejo de Guerra acusadas de un
delito de «adhesión a la rebelión», y había llegado el momento
de ejecutar la sentencia.
Julia Conesa Conesa, de 19 años, tuvo tiempo de escribir una
última carta a su familia que decía así: «Madre, hermanos, con
todo el cariño y entusiasmo os pido que no me lloréis nadie.
Salgo sin llorar. Me matan inocente, pero muero como debe
morir una inocente. Madre, madrecita, me voy a reunir con mi
hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por
persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. Tu
hija, que ya jamás te podrá besar ni abrazar».
La misiva concluía con un ruego: «Que mi nombre no se borre en
la historia». Este libro es, sin ninguna duda, la mejor forma
de evitar el olvido.
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Las 13 Rosas en el cine
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En 2004, Verónica Vigil y José María Almela
produjeron y dirigieron el largometraje documental titulado Que
mi nombre no se borre de la historia donde se analizan y narran
los sucesos de las trece rosas contados en primera persona por sus
compañeras de militancia.
En 2006, Emilio Martínez Lázaro comenzó el
rodaje de una película basada en el libro de Carlos López Fonseca
protagonizada por Pilar López de Ayala, Verónica Sánchez y Nadia de
Santiago, Trece Rosas.
Su estreno tuvo lugar el 19 de octubre de 2007.
Fue preseleccionada por la Academia del Cine española como posible
candidata a los premios Oscar de Hollywood, sin conseguir ser
finalmente la elegida para representar a España (fue El
orfanato).
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Prisión de Ventas |
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Historia de una prisión de
mujeres |
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Inaugurada
en 1933 como encarnación del discurso penalista republicano,
fue considerada en su época como cárcel-modelo de mujeres.
Se encontraba situada en la C/ Marqués de Mondéjar, 16-18.
En 1941 se
elevó a la categoría de prisión central, dependiendo de ella
las de San Isidro y Claudio Coello. A lo largo del verano de
1969 se procedió a su desalojo: en aquellas fechas sólo
quedaban el Hospital Penitenciario de mujeres y el Centro
Penitenciario de Maternología y Puericultura.
Posteriormente el Estado se desprendió de la propiedad a
favor de una sociedad bancaria, por trescientos millones de
pesetas, la cual levantaría sobre el solar un complejo
residencial.
“Ventas era
un edificio nuevo e incluso alegre. Ladrillos rojos, paredes
encaladas. Seis galerías de veinticinco celdas individuales,
ventanas grandes (con rejas, desde luego), y en cada galería
un amplio departamento con lavabos, duchas y váteres.
Talleres, escuela, almacenes (en los sótanos), dos
enfermerías y gran salón de actos transformado
inmediatamente en capilla. En cada celda hubo según dicen,
una cama, un pequeño armario, una mesa y una silla.
En el 39
había once o doce mujeres en cada celda, absolutamente
desnuda, los colchones o los jergones de cada una y nada
más. Todo vestigio de la primitiva dedicación de las salas
había desaparecido: se había transformado en un gigantesco
almacén, un almacén de mujeres”. |
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Cárcel de
Mujeres. Presas de Franco |
Ricard
Camil Torres Fabra |
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[...]
Mujeres como Tomasa Cuevas, Manolita del Arco, Juana Doña,
Nieves Torres, María Salvo, Trinidad Gallego, Soledad Real,
Leonor Estévez, Mari Carmen Cuesta, Carlota O’Neill, Concha
Carretero, Maruja Borrell, Matilde Landa, Ángeles
García-Madrid, Josefina Amalia Villa y otras muchas mujeres
forman parte de una generación -la de la II República y la
Guerra Civil- cuya memoria e historia tan sólo de forma muy
lenta comienza a ser conocida. Una primera generación de
presas políticas del franquismo que forma parte misma del
“sustrato democrático” de todas aquellas luchas,
reivindicaciones y conflictos que durante el siglo XX en
España pusieron entredicho, con más frecuencia e impacto del
que se ha supuesto, el modelo de sociedad dominante.
Si hoy
podemos hablar del «fracaso histórico del franquismo», no es
ni por las “reconversiones democráticas” de ciertos
“intelectuales” del franquismo, ni por las propias
evoluciones internas de los clanes de poder de la dictadura,
ni por olas democratizadoras a nivel internacional, como
mantienen ciertas visiones elitistas del pasado y de la
sociedad. Los verdaderos protagonistas que nos ayudan a
explicar este fracaso son actualmente mucho menos conocidos,
y sus nombres no suelen figurar en calles, plazas o parques.
Nos referimos a la militancia antifranquista de base
perseguidos por la dictadura y, muy en particular, a las
presas políticas de las dos primeras décadas de vida del
régimen. Mujeres jóvenes que, vinculadas a la política de la
mano de las reformas republicanas, fueron castigadas por su
osadía -la osadía de desafiar al fascismo, pero también a
una sociedad patriarcal de raíces seculares- con largas
penas de cárcel e incluso con la muerte.[...]
[...] La
exposición Presas de Franco se propone contribuir a
visualizar la experiencia penitenciaria femenina de las
primeras décadas de la dictadura franquista, a partir de un
diálogo continuo entre memoria e historia, donde se
conjuguen las imágenes y los documentos con el recuerdo y
los testimonios de las
mujeres encarceladas. Documentación y fotografías de
variado origen, tanto de archivos personales como públicos,
conviven con los recuerdos -grabados y transcritos- de las
verdaderas protagonistas de la exposición. Al mismo tiempo,
el recorrido por los diferentes ejes temáticos -los niños en
prisión, el trabajo, la resistencia organizada- incluye el
tratamiento individualizado de las cárceles más
significativas -Ventas,
Saturrarán, Palma, Les Corts- verdaderos universos
particulares alojados dentro del más amplio de la
represión femenina franquista. [...] (Leer
más)
[...] La
entrega de la villa a los sublevados se tradujo en un
hacinamiento monstruoso por lo que se refiere a los lugares
de reclusión. Ventas, concebida para albergar un máximo de
500 reclusas se vio desbordada por más de 3.500 ingresos,
casi todos políticos, y eso que el franquismo siempre negó
su existencia puesto que a los vencidos jamás se les aplicó
ni los beneficios militares ni políticos, aunque siempre
fueron distinguidos de los delincuentes comunes según la
legislación franquista. Las mujeres recluidas en Ventas,
prostitutas según la terminología de los vencedores,
sufrirían en sus carnes la dureza de la represión del
régimen. Desde las ejecuciones sumarias a las vejaciones más
inhumanas pasando por las más terribles torturas, pues las
mujeres sufrieron el triple estigma de su condición sexual,
militante y opositora. Este aspecto delata directamente el
alcance de la represión franquista: presas sin cargos, otras
con acusaciones marcianas y otras por el mero hecho de ser
parientes de militantes antifascistas. Si éstas eran las
causas de ingreso no debe extrañar el trato y las
condiciones higiénicas sufridas:
84 fusiladas documentadas, incluso algunas de ellas
embarazadas -el autor asegura con razón que la cifra queda
corta- y menores de 21 años -siete de las Trece Rosas-, 81
muertes por enfermedad, un suicidio (p. 226), ausencia de
agua potable, partos sin asistencia médica, hasta 13
reclusas compartiendo celdas diseñadas para dos, mujeres
abarrotando escaleras, pasillos, duchas; menores de edad
mezcladas con ancianas, ratas por doquier, etc.[...] |
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