En España tenemos un
Gobierno de Coalición
Progresista, salido de
las urnas tras las
elecciones del pasado 10
de noviembre y por los
diferentes acuerdos con
distintos Grupos
Parlamentarios. No han
transcurrido cien días
desde que los ministros
y ministras tomaran
posesión, cuando las
derechas, cargan contra
su acción como si
llevaran gobernando
cuarenta años, que ellos
si estuvieron. No
bajemos la guardia,
algunas voces claman por
la intervención del
ejército contra el
Gobierno y por ¡España!;
tampoco podemos bajarla,
sino seguir
reivindicando una
política de izquierdas,
por la igualdad, la
justicia social y la
solidaridad; también por
una República federal.
Tres medidas estrella,
por el momento, se han
aprobado: subida a 950
euros del salario
mínimo, incremento de
las pensiones un 0,9% y
subida de los sueldos a
los empleados públicos.
De otra parte, el
vicepresidente Iglesias,
insiste en la derogación
total de la reforma
laboral de Rajoy,
mientras Nadia Calviño
se opone a la regulación
del precio de los
alquileres, pese a
figurar en los acuerdos.
Que la ministra de
Exteriores recibiera a
Guaidó, como presidente
"encargado" o
"designado" de Venezuela
es un paso atrás en ese
ámbito; no se puede
reconocer como legítimo
a un golpista.
Es cierto que el acuerdo
firmado entre el PSOE y
Unidas Podemos, plasmado
en el Programa de
Gobierno, "Un nuevo
acuerdo para España", ha
suscitado una ola de
decencia y esperanza en
todo el país; así como
un tsunami reaccionario
contra lo que esperan
que el Gobierno haga,
para seguir cargando
contra él. Esperanza e
ilusión de que se abra
una nueva etapa que nos
permita avanzar con
medidas de justicia
social para contribuir a
la dignidad del trabajo,
para una mayor justicia
fiscal, para un decidido
progreso en los derechos
de la mujer, en los de
los consumidores, para
una necesaria mejora del
sistema educativo, para
hacer frente a la
emergencia climática,
para la profundización y
actualización del Estado
Autonómico, para el
equilibrio, la igualdad
y la solidaridad
territorial; para
construir nuevos
espacios de libertad
para el mayor y mejor
ejercicio de los
derechos democráticos.
Desde que tuve uso de
razón para pensar sobre
estas ideas; desde que
con catorce años comencé
a trabajar y sentí la
necesidad de reivindicar
derechos y denunciar
injusticias, desde que
conocí a sindicalistas
luchadores, que
defendían a la clase
trabajadora como a ellos
mismos, desde que conocí
a socialistas decentes
que dieron su vida y se
dedicaron a propiciar el
bien común, me di cuenta
de que merecía la pena
luchar por todo ello.
La justicia social, la
igualdad y la
solidaridad fueron
demandas del partido y
del sindicato que fundó
Pablo Iglesias Possé
y siguen siendo demandas
legítimas, cuyas
limitaciones hay que
superar, para el mayor
bienestar y dignidad de
las personas.
La historia de las
ideas, estrategias y
objetivos ha sido rica y
en ocasiones fructífera.
Recuperar la memoria de
la lucha obrera es tan
importante como
necesaria la acción. No
cabe hacer una política
de mirada corta, a la
zaga de la política de
la derecha, enmendando,
proponiendo pactos y
acuerdos por
responsabilidad,
alegando la razón de
Estado para la
estabilidad. Con la
derecha que conforma la
oposición hoy, ni pacto
de estado ni acuerdo
político ni mano
tendida. Muchos crímenes
se han cometido en
nombre de la razón de
Estado.
A finales del siglo XIX,
los socialistas
consideraban que la
sociedad era injusta,
porque dividía a sus
miembros en clases
desiguales y
antagónicas: los
dominantes y los
dominados; los que lo
tienen todo, recursos,
dinero y poder; los que
nada tienen, salvo su
fuerza vital para
trabajar. Los
privilegios de la
burguesía, garantizados
por el poder político y
económico, servían para
dominar a las personas
trabajadoras. Para
superar estas
contradicciones comenzó
la lucha de los
socialistas
decimonónicos. Parece
como que no hubiera
pasado el tiempo. Aquel
planteamiento histórico,
vale para hoy, el
análisis puede ser
parecido y la lucha
sigue siendo igual de
necesaria para conseguir
los objetivos de hoy,
tan parecidos a los de
entonces.
Juan Carlos de Borbón,
heredó del franquismo la
Jefatura del Estado,
para consolidar el "todo
atado y bien atado";
poco había hecho hasta
entonces para
conseguirlo. Juró ante
los "santos evangelios"
fidelidad a los
principios del
movimiento nacional, que
inspiraban al régimen de
Franco. No cumplió su
juramento. Para unos fue
un traidor, para la
mayoría, quien
facilitaba el tránsito a
la democracia. Se
terminó la dictadura, se
aprobó la Constitución,
pero no se resolvieron
los problemas históricos
de España, que han sido
fuente permanente de
conflictos: el
territorio y las señas
de identidad, la
separación real y
efectiva de la iglesia
católica del Estado y la
república por la
monarquía.
La
monarquía, muy alejada
de los principios de
justicia igual para
todos y de la igualdad
real y efectiva, no ha
sido la institución que
ha dado estabilidad,
sino que han sido los
pactos entre los
partidos políticos
durante la Transición a
la democracia. La
monarquía es vitalicia,
se hereda de padres a
hijos como si un cortijo
fuera,
por lo que tiene un
carácter profundamente
antidemocrático. La de
la reina Isabel II, de
Alfonso XIII, la del
movimiento instaurado
por Franco, el dictador,
encabezada por Juan
Carlos, ahora heredada
por su hijo Felipe, al
que nadie ha elegido, no
tiene legitimidad
democrática, ni es
ejemplar ni respetable
ni transparente. "Nos
siguen argumentando que
no hay mejor
organización
institucional que la
monarquía
parlamentaria", dice
Iñaki Anasagasti en su
libro Una monarquía nada
ejemplar (La Catarata,
2014). Nos repiten que
es útil y que va a ser
ejemplar, pero lo cierto
es que la institución no
es útil, no ha sido
ejemplar, no es
democrática, no es la
más barata y encima ni
ha arbitrado ni ha
moderado nada, ni lo a
poder hacer ni quiere.
De la crisis económica y
financiera a la que nos
llevó el Sistema, no se
sale aplicando las
mismas políticas que la
provocaron ni por los
mismos que se han
aprovechando de ella.
Tampoco puede ser la
coartada para el
inmovilismo, alegando la
necesidad de
estabilidad, cuando esa
estabilidad que ha
rayando lo criminal, es
el peor de los males
posibles, que nos ha
hecho más infelices y
pobres por falta de
medios para sobrevivir
con dignidad. Toca
llevar a cabo un cambio
profundo de orientación
No caben medidas,
supuestamente
alternativas que solo
pretendan enmendar la
plana y no transformar
las estructuras sociales
injustas. El Gobierno de
Coalición tiene que
enfrentarse a su
realidad ideológica y
alejarse de las
políticas de los últimos
años. Le toca rectificar
y cambiar el rumbo
ciento ochenta grados,
por un nuevo sistema,
con una estructura
democrática, libre,
justa, igual y
solidaria. Una nueva
estrategia que oriente
las políticas al
servicio ciudadano.
Es
preciso reivindicar la
intervención del Estado
para equilibrar el
monopolio de los
mercados, apostando por
una defensa de lo
público e impedir que el
Estado del Bienestar
siga desmoronándose,
apostando por políticas
de inequívoco contenido
social. Hay que seguir
en el empeño y defensa
de la sanidad y la
educación pública, poner
en práctica políticas
que defiendan la
igualdad y contribuyan a
mantener los derechos y
libertades que se ven
amenazados por los
recortes de la derecha.
Los partidos políticos
que integran la
Coalición de Gobierno
tienen evidentemente una
gran e inmediata
responsabilidad para
hacer realidad su
Programa, y
es necesario reforzarlos
por parte de todas las
personas y
organizaciones que se
sientan identificadas
con sus propuestas y
formas de trabajo a
corto y largo plazo.
La esperanza y exigencia
de la ciudadanía han de
ir acompañadas de la
intervención social para
contribuir a superar las
resistencias que ya se
están produciendo desde
las derechas
reaccionarias, así como
desde los sectores de
nuestra sociedad que
todavía no comprendan la
relación de las
propuestas de gobierno
con sus intereses
inmediatos.
Para que todo avance, es
necesaria una reforma
constitucional, que
diseñe el nuevo modelo
de convivencia en un
estado republicano y
federal, donde queden
blindados derechos y
libertades, en una
democracia
participativa, con mayor
control de las
instituciones por parte
de la ciudadanía. El
compromiso tiene que
partir por aplicar
valores y principios
identificados con la
justicia social, la
igualdad y solidaridad.
Hoy, como ayer, la lucha
sigue siendo necesaria
para conseguir los
nuevos objetivos.