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Larra:
esperanza y melancolía
No tardó en
cubrir mi frente una nube de melancolía;
era de aquellas melancolías de que sólo un liberal español
en estas circunstancias puede formar una idea aproximada.
Cuando Mariano
José de Larra nace el 24 de marzo de 1809, en un Madrid ocupado
por el ejército de Napoleón, hacía ya casi un año que había
empezado la Guerra de la Independencia. Vemos cómo las
circunstancias históricas marcan los acontecimientos personales
de su infancia: hijo de notorio afrancesado, a los cinco años
tiene que salir al exilio con sus padres, a Francia.
Don Mariano de
Larra y Langelot, el padre de Mariano José, casado en segundas
nupcias con doña María Dolores Sánchez de Castro, era un médico
conocido, bien relacionado en los medios profesionales, que
había ampliado sus estudios en París.
Durante la
ocupación francesa se incorporó a la sanidad militar del
ejército invasor, por lo que en 1813 tuvo que seguir a los
franceses en su retirada. El españolito asistió a colegios de
Burdeos y de París, de los cinco a los nueve años, hasta que
volvió a España con sus padres en 1818, en el séquito del
infante don Francisco de Paula, a quien su padre había
acompañado como médico de cabecera en un viaje por Europa. Es
decir, que recibió su enseñanza primaria en lengua francesa,
aunque parece que antes de salir de España ya sabía leer. En
todo caso el francés se sobrepone al español infantil aprendido
en su patria.
Al volver a
Madrid, sus padres lo pusieron interno en las Escuelas Pías de
la calle de Hortaleza donde continuó la enseñanza, ahora en
español. Tuvo, por lo tanto, que habituarse en su instrucción al
cambio de lengua. Esto es lo que quiso decir cuando en 1835,
desde París, en una carta a su editor explicándole la "gran
dificultad" que representaba para él tener que escribir en
francés, le indicaba que "el francés fue mi primera lengua
yestaba rouillé, como los goznes de una puerta". Creo que esta
frase señala bien, ni más ni menos, los límites de su educación
en aquella lengua, si bien los de su conocimiento de la cultura
francesa fueran más amplios que los lingüísticos, como ocurría
por entonces con muchos de los jóvenes españoles aficionados a
las letras.
A partir de los
nueve años, Mariano José sigue lo que Mesonero Romanos, en
sus Memorias, considera "pasos contados" en la educación de un
muchacho madrileño de su clase en aquella época. Son los años
que van del Trienio Liberal a la Ominosa Década.
Asiste al
colegio de los Escolapios (1818-1822), mientras su padre sigue
de médico de Francisco José. En 1822 obtiene el puesto de médico
de Corella y allí pasa el muchacho el "frío invierno de 1822 a
1823" (Cayetano Cortés). 1823 es el año de la invasión de los
Cien mil hijos de San Luis, en nombre de la Santa Alianza, para
restablecer en España el Absolutismo.
Empieza la
represión política de la Ominosa Década. Su padre se traslada a
Cáceres y el hijo, de nuevo en Madrid, asiste a clases de
taquigrafía y de economía política en la Sociedad Económica de
Amigos del País y de matemáticas en el Colegio Imperial de los
Jesuitas (1823-1824).
Durante el
curso de 1824-1825 estudia en la Universidad de Valladolid,
mientras su padre pasa de Cáceres a Aranda de Duero. No se
presentó a los exámenes de junio, pero después del verano, en
octubre aprobó todas las asignaturas. El no presentarse en junio
quizás se deba a aquel "acontecimiento misterioso" que alteró su
carácter completamente, según refiere Cayetano Cortés, uno de
los primeros biógrafos del escritor, seis años después de su
muerte. Luego se ha dicho que lo que ocurrió fue que descubrió
que una mujer mucho mayor que él de la que estaba enamorado era
la amante de su propio padre.
Deja los
estudios de Valladolid y vuelve a Madrid. En 1825-1826 se
matricula en los Estudios de San Isidro donde estudia física y
griego y se pone a trabajar de escribiente en la Junta Reservada
de Estado y en las oficinas de la Inspección de Voluntarios
Realistas, por lo que tuvo que ingresar en el cuerpo, con todo
lo que ello significaba como contradicción política. Lo solicitó
en noviembre de 1826, pero quizás por no haber cumplido aún los
18 años reglamentarios no fue aceptado.
Al año
siguiente, a punto de cumplir la edad requerida, presentó una
segunda instancia, siendo admitido en marzo de 1827, mes de su
cumpleaños. Los Voluntarios eran fervientes militantes del
Absolutismo y elementos significados de la opresión realista que
dominaba en aquellas fechas.
Si hubiera que
darle una interpretación ideológica a la afiliación a este
cuerpo paramilitar no podría ser precisamente la de una
manifestación de la ideología propia del realismo moderado.
Absolutistas obstinados, los Voluntarios Realistas eran
contrarios a cualquier inclinación moderada del realismo
fernandista.
Luego, en 1835,
en una carta desde Londres, le señala a su padre precisamente
aquel año de 1826, a sus diecisiete años, como inicio de su
inseguridad vital: "y como estoy viviendo de milagro desde el
año 26, me he acostumbrado a mirar el día de hoy como el
último". Y añade: "usted dirá que vuelvo a mis ideas juveniles;
yo no sé si algún día pensaré de un modo más alegre; pero aunque
esto empezara a suceder mañana, siempre resultaría que había
pasado rabiando una tercera parte lo menos de la vida; todavía
quedaría por averiguar cuál de las tres es la más importante".
¿Cuáles serían
estas "ideas juveniles" tan sombrías que le recuerda a su padre?
En la misma carta relaciona la angustia vital iniciada en
aquellos años de su adolescencia con las circunstancias
políticas actuales de la guerra carlista: "hasta ahora no he
visto nunca delante de mí un horizonte bueno, y ahora empiezo a
verlo malo si triunfa D. Carlos".
Es sobrecogedor
este desahogo referido retrospectivamente al muchacho de 1826,
abriendo una continuidad vital iniciada en la adolescencia, con
desavenencias familiares, cuando domina el ambiente represor del
Absolutismo en "medio de esta oscura noche intelectual", al
decir de Mesonero Romanos.
Se anuncia ya
la desesperanza y la melancolía de su visión de Madrid como un
cementerio, pocos meses antes de su suicidio.
A lo largo de
su obra la desazón existencial se manifiesta siempre en función
de la desesperanza política.
Con estos
sentimientos juveniles, se pone a tomar apuntes. El tema de la
patria en el Génie du Christianisme, la obra de Chateaubriand de
la que traduce algunos fragmentos, le sugiere estos versos
sueltos:
¿Por qué
pudiendo ser madre querida
quisiste ser madrastra aborrecida?
Escribe versos
en la tradición dieciochesca, lo que entonces se consideraba
poesía útil: la oda y la sátira. Tomás de Iriarte, Moratín y
Quintana son sus modelos. Pero por muy obligado que esté el
aprendiz de poeta a lo consabido de los poemas satíricos y a sus
temas tópicos, no podemos menos de ver una expresión personal e
imaginarnos al joven escribiente metido en su covachuela, recién
abandonados sus estudios, cuando encontramos expresada, en su
sátira a Delio, una insatisfacción que se repite a lo largo de
toda su obra ("escribir en Madrid es llorar"):
¿Cuándo,
Delio, insensato he de mirarte
libro y pluma arrojar y en el tintero
dejar metido entre algodón el arte?
¿Estudias en España majadero?
¿No tienes experiencia? ¿Estás demente?
¿Tan poco aprecias, bárbaro, el dinero?
También de
entonces es su oda a la libertad con motivo de la intervención
europea en Grecia que el joven Larra aprovecha para exaltar la
libertad contra el fanatismo, el despotismo y la tiranía, no muy
de acuerdo con los principios de los Voluntarios Realistas a que
está afiliado.
Todos estos
escritos permanecieron inéditos. Su primera publicación fue un
folleto de dieciséis páginas con una Oda a la exposición de la
industria española del año 1827 en la que los industriales
Fernández y Martínez se codean con los dioses mitológicos
Júpiter, Minerva y Vulcano, como indicio de la presencia de la
clase burguesa sobre la que se asienta el Liberalismo político,
en un género ya anacrónico.
Recordemos que
la Revolución francesa se había vestido de ropajes helénicos. Su
poética neoclásica queda inadecuada para las necesidades
expresivas requeridas por las circunstancias sociales a las que
se refiere.
La burguesía
industrial rompe el molde de la oda aristocrática. La poesía
moderna apunta a otros derroteros inaccesibles al joven literato
que encuentra en la prosa del ensayo periodístico el medio
expresivo adecuado a las exigencias históricas de su tiempo.
Este nuevo camino lo entronca también con la tradición
dieciochesca ilustrada, pero en una dirección que desde el siglo
anterior apunta a la modernidad. La publicación que Larra saca a
lo largo del año 1828, El duende satírico del día, es una serie
de cinco cuadernos en la línea de las revistas de ensayos
inauguradas en Inglaterra a comienzos del XVIII con The
Spectator, de Addison y Steeles, y que en España representan El
duende especulativo de la vida civil, El Pensador y El Censor,
dedicados a la crítica de la sociedad de su tiempo, a "lo que
ocurre entre nosotros", según El Pensador. Un crítico
contemporáneo de Larra (González Carvajal, 1834), cree que en
este "opúsculo casi periódico... ya se entreveía el genio
satírico que ha desplegado con posterioridad". Aquí nos interesa
destacar que, aunque el joven literato no se empeña en una
abierta actividad de oposición al régimen (¿cómo iba a hacerlo
si pertenecía al cuerpo de Voluntarios Realistas?), no era un
conspirador, ni había participado en reuniones subversivas,
siquiera como sus compañeros Numantinos, El duende
satírico constituye una acusación a la situación social y
política del momento y no es una empresa solitaria de su autor,
sino que representa a un grupo de jóvenes inquietos,
disconformes, agrupados a su alrededor, que se juntan ahora en
el Café de Venecia y de allí se pasan luego al del Príncipe para
fundar "El Parnasillo".
En el mismo
café se reúne otra tertulia de signo contrario, de gente mayor,
la de José María Carnerero, director del Correo literario y
mercantil, único periódico estable no oficial permitido en
Madrid, privilegiado por el Gobierno. El núcleo del grupo
juvenil lo forman antiguos alumnos de Alberto Lista en el
Colegio de San Mateo, procedentes de la Academia del Mirto y de
los Numantinos. Ventura de la Vega, Juan de la Pezuela, Miguel
Ortiz, Juan Bautista Alonso, Bretón de los Herreros son de los
que corean a Larra apoyándolo en los improperios que lanza en el
café a José María Carnerero, con el cual había polemizado
el Duende en sus dos últimos números, de septiembre y diciembre
de 1828.
Carnerero
recurrió a las autoridades y los alborotadores tuvieron que
pasar por el juzgado, con lo que el Duende terminó malamente.
Larra tuvo que retractarse y el maestro Alberto Lista, entonces
al servicio del régimen fernandino, acriminó a los
alborotadores, reprobando severamente en la Gaceta de Bayona la
algarada del autor del Duende y de sus antiguos alumnos, como un
acto subversivo.
Larra no tuvo
más remedio que dejar la prosa de crítica social y volver a los
versos, poesía ligera -todavía poemillas anacreónticos- que dejó
sin publicar. Se casa en agosto de 1829 contra la voluntad de
sus padres con Pepita Wetoret y pronto empiezan las
desavenencias de un matrimonio del que nacieron un hijo, en
1830, y dos hijas, en 1832 y 1834. Lo único que publica al año
siguiente del Duende, en contraste con la poesía ligera inédita,
es una oda elegiaca A los terremotos ocurridos en España en
1829 que en marzo habían asolado Orihuela y sus alrededores.
Aquí, como si fuera un homenaje, alude al poeta Anfriso, a Lista
-ahora al servicio del régimen y que, como tal, había condenado
al Duende-, recordándole sus poemas masónicos de su época de
afrancesado en Sevilla en los que exaltaba los ideales
revolucionarios de libertad, igualdad y fraternidad clamando
contra el fanatismo fomentado por el Altar y el Trono. Lista
volvió a condenar a Larra después de su muerte.
Larra vive en
Madrid durante aquellos últimos años de Absolutismo en el
ambiente de reuniones y tertulias, entre salones y cafés. Es la
época del "Parnasillo" y de las tertulias en casas particulares
de que nos habla Mesonero. Alguno de sus contertulios termina en
la cárcel, como Olózaga e Iznardi, o en el patíbulo, como el
librero Millar.
Con Larra se
cuenta para escribir versos de circunstancias en homenaje a
María Cristina, la nueva esposa de Fernando VII en la que los
liberales habían puesto sus esperanzas. En aquel ambiente, hacia
1830, conoce a Dolores Armijo, casada con un hijo del famoso
abogado Manuel María Cambronero.
El amor por
Dolores ya se trasluce en algunos versos íntimos que escribe por
entonces y que no publica. La poesía ya no es su principal
dedicación literaria, ahora parece que se dedica sobre todo al
teatro con una actividad fomentada por su relación con Juan
Grimaldi, personaje llegado de Francia en 1823 con el ejército
invasor, que se hace con el control de los teatros madrileños.
Larra le suministró adaptaciones y traducciones del francés.
Como autor
teatral, el joven escritor se presenta en 1831 con la comedia de
costumbres No más mostrador, inspirada en un vodevil de Scribe,
con críticas a la clase media por su falta de conciencia en
asumir su función social, la que le corresponde históricamente.
El éxito de esta comedia le abre la carrera profesional del
teatro que lo lleva al estreno del drama romántico Macías. Había
intentado estrenarlo en 1833, pero la censura se lo prohibió,
aunque Grimaldi consiguió que al año siguiente, en otras
circunstancias políticas, se autorizara, inaugurando el nuevo
camino del drama romántico en España.
Entretanto, en
1832, después de cuatro años de concluir el Duende, vuelve a la
prosa periodística de crítica social con El Pobrecito Hablador.
En este modo de escribir encuentra definitivamente la
trayectoria de su genio de escritor. Sus artículos contribuyen
fundamentalmente a asentar la literatura de costumbres como
corriente principal de la prosa española de su tiempo. En El
Pobrecito Hablador, Larra infunde en este género literario una
intensidad subjetiva y una preocupación social renovadora que
trasciende lo circunstancial de la mirada costumbrista,
profundizando la observación benevolente y conservadora con que
Mesonero Romanos había iniciado la serie del Panorama matritense
en las Cartas españolas (1831-32), de José María Carnerero. Un
ejemplo de cómo logra adaptar su formación clasicista a las
necesidades expresivas modernas y a la temática social de su
tiempo es el antológico artículo de costumbres "El castellano
viejo", basado en una sátira en verso de Boileau. El Pobrecito
Hablador, aquí y a lo largo de toda la serie, nos ofrece una
visión esperpéntica de la España casticista, representada por el
título proverbial del artículo, y un anhelo de europeización,
aspiración constante de la tradición ilustrada y liberal frente
a los peligros del nacionalismo fomentado por ciertas
direcciones reaccionarias de procedencia romántica
tradicionalista.
En la sátira
de El Pobrecito Hablador se percibe la ilusión ilustrada y
progresista de que es posible superar, con la esperanza en el
mañana, el castellanismo viejo de un patriotismo anquilosado en
el pasado. Todavía quiere creer que es posible progresar,
traspasar la pared que parece infranqueable, "que los españoles
son capaces de hacer lo que hacen los demás hombres". Lo cree
como buen ilustrado, todavía no abrumado por la desesperanza
romántica.
El Pobrecito
Hablador muere de tanto hablar, en marzo de 1833, cuando ya
hacía varios meses que Larra escribía en La Revista Española, el
periódico de José María Carnerero, que había sucedido a
las Cartas españolas en noviembre de 1832 (el primer número es
del día 7), aprovechando la circunstancia de que la reina María
Cristina había tomado la gobernación del país por la enfermedad
de su marido, abriendo las esperanzas de los liberales.
El nuevo
periódico representaba estos cambios en la política del país, a
la expectativa de la anunciada muerte de Fernando VII que por
fin llegó un año después. Larra empieza a escribir artículos de
teatro, generalmente, sin firmar, hasta que el 15 de enero, con
el artículo "Mi nombre y mis propósitos", adopta el pseudónimo
de Fígaro, firma de sus artículos de costumbres después de que,
en marzo de 1833, Mesonero Romanos dejara el periódico en que
había continuado la serie del Panorama matritense. El artículo
"Ya soy redactor" (19 de marzo) anuncia la entrada en la
redacción del periódico, pocos días antes de que del último
número de El Pobrecito Hablador (26 de marzo). En el nuevo
espacio que se le asigna en el periódico, con el artículo "En
este país" (30 de abril) Fígaro continúa la vena de El Pobrecito
Hablador, todavía con la esperanza en el progreso, cuando el
país se halla "en aquel crítico momento en que se acerca a una
transición, y en que, saliendo de las tinieblas, comienza a
brillar en sus ojos un ligero resplandor" y contrapone "la
esperanza de mañana" con el "recuerdo de ayer". Desde sus
publicaciones primerizas, Larra vive esperanzado en una
transformación social.
Mientras sigue
en la redacción de La Revista, a mediados de aquel año se
encarga durante seis meses de redactar El correo de las damas,
semanario dedicado, como indica el título, al público femenino.
El gran cambio que significa la muerte de Fernando VII, el 29 de
septiembre, y el comienzo de la guerra carlista le abre la
posibilidad de intensificar su actividad profesional escribiendo
artículos de política comprometidos con la causa liberal en
contra de la facción carlista. Del primero de estos, que
apareció sin firma, "Nadie pase sin hablar al portero, o los
viajeros en Vitoria" (18 de octubre), ante la demanda, el
periódico tuvo que hacer una tirada aparte, a pesar de haber
aumentado con previsión la tirada normal del número.
En la serie de
artículos de sátira política que se suceden en el otoño de 1833,
Larra, con su visión grotesca, ataca la España del Antiguo
Régimen representada tanto por los carlistas como por los
castellanos viejos. Con su genio satírico, alcanza
reconocimiento de periodista liberal. Fígaro es ya una firma
prestigiosa que se manifiesta en la Revista Española como
testigo comprometido con la transformación política que
significa la transición del Absolutismo al Liberalismo: la
guerra carlista y el gobierno de Martínez de La Rosa y el
Estatuto Real. La transición política le parece insuficiente sin
un cambio de las estructuras sociales. Larra concibe los cambios
políticos como expresión de la revolución social, según los
principios de la Revolución Francesa.
Al comenzar el
año 1834, Larra ha logrado ya con los artículos de Fígaro el
pleno reconocimiento de su labor periodística y muestra una gran
actividad literaria en el teatro y en la novela. Ahora, entre
enero y marzo, aparecen los cuatro tomos de su novela
histórica El doncel de don Enrique el doliente, cuyo
protagonista lo es también del drama histórico Macías que había
sido prohibido por la censura el año anterior y que se estrena
el 24 de septiembre, cuando ya, el 23 de abril, se había
estrenado, del mismo género innovador, La conjuración de
Venecia, de Martínez de la Rosa, que suscitó el entusiasmo de
Larra en un artículo de crítica teatral en que los elogios se
dirigen al dramaturgo y al político. Estos dos estrenos de aquel
año abren el camino del drama romántico en España, antes de Don
Álvaro (1835), El trovador y Los amantes de Teruel (1836).
Si la
proclamación del Estatuto Real, especie de carta otorgada, había
abierto algunas esperanzas de cambio ("primera piedra que ha de
servir al edificio de la regeneración de España", según Larra),
pronto los pasos políticos del moderantismo le van a parecer
a Fígaro tímidos e insuficientes: "tan menudos que ni los
recuerdo", dirá en su "Revista del año 1834". Con el desencanto
se acentúa su radicalización política.
Abril de 1834,
el mes en que se estrena el drama de Martínez de la Rosa, es
cuando empieza la temporada teatral con una nueva empresa
renovadora en la que Juan Grimaldi lleva la dirección artística.
Larra y Bretón de los Herreros son sus más estrechos
colaboradores. El compromiso del crítico con la empresa suscita
animosidad entre los partidarios de la anterior, especialmente
del actor Agustín Azcona a quien la nueva Administración había
dejado en la calle. Azcona lanza una revista, el Semanario
Teatral, para atacarla. En este periódico, el actor insulta
desaforadamente al crítico acusándole de rastrero y venal,
echándole en cara que se había dado a conocer en tiempos en que
él era uno de los pocos que tenían el privilegio de publicar,
sin mencionar que había sido Voluntario Realista.
De acuerdo con
las exigencias sociales de la época, Larra fue a demandar al
ofensor la reparación de los insultos personales en el campo del
honor. Al negarse el actor a aceptar el desafío, Larra no tuvo
más remedio que acudir a los tribunales. No fue la única
acometida que por entonces sufrió el crítico. Parece que las
cosas se le pusieron mal aquel sombrío verano de 1834 en que el
ambiente se enrarece con la epidemia del cólera, la matanza de
frailes, los triunfos carlistas en el Norte y la debilidad del
Gobierno en Madrid que detiene la revolución política apenas
iniciada. La esperanza se desvanece y las críticas
desilusionadas a la política de Martínez de la Rosa impregnan lo
que escribe sobre teatro, literatura y costumbres.
En los
artículos que escribe por entonces en La Revista Española se
manifiesta patentemente que lo que inspira su costumbrismo no es
el mero deseo de describir con nostalgia los usos y costumbres
locales, sino de desentrañar su sentido con vistas al futuro en
un momento histórico de transformación de la sociedad, pues para
él las costumbres tienen una profunda significación moral y
social reveladora de la idiosincrasia colectiva, en un proyecto
de transformación social y cultural en que los hábitos y el
espacio de la vida cotidiana, los modos de vivir, de sentir y de
pensar propios del Antiguo Régimen se sustituyan por formas
discursivas y de convivencias propias de la sociedad burguesa
moderna. Es lo que en los últimos años, en la crítica literaria
con preocupación social se ha llamado "revolución cultural
burguesa". Dice en su artículo de costumbres "Jardines
públicos", del 20 de julio de 1834, que "un pueblo no es
verdaderamente libre mientras que la libertad no está arraigada
en sus costumbres e identificada con ella".
El carácter
sombrío de los españoles es el resultado de la dominación
inquisitorial: "Solamente el tiempo, las instituciones, el
olvido completo de nuestras costumbres antiguas, pueden variar
nuestro oscuro carácter". La concepción de la vida en que
sustenta la sociedad de la España antigua significa la negación
de la libertad reflejada en la gravedad castellana y el
ensimismamiento. Por eso les advierte a sus lectores que desean
ser libres: "lo seremos de derecho mucho tiempo antes de que
reine en nuestras costumbres, en nuestras ideas, en nuestro modo
de ver y de vivir la verdadera libertad". Larra preconiza una
socialización de la Libertad, expresando la necesidad de
participar vitalmente en ella como experiencia,
interiorizándola.
Es todo un
proyecto de revolución cultural. En un artículo de modas, unas
semanas antes que el citado sobre jardines públicos, el
periodista de La Revista Española (11 de mayo de 1834) escribe:
A los que no
ven solamente la corteza de las cosas, excusado es decirles que
hasta en los trajes se trasluce el espíritu dominante del siglo:
la moda reguladora de los gustos y opiniones es la misma en
punto a trajes que en punto a política y literatura: su carácter
particular es la libertad: apenas puede decirse que hay
principios políticos ni literarios.
Lo mismo puede
asegurarse en punto al vestido, y sea dicho de paso, este es uno
de los síntomas que descubres las ideas dominantes de la época.
Gobierno, mezcla de usos antiguos e ideas modernas, dramas,
novelas en que se hallan refundidas la independencia de los
Shakespeare y Lope con las atrevidas necesidades del día y con
la franca despreocupación de la época: trajes, en fin, en que se
dan la mano el gusto anticuado de los siglos pasados y la noble
comodidad y elegante sencillez de un siglo de realidad y
desilusión.
En otro
artículo de modas (8 de septiembre) leemos:
El Prado
comienza a presentar el aspecto de un pueblo libre. ¿No hay
cierta relación entre la Inquisición y aquella monotonía de la
basquiña y la mantilla, traje oscuro, negro, opresor y pobre de
nuestras madres? La mantilla y la basquiña estrecha de las
señoras, y la capa encubridora y sucia de los hombres ¿no
presentaba el aspecto de un pueblo enlutado, oscuro y
desconfiado?
Véanse, por el
contrario, esos elegantes sombreros que hacen ondear sus plumas
al aire con noble desembarazo y libertad; esas ropas amplias e
independientes, sin traba ni sujeción, imagen de las ideas y
marcha de un pueblo en la posesión de sus derechos: esa variedad
infinita de hechuras y colores, espejo de la tolerancia de los
usos y opiniones. Esos gayos y contrapuestos matices ¿no parecen
un intérprete de la general alegría? El Prado de ahora y de
veinte años atrás son dos pueblos distintos, y parecen,
separadamente considerados, dos naciones distintas entre sí.
En su vida
profesional hay que señalar el paso de La Revista a El
Observador, periódico de Alcalá Galiano, durante los últimos
meses de aquel año. Al cambiar de periódico, resume así sus dos
años en La Revista: "En ese tiempo he hablado osadamente, acaso
con peligro mío, de actos del Gobierno, de hechos, de cosas, de
costumbres, de teatros, de obras literarias, partidos y
opiniones políticas, de cuanto entra en la jurisdicción de la
crítica". Este es el plan que piensa mantener en el nuevo
periódico, en el que escribe sobre todo artículos de política
durante tres meses hasta que en enero de 1835 vuelve a La
Revista. Larra prepara la publicación de sus artículos en
volumen aparte con el título de Fígaro. El primer tomo aparece
en marzo de 1835, a punto de emprender su viaje al extranjero,
mientras que el segundo y el tercero se publican en abril, ya
ausente el autor, y en agosto, antes de su vuelta.
En su vida
privada, la crisis se manifiesta en el verano de 1834 con los
escándalos con Dolores que se va de Madrid y la separación de su
mujer embarazada que dará a luz una niña después de la ruptura.
Larra enferma en el otoño, cuando escribe para El Observador.
Así de sombría le parece la vida al narrador del artículo "La
vida de Madrid", en dicho periódico: "un amasijo de
contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de
culpas y de arrepentimientos". Es una crisis que se continúa
durante el invierno y motiva a Larra a emprender el viaje de la
primavera siguiente, como escapada. Parece que alejándose varios
meses pretendía poner fin a una etapa de su vida y respirar
nuevos aires que lo distrajeran de las tribulaciones y
contratiempos que la ensombrecían en Madrid desde el verano
anterior: "yo creía que el viajar me distraería de mis
disgustos", les dice a sus padres con profunda melancolía, en
una carta desde Londres. Con su amigo José Negrete, conde de
Campo Alange, había salido a primeros de abril hacia
Extremadura.
El viaje de
Madrid a Extremadura le proporciona a su mirada urbana propia de
la observación costumbrista la posibilidad de contemplar el
campo, alejándose de la ciudad. Ante el paisaje desolado siente
sobrecogido la miseria desesperada: "Castilla en tanto
desarrollaba a mi vista el árido mapa de su desierto arenal,
como una infeliz mendiga despliega a los ojos del pasajero su
falda raída y agujereada en ademán de pedirle con qué cubrir sus
macilentas y desnudas carnes" y "en la inmensa extensión del más
desnudo horizonte" se pregunta: "¿Dónde está España?". Cuando,
por fin, vislumbra una población, son sólo ruinas, las ruinas de
Mérida.
De Badajoz,
donde parece que vio a Dolores que vivía allí y la felicitó el
día de su santo, fue a Lisboa para embarcar rumbo a Londres y
luego a París, pasando antes por Bélgica donde tenía que cobrar
una vieja deuda a favor de su padre. En París se quedó varios
meses, de junio a diciembre en que regresó a Madrid. El
embajador de España era su antiguo amigo el Duque de Frías, que
con su familia lo recibe "con los brazos abiertos" y allí se
puso en relación con "las notabilidades literarias del país",
por lo que cuenta en sus cartas.
Trabajó con el
barón Taylor que estaba preparando por entregas un Voyage
pittoresque en Espagne, pero tenía dificultades para escribir en
francés y se puso enfermo. Mientras está en París, a Martínez de
la Rosa le sucede el Conde de Toreno con Mendizábal de ministro
de Hacienda, que en septiembre se hace cargo de la Presidencia
del Consejo. Estos cambios le animan a volver a España: "Vistas
las cosas de España, después de haber calculado que hacer
fortuna aquí es casi imposible, porque me falta la fe, es decir,
la voluntad de amarrarme a la cadena en París para lograr o no
lograr lo que en España ya tengo conseguido, visto que ha
llegado el momento de que mi partido triunfe completamente, no
quiero verme detenido aquí... Quiero ser libre", les escribe a
sus padres en una carta del 24 de septiembre.
Parece que
durante el viaje de regreso, a primeros de diciembre, mejora su
salud; por eso, desde Burdeos, les dice: "he de morir todavía de
exceso de vida". A Larra le parece que han llegado los suyos y
se anima con la perspectiva de escribir, con el buen sueldo
ganado por su prestigio, en el nuevo periódico que, con la
subida de Mendizábal, ha lanzado Andrés Borrego con todos los
adelantos técnicos de la época. A su vuelta, Larra, bien
conocido en los medios madrileños, percibe el reconocimiento que
echaba de menos en el extranjero.
De su primer
artículo en El Español, "Fígaro de vuelta. Carta a un amigo
residente en París" (5 de enero) se tuvo que hacer tirada
aparte. Fígaro aparece para anunciar que está de nuevo en la
brecha después de su ausencia y que piensa revivir su reconocida
figura de crítico de todos los aspectos de la vida social y
cultural: teatro, literatura, política, costumbres; en fin, todo
lo que entra en la jurisdicción de la crítica con una
perspectiva moral. Advierte que vuelve a sus "antiguas mañas", y
como antes, con un carácter "maligno un tanto y siempre
independiente", en un tono jocoso y mordaz, según lo que
esperaban de él sus lectores. Con ese tono sarcástico, a su
vuelta del extranjero, dice irónicamente eso de que "inventen
ellos": "¿Qué a mí tanta ciencia y tanta industria, tanto
progreso, tanto teatro y tanto camino de hierro?", apuntando los
logros materiales de los países modernos.
Si este primer
artículo quiere ser una "profesión de fe" en que reivindica el
carácter ingenioso y maligno de sus "antiguas mañas", en el
segundo se pone serio para exponer los principios que van a
inspirar su función de crítico literario. Es el artículo
titulado "Literatura. Rápida ojeada sobre la historia e índole
de la nuestra. Su estado actual. Su porvenir. Profesión de fe"
(18 de enero), toda una declaración ideológica cuyo principio
fundamental es la profunda relación entre literatura y sociedad.
Empieza recordando "que la literatura es la expresión, el
termómetro verdadero del estado de la civilización de un
pueblo". Aquí declara, con respecto a la Literatura, los
principios ideológicos que había propuesto en La Revista
Española con respecto a las costumbres como expresión de la
libertad de un pueblo: "Libertad en literatura, como en las
artes, como en la industria, como en el comercio, como en la
conciencia. He aquí la divisa de nuestra época, he aquí la
nuestra, he aquí la medida con que mediremos". Es toda una
declaración de principios de un proyecto de revolución cultural
burguesa, en favor de la cual propone la necesidad de una
literatura "apostólica y de propaganda".
Como vemos,
Larra expone aquí su conocido ideario en que se articulan la
literatura, las costumbres y la política como aspectos de una
misma realidad social, pero ahora considerado en un marco más
vasto, por encima de los límites nacionales, en todas partes, en
el mundo, como él ha podido percibir en su viaje europeo: "En
momentos en que el progreso intelectual, rompiendo en todas
partes antiguas cadenas, desgastando tradiciones caducas y
derribando ídolos, proclama en el mundo lalibertad moral a la
par que la física, porque la una no puede existir sin la otra".
Esta interdependencia la ve ahora en el horizonte del concepto
moderno de civilización, de la "civilización extremada", como él
dice en el artículo "Conventos españoles" que había mandado a
la Revista desde París. Es lo que por entonces empieza a
llamarse "modernidad" en el vocabulario internacional, en Heine,
en Chateaubriand, y luego en Baudelaire, palabra nueva que nace
con el mismo matiz de insatisfacción que siente Larra.
En aquel año de
1836, como crítico de El Español, tuvo ocasión de aplicar estos
principios a las obras del teatro romántico francés y español
que se representaron en Madrid. Las obras de la literatura
francesa moderna, como las novelas de Balzac y el drama Antony
de Alejandro Dumas, son expresión de la sociedad francesa que se
halla en un grado de civilización muy avanzado con respecto al
mundo social español, pero que es el mismo a donde este se
dirige. La literatura moderna de Balzac y Dumas es expresión del
fin moral a que nos lleva la revolución que Larra propone: "en
el momento de entrar en la senda que ellos recorren de libertad
y de igualdad, nuestra civilización... en lo sucesivo ha der ser
probablemente como la suya, estéril y nada creadora". Larra se
debate en la contradicción entre civilización y cultura.
La sociedad
moderna es el progreso, la industria y la ciencia, los "caminos
de hierro", pero también el abismo que descubrimos leyendo al
novelista francés: "Balzac ha recorrido el mundo social con
planta firme... y ha llegado a su confín, para ver asomado allí
¿qué?, un abismo insondable, un mar salobre, amargo y sin
playas, la realidad, el caos, la nada". Y de acuerdo con esta
valoración de Balzac hay que considerar lo que dice del Antony,
de Alejandro Dumas: "Antony, como la mayor parte de las obras de
la literatura moderna francesa, es el grito que lanza la
humanidad que nos lleva delantera, grito de desesperación al
encontrar el caos y la nada al fin del viaje".
El pesimismo de
Larra es la desesperación que resulta de criticar su propio
proyecto revolucionario sin poder ofrecer una alternativa
satisfactoria. Por un lado el lamento por el atraso en que se
encuentra el país en el proceso de la civilización moderna
(industria, ciencia, ferrocarriles) y por el otro el vértigo que
siente ante el abismo que contempla al final de dicho proceso en
las obras de la literatura francesa como expresión de una
sociedad que ha alcanzado ya la "civilización extremada".
El
Romanticismo, como autocrítica de la modernidad, es un callejón
sin salida. Esta es la gran contradicción en que Larra coincide
con otros jóvenes de su generación en Europa que se sitúan entre
la rebeldía y la melancolía. Es el vértigo que produce la
pérdida de la esperanza en la emancipación moral, en un mundo
mecanizado en que el hombre, "un ser espiritual... se vuelve
máquina él mismo a fuerza de hacer máquinas".
En la crítica
de Antony alude contradictoriamente, con gran pesimismo
desilusionado, al grito de optimismo revolucionario que había
expresado en su artículo "Literatura": "Libertad en política,
sí, libertad en literatura, libertad en todas partes... libertad
para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte...". El
criado borracho de Fígaro ("La Nochebuena de 1836") le advierte:
"el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza" y le
reprocha: "Te llamas liberal y despreocupado, y el día que te
apoderes del látigo azotarás como te han azotado". Lo dijo Georg
Lukács: "la autocrítica satírica, que pone de manifiesto los
vicios más profundos de su propia clase, pero que no puede
ofrecer salida alguna, se vuelve desesperación".
Con respecto a
la política, también el año 1836 marca un proceso de desencanto
e insatisfacción. Si en principio se muestra favorable a
Mendizábal ("Así que todos hemos abandonado la oposición. Por mi
parte, confieso que si en mi organización cupiera ser alguna vez
ministerial, se me había presentado una buena ocasión" dice en
"Fígaro de vuelta"), como promotor de la revolución burguesa,
pronto va a criticar su actuación. El 6 de mayo, en su artículo
sobre el folleto de Espronceda El ministerio de Mendizábal,
presenta este escrito como "uno de los pocos quejidos que la
censura tiránica que nos abruma ha dejado escapar a la opinión
pública, ya en gran parte desengañada del ministerio Programista".
A Larra le
decepciona la trayectoria del proceso revolucionario emprendida
por Mendizábal. A la vuelta de la esperanza lo espera el
desengaño: "lejos de realizar las esperanzas fundadas en sus
grandílocuas promesas, ha complicado el laberinto inextricable
en que se halla cogida la mezquina revolución, destinada, según
parece a no dar jamás un paso franco y desembarazado, a no poner
un nombre claro y terminante a sus inhábiles operaciones". Larra
destaca la idea de Espronceda sobre "lo poco o nada que se ha
tratado de interesar al pueblo en la causa de la libertad".
Esta falta de
interés en querer involucrar al pueblo en el proceso
revolucionario explican la participación popular en la guerra
carlista y el procedimiento desastroso con que se está llevando
a cabo la desamortización de los bienes eclesiásticos.
Espronceda y Larra siguen al economista Álvaro Flores Estrada en
la crítica de esta política desamortizadora en beneficio de los
ricos contra los intereses de los proletarios, sin mirar "por la
emancipación de esta clase".
No hay que
pensar, sin embargo, que él pretendiera promover la revolución
de esos proletarios a los que quisiera ver interesados en su
propia revolución burguesa. Nunca fue populista, ni mucho menos
igualitario, como vemos en uno de sus últimos artículos, la
crítica de la comedia El pilluelo de París donde dice que "si el
prestigio hereditario puede ser un absurdo, las diferencias de
clases no lo son". Frente a la aristocracia hereditaria
contrapone la aristocracia del talento, manteniendo las
diferencias con la mayoría. Larra en su apoyo a Espronceda,
termina haciendo un llamamiento a la juventud: "La revolución ha
desgastado y desgasta rápidamente los nombres viejos y
conocidos: la juventud está llamada a manifestarse". Ha llegado
la hora de desempeñar "la alta misión a que somos llamados".
La oposición a
Mendizábal concertada desde varios frentes provocó su caída. Fue
sustituido por un Gobierno moderado presidido por Istúriz con la
participación de Alcalá Galiano y del Duque de Rivas. Aunque en
un primer momento Larra se opone al nuevo ministerio, en contra
de lo que ahora defiende su propio periódico, consiente a lo que
le propone el director, Andrés Borrego, comprometiéndose con la
línea política ministerial de El Español, incluso redactando
editoriales. En esto difiere completamente de la postura de
Espronceda con quien había colaborado en la campaña contra
Mendizábal. Últimamente había expresado en sus escritos, como
hemos visto, la urgencia de que los jóvenes participaran en la
misión a que eran llamados y quizás sus relaciones con Alcalá
Galiano y el Duque de Rivas le hicieran pensar con impaciencia
que debería aprovechar la oportunidad que se le ofrecía,
pactando con ellos. Sean las que fueren las razones que llevaron
a Larra a aliarse con Istúriz, el hecho es que la tal alianza
resultó un fracaso total, fue todo un descalabro personal y
político.
No es de
extrañar que el pacto del crítico periodista con el Gobierno lo
juzgaran algunos como una componenda de oportunismo político.
Larra se presentó a las elecciones como candidato ministerial en
la provincia de Ávila, en cuya capital vivía Dolores. Con los
manejos de la Secretaría del Gobierno Civil, llegó a ser
elegido, pero el Motín de la Granja del 12 de agosto le impidió
disfrutar de la victoria y se le vino todo abajo. A la rebelión
le sucede la transigencia y la melancolía.
La melancolía
lleva al retraimiento. Escribe poco, pero entre los últimos
artículos de su producción periodística se hallan quizá los más
extraordinarios, los más desesperados: "El día de difuntos de
1836. Fígaro en el cementerio", "La Noche buena de 1836. Yo y mi
criado. Delirio filosófico", "Necrología. Exequias del conde de
Campo Alange", las críticas de la antología Horas de invierno y
del drama de Juan Ignacio de Hartzenbusch, Los amantes de
Teruel. En el primero explica así su melancolía: El día de los
Santos "encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no
tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de
aquella melancolía en que sólo un liberal español en estas
circunstancias puede formar una idea aproximada". Claro que
aplicado a las circunstancias particulares de un liberal
español, Larra alude al desencanto de la realidad moderna. Lo
alumbra el "soleil noir de la mélancolie" (Nerval).
Es la
contraposición absoluta entre la realidad física exterior y la
realidad moral interior. Lukács considera la desilusión
romántica como el desamparo trascendental de un "alma más grande
y más vasta que todos los destinos que la vida le puede
ofrecer". La revolución había abierto grandes esperanzas que
dejaba sin satisfacer. La melancolía romántica tiene
explicaciones históricas y sociales. El Romanticismo, para
Larra, "no es otra cosa que el resultado de ese desasosiego
mortal que fatiga al mundo antiguo" en momentos de transición
violenta.
En cuanto a su
vida particular, sabemos que al poco de volver de Francia, trató
de reanudar las relaciones con Dolores Armijo que entonces vivía
en Ávila. Allí acudió Larra en febrero de 1836. Dolores, de
vuelta en Madrid, le anuncia a Mariano José, el 13 de febrero de
1837, que irá a visitarlo a su casa acompañada de una amiga.
Parece que Larra ve la posibilidad de reanudar las relaciones.
Aquel día visita a Mesonero Romanos, a su mujer y pasea por el
Prado en compañía de Mariano Roca de Togores, con quien piensa
escribir en colaboración un drama sobre Quevedo. Era lunes de
Carnaval, ya anochecido, recibe a Dolores que viene acompañada
de su cuñada. Ha venido a rechazar cualquier posibilidad de
arreglo. Cuando salen las dos mujeres de la casa y todavía no
van lejos, Larra se pega un tiro.
Antonio Machado
piensa que fue "un acto maduro de voluntad y de conciencia.
Anécdotas aparte, Larra se mató porque no pudo encontrar la
España que buscaba, y cuando hubo perdido toda esperanza de
encontrarla". Esto lo escribe Machado cien años después, pero
inmediatamente se le dio al suicidio de Larra esa significación
llena del simbolismo de la esperanza perdida a que se refiere
Machado.
Recordemos los
versos de Zorrilla ante la tumba del suicida:
"Miró en el
tiempo el porvenir vacío,/ vacío ya de ensueños y de gloria".
A la
manifestación cívica del entierro ("primera protesta a las
viejas preocupaciones que venía a derrocar la revolución", según
recuerda Zorrilla en sus memorias) sigue la canonización en los
artículos necrológicos de los periódicos en los días siguientes.
Larra es el mártir de la sociedad, dijeron entonces.
A Larra "le
mató la sociedad de su tiempo", dice Eduardo Haro Tecglen,
comentando La detonación, de Buero Vallejo. Recién muerto, unos
hablan de "una sociedad corrompida y estúpida", otros de "un
mundo corrompido". Su amigo Roca de Togores se lamenta en El
Español (15 de febrero): "cada uno de esos artículos que el
público lee con carcajadas eran otros tantos gemidos de
desesperación que lanzaba a una sociedad corrompida y estúpida
que no sabía comprenderle" y piensa que se suicida por "un ser
ideal que no ha sabido encontrar".
El poeta
Jacinto Salas y Quiroga lo glorifica hasta lo sublime diciendo
que la existencia del suicida "ha forjado el tejido de un drama
sublime cuyo desenlace... está encerrado en la tumba: esa flor
no pudo arraigarse en un mundo corrompido" (Revista Nacional, 16
de febrero). Estamos viendo cómo de Larra se está creando la
figura del héroe romántico:
Que el poeta,
en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.
(Zorrilla)
Esta exaltación
romántica del suicida, como víctima sublime del mal del siglo,
es lo que produce una reacción contraria, como vemos en la
necrología de unos días después, el 19 de febrero, firmada con
las iniciales P. S. en el Eco del Comercio: "Notable es el abuso
que se ha llegado a hacer del romanticismo, alterando los
principios de la sana moral, presentando a la imitación del
pueblo horrores de cuya posibilidad casi debía dudar,
trastornando la cabeza o exaltando las pasiones en términos de
originar desgracias o catástrofes". En definitiva, unos y otros
lo consideran mártir o víctima de la sociedad. Para bien o para
mal parece como si todos estuvieran recordando la conclusión del
artículo sobre el Día de Difuntos:
“Una nube
sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche
helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible
cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha
mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más
que otro sepulcro, ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él?
¡Espantoso letrero!¡Aquí yace la esperanza!
José Escobar
Glendon College, York University
Toronto, Canadá
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Busto de Larra en Madrid |
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Como muchos autores
románticos, Larra combinó sus actividades periodísticas y literarias
con su interés en la política. Fue un escritor comprometido en el
sentido más moderno del término. La literatura para Larra era un
instrumento del progreso humano. Junto con Goya, Larra representa el
paso del neoclasicismo al romanticismo, y pueden considerarse como
iniciadores del arte moderno en España.
Larra cultivaba
diferentes géneros literarios, pero es más conocido por sus
artículos periodísticos publicados bajo el seudónimo de Fígaro o el
de El pobrecito hablador. Su actividad periodística puede
clasificarse en artículos de costumbres, artículos literarios y
artículos políticos.
En sus artículos de
costumbres, Larra adopta las formas costumbristas, dotándoles de una
nueva perspectiva moral y reformadora. El propósito de Larra en
estos artículos es proponer el cambio social e individual. Utilizaba
la sátira para retratar los diferentes defectos que observaba, pero
siempre con un afán didáctico y reformador.
Sus ideas liberales
se observan en los artículos de asunto político en los que defiende
el progreso y la tolerancia, y critica el conservadurismo y el
absolutismo. Era un defensor incansable de la libertad.
Su crítica más
violenta iba dirigida contra el absolutismo del gobierno de Fernando
VII y los carlistas, que representaba los males que amenazaban a la
patria: el fanatismo, la ignorancia y el inmobilismo. Debido a su
acérrimo espíritu independiente Larra también criticaba otros
aspectos de los gobiernos liberales.
En los artículos
literarios, Larra se centraba en la crítica teatral. Autor de un
drama romático original, Macías, y de varias adaptaciones de dramas
franceses, Larra era también crítico teatral en la prensa.
Los artículos más
conocidos de Larra son:
Además de su
prolija producción periodística, Larra era autor de poemas, dramas y
novelas. Por lo general sus versos son de estilo neoclásico y
representan los ideales de la Ilustración.
Larra dejó unos
poemas amorosos dedicados a Dolores Armijo
Su novela
histórica, El doncel de don Enrique el Doliente, es un modelo de
este género. El protagonista de la novela aparece también en el
drama Macías, y representa la figura de un trovador medieval,
ejemplo y modelo de enamorados.
Otros autores
contemporáneos a Larra y con quienes comparte el arte costumbrista,
aunque con diferencias notables de estilo, son Ramón de Mesonero
Romanos (Escenas matritenses, 1832-42) y Serafín Estébanez
Calderón (Escenas andaluzas,1847).
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Artículos
De "El Duende Satírico del Día"
De "El pobrecito hablador"
De "Revista Española"
De "El
Español"
De
"Revista Mensajero"
De "El
Observador"
Otros
artículos
Poesías
1.- Epigramas
2.- Odas
3.- Octavas
Sonetos
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En el Museo
Romántico se
encuentra la pistola con la que supuestamente se suicidó
Larra, además de algunos manuscritos y objetos conservados
como depósito de la familia.
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Página creada por Pedro
Soto, Ana Acosta, Marta Chover y Laura Roa (Universitat
Jaume I). Se estructura a partir de los siguientes epígrafes:
Datos biográficos, Trayectoria literaria, Poesía en la obra de
Larra, Traducciones y adaptaciones, Obras originales,
Trayectoria periodística y Bibliografía.
Artículos
Didáctica
Otros enlaces
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Artículos
Vuelva usted mañana
Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a
la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos
anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos
propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas
investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más
que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la
historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida.
Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y
cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días,
cuando se presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en
buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país
una idea exagerada e hiperbólica, de éstos que, o creen que
los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos,
generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son
aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer
caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan
intacto como nuestra ruina [1]; en el segundo vienen temblando
por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han
de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia
establecido precisamente para defenderlos de los azares de un
camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a
primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos
llamasen atrevidos, lo compararíamos [2] de buena gana a esos
juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que
ignora su artificio, que estribando en una grandísima
bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca
perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles
causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa
determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las
profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración.
Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta
voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende
él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su
torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se
hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes
que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los
extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa,
provisto de competentes cartas de recomendación para mi
persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones
futuras, y aun proyectos vastos concebidos en Paris de
invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación
industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria
le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me
aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco
tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en
que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de
alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de
lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa
cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no
fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso
explicarme más claro.
-welcome to the jungle baby- le dije-, monsieur Sans-délai [3]
-que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días,
y a solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente- me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana
por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de
familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis
ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis
reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los
datos que aquél me dé, legalizadas [4] en debida forma; y como
será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este
caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso
y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que
pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré
presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y
admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el
sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid;
descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la
diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me
vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una
carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo,
y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no
fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave
sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me
sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entre socarrón y
formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que
llevéis quince meses de estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No por cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es
graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
-Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han
adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por
hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis
podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya
cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
-Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a
dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por
entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en
hablar por mí. Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos
a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer
preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido:
encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver
nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba
tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo
definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de
unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.
-Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-, porque el
señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-, porque el
amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-, porque el amo
está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el lunes siguiente-,
porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?
Vímosle por fin, y "Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se
me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en
limpio".
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una
noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la
noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi
amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las
reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y
empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar
un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos
hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta
el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente
para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca
encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo
después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de
mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en
este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac,
que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el
zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la
planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola;
y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar
el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de
casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni
avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué
formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije
al llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres singulares...
-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la
boca.
Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de
mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada
eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra
pretensión.
-Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. El oficial de la
mesa no ha venido hoy.
"Grande causa le habrá detenido", dije yo entre mí. Fuímonos a
dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial
de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su
señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.
Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:
-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da
audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de
echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría
estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del
Correo [5] entre manos que le debía costar trabajo el acertar
[6].
-Es imposible verle hoy- le dije a mi compañero- su señoría
está en efecto ocupadísimo.
Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el
expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única
persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan [7],
porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el
expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era
de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido
encontrar empeño para una persona muy amiga del informante.
Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda
alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la
justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de
nuestra bendita oficina de que el tal expediente no
correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño
error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente,
y hétenos, caminando después de tres meses a la cola siempre
de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin
poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al
llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento
y nunca llegó al otro.
-De aquí se remitió con fecha de tantos- decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada- decían en otro.
-¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro
expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay
[8], y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre
algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la
prisa! ¡Qué delirio!
-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que
esas cosas vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio
militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de
servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y
estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al
despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana,
salió con una notita al margen que decia:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente,
negado». [9]
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a
carcajadas-; éste es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos.
-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis
meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes
diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana
llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles
dinero? ¡Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga
más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir
dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os
juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más
fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de
las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una
pequeña digresión.
-Ese hombre se va a perder- me decía un personaje muy grave y
muy patriótico.
-Esa no es una razón- le repuse-: si él se arruina, nada, nada
se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el
castigo de su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con su intención?
-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no
puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el
oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra
manera eso mismo que ese señor extranjero quiere. [10]
-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Si, pero lo han hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas.
¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor
posible, será preciso tener consideraciones con los
perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían
perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo
seguiremos haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como
cuando nació.
-En fin, señor Fígaro [11], es un extranjero.
-Y por qué no lo hacen los naturales del país?
-Con esas socaliñas [12] vienen a sacarnos la sangre.
-Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-,
está usted en un error harto general. Usted es como muchos que
tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner
obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí
tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar
todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya
que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio
que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un
extranjero- seguí- que corre a un país que le es desconocido,
para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un
capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un
inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un
héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo,
pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos
solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene
a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se
establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de
años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros
intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado;
toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo
donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y
sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a
dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole
producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo
menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o
muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que
valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al
aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de
estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y
prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande
hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de
esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado
la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras
naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado
otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han
debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted-
concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy
difícil convencer al que está persuadido de que no se debe
convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en
usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que
mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su
país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el diablo.» Con el
Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de
sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá
ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio,
mal que les pese a los batuecos.]
Concluida esta filipica, fuíme en busca de mi Sans-délai.
-Me marcho, señor Figaro- me dijo-. En este país no hay tiempo
para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la
capital de más notable.
-¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con
vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras
cosas no se ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había
gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-, porque hoy
no se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso
especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oir lo del memorialito:
representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y
los seis meses, y... Contentóse con decir:
-Soy extranjero [13]-. ¡Buena recomendación entre los amables
compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía
menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de
volver,] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente,
después de medio año largo, si es que puede haber un medio año
más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria
maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes
me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de
nuestras costumbres [14] diciendo sobre todo que en seis meses
no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y
que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor,
o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido
marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a
esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur
Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza?
¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar
nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya
estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes,
como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar
tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas
que tengo que darte todavía [15], te contaré cómo a mí mismo,
que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido
muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de
otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa:
abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de
más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más
actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por
pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones
sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso
de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer
hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las
once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la
mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las
siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran
el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque
de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me
alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las
doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de
pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma,
te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida
desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y
concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que
tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de
este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las
noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir
algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí
mismo con la más pueril credulidad en mis propias
resoluciones.- ¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que
llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay
de aquel mañana que no ha de llegar jamás!
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Artículos
El Café
No sé en qué consiste que soy naturalmente curioso; es un
deseo de saberlo todo que nació conmigo, que siento bullir en
todas mis venas, y que me obliga más de cuatro veces al día a
meterme en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos,
que luego me proporcionan materia de diversión para aquellos
ratos que paso en mi cuarto y a veces en mi cama sin dormir;
en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los
locos que he escuchado.
Este deseo, pues, de saberlo todo me metió no hace dos días en
cierto café de esta corte donde suelen acogerse a matar el
tiempo y el fastidio dos o tres abogados que no podrían hablar
sin sus anteojos puestos, un médico que no podría curar sin su
bastón en la mano, cuatro chimeneas ambulantes que no podrían
vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco:
tan enlazada está su existencia con la nicociana, y varios de
estos que apodan en el día con el tontísimo y chabacano nombre
de lechuguinos, alias, botarates, que no acertarían a alternar
en sociedad si los desnudasen de dos o tres cajas de joyas que
llevan, como si fueran tiendas de alhajas, en todo el
frontispicio de su persona, y si les mandasen que pensaran
como racionales, que accionaran y se movieran como hombres, y,
sobre todo, si les echaran un poco más de sal en la mollera.
Yo, pues, que no pertenecía a ninguno de estos partidos, me
senté a la sombra de un sombrero hecho a manera de tejado que
llevaba sobre sí, con no poco trabajo para mantener el
equilibrio, otro loco cuya manía es pasar en Madrid por
extranjero; seguro ya de que nadie podría echar de ver mi
figura, que por fortuna no es de las más abultadas, pedí un
vaso de naranja, aunque veía a todos tomar ponch o café, y
dijera lo que dijera el mozo, de cuya opinión se me da dos
bledos, traté de dar a mi paladar lo que me pedía, subí mi
capa hasta los ojos, bajé el ala de mi sombrero, y en esta
conformidad me puse en estado de atrapar al vuelo cuanta
necedad iba a salir de aquel bullicioso concurso.
Se hablaba precisamente de la gran noticia que la Gaceta se
había servido hacernos saber sobre la derrota naval de la
escuadra turcoegipcia. Quien decía que la cosa estaba hecha:
«Esto ya se acabó; de esta vez, los turcos salen de Europa»,
como si fueran chiquillos que se llevan a la escuela; quien
opinaba que las altas potencias se mirarían en ello, y que la
gran dificultad no estaba en desalojar a los turcos de su
territorio, como se había creído hasta ahora, sino en la
repartición de la Turquía entre los aliados, porque al cabo
decía, y muy bien, que no era queso; y, por último, hubo un
joven ex militar de los de estos días, que cree que tiene
grandes conocimientos en la estrategia y que puede dar voto en
materias de guerra por haber tenido varios desafíos a primera
sangre y haberle favorecido en no sé qué encrucijada con un
profundo arañazo en una mano, no sé si Marte o Venus; el cual
dijo que todo era cosa de los ingleses, que era muy mala
gente, y que lo que querían hacía mucho tiempo era apoderarse
de Constantinopla para hacer del Serrallo una Bolsa de
Comercio, porque decía que el edificio era bastante cómodo, y
luego hacerse fuertes por mar.
Pero no le parezca a nadie que decían esto como quien
conjetura, sino que a otro que no hubiera estado tan al
corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho
creer que el que menos se carteaba con el Gran Señor o, por el
pronto, que tenía espías pagados en los Gabinetes de la Santa
Alianza; riendo estaba yo de ver cómo arreglaba la suerte del
mundo una copa más o menos de ron, cuando un caballero que me
veía sin duda fuera de la conversación y creyó que el
desprecio de las opiniones dichas era el que me hacía callar,
creyéndome de su partido se arrimó con un tono tan misterioso
como si fuera a descubrirme alguna conjuración contra el
Estado, y me dijo al oído, con un aire de importancia que me
acabó de convencer de que también estaba tocado de la
politicomanía:
–No dan en el punto, amigo mío; un niño que nació en el año II,
y que nació rey, reinará sobre los griegos; las potencias
aliadas le están haciendo la cama para que se eche en ella:
desengañémonos (como si supiera que yo estaba engañado): el
Austria no podrá ver con ojos serenos que un nieto suyo
permanezca hecho un particular toda su vida. ¿Qué tal? –Como
quien dice: ¿he profundizado? ¿He dado en el blanco?
Yo le dije que sí, que tenía razón, y, efectivamente, yo no
tenía noticia alguna en contrario ni motivo para decirle otra
cosa, y aun si no se hubiera separado de mí tan pronto, y con
tanta frialdad como interés manifestó al acercarse, le hubiera
aconsejado que no perdiese momentos y que hiciese saber sus
intenciones a las altas potencias, las que no dejarían de
tomarlas en consideración, y mucho más si, como era muy
factible, no les hubiera ocurrido aún aquel medio tan sencillo
y trivial de salir de rompimientos de cabeza con la Grecia.
Volví la cabeza hacia otro lado, y en una mesa bastante
inmediata a la mía se hallaba un literato; a lo menos le
vendían por tal unos anteojos sumamente brillantes, por encima
de cuyos cristales miraba, sin duda porque veía mejor sin
ellos, y una caja llena de rapé, de cuyos polvos, que sacaba
con bastante frecuencia y que llegaba a las narices con el
objeto de descargar la cabeza, que debía tener pesada del
mucho discurrir, tenía cubierto el suelo, parte de la mesa y
porción no pequeña de su guirindola, chaleco y pantalones.
Porque no quisiera que se me olvidase advertir a mis lectores
que desde que Napoleón, que calculaba mucho, llegó a ser
emperador, y que se supo podría haber contribuido mucho a su
elevación el tener despejada la cabeza, y, por consiguiente,
los puñados de tabaco que a este fin tomaba, se ha
generalizado tanto el uso de este estornudorífico, que no hay
hombre, que discurra que no discurra, que queriendo pasar por
persona de conocimientos no se atasque las narices de este tan
precioso como necesario polvo. Y volviendo a nuestro hombre:
–¿Es posible –le decía a otro que estaba junto a él y que
afectaba tener frío porque sin duda alguna señora le había
dicho que se embozaba con gracia–, es posible –le decía
mirando a un folleto que tenía en las manos–, es posible que
en España hemos de ser tan desgraciados o, por mejor decir,
tan brutos?
En mi interior le di las gracias por el agasajo en la parte
que me toca de español, y siguió–: Vea usted este folleto.
–¿Qué es?
–Me irrito; eso es insufrible –y se levantó y dio un golpe
tremendo en la mesa para dar más fuerza a la expresión; golpe
que hubiera sido bastante a trastornar todos los vasos si
alguno hubiera habido.
Mirele de hito en hito, creyéndole muy interesado en alguna
desgracia sucedida o un furioso digno de atar por no saber
explicarse sino a porrazos, como si los trastos de nadie
tuviesen la culpa de que en Madrid se publiquen folletos
dignos de la indignación de nuestro hombre.
–Pero, señor don Marcelo, ¿qué folleto es ése, que altera de
ese modo la bilis de usted?
–Sí, señor, y con motivo; los buenos españoles, los hombres
que amamos a nuestra patria, no podemos tolerar la ignominia
de que la cubren hace muchísimo tiempo esas bandadas de
seudoautores, este empeño de que todo el mundo se ha de dar a
luz, ¡maldita sea la luz! ¡Cuánto mejor viviríamos a oscuras
que alumbrados por esos candiles de la literatura!
Aquí, todo el mundo reparó en la metáfora; pero nuestro
hombre, que se creyó aplaudido tácitamente, y seguro de que su
terminillo había tenido la felicidad de reasumir toda la
atención de los concurrentes, prosiguió con más entereza:
–Jamás, jamás he leído cosa peor; abra usted, amigo, abra
usted, la primera hoja; lea usted: «Carta de las quejas que da
el noble arte de la imprenta, por lo que le degrada el señor
redactor del Diario de Avisos». ¿Qué dice usted ahora?
–Hombre, la verdad: el objeto me parece laudable, porque yo
también estoy cansado del señor diarista.
–Sí, señor, y yo también; no hay duda que el señor diarista da
mucho pábulo a la sátira y a la cólera de los hombres
sensatos; pero si el diarista, con su malísima impresión y sus
disparatados avisos, degrada la imprenta, no sé qué es lo que
hace el señor S.C.B. cuando emplea ese noble arte en
indecencias como las que escribe; lea usted y verá el cuarto o
quinto renglón «todo el auge de su esplendor», el sueldo de
inválidas que deben gozar las letras, gracia que después nos
repite en verso, el país de los pigmeos, los ojos de linces,
el anteojo de Galileo para estrellas, los tatarabuelos de las
letras, y otras mil chocarrerías y machadas, tantas como
palabras, que ni venían al caso ni han hecho gracia a ningún
lector, y que sólo prueban que el que las forjó tenía la
cabeza más mal hecha que la peor de sus décimas, si es que hay
alguna que se pueda llamar mejor; pues entre usted luego...
vamos... yo me sofoco... El muy prosaico, ¿pues no se le
antoja decir, después de habernos malzurcido un mediano pedazo
de grana ajeno entre sus miserables retales, que tiene
comercio con las musas, cuando en el Parnaso no le querrían ni
para limpiar las inmundicias del Pegaso, no le darían entrada
ni aun para recibir sus bien merecidas coces, y nos regala por
muestra una cadena de décimas que no tienen más de verso que
el estar partidos los renglones, y, después de mil insulseces
y frías necedades, le da por imitar al señor Iriarte en el
malísimo gusto de sus décimas disparatadas, como si tuviesen
algo que ver los delirios de una cabeza enferma con la
indolencia del señor diarista; y no ha leído la primera página
del arte poética de Horacio, que hasta los chicos saben de
memoria, donde hubiera visto retratado su plan antes de
escribirle tan descabelladamente, que no parece sino que se
hicieron aquellos versos después de haber leído el folleto,
aunque tengo para mí que si el señor Horacio hubiera sabido
que tales hombres habían de escribir con el tiempo tales
cosas, no la hubiera hecho, porque no está la miel para...
etcétera, y ¿hay quien haya dado cerca de un real (ocho
cuartos, treinta y dos maravedís) por tal sarta de sandeces?
¿Por qué no le han de volver a uno su dinero? Señores, no
puedo más: o ese hombre tiene mala la cabeza, o nació sin
ella.
Aquí, el hombre pensó echar los bofes por la boca, y yo me lo
temí cuando le interrumpió el que estaba con él.
–Efectivamente, señor don Marcelo, y yo, si fuera usted,
escribiría contra esos folletistas y les cardaría las liendres
muy a mi sabor.
–¿Qué dice usted? ¿Merece acaso ese hombre que se hable de él
en letras de molde? Eso sería, como él dice, degradar aún más
que él y el diarista el arte de la imprenta; además, que si yo
me pusiera a escribir, ¿dónde habría papel? Pues qué, ¿es el
único que merece semejante tratamiento? Hace mucho tiempo que
nos infestan autores insulsos; digo, pues, la leccioncita de
modestia... Y, vamos, que siquiera allí hay gracias, hay sales
de trecho en trecho; es verdad que, como dice Virgilio, sin
que parezca ganas de citar, apparent rari nantes in gurgite
vasto. Sí, señor, pocas, pero las hay; también hay majaderías;
tan pronto dice que no vale nada la comedia, como que es
buena; las décimas son poco mejores que las del antidiarista;
y, sobre todo, señores, yo no puedo ver con serenidad que haya
hombres tan faltos de sentido que se empeñen en hacer versos,
como si no se pudiera hablar muy racionalmente en prosa; al
menos, una prosa mala se puede sufrir; pero, en materia de
verso, lean lo que dice Boileau:
Il est dans
tout autre art des degrés différents,
on peut
avec honneur remplir les seconds rangs,
mais dans l'art dangereux de rimer et d'écrire
il n'est point de degré du médiocre au pire.
Y siguió:
–Si yo escribiera no dejaría tampoco en paz al autor del
Clavel histórico de mística fragancia, o ramillete de flores
cogido en el jardín espiritual en el día de San Juan, etc.,
siquiera por el título estrafalario, por esa hinchada e
incomprensible metáfora, que hace cabeza de tanto disparate; y
dale que ha de ser en verso, y que hasta los animales van a
hablar en verso; y el autor petulante de la tragedia de Luis
XVI. ¿Qué bien viene aquí el Quid feret...? de Horacio! ¿Se ha
visto nunca modo más arrogante de alabarse a sí mismo en un
cartel que forra los edificios de media calle?, y ¿para qué?,
para producir versos prosaicos y una tragedia soporífera que
debía hallarse en todas las boticas en lugar de opio; no digo
nada, el de Orruc Barbarroja, cuyo autor se nos ha querido
vender, y no menos petulantemente, por segundo Homero, con
decir que es ciego; eso es una lástima; lo siento mucho; pero
¿qué culpa tienen las musas para que las asiente palos
talmente de ciego? Pues ¿qué le parece a usted de otro título?
No hace mucho tiempo que iba yo por la calle, pensando en cosa
de muy poco valor, cuando levanto la cabeza y me hallo con un
cartelón más grande que yo, que decía, con unas letras que
dificulto se puedan escribir mayores: El té de las damas.
¿Querrán ustedes creer lo que voy a decir? Precisamente yo
tengo una mujer demasiado afectada del histérico, y como este
mal es tan común en las señoras, vea usted que el deseo mismo
me hizo consentir en que sería alguna medicina para algún mal
de las mujeres; de modo que me puse tan contento, creyendo
haber encontrado la piedra filosofal, y sin leer más, ni dónde
se vendía siquiera, pensando hallarlo en los cafés, me dirigí
al primero que encontré, interiormente regocijado de ver los
adelantos que hace la Medicina; pregunté por un té que acababa
de descubrirse, exclusivamente para las señoras; respondiome
el mozo: «Señor, yo le sacaré a usted té; pero hasta la
presente, el que tenemos en estas casas puede servir, y ha
servido siempre, para señoras y para caballeros». Creí, pues,
hallarlo en alguna lonja, donde se rieron en mis hocicos; salí
de aquí, y me sucedió otro tanto en una droguería, en una
botica, y, por último, desesperado de encontrarlo, volví a mi
cartel y distinguí, ¡necio de mí!, con la mayor admiración,
que era un libro. ¡Oh, cabeza redonda, exclamé, la que produjo
este título! En España, donde las señoras ni toman té, si no
es cuando se desmayan y no hay por casualidad a mano
manzanilla, flores cordiales, salvia o cosa semejante de las
que dicen que son buenas para tales casos, ni, por
consiguiente, hablan reunidas al tomarle; pues ya que quería
poner un título de cosa de comer o de beber, ¿por qué no dijo
El chocolate de las damas? ¡Como si fuera preciso que para
hablar unas señoras estuviesen tomando algo! ¡Pues no andan
por ahí mil títulos rodando, que, a lo menos, no hacen reír y
no puede equivocarse lo que pueda dar de sí la obra, como
Tertulias en Chinchón, Noches de invierno, y caso que fuese
para hablar de personas muertas, llamáralas primero Tertulias
en los infiernos o Noches en el otro mundo, y no El té de las
damas, título que, después de habernos abierto el apetito, nos
deja con una cuarta de boca abierta!
»Pues qué, ¿le parece a usted que si yo me pusiera a escribir
dejaría a nadie en paz? No, señor; tengo ya llenas las
medidas; y volviendo a la "Carta", mire usted un asunto tan
bonito, si podía haber criticado al señor diarista el no pasar
la vista por los anuncios que le dan, para redactarlos de modo
que no hagan reír, como cuando nos dice que se venden "zapatos
para muchachos rusos", "pantalones para hombres lisos",
"escarpines de mujer de cabra" y "elásticas de hombre de
algodón". Cuando anuncia que el sombrerero Fulano de Tal,
deseando acabar cuanto antes con su corta existencia, se
propone dar sus sombreros más baratos; que "una señora viuda
quisiera entrar en una casa en clase de doncella, y que sabe
todo lo perteneciente a este estado". Y hay más; aquí creo que
he de traer una apuntacioncita que he tenido la curiosidad de
hacer de varios avisos; lean ustedes:
«El lunes 8 del corriente, por la tarde, se perdió un librito
encuadernado en papel de poesías alemanas, titulado Charitas.
20 de octubre.»
«En la posada de la Gallega Vieja, Red de San Luis, número 20,
hay un coche que caben seis asientos para Vitoria, Bilbao,
Bayona, etc.: 8 de noviembre.»
«En la calle del Baño, número 16, cuarto segundo, se venden
desde hoy hasta el 12 del corriente, desde las diez de la
mañana hasta el anochecer, pinturas originales de los pintores
más clásicos y de varios tamaños, a precios equitativos.»
«Un matrimonio sin hijos, que saben servir perfectamente bien,
y tienen quien les abonen, desean colocarse con un sacerdote u
otros cualesquiera señores. 4 de octubre.»
«El día 2 del corriente se han perdido unos papeles desde la
calle del Carmen hasta la iglesia del Buen Suceso, que
contienen unas fees de matrimonio y bautismo de las parroquias
de Santa Cruz y San Ginés.»
«El miércoles 10 del corriente se extraviaron del palco bajo
número 8, en el teatro de la Cruz, unos anteojos dobles, su
autor Lemiere, metidos en una caja de tafilete encarnado. 16
de octubre.»
«Se venden medias negras inglesas de estambre lisas, de hombre
y mujer de superior calidad. Ídem.»
«Y sería nunca acabar; esto sólo es de octubre y noviembre. Lo
del dinero está bien criticado, que yo también he tenido que
poner algún aviso que otro y lo sé por mí, que no me lo han
contado; y aunque no me duele el dinero cuando es preciso
gastarlo, no hallo la razón por qué he de mantener con mi
sueldo al señor diarista, y que el tal señor se quede riendo
de mí y de cuantos tenemos la desgracia de haber perdido lo
que nos hacía falta.
–Dice usted muy bien, señor don Marcelo; ha hablado usted
mucho y muy bueno.
–¡Oh, si hablo! Y dijera más si no me llamase mi obligación.
(Esto dijo levantándose y sacando el reloj, y yo me hubiera
alegrado que hubiera apuntado con una hora de adelanto, que ya
me dolía la cabeza, al paso que me gustaba aquel hombre
estrepitoso.) Amo –siguió–, amo demasiado a mi patria para ver
con indiferencia el estado de atraso en que se halla; aquí
nunca haremos nada bueno... y de eso tiene la culpa... quien
la tiene... Sí, señor... ¡Ah! ¡Si pudiera uno decir todo lo
que siente! Pero no se puede hablar todo... no porque sea
malo, pero es tarde y más vale dejarlo... ¡Pobre España!...
Buenas noches, señores.
Entre paréntesis, y antes que se me olvide, debo prevenir que
la misma curiosidad de que hablé antes me hizo al día
siguiente indagar, por una casualidad que felizmente se me
vino a las manos, quién era aquel buen español tan amante de
su patria, que dice que nunca haremos nada bueno porque somos
unos brutos (y efectivamente que lo debemos ser, pues
aguantamos esta clase de hipócritas); supe que era un
particular que tenía bastante dinero, el cual había hecho
teniendo un destino en una provincia, comiéndose el pan de los
pobres y el de los ricos, y haciendo tantas picardías que le
habían valido el perder su plaza ignominiosamente, por lo que
vivía en Madrid, como otros muchos, y entonces repetí para mí
su expresión «¡Pobre España!».
Y volviendo a mi café, levanteme cansado de haber reunido
tantos materiales para mi libreta; pero quise echar un
vistazo, antes de marcharme, por varias mesas: en una de ellas
se hallaba un subalterno vestido de paisano, que se conocía
que huía de que le vieran, sin duda porque le estaba prohibido
andar en aquel traje, al que hacían traición unos bigotes que
no dejaba un instante de la mano, y los torcía, y los volvía a
retorcer, como quien hace cordón, y apenas dejaba el vaso en
el platillo cuando acudía con mucha prisa a los bigotes, como
si tuviese miedo de que se le escapasen de la cara; hablaba en
tono bastante bajo y como receloso de que le escucharan,
aunque estaba en un rincón bastante retirado con una que
parecía joven, y en cuyo examen no me quise detener mucho
porque me hice prudentemente el cargo de que sería prima suya
o cosa semejante.
Otro estaba más allá, afectando estar solo con mucho placer,
indolentemente tirado sobre su silla, meneando muy deprisa una
pierna sin saber por qué, sin fijar la vista particularmente
en nada, como hombre que no se considera al nivel de las cosas
que ocupan a los demás, con un cierto aire de vanidad e
indiferencia hacia todo, que sabía aumentar metiéndose con
mucha gracia en la boca un enorme cigarro, que se quemaba a
manera de tizón, en medio de repetidas humaradas, que más
parecían salir de un horno de tejas que de boca de hombre
racional, y que, a pesar de eso, formaba la mayor parte de la
vanidad del que le consumía, pues le debía haber costado el
llenarse con él los pulmones de hollín más de un real.
Aparteme de él porque me fastidian los hombres vanos y no
tenía gana de que me sofocara el humo que despedía; y en otra
mesa reparé en otra clase de tonto que compraba los amigos que
le rodeaban a fuerza de sorbetes, pagaba y bebía por vanidad,
y creía que todos aquellos que se aprovechaban de su locura
eran efectivamente amigos, porque por cada bebida se lo
repetían un millón de veces; le habían hecho creer que tenía
mucho talento, soltura, gracia, etcétera, y de este modo le
hacían hacer un papel ridículo; él no conocía que nunca se
granjea sino enemigos el que ofende el amor propio de los
demás haciendo siempre el gasto, porque no hay uno que no
quiera hallarse en el caso de hacerle para dar a los demás en
cara; y como ésta es una situación envidiable, porque todos
quieren ajar a los otros, sólo engendra odio hacia aquel que
de este modo nos insulta, aunque saquemos partido por el
pronto de su largueza; ni preveía que el día en que se le
acabara el dinero serían aquellos mismos los primeros a
ridiculizarle, a reírse en sus bigotes y a no hacerle más caso
que si nunca le hubieran conocido. Vi que hacía ostentación de
despreciar la vuelta que el mozo le dio, al mismo tiempo que
una pobre anciana se le acercaba, pidiéndole alguno de
aquellos cuartos que tanto despreciaba; y, efectivamente, vi
que creyó cumplir con lo que debe a la humanidad el que tiene
dinero, regalándola con un seco y repetido «Perdone usted,
hermana»; y dándola un empellón al levantarse, añadió: «Vamos;
ya se habrá empezado la sinfonía, y en esta ópera es preciso
sacar todo el jugo posible a los doce reales y dos cuartos.
También es desgracia que haya tanto pobre; a mí me parte el
corazón; por todas partes no halla usted sino pobres».
Al fin, dije para mí, el otro tenía la cabeza huera, pero éste
tiene el corazón en la lengua.
Púseme a mirar en seguida con bastante atención a otro
mozalbete muy bien vestido, cuya fisonomía me chocó, y el
mozo, que gusta de hablar a veces conmigo porque le suelo dar
algunos cuartos siempre que tomo algo, y que conoce mi
curiosidad, se acercó y me dijo:
–¿Está usted mirando a aquel caballero?
–Sí, y quisiera saber quién es.
–Es un joven, como usted ve, muy elegante, que viene a tomar
todos los días café, ponche, ron en abundancia, almuerzos,
jamón, aceitunas; que convida a varios, habla mucho de dinero
y siempre me dice, al salir, con una cara muy amistosa y al
mismo tiempo de imperio: «Mañana le pediré a usted la cuenta»,
o «pasado mañana te daré lo que te debo». Hace ya medio año
que sucede esto; yo, todavía no he visto la cruz a la moneda,
y le busco, y le hablo, y nada, no consigo nada, y lo peor es
que tiene uno más vergüenza que él, porque no me atrevo a
decirle: «Págueme usted, o no le sirvo», y resulta que se luce
con mi bolsillo; ¡oh!, y si fuera el único; pero hay muchos
que, a trueque de conde, marqués, caballero, y a la capa de
sus vestidos, nunca pagan si no es con muy buenas palabras. Y
¿qué ha de hacer usted?
–¡Bravo! ¿Y aquel otro que está ahora hablando con él?
–Sí, señor, ya sé... aquel, ¿eh?... Si supiera usted; sólo a
usted se lo diría; pero, de todos modos, no le diré cómo se
llama, ni quién es, que aunque usted me ve de mozo de café,
también tengo mi poquito de miramiento y no quiero ajar la
opinión de nadie.
–Diga usted, que si él no cuida de la suya, ¿por qué se la ha
de conservar usted, importándole mucho menos?
–Pues aquel sujeto, ahí donde usted le ve tan bien vestido,
suele traerme los días que hay apretura para ver la ópera
algunos billetes, que le vendo por una friolera: al duplo o al
triplo, según es aquélla; da una gratificación por una o dos
docenas a quien se las proporciona a poco más del justo
precio, y viene a sacar veinte, cuarenta o sesenta reales en
luneta; estoy seguro que la Semíramis le ha valido más de tres
onzas; luego suena que yo soy el vendedor, porque saca con mi
mano el ascua, y él gana mucho y no pierde su opinión, y yo,
de quien dicen que no la tengo porque se le figura a la gente
que un hombre mal vestido o que sirve a los otros por
precisión está dispensado de tener honor, gano poco de dinero
y no gano nada en crédito.
En esto salía yo ya, y al pasar por un pasillo me quedaba
todavía que observar; tuve que hacer la vista gorda porque un
mozo, creyendo que nadie le veía, estaba echando un poco de
agua en una cafetera de leche, sin duda para quitarle la parte
mantecosa, que siempre fastidia al paladar; y al tiempo de
salir de un billar contiguo, que atravesé con mucha prisa por
el humo del tabaco, la bulla y las malísimas trazas de los que
pasan el día en dar tacazos a una bola al ronco y estrepitoso
ruido del bombo, acompañado del continuo gritar «El 1, el 2,
etc.», y en herir los oídos de las personas sensatas con
palabras tan superfluas como indecentes, tropecé, por
desgracia, con un buen hombre a quien los años no dejan andar
tan de prisa como él quisiera, y que, a pesar de eso, sé yo
que no deja de ir hace la friolera de unos cuarenta años a su
partida de billar o a ser espectador de la de los demás cuando
el pulso no le permite jugar a él mismo; el tropezón fue
fuerte por su natural torpeza, y no pude menos de exclamar, en
la fuerza del dolor: «¿A qué vendrán estos hombres, cargados
con tantos años como vicios, al billar, como si no hubiera
iglesias en Madrid, o no tuviesen casa y mujer, sobrina o ama
de quien despedirse para la otra vida?»
Seguí quejándome hasta mi casa, sin ninguna gana de reír de
mis observaciones como otros días, aunque siempre convencido
de que el hombre vive de ilusiones y según las circunstancias,
y sólo al meterme en la cama, después de apagar mi luz, y al
conciliar el sueño, confesé, como acostumbro: «Éste es el
único que no es quimera en este mundo».
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POR ARSENIO ESCOLAR
13 de febrero de 2016
En 20 minutos
Hoy, sobre las ocho y media de la tarde,
se cumplen 179 años de la muerte de Mariano José de Larra, santo
laico de los periodistas españoles. Se
quitó la vida de un tiro en la cabeza a esa hora del 13 de
febrero de 1837, en su casa de la calle Santa Clara, de
Madrid. Pocos minutos antes, su amante, Dolores Armijo, le
había devuelto sus cartas de amor y le había comunicado que le
abandonaba para irse con su marido a Manila, donde le habían
nombrado para un cargo público. Larra era muy joven, tenía en
ese momento sólo 27 años, iba a cumplir 28 pocas semanas
después.
Pese a su juventud, acumulaba ya una trayectoria literaria
fulgurante. A los 19 años había fundado una revista mensual
dedicada a la crítica social, El
Duende satírico del día. Duró poco, cinco números,
la cerraron las autoridades a instancias de otro editor
ofendido por sus críticas.
A los 20 años se casó con Josefa Wetoret. Fue un matrimonio
desgraciado, tuvieron tres hijos que acabaron siendo casi tan
famosos como el padre: Luis Mariano, libretista de zarzuelas,
entre ellas El
barberillo de Lavapiés; Adela,
amante del rey Amadeo I; y Baldomera, banquera, que acabó en
prisión por impulsar una de las primeras grandes estafas
piramidales de la historia de España.
Su relación con Dolores Armijo fue muy convulsa. Unas veces
huyendo de ella y otras siguiéndola, Larra emprendió un largo
viaje por media Europa: Lisboa, Londres, Gante, Bruselas,
París. Al regresar, fue elegido diputado por Ávila, pero no
llego a sentarse en el escaño al anularse las elecciones tras
el Motín de la Granja, uno de los muchos golpes de Estado de
la España del siglo XIX.
Por entonces ya era el periodista madrileño más famoso y mejor
pagado. Trabajaba paraEl
Español, donde
cobraba 20.000 reales al año por dos artículos a la semana. La
suma era sideral: en aquella época, al autor de una comedia le
pagaban mil reales.
Algunos artículos suyos se leen, casi dos siglos después, como
si acabaran de salir de su acerada pluma. Nunca los firmó con
su nombre, lo hizo como Duende
Satírico, Pobrecito Hablador, Bachiller Munguía, Andrés
Niporesas y,
finalmente, Fígaro.
Sus artículos eran extensos, muy elaborados, de una prosa muy
precisa, muy eficaz en la mezcla de información, narración y
reflexión, y escondían frases cortas quintaesenciadas, algunos
disparos como estos, tan actuales:
El corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras
cuando no encuentra verdades que creer.
En punto a amores tengo otra superstición: imagino que la
mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una
mujer le diga que le quiere.
Ley implacable de la naturaleza: o devorar, o ser devorado.
Pueblos e individuos, o víctimas o verdugos.
El talento no ha de servir para saberlo y decirlo todo,
sino para saber lo que se ha de decir de lo que se sabe.
Hay algunos hombres que no dicen lo que piensan y otros que
piensan demasiado lo que dicen.
Es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin
encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta.
Aquí yace media España, murió de la otra media
Quizás esta tarde, como casi todas las del 13 de febrero desde
hace más de un siglo, un grupo de veteranos periodistas
visiten su tumba y le recen al santo laico el padrenuestro que
acaba así: “No
nos dejes caer en la corrupción y líbranos de la sumisión al
poder. Amén.”
PD. Según algún investigador, pocos meses después del suicidio
de Lara, el barco en el que Dolores Armijo viajaba con su
marido hacia Filipinas naufragó a la altura del cabo de Buena
Esperanza. No hubo supervivientes.
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