Cuando
llega
agosto, no
se por
qué,
siento la
necesidad
de
refrescarme;
y cuando
me pongo a
escribir,
en lugar
de
inspirarme
en temas
de
historia
de
política y
actualidad,
o
denunciar
la
situación
de
precariedad
a la que
nos está
sumiendo
Rajoy y su
gobierno,
recurro a
recuerdos
e
historias
de Madrid.
Unas
vividas,
otras
leídas y
algunas
inventadas.
En esta
ocasión,
voy a
referirme
a
historias
de
crímenes
que se han
cometido
cerca de
mí.
Algunos ya
los he
contado,
pido
disculpas;
no tengo
el don de
resucitar
a los
muertos,
pero me he
permitido
mejorar la
historia.
Vienen a
mi memoria
una serie
de
crímenes,
que de una
u otra
forma,
ocurrieron
en lugares
cercanos y
frecuentados
por mi, o
persona
conocida y
que por
ello, me
han
impresionado
de forma
especial.
Porque
Madrid
también es
famoso por
sus
crímenes.
Unos
políticos,
atentados
y
magnicidios
y otros
pasionales
contra
mujeres
víctimas
del
terrorismo
machista.
Y otros
muchos por
el robo y
el
pillaje,
que tienen
menos
interés,
salvo que
los cometa
algún
famoso o
haya sido
víctima.
En 1955,
yo tenía
seis años,
frecuentaba
con mi
madre la
calle
Hermosilla,
junto al
Paseo de
Ronda (hoy
Doctor
Esquerdo).
Allí vivía
un
compañero
de colegio
y su madre
era amiga
de la mía.
De subir
tranquilo,
contento y
confiado
al primer
piso, a
entrar al
portal con
miedo,
rayando el
espanto.
Se había
cometido
un crimen.
El famoso
«crimen
del baúl»
o
asesinato
en la
calle
Hermosilla.
Cuentan
las
crónicas
que el día
8 de
noviembre
de 1955,
Francisco
Santonja,
declaró en
la
comisaría
de policía
de
Buenavista,
la
desaparición
de su
hermano
Manuel,
«de 38
años de
edad,
soltero,
actor y
actualmente
pedicuro y
que vive
en la
calle
Hermosilla,
número
127,
primero,
letra E».
Al
parecer,
la
asistenta
de Manuel,
le había
llamado,
diciéndole
que desde
hacia
varios
días iba
al piso y
no le
abrían,
por lo que
suponía
que a su
hermano le
había
pasado
algo.
Francisco,
que vivía
en la
cercana
Felipe II,
28, se
dirige a
Hermosilla,
encontrando
el piso
casi
vacío.
Habían
desaparecido:
«un
aparato de
radio, un
mueble
bar, las
cortinas,
alfombras,
cuadros,
ropa de
mesa y
ropa
interior».
No quedaba
más que la
cama, el
colchón y
dos
armarios.
En un
rincón de
la alcoba,
numerosas
fotografías
rasgadas
de la
familia y
de
artistas
muy
conocidos,
así como
la
documentación
militar de
Manuel.
Observó
también
que en las
paredes de
la alcoba
había
huellas de
sangre,
así como
en el
pasillo,
que habían
sido
raspadas.
La
policía,
que es muy
sagaz,
cuando
oyen
sangre
entiende
que hay
herida, se
personó de
inmediato
en
Hermosilla
para
comprobar
los hechos
denunciados.
Manuel
Santonja,
desaparecido
misteriosamente,
había sido
«actor de
verso»
—relataba
el
cronista
de
La
Vanguardia
en su
edición
del día 9
de
noviembre—.
Había
llegado a
figurar en
importantes
compañías,
y se
retiró
tras
representar El
oso y el
madroño,
del
maestro
Guerrero.
Compartió
escenario
con Aurora
Redondo y
Valeriano
León,
Carmen
Carbonell
o Manolo
Vico. Pero
enfermó
del
estómago y
tuvo que
dejar las
tablas,
por los
pies,
dedicándose
desde
entonces a
la
pedicura a
domicilio.
Al
parecer,
Manuel se
movía en
círculos
frecuentados
por
homosexuales
y recibía
muchas
visitas.
Una de las
habituales
era una
señorita,
que le
había
prestado
dinero
para la
compra del
piso que
habitaba,
que había
salido a
la venta,
como todos
los de la
finca y el
dinero
bien
podría
haber sido
el móvil
del
crimen.
Otro de
los
habituales
era Jesús
Lacosta,
un
delincuente
que
acostumbraba
a hacer
chantaje a
sus
clientes
tras
mantener
con ellos
relaciones
íntimas.
Con Manuel
Santonja
utilizó el
mismo
método,
amedrentándole
con
pregonar a
los cuatro
vientos su
condición
homosexual.
En un
momento
determinado,
Santonja
se negó a
seguir
pagando. Y
eso le
llevó a la
muerte.
La portera
de la
calle
Hermosilla,
recordaba
que un
muchacho
joven,
ayudado
por dos
hombres
desconocidos,
bajaron un
baúl-armario
de grandes
dimensiones
—de los
utilizados
por los
artistas—
y que
(convertido
en ataúd a
pleno
día), lo
cargaron
en un
carro, a
las dos de
la tarde,
sin que
nadie
sospechara,
teniendo
en cuenta
que Manuel
hacía
viajes con
frecuencia.
La Brigada
de
Investigación
Criminal,
tras las
diligencias
ordenadas
por el
juez
instructor
y una
rápida
investigación,
detuvieron
a dos
hombres,
en cuyos
domicilios
se
encontraron
prendas de
vestir del
desaparecido.
Eran dos
de los
tres
desconocidos
que habían
cargado el
baúl en el
carro. Lo
habían
trasladado
al barrio
madrileño
de Peña
Grande. El
tercero
Jesús
Lacosta
Calzado,
de 17
años,
apodado
«el Ruso»,
estaba en
paradero,
que luego
resultó
ser el
asesino.
Alguien
empezó a
pensar que
lo del
baúl era
algo
extraño,
sobre todo
cuando
otro de
los
investigados
declaró,
«que al
regresar
por la
noche a su
domicilio,
vio en el
patio de
su casa un
baúl
forrado
con
arpillera,
que había
sido
llevado
allí por
su sobrino
Jesús
Lacosta y
por un
amigo del
mismo,
manifestándole
aquél que
contenía
material
eléctrico,
baúl que
había
desaparecido
ya», según
Fabián el
nuevo
declarante,
su sobrino
se había
marchado a
Barcelona.
Jesús
había
enterrado
el baúl en
un
descampado
cerca de
«La
Veguilla»
en Tetuán
de las
Victorias
y allí se
trasladó
la policía
con la
comitiva
judicial,
que tras
encontrar
el lugar
del
enterramiento
y abrir el
baúl,
encontraron
el cuerpo
sin vida
de Manuel
Santonja
Sempérez,
asesinado
el 3 de
noviembre.
Su cadáver
presentaba
dos
puñaladas,
una el
pecho y
otra en la
espalda.
Su cadáver
desnudo,
fue
desangrado
en la
bañera de
la casa
por Jesús,
que fue
detenido
en
Barcelona,
donde
declaró de
forma
serena,
que lo
había
hecho
cuando
trató de
defenderse
con un
cuchillo
que cogió
de la
mesa. Fue
condenado
a 17 años
de cárcel
por
homicidio
y 6 por
robo.
Además se
le
impusieron
diversas
multas en
concepto
de
escándalo
público e
inhumación
ilegal.
La calle
de
Hermosilla,
los
arrabales
del barrio
de
Salamanca
y Madrid
entero
estaban
conmocionados
por la
desaparición
del actor,
por su
baúl y
encontrar
su cuerpo
asesinado.
Desde
entonces,
cuando iba
a casa de
mi amigo y
entraba en
el oscuro
portal y
subía al
primer
piso, no
quería ni
mirar al
fondo del
pasillo
donde se
encontraba
la
vivienda
letra «E».
Veía el
baúl, al
muerto y
al
asesino.
Hoy
sesenta y
dos años
después,
cuando
paso por
delante,
me acuerdo
del
«crimen
del baúl»
y hasta me
estremezco.