Nos cuenta Julio Martín Alarcón en Sin novedad en
el Alcázar de Toledo: la victoria que hizo dictador a Franco: «"A las
5.30 rompen el fuego las piezas de 15.5 emplazadas en Pinedo, y entre
las 30 detonaciones que disparan se oye una de mayor intensidad que
llena de polvo y humo muy negro todas las dependencias del Alcázar". Es
el 27 de septiembre de 1936, la última entrada del diario del asedio del
coronel José Moscardó, que dirige a los sitiados en el Alcázar, para
entonces, un amasijo de hierro y ruinas. (El
Mundo 27 de septiembre 2016). Parece ser que
la detonación, es la cuarta mina para volar lo poco que queda de la
fortaleza, convertida en un símbolo tanto para Franco como para el
presidente del gobierno Largo Caballero, sabiendo que el enclave no
tenía valor militar alguno.
El asedio del
Alcázar de Toledo fue una batalla altamente simbólica que ocurrió en los
comienzos de la Guerra Civil. Se enfrentaron fuerzas compuestas por
milicianos del Frente Popular y de Guardias de Asalto, contra las
fuerzas sublevadas de la guarnición de Toledo. Las fuerzas republicanas
empezaron el asedio el 21 de julio de 1936 y lo levantaron el 27 de
septiembre, con la llegada del Ejército de África al mando del general
Varela, que había hecho un alto en el camino hacia Madrid. Franco entró
en la ciudad al día siguiente, y empezó la represión.
Durante el
asedio, hubo dos grandes asaltos y un intento de negociación que le fue
encomendada al prestigioso Vicente Rojo, que había dado clase en el
Alcázar. Rojo entró en la fortaleza para parlamentar con Moscardó el 8
de septiembre, ofreciendo la evacuación de las mujeres y los niños
primero y la rendición después, pero el coronel Moscardó se opuso
siempre. Ya le había dicho en conversación telefónica al jefe de las
milicias de Toledo, Cándido Cabello, que le conminaba a rendirse: «Puede
ahorrarse el plazo que me ha dado y fusilar a mi hijo, el Alcázar no se
rendirá jamás».
«Franco
convirtió la liberación de Toledo en un valioso golpe de efecto
internacional, llegando a recrearlo, recorriendo los escombros, para las
cámaras de los noticiarios que se proyectaron en salas de cine de todo
el mundo». Toledo, decían, es un lugar de enorme importancia simbólica y
patriótica desde la Reconquista. (Helen Graham, Breve historia de la
guerra civil). Para Luis Quintanilla Isasi, no hubo heroísmo de los
sitiados y «solo la espera que les sacase de su autoencierro, el absurdo
de la amenaza telefónica sin relación con la muerte del hijo del ‘héroe’
y los rehenes, motivos estos de haber divulgado al mundo la leyenda del
Alcázar». El 1 de octubre habiendo triunfado en Toledo, Franco asumiría
el mando supremo; sus compañeros de armas le ofrecieron la dictadura,
que rechazó: exigía más, la Jefatura del Estado, la del Gobierno y el
mando absoluto sobre todo el Ejército. (Franco y el Tercer Reich, de
Luis Suárez). Ya no era rebelde, sino Jefe del Ejército Nacional.
Como he
dicho, he tenido la oportunidad de publicar, desde hace unos años, la
historia que conozco sobre la represión en Toledo y el fusilamiento de
mis abuelos. No me resisto este año de volver a recordarlo. No conozco
las razones que arguyeron los asesinos para matarlos, si es que puede
haber razones para matar, ni si se celebró juicio y si hubo sentencia de
muerte o simplemente les dieron el paseo criminal.
No tengo
noticias de que mis abuelos fueran unos peligrosos rojos, ni siquiera si
eran de izquierdas o republicanos. Mi padre, que sería quien hubiera
podido contarme la historia, murió cuando yo tenía siete años y mi
madre, ya fallecida, en raras ocasiones habló del tema. Sí parece que mi
abuela Antonia Arrogante tenía un carácter fuerte y poco dado a
componendas. Mujer de mediana estatura, fuerte, guapetona, con moño
bajo, saya larga y pañoleta negra sobre los hombros.
Vivían en
Toledo, en el Callejón de los Niños Hermosos, callejón sin salida de la
judería toledana, del que les sacaron para nunca volver. Oigo las botas
contra el empedrado, los gritos y empujones, los culatazos de los
fusiles sobre sus espaldas. Veo la cara perpleja y asustada de mi abuela
Antonia Arrogante, embarazada, y las caras descompuestas por el odio de
los sacadores. Oigo el sonido seco de las descargas de los fusiles y el
taac, taac de los tiros de gracia junto a una pared, paredón a la
vera del Tajo, que les quitó la vida sin saber la razón de los sin
razón.
Me contaron
que mi padre, al enterarse del asesinato de mis abuelos, intentó
suicidarse. Me dijeron que mi padre, soldado del Ejercito Republicano,
acompañando a Vicente Rojo, en una visita a Toledo, estuvieron en el
Callejón de los Niños Hermosos, viendo a sus padres. Desconozco las
razones de la visita, pero sin duda, una delación, bastó para la
sangrienta represalia.
Transcurridos
ochenta años, la historia sigue siendo muy emotiva para mí. Siento dolor
y desprecio frío y razonado hacia quienes cometieron el crimen y por
quienes lo ordenaron: también por quienes lo jalearon y ampararon.
Siento desprecio por aquellos que hoy, todavía, justifican el asesinato
de las decenas de miles de hombres y mujeres que murieron y sufrieron
persecución victimas de la barbarie y que hoy, todavía, no han
reconocido el genocidio franquista.