Hoy quiero rememorar algunos
momentos de mi infancia, de
mi vida. Tiempo hay, supongo
que lo tendré, para seguir
reflexionando sobre la cruda
realidad. Me encaminé en
busca del parque en el que
corrí en mi infancia y mis
hijos disfrutaron de su
remanso, junto al estanque y
las verdes praderas. La
Quinta de la Fuente del
Berro; me quedé frente a sus
verjas, ahora cerrado por
los estragos de la cruel
Filomena.
Palomas con sus palomares,
patos y peces en el estanque
y pavos reales encaramados
en los abetos centenarios.
Tengo la impresión de que
todo sigue igual; se escucha
el canto de los pájaros. A
ciegas recorro sus caminos,
bajo sus pendientes y huelo,
"huelo" su aliento. Entro
por la puerta de las
torretas, al final de la
colonia Itúrbe, hoy de lujo.
A mi derecha la Casa del
Reloj, a la izquierda el
Palacete, antiguo pabellón
de los guardeses y en frente
la fuente, antes rodeada de
flores y con peces rojos,
hoy ni agua veo. Tengo
fotos, con mi padre, las
últimas con él, meses
después murió y hoy lloro,
después de sesenta y cinco
años, lo que entonces no
recuerdo haber llorado.
Por el camino y veo a la ya
veterana Torre España, la
M-30, antiguo arroyo
Abroñigal, que desembocaba
en el Manzanares, luego
reformado y llamado avenida
de la Paz, que conmemoraba
los veinticinco años de la
de Franco. Fui alumno del
colegio Santa Ana y San
Rafael, donde terminé mi
ciclo escolar, el de los
Marianistas, los del Pilar,
pero para niños pobres. Los
domingos, nos adentrábamos
en las cuevas y chabolas de
la prolongación de
O'Donnell, que se derruían
al menor viento solano.
Acompañaba al cura del
colegio a dar la comunión a
los enfermos, que la
recibían con humildad, hoy,
ateo empedernido creo que
mejor hubieran recibido
sobres y comida por
necesidad.
La miseria era tan grande
que entonces solo fui capaz
de sentir y hoy analizar.
Aquello era la inmundicia
insoportable. Desheredados
de la guerra que tenían que
padecer por ello; expresos e
inmigrantes sin futuro. La
miseria se veía, se olía y
se sentía. Muchos lo
soportaban estoicamente,
otros reposan en el cercano
cementerio del Este. Todo lo
recuerdo como un drama;
algunos de aquellos chicos
eran mis compañeros de
colegio. Algún domingo, de
la mano de mi madre,
bajábamos por Alcalá a las
cuevas de Las Ventas. Íbamos
a visitar a mi tío Pepe,
hermano de mi padre, donde
vivía con su mujer y cinco
hijos. Cuevas trogloditas
horadadas en la tierra. Agua
estancada y mucho barro. En
su novela Tiempo de
silencio, Luis
Martín-Santos, muestra el
ambiente como si de bajos
fondos de Madrid se tratara.
De todo habría, pero la
mayoría eran trabajadores,
muchos recién salidos de las
cárceles, perseguidos,
vigilados y con dignidad.
No quiero hacer historia del
parque, sino de mis
recuerdos, pero conocer la
historia la conozco. Fueron
terrenos de la Quinta de
Miraflores, propiedad de
Felipe IV "el Grande" o "el
rey Planeta", que lo
adquirió por 32.000 ducados.
Se encargó el diseño del
lugar a Sancho Dávila, para
que lo convirtiera en un
nuevo "real sitio". Yo lo
disfruté sin ser rey y mis
hijos sin ser príncipes.
En la explanada baja han
instalado un estaque, tan
prefabricado y fuera de
lugar, que se ve como claro
impedimento para evitar el
disfrute de quienes
utilizaban el espacio para
sus juegos, como las
marquesinas anti-mendigos
que Ana Botella implantó en
Madrid. En aquel espacio,
los futuros futbolistas
probaban su toque y los
toreros en ciernes su
suerte. "Desde mi balcón lo
veo", los veía, "desde mi
balcón lo siento", lo sentía
y bajando por los desmontes
de lo que luego fue la
avenida, compartíamos
espacio.
La Fuente del Berro, a las
afueras del parque, junto a
la puerta que da su nombre y
al parque entero, sigue
manando agua, que antes bebí
"gorda" y ayer ni me atreví.
Más cerca tuve a De Pura
Cepa, en la calle de la
Fuente del Berro, para beber
lo que bebí. En su honor
tengo que decir que la
Fuente, fue uno de los
acuíferos de la más antigua
tradición en Madrid, mi
pueblo, cerca de Las Ventas,
en los arrabales del
distrito de Salamanca, mi
barrio, en donde nací y aquí
sigo autoconfinado;
particular de la Povedilla,
por ser como fue y por los
vecinos ilustres que la
habitaron.
El espíritu poético de
Gustavo Adolfo Bécquer está
en el parque. Recuerdo el
día de la inauguración del
monumento, en octubre de
1974. Estábamos en el parque
con mi hija Belén como
tantas tardes y el concejal
del distrito, me pidió
colaboración para hacer una
llamada y acercar a la
concurrencia al acto y
escuchar el concierto de la
banda municipal. Entre
bloques de granito, está
esculpido: "Hoy como ayer,
mañana como hoy. Y siempre
igual: Un cielo gris, un
horizonte eterno y andar…
andar". Entre ellos surge el
poeta en bronce quien
cantara "Volverán las
oscuras golondrinas" o
"volverán del amor en tus
oídos las palabras ardientes
a sonar…", o no sonarán, ya
sabemos como es la voluntad
poética.
Otros monumentos que no
conocía o no recordaba han
surgido, como el de Alexandr
Pushkinl, el considerado
fundador de la moderna
literatura rusa. O la
estatua de Miguel de
Cervantes y la dedicada al
violinista Enrique Iniesta
"Que llevó por el mundo toda
la música de España". Museo
abierto en el que se han
incorporado estructuras
abstractas, que forman un
conjunto extraño, que rompen
de alguna forma el paisaje
romántico entre fuentes de
piedra, cascadas y
estanques, de agua no tan
cristalina como debería.
Comienzo el retorno entre
praderas surcadas por
sinuosos paseos, escaleras
rústicas de piedra y una
gran variedad arbórea. Uno
podría hasta perderse en
alguna zona frondosa −antes
custodiadas por los guardas
jurados, para evitar
rozamientos humanos entre
quienes eso buscaban−.
Podría perderme, pero no lo
hago, para qué, me
encontrarían. Hasta hay una
loma con una sombrilla, a la
que se accedía por unas
escaleras empinadas y
oscuras por la vegetación
que la envolvía. Estanque
frondoso, peces de colores y
patos blancos que se mecían.
Al fondo migas de pan,
blando y sucio y peces que
compiten con el resto de la
fauna viva por la
subsistencia.
Abandono el parque, pero no
mis recuerdos. Dejo atrás el
palacete real y sus
caballerizas. No hay reyes
ni caballeros ni
palafreneros reales al
servicio de nadie. Hay
jardineros de empresas
privadas contratadas. La
legendaria
Fuente de Berro,
está fuera, al final de Los
Peñascales, antes escondida
entre jaras; agua gorda,
fresca, agua que los
paisanos embotellaban, para
la mejor digestión, que
hasta para los males
biliares servía.
Vislumbro en la penumbra,
entre gritos y risas
infantiles a mi madre, mis
hijos, su madre, la
humanidad y el futuro que
venía con luz clara, Clara.
Es grande haber vivido y hoy
escribir mis recuerdos. Va
por todos ustedes, por los
míos; por mis recuerdos.