La llamada
Operation Just Cause, fue una intervención armada, llevada a cabo por el
ejército de los Estados Unidos del Norte de América contra Panamá, con
el propósito declarado de capturar al general Manuel Antonio Noriega,
acusado de narcotráfico. Pero su objetivo fue invasor, para mantener su
poder en la región, amedrentar a los gobiernos que pudieran distanciarse
de su hegemonía y defender sus intereses en la zona. Después del tiempo
transcurrido, la verdad sigue siendo la principal víctima.
Se han
cumplido veinticinco años desde que en la noche del 20 de diciembre de
1989, el Ejército de los EEUU descargó sobre este pequeño país
latinoamericano, «el
armamento bélico más contundente desde la guerra de Vietnam». Un
intenso bombardeo lanzado por aviones de combate, contra barrios
populares de la capital panameña, en especial sobre El Chorrillo, donde
se produjo el mayor número de víctimas. Se desplegaron 27.000 soldados
para someter a la Guardia Nacional panameña. La invasión es reflejo del
modelo avasallador y amenazante norteamericano, para mantener el poder
allí en donde puede perderlo o ante la necesidad de hacerse con él,
cuando sus intereses geoestratégicos lo demandan. Uno de los últimos
ejemplos es el de Ucrania, donde la «toma
del poder por las bravas», sigue siendo apoyado por EEUU.
El presidente Maduro denuncia un «golpe
económico» en marcha para derrocarlo y no está desencaminado.
Recordemos lo que ocurre en Gaza con
el pueblo palestino y el apoyo americano al gobierno de Netanyahu y la
política israelí, mientras el Tribuna Penal Internacional investiga los crímenes
de guerra en Palestina. EEUU defiende sus intereses a capa y espada y
sin careta —Irak, Siria o Afganistán, Chile, Argentina, Cuba o Panamá—.
Invaden lo que haga falta invadir, apoyan golpes de estado para conquistar
el poder o desestabilizan zonas de influencia; ya gobiernen los
republicanos de George H. W. Bush o los demócratas de Barack Obama. La
invasión de Panamá no es un hecho aislado, ni fue para devolver la paz al
país ni contra el narcotráfico. Es un contínuum acto de violencia e
imposición, ejercido por EEUU donde le convenga.
Unos años después de la invasión, invitado por el Centro de Asistencia
Legal Popular (CEALP), estuve visitando la ciudad de Panamá, Colón y otras
comunidades, con proyectos de educación popular. Los «yanquis» controlaban
el Canal y su zona de influencia. La gente tenía vivo el recuerdo de la
invasión. Muchos lloraban a sus muertos recientes. Control y violencia
soterrada o a las claras «desde el momento de su llegada al istmo de
Panamá», decían. También había gente —hoy sigue habiéndolos— que
celebraron la invasión y hablan de los «gringos» como «salvadores». Por
unos intereses u otros son cómplices, que contribuyen a borrar la memoria
histórica de los hechos, que hoy recordamos. Critican el Tratado
Torrijos - Carter de 1977, por el que se ponía fin a la presencia
colonial estadounidense en Panamá, después de 96 años y devolvía la
soberanía en la «franja canalera». La transferencia definitiva de
soberanía, se llevó a cabo el 31 de diciembre de 1999, con el gobierno de
Mireya Moscoso.
Durante los años previos a la invasión, Panamá había caído en una grave
situación de violación a los derechos humanos y la deslegitimación de las
instituciones del Estado para el ejercicio de un gobierno democrático.
Hechos que parece que «conmovieron» a los gobernantes norteamericanos.
Sometieron al país a un bloqueo económico, contra el gobierno, que fue
contra el pueblo, que ocasionó el sufrimiento de la gente y una crisis
económica sin precedentes. Se congeló el flujo bancario, para evitar la
fuga de capitales.
Durante este tiempo, EEUU negoció el abandono Noriega del poder sin
obtener resultados, hasta que palomas y halcones dijeron: los marines
están para estas situaciones y actuaron con premeditación, nocturnidad y
hasta con alevosía.
Noriega fue capturado trece días después de la invasión, fue llevado a
EEUU, procesado y condenado a 20 años de prisión, por delito de
narcotráfico. Ahora a sus 80 años, se enfrenta a otra petición de 60 años
por homicidios políticos y blanqueo de capitales. En el tiempo de Noriega,
se produjeron demasiadas muertes de personalidades políticas que siguen
aclararse, como la del presidente Torrijos. Como en otros casos conocidos,
Noriega fue un hombre de confianza de la CIA, hasta que decidió ir por
libre y le derribaron del poder «por las bravas». Excéntrico dictador,
convirtió Panamá en una base para el narcotráfico, el blanqueo de
capitales y el contrabando. Todo sigue reflejándose en los altos
rascacielos, la mayoría semivacíos, sedes oficiales de los más importantes
bancos internacionales, en el distrito financiero de la ciudad de Panamá.
Guillermo Endara, ganador de las elecciones generales del 7 de mayo de
1989, cuyo resultado Noriega había declarado suspendido, prestó juramento
como Presidente de Panamá, desde la base militar estadounidense de Fuerte
Clayton. Se daba por terminada una dictadura militar iniciada en 1968,
desde una base militar estadounidense; todo un ejemplo de democracia e
independencia. Comenzaba una democracia vigilada por EEUU, tal y como
habían previsto. También quedó abolido el ejército, por si algún panameño
tuviera alguna intención de portar armas por o contra la «patria». Lo
cierto es que, según Olmedo Beluche, en su libro La
verdad sobre las invasión «En una sola noche las tropas
norteamericanas asesinaron 100 veces más panameños que en 21 años de
régimen militar. En una sola semana se hicieron 100 veces más prisioneros
políticos que los que hubo durante los 5 años de régimen norieguista».
No podemos creer que los intereses comerciales, económicos o de seguridad
del Canal no estuvieran presentes en los análisis elaborados desde el ala
oeste de The White House o en la Central Intelligence Agency (CIA) en
Langley, cuyo director había sido, precisamente, el invasor presidente
Bush padre unos años antes. Sus anhelos y respeto por los derechos
humanos, como nos tienen acostumbrados, se tradujeron en vigilancia
militar, humillación a la ciudadanía y terror psicológico. Las
consecuencias de la invasión: civiles asesinados, desastre económico
duradero y caos social. Pasada la transición, todavía persiste una
«cláusula de neutralidad», que ha permitido a EEUU «garantizar el libre
paso y la seguridad por el Canal», algo que debía haberse eliminado,
puesto que significa una auténtica injerencia extranjera en un país,
supuestamente libre, por intereses económicos. Ahora el gobierno de
Panamá, deberían prestar atención a los negocios
de la empresa española Sacyr, que opera en las obras de ampliación del
Canal, no vaya a ser que su economía se resienta y se vaya por algún
sumidero.
«No
fue un uso de la fuerza justo», dice Eytan Gilboa. La invasión podría
haberse evitado con una diplomacia efectiva y sincera para evitar la
masacre que se produjo. Hubo un despliegue de fuerza desproporcionado,
excesivos daños y bajas de civiles e incumplimiento de las leyes
internacionales de guerra —que ya conocemos lo justas que son—.
Veinticinco años después sigue sin haber una cifra oficial de víctimas. El
presidente del centro de estudios Diálogo Interamericano, Peter Hakim,
asegura que en Panamá fue «la
primera vez y quizá la única, en que EEUU ha atribuido a las drogas el
motivo de una intervención militar». Pero no fue por esto, sabemos que
no fue por esto.
La potencia colonizadora, desató una invasión ilegal y desproporcionada.
Los invasores patrullaban con sofisticado armamento y vehículos blindados
día y noche, mientras los helicópteros sobrevolaban, voceando, exigiendo
que los defensores ciudadanos se entregaran. «Nunca olvidaré el acento
puertorriqueño de aquella voz, que advertía que debíamos entregar a
hermanos, esposo, padre y gente de los batallones». Me contaron que en La
Chorrera, distrito de la provincia de Panamá Oeste, hubo muertos y
desaparecidos y que los invasores quemaron el cuartel de la policía,
persiguieron a sus agentes, así como a los miembros de los «batallones de
la dignidad» que se crearon en defensa de Panamá. «Ubicaron una base de
patrullaje con tanquetas cerca de mi casa», me contaba Nidia Martínez
Torres, abogada, «ciudadana común y corriente», hoy presidenta del CEALP,
organización no gubernamental, defensora de los Derechos Humanos, que hoy
en su lucha «ni olvida ni perdona».
El presidente de Panamá, Juan Carlos Varela, ha anunciado que creará una comisión
de la verdad, para investigar «todo lo relacionado» con los muertos y
desaparecidos durante la invasión, con el objetivo de «sanar las heridas y
la reconciliación del país». Un cuarto de siglo después de la invasión, no
hay cifras oficiales de las víctimas que provocó. Las ONGs panameñas
cifran entre 2.000 y 7.000 muertos, entre soldados de las Fuerzas de
Defensa de Panamá y la población civil. El Comando Sur del Ejército de los
Estados Unidos, fijó en 314 militares panameños muertos, 202 civiles y 23
soldados estadounidenses. Naciones Unidas asegura que murieron 500
personas. «Muertos
fueron miles y los desplazados, decenas de miles», dice Greg Grandin.
Es necesario que resplandezca la verdad, se haga justicia y se repare a
las víctimas.
Oficialmente, solo en barrio de El Chorrillo, donde se encontraba el
Cuartel Central de Noriega, más de 20.000 personas perdieron sus bienes y
pertenencias. La invasión causó daños materiales por la acción militar,
una grave crisis económica, desabastecimiento de alimentos y artículos de
primera necesidad y un nuevo régimen político. El barrio del Chorrillo,
fue destruido casi en su totalidad. Las víctimas exigen que Washington «reconozca
la invasión, indemnice al país y diga dónde se encuentran las fosas
comunes». También quieren declarar el 20 de diciembre como día de
duelo nacional.
La invasión permitió al imperialismo norteamericano, reimplantar el
régimen tutelado y oligárquico que imperaba antes del 68. Establecieron
bases militares —disfrazadas para combatir las drogas—. Después impusieron
acuerdos de seguridad más sutiles. «La invasión hizo posible mediatizar el
triunfo de aquel 9 de Enero, con un Título Constitucional y una Ley
Orgánica, que convirtió a la Autoridad del Canal de Panamá, en una entidad
controlada por la oligarquía, que no luchó por la soberanía y de la que el
pueblo quedó excluido, hasta ahora», dice Olmedo
Beluche, profesor de sociología de la Universidad de Panamá e
integrante del Movimiento Popular Unificado.
El 9 de Enero de 1968, marcó un punto de inflexión, recuperado hoy. Fue
una verdadera revolución popular, contra el sueño de riquezas que la
oligarquía panameña, que se decía independiente, permitieron el
establecimiento de un «protectorado», una colonia norteamericana, que
entregó el Canal a EEUU. Según Olmedo Beluche, en 1964, eclosionó la
experiencia acumulada del pueblo panameño, dirigida por los sectores más
combativos, que se enfrentaron a la presencia colonial imperialista. La
invasión del 89, precisamente, pretendió retornar a los momentos
anteriores a 1968.
En una noche oscura, aviones fantasmas iluminaron Panamá. La invasión daba
comienzo. Transcurridos 25 años desde la penúltima intervención militar de
EEUU en América Latina y el Caribe —la última fue en Haití en 1994—, la
oscuridad predomina sobre aquellos acontecimientos. Ahora el gobierno
panameño pretende darlos luz. Con la invasión se derrocó al régimen
militar de Noriega, que se había acercado al poder, mediante un golpe de
estado contra el presidente Arnulfo Arias, propiciado por Torrijos. En
1968, Noriega formaba parte de la guardia nacional. Pero la invasión no
fue para deponer a un dictador e implantar la democracia, sino para
defender los intereses representados en el Canal, los de la oligarquía
económica panameña y los geoestratégicos norteamericanos.
EEUU, sigue patrullando las costas del litoral, bajo «supuestos» acuerdos
entre Estados, para el control de las drogas. Recientemente se ha
producido el asesinato de una mujer panameña a manos de un militar
norteamericano, protegido por inmunidad diplomática, que le permite ser
procesado y juzgado en EEUU, sin que las autoridades panameñas ni los
familiares de la víctima, participen como parte del proceso, motivo para
cuestionar los hilos del poder que aún mantienen. La oscuridad sobre el
día de la invasión sigue reinando entre la ciudadanía de bien. Cuando
muera, necesitaré «dos ataúdes: uno para mi cuerpo y otro para mi
indignación» dice Nidia Martínez Torres.
San Miguelito y la ciudad de Colón fueron bombardeados intensamente, como
El Chorrillo, donde se produjeron combates y muertos civiles. Miembros del
Batallón Panamá 2000 y batallones de la dignidad, así como algunos
miembros de las fuerzas de defensas, estuvieron presos, algunos hasta tres
meses, «a sol, insultados y humillados». Con mis 25 años de entonces «supe
lo que es estar en un estado de sitio y en una guerra. Ni olvido ni
Perdón», dice la presidenta del Centro de Asistencia Legal Popular.
«¿Y ese convoy de muertos refrigerados hacia dónde se dirige? ¿Por qué
esta desaparición subrepticia de cadáveres? ¿Qué ocultaban con esta
felonía? ¿De verdad creerán que han borrado las huellas del crimen?», dice
Manuel Orestes Nieto en su poemaLas
Huellas, que se recoge en Memoria
de la invasión. Preguntas que quedaron sin respuesta y que alguien
tendrá que responder algún día. Algunas dan Pedro Rivera y Fernando
Martínez en El
libro de la invasión, muy recomendable por cierto.
El pueblo panameño sigue sufriendo humillación. Se incumplen los acuerdos
sobre «limpieza de las áreas y polígonos contaminados por munición
militar», así como sobre las ayudas a las sobrevivientes y familiares de
las víctimas, cuyos daños «no han sido reparados, indemnizados y nunca han
recibido una disculpa pública». Algo así como en España con la memoria
histórica y las víctimas del franquismo. Si el 9 de Enero se conmemora la
revolución popular, que puso fin a la colonización de la Zona del Canal,
la desaparición de las bases militares y el traspaso de la administración
a Panamá; el 20 de diciembre ha de ser un día de duelo nacional, por la
libertad y la democracia.
Los efectos de la invasión llegan hasta hoy. Ahora con la bonanza
económica, como consecuencia de la devolución de la administración del
Canal en favor de los intereses panameños. La democracia, la independencia
y la libertad, tienen estas cosas: hacen que el bienestar se deje sentir
entre la población.
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