Otro gran
foco de atracción, ocio y debate, fue el acontecimiento taurino:
los toros. Siempre fueron los madrileños grandes aficionados a
los toros: muy cerca estaban los campos de Colmenar Viejo y
Aranjuez, con los temibles toros del Jarama y las famosas
ganaderías de El Escorial. El último tercio del siglo XIX,
Lagartijo, Frascuelo, Mazzantini, el Gallo y Angel Pastor, entre
otros, fueron los triunfadores de la fiesta nacional y el
anuncio de la edad de oro taurina madrileña. Atrás quedó el
recuerdo de los espadas Manuel Parra y Pepe-Hillo, muertos en la
recién cerrada plaza de la Puerta de Alcalá.
Desde 1880
se produjo una resurrección de la afición taurina en un Madrid
libre ya de la preocupación por la guerra civil. Surgió un nuevo
tipo de espectadores; los pollos, que acudían a la plaza
con atildados ternos de color claro, el sombrero cordobés y, al
hombro el estuche de los gemelos. El público se retraía cuando
no existían figuras atractivas en el escalafón o la empresa no
conseguía contratarlas: por ejemplo, con motivo de las ausencias
del figura Guerrita en 1895 y 1897. En esos momentos, el
público madrileño se volvía hacia otros espectáculos como la
pelota vasca, con el atractivo complementario de las apuestas.
Si en
cualquier otro espectáculo no taurino solía hallarse sólo
representado algún sector social, en los toros estaba
representada toda la sociedad: las clases sociales más elevadas
y las más populares, así como los grandes pensadores y el pueblo
analfabeto.
La
asistencia de público madrileño fue numerosa especialmente con
motivo de los festejos extraordinarios. Se celebraron corridas
excepcionales con motivo de las bodas reales: la de Alfonso XII
con María Mercedes de Orleans (1878) y con María Cristina
(1879), la de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battemberg
(1906). Asistieron la mayoría de los príncipes herederos de las
dinastías europeos y las embajadas venidas a Madrid para el
acontecimiento.
También hubo
espectáculos taurinos extraordinarios a beneficio de los
damnificados por las inundaciones de Murcia (1884), las víctimas
del crucero Reina Regente (1895), para la restauración de
los frescos de Goya en la ermita de San Antonio de la Florida
(1924) y con motivo del incendio del teatro Novedades (1928).
Hoy podemos
establecer y recordar las principales "etapas taurinas"
que comprende este período:
La competencia entre Lagartijo y Frascuelo,
iniciada ya en 1867, que se prolonga hasta 1890.
En la última década del siglo XIX, el paso arrollador por la
fiesta de Guerrita.
En la primera década del presente siglo, la competencia de
Bombita y Machaquito, Vicente Pastor y Rafael el
Gallo.
La edad de oro de la tauromaquia, con Joselito y
Belmonte.
Al morir Joselito, la plaza era escenario de la edad de
plata del toreo, comenzando entre 1920 y 1925 con Sánchez
Mejías, Marcial Lalanda, Granero, Villalta, Chicuelo...
Entre 1925 y 1930 destacaron entre otros, el Niño de la Palma,
Gitanillo de Triana, Armillita, Manolo Bienvenida...
Desde 1930, Domingo Ortega, Pepe Bienvenida, Alfredo
Corrochano, Victoriano de la Serna, El Estudiante...
Esta selección (mínima) de nombres es tan
impresionante que basta para entender lo que supuso la plaza
recién inaugurada de Felipe II, más conocida como de la Fuente
del Berro. La nueva plaza, con capacidad para 13.000
espectadores, fue el principal escenario taurino hasta la
inauguración de la Plaza de las Ventas, en 1931. Allí destacaron
los mencionados protagonistas. Intervino don José de Salamanca
en la permuta de los terrenos que ocuparía la nueva plaza (hoy
llamada por algunos aficionados de cierta edad como "la plaza
vieja"). Sus autores fueron los arquitectos Emilio Rodríguez
Ayuso y Lorenzo Álvarez Capra. Otras plazas fueron las de Vista
Alegre (llamada la Chata, para 8.000 espectadores); la de
Tetuán de las Victorias; o la del Puente de Vallecas.
La afición taurina se fortaleció cuando
surgía una rivalidad entre toreros y aficiones, como la de
Machaquito y Vicente Pastor en 1910, y por supuesto, por la
rivalidad de Joselito y Belmonte. Tal fue la repercusión
del mundo de los toros, que todo el país lloró la muerte de
toreros como Joselito (José Gómez Ortega) en 1920 en la plaza de
Talavera de la Reina, sólo parangonable a la muerte de Manolete
en 1947.
La rivalidad entre Joselito y Belmonte marcó
un hito en el toreo, siendo intensamente seguido y debatido por
el público madrileño. Esta afición siempre tuvo fama de
entendida y exigente, pero en general se solía acusar al público
madrileño de caprichoso, de aupar a los toreros y, una vez
convertidos en figuras, complacerse en derribarlos de su
pedestal. No obstante el público madrileño también fue definido
como severo, exigente, voluble, propenso a la reacción airada,
pero también generoso para apreciar la entrega del diestro.
Además de toreros, actuaron también algunas
toreras: la Fragosa, las Noyas, la Reverte. Quizás
las que más destacaron fueron dos toreras catalanas, Lolita
Pretel y Angelita Pagés, que debutaron en la plaza madrileña en
1895. Un caso único fue el de Martina García, que actuó en
Madrid, en una novillada con mojiganga en 1880 cuando contaba ya
66 años.
A lo largo de estas décadas comparecieron en
el ruedo madrileño las ganaderías que hoy se consideran
históricas: en 1888 los Palhas crearon graves dificultades nada
menos que a Largatijo y Frascuelo. En 1903 se
lidió por primera vez los toros que Parladé había comprado a
Ibarra; en 1907, los del Marqués de Guadalest; en 1909 se lidió
toros de Carriquiri, denunciados frecuentemente por "pasados
de edad y, por tanto, avisados y a la defensiva". En 1912
debutaron como ganaderos en Madrid el duque de Tovar, Bohórquez
y Juan Contreras; al año siguiente, Graciliano, Argimiro y
Antonio Pérez Tabernero, así como el ganadero poeta Fernando
Villalón; en 1917, Manuel Rincón; en 1919, una brava corrido del
marqués de Albaserrada hizo fracasar a Gaona; en 1928, el conde
de la Corte, Manuel Arranz y Samuel Flores, cuyo primer toro
mereció la vuelta al ruedo.
La consagración de Marcial Lalanda, en 1929,
se produjo a la vez que el triunfo de los ganaderos salmantinos:
de las treinta corridas que se celebraron en Madrid, sólo ocho
fueron de Andalucía... Se impuso, sin duda, un nuevo tipo de
toro, que sustituyó al toro de ganaderías tan ilustres como las
de Veragua y Miura.
Todavía en 1931, en esta plaza, debutaron
Pinto Barreiro, Cobaleda y Juan Pedro Domecq y al año siguiente,
Atanasio Fernández. En el último año de la plaza, 1934, se
produjo la escisión entre la Unión de Criadores de Toros de
Lidia y la nueva Asociación de Ganaderos
Además de las corridas "ortodoxas", en
las plazas se desarrollaron también otros espectáculos. En las
décadas de los años 80 y 90 del siglo XIX, perduraron todavía
las mojigangas, junto a los toros embolados: por ejemplo, El
doctor y el enfermo, Los siete niños de Écija, Los
hombres de paja, El sultán y las odaliscas,
Contrabandistas y ladrones...
El
espectáculo taurino arrastraba todavía algunos apéndices
circenses: como complemento de varias novilladas, actuó en 1903 míster W. H. Barber, Diávolo, que realizaba un looping
con su bicicleta. Incluso en una corrida benéfica de 1907 se
intentó reproducir un torneo medieval, actuando varios oficiales
del Ejército, ataviados de guardarropía, junto a los actores que
representaban trompeteros, heraldos, timbaleros, etc.
También se celebraron varias peleas de toros
con otros animales. En 1897, el toro Regatero se enfrentó
a un tigre real de Bengala, César. A pesar de la
pregonada ferocidad del tigre, el toro le pegó una paliza y lo
dejó por muerto en su jaula. Lo más curioso es que el público
reaccionó entonces con entusiasmo, con vivas a España, y la
banda tocó la marcha de Cádiz. Al año siguiente se
intentó enfrentar al toro Sombrerito con el elefante
Nerón. El duelo se abortó porque el elefante, acobardado,
rehuyó la pelea.
Más transcendencia taurina tuvo el debut,
poco antes de concluir el siglo, de don Tancredo López, "el
rey del valor", que recibía cómicamente al toro subido en un
pedestal a modo de estatua. Suscitó numerosos imitadores: El
Cojo Bonifa, Manuel Álvarez, El Arrongatito, El
Fideísta, y las mujeres Olga Miñón, la francesa Mercedes
Barta y la propia esposa del artista, María Alcaraz, Doña
Tancreda, que sufrió en Madrid una grave cornada. Don
Tancredo obtuvo un éxito extraordinario, y pronto se reflejó
en los cuplés.