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Larra: esperanza y melancolía

No tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía;
era de aquellas melancolías de que sólo un liberal español
en estas circunstancias puede formar una idea aproximada.

 Cuando Mariano José de Larra nace el 24 de marzo de 1809, en un Madrid ocupado por el ejército de Napoleón, hacía ya casi un año que había empezado la Guerra de la Independencia. Vemos cómo las circunstancias históricas marcan los acontecimientos personales de su infancia: hijo de notorio afrancesado, a los cinco años tiene que salir al exilio con sus padres, a Francia.

Don Mariano de Larra y Langelot, el padre de Mariano José, casado en segundas nupcias con doña María Dolores Sánchez de Castro, era un médico conocido, bien relacionado en los medios profesionales, que había ampliado sus estudios en París.

Durante la ocupación francesa se incorporó a la sanidad militar del ejército invasor, por lo que en 1813 tuvo que seguir a los franceses en su retirada. El españolito asistió a colegios de Burdeos y de París, de los cinco a los nueve años, hasta que volvió a España con sus padres en 1818, en el séquito del infante don Francisco de Paula, a quien su padre había acompañado como médico de cabecera en un viaje por Europa. Es decir, que recibió su enseñanza primaria en lengua francesa, aunque parece que antes de salir de España ya sabía leer. En todo caso el francés se sobrepone al español infantil aprendido en su patria.

Al volver a Madrid, sus padres lo pusieron interno en las Escuelas Pías de la calle de Hortaleza donde continuó la enseñanza, ahora en español. Tuvo, por lo tanto, que habituarse en su instrucción al cambio de lengua. Esto es lo que quiso decir cuando en 1835, desde París, en una carta a su editor explicándole la "gran dificultad" que representaba para él tener que escribir en francés, le indicaba que "el francés fue mi primera lengua yestaba rouillé, como los goznes de una puerta". Creo que esta frase señala bien, ni más ni menos, los límites de su educación en aquella lengua, si bien los de su conocimiento de la cultura francesa fueran más amplios que los lingüísticos, como ocurría por entonces con muchos de los jóvenes españoles aficionados a las letras.

A partir de los nueve años, Mariano José sigue lo que Mesonero Romanos, en sus Memorias, considera "pasos contados" en la educación de un muchacho madrileño de su clase en aquella época. Son los años que van del Trienio Liberal a la Ominosa Década.

Asiste al colegio de los Escolapios (1818-1822), mientras su padre sigue de médico de Francisco José. En 1822 obtiene el puesto de médico de Corella y allí pasa el muchacho el "frío invierno de 1822 a 1823" (Cayetano Cortés). 1823 es el año de la invasión de los Cien mil hijos de San Luis, en nombre de la Santa Alianza, para restablecer en España el Absolutismo.

Empieza la represión política de la Ominosa Década. Su padre se traslada a Cáceres y el hijo, de nuevo en Madrid, asiste a clases de taquigrafía y de economía política en la Sociedad Económica de Amigos del País y de matemáticas en el Colegio Imperial de los Jesuitas (1823-1824).

Durante el curso de 1824-1825 estudia en la Universidad de Valladolid, mientras su padre pasa de Cáceres a Aranda de Duero. No se presentó a los exámenes de junio, pero después del verano, en octubre aprobó todas las asignaturas. El no presentarse en junio quizás se deba a aquel "acontecimiento misterioso" que alteró su carácter completamente, según refiere Cayetano Cortés, uno de los primeros biógrafos del escritor, seis años después de su muerte. Luego se ha dicho que lo que ocurrió fue que descubrió que una mujer mucho mayor que él de la que estaba enamorado era la amante de su propio padre.

Deja los estudios de Valladolid y vuelve a Madrid. En 1825-1826 se matricula en los Estudios de San Isidro donde estudia física y griego y se pone a trabajar de escribiente en la Junta Reservada de Estado y en las oficinas de la Inspección de Voluntarios Realistas, por lo que tuvo que ingresar en el cuerpo, con todo lo que ello significaba como contradicción política. Lo solicitó en noviembre de 1826, pero quizás por no haber cumplido aún los 18 años reglamentarios no fue aceptado.

Al año siguiente, a punto de cumplir la edad requerida, presentó una segunda instancia, siendo admitido en marzo de 1827, mes de su cumpleaños. Los Voluntarios eran fervientes militantes del Absolutismo y elementos significados de la opresión realista que dominaba en aquellas fechas.

Si hubiera que darle una interpretación ideológica a la afiliación a este cuerpo paramilitar no podría ser precisamente la de una manifestación de la ideología propia del realismo moderado. Absolutistas obstinados, los Voluntarios Realistas eran contrarios a cualquier inclinación moderada del realismo fernandista.

Luego, en 1835, en una carta desde Londres, le señala a su padre precisamente aquel año de 1826, a sus diecisiete años, como inicio de su inseguridad vital: "y como estoy viviendo de milagro desde el año 26, me he acostumbrado a mirar el día de hoy como el último". Y añade: "usted dirá que vuelvo a mis ideas juveniles; yo no sé si algún día pensaré de un modo más alegre; pero aunque esto empezara a suceder mañana, siempre resultaría que había pasado rabiando una tercera parte lo menos de la vida; todavía quedaría por averiguar cuál de las tres es la más importante".

¿Cuáles serían estas "ideas juveniles" tan sombrías que le recuerda a su padre? En la misma carta relaciona la angustia vital iniciada en aquellos años de su adolescencia con las circunstancias políticas actuales de la guerra carlista: "hasta ahora no he visto nunca delante de mí un horizonte bueno, y ahora empiezo a verlo malo si triunfa D. Carlos".

Es sobrecogedor este desahogo referido retrospectivamente al muchacho de 1826, abriendo una continuidad vital iniciada en la adolescencia, con desavenencias familiares, cuando domina el ambiente represor del Absolutismo en "medio de esta oscura noche intelectual", al decir de Mesonero Romanos.

Se anuncia ya la desesperanza y la melancolía de su visión de Madrid como un cementerio, pocos meses antes de su suicidio.

A lo largo de su obra la desazón existencial se manifiesta siempre en función de la desesperanza política.

Con estos sentimientos juveniles, se pone a tomar apuntes. El tema de la patria en el Génie du Christianisme, la obra de Chateaubriand de la que traduce algunos fragmentos, le sugiere estos versos sueltos:

¿Por qué pudiendo ser madre querida 
quisiste ser madrastra aborrecida?

Escribe versos en la tradición dieciochesca, lo que entonces se consideraba poesía útil: la oda y la sátira. Tomás de Iriarte, Moratín y Quintana son sus modelos. Pero por muy obligado que esté el aprendiz de poeta a lo consabido de los poemas satíricos y a sus temas tópicos, no podemos menos de ver una expresión personal e imaginarnos al joven escribiente metido en su covachuela, recién abandonados sus estudios, cuando encontramos expresada, en su sátira a Delio, una insatisfacción que se repite a lo largo de toda su obra ("escribir en Madrid es llorar"):

¿Cuándo, Delio, insensato he de mirarte 
libro y pluma arrojar y en el tintero 
dejar metido entre algodón el arte? 
¿Estudias en España majadero? 
¿No tienes experiencia? ¿Estás demente? 
¿Tan poco aprecias, bárbaro, el dinero?

También de entonces es su oda a la libertad con motivo de la intervención europea en Grecia que el joven Larra aprovecha para exaltar la libertad contra el fanatismo, el despotismo y la tiranía, no muy de acuerdo con los principios de los Voluntarios Realistas a que está afiliado.

Todos estos escritos permanecieron inéditos. Su primera publicación fue un folleto de dieciséis páginas con una Oda a la exposición de la industria española del año 1827 en la que los industriales Fernández y Martínez se codean con los dioses mitológicos Júpiter, Minerva y Vulcano, como indicio de la presencia de la clase burguesa sobre la que se asienta el Liberalismo político, en un género ya anacrónico.

Recordemos que la Revolución francesa se había vestido de ropajes helénicos. Su poética neoclásica queda inadecuada para las necesidades expresivas requeridas por las circunstancias sociales a las que se refiere.

La burguesía industrial rompe el molde de la oda aristocrática. La poesía moderna apunta a otros derroteros inaccesibles al joven literato que encuentra en la prosa del ensayo periodístico el medio expresivo adecuado a las exigencias históricas de su tiempo. Este nuevo camino lo entronca también con la tradición dieciochesca ilustrada, pero en una dirección que desde el siglo anterior apunta a la modernidad. La publicación que Larra saca a lo largo del año 1828, El duende satírico del día, es una serie de cinco cuadernos en la línea de las revistas de ensayos inauguradas en Inglaterra a comienzos del XVIII con The Spectator, de Addison y Steeles, y que en España representan El duende especulativo de la vida civil, El Pensador y El Censor, dedicados a la crítica de la sociedad de su tiempo, a "lo que ocurre entre nosotros", según El Pensador. Un crítico contemporáneo de Larra (González Carvajal, 1834), cree que en este "opúsculo casi periódico... ya se entreveía el genio satírico que ha desplegado con posterioridad". Aquí nos interesa destacar que, aunque el joven literato no se empeña en una abierta actividad de oposición al régimen (¿cómo iba a hacerlo si pertenecía al cuerpo de Voluntarios Realistas?), no era un conspirador, ni había participado en reuniones subversivas, siquiera como sus compañeros Numantinos, El duende satírico constituye una acusación a la situación social y política del momento y no es una empresa solitaria de su autor, sino que representa a un grupo de jóvenes inquietos, disconformes, agrupados a su alrededor, que se juntan ahora en el Café de Venecia y de allí se pasan luego al del Príncipe para fundar "El Parnasillo".

En el mismo café se reúne otra tertulia de signo contrario, de gente mayor, la de José María Carnerero, director del Correo literario y mercantil, único periódico estable no oficial permitido en Madrid, privilegiado por el Gobierno. El núcleo del grupo juvenil lo forman antiguos alumnos de Alberto Lista en el Colegio de San Mateo, procedentes de la Academia del Mirto y de los Numantinos. Ventura de la Vega, Juan de la Pezuela, Miguel Ortiz, Juan Bautista Alonso, Bretón de los Herreros son de los que corean a Larra apoyándolo en los improperios que lanza en el café a José María Carnerero, con el cual había polemizado el Duende en sus dos últimos números, de septiembre y diciembre de 1828.

Carnerero recurrió a las autoridades y los alborotadores tuvieron que pasar por el juzgado, con lo que el Duende terminó malamente. Larra tuvo que retractarse y el maestro Alberto Lista, entonces al servicio del régimen fernandino, acriminó a los alborotadores, reprobando severamente en la Gaceta de Bayona la algarada del autor del Duende y de sus antiguos alumnos, como un acto subversivo.

Larra no tuvo más remedio que dejar la prosa de crítica social y volver a los versos, poesía ligera -todavía poemillas anacreónticos- que dejó sin publicar. Se casa en agosto de 1829 contra la voluntad de sus padres con Pepita Wetoret y pronto empiezan las desavenencias de un matrimonio del que nacieron un hijo, en 1830, y dos hijas, en 1832 y 1834. Lo único que publica al año siguiente del Duende, en contraste con la poesía ligera inédita, es una oda elegiaca A los terremotos ocurridos en España en 1829 que en marzo habían asolado Orihuela y sus alrededores. Aquí, como si fuera un homenaje, alude al poeta Anfriso, a Lista -ahora al servicio del régimen y que, como tal, había condenado al Duende-, recordándole sus poemas masónicos de su época de afrancesado en Sevilla en los que exaltaba los ideales revolucionarios de libertad, igualdad y fraternidad clamando contra el fanatismo fomentado por el Altar y el Trono. Lista volvió a condenar a Larra después de su muerte.

Larra vive en Madrid durante aquellos últimos años de Absolutismo en el ambiente de reuniones y tertulias, entre salones y cafés. Es la época del "Parnasillo" y de las tertulias en casas particulares de que nos habla Mesonero. Alguno de sus contertulios termina en la cárcel, como Olózaga e Iznardi, o en el patíbulo, como el librero Millar.

Con Larra se cuenta para escribir versos de circunstancias en homenaje a María Cristina, la nueva esposa de Fernando VII en la que los liberales habían puesto sus esperanzas. En aquel ambiente, hacia 1830, conoce a Dolores Armijo, casada con un hijo del famoso abogado Manuel María Cambronero.

El amor por Dolores ya se trasluce en algunos versos íntimos que escribe por entonces y que no publica. La poesía ya no es su principal dedicación literaria, ahora parece que se dedica sobre todo al teatro con una actividad fomentada por su relación con Juan Grimaldi, personaje llegado de Francia en 1823 con el ejército invasor, que se hace con el control de los teatros madrileños. Larra le suministró adaptaciones y traducciones del francés.

Como autor teatral, el joven escritor se presenta en 1831 con la comedia de costumbres No más mostrador, inspirada en un vodevil de Scribe, con críticas a la clase media por su falta de conciencia en asumir su función social, la que le corresponde históricamente. El éxito de esta comedia le abre la carrera profesional del teatro que lo lleva al estreno del drama romántico Macías. Había intentado estrenarlo en 1833, pero la censura se lo prohibió, aunque Grimaldi consiguió que al año siguiente, en otras circunstancias políticas, se autorizara, inaugurando el nuevo camino del drama romántico en España.

Entretanto, en 1832, después de cuatro años de concluir el Duende, vuelve a la prosa periodística de crítica social con El Pobrecito Hablador. En este modo de escribir encuentra definitivamente la trayectoria de su genio de escritor. Sus artículos contribuyen fundamentalmente a asentar la literatura de costumbres como corriente principal de la prosa española de su tiempo. En El Pobrecito Hablador, Larra infunde en este género literario una intensidad subjetiva y una preocupación social renovadora que trasciende lo circunstancial de la mirada costumbrista, profundizando la observación benevolente y conservadora con que Mesonero Romanos había iniciado la serie del Panorama matritense en las Cartas españolas (1831-32), de José María Carnerero. Un ejemplo de cómo logra adaptar su formación clasicista a las necesidades expresivas modernas y a la temática social de su tiempo es el antológico artículo de costumbres "El castellano viejo", basado en una sátira en verso de Boileau. El Pobrecito Hablador, aquí y a lo largo de toda la serie, nos ofrece una visión esperpéntica de la España casticista, representada por el título proverbial del artículo, y un anhelo de europeización, aspiración constante de la tradición ilustrada y liberal frente a los peligros del nacionalismo fomentado por ciertas direcciones reaccionarias de procedencia romántica tradicionalista.

En la sátira de El Pobrecito Hablador se percibe la ilusión ilustrada y progresista de que es posible superar, con la esperanza en el mañana, el castellanismo viejo de un patriotismo anquilosado en el pasado. Todavía quiere creer que es posible progresar, traspasar la pared que parece infranqueable, "que los españoles son capaces de hacer lo que hacen los demás hombres". Lo cree como buen ilustrado, todavía no abrumado por la desesperanza romántica.

El Pobrecito Hablador muere de tanto hablar, en marzo de 1833, cuando ya hacía varios meses que Larra escribía en La Revista Española, el periódico de José María Carnerero, que había sucedido a las Cartas españolas en noviembre de 1832 (el primer número es del día 7), aprovechando la circunstancia de que la reina María Cristina había tomado la gobernación del país por la enfermedad de su marido, abriendo las esperanzas de los liberales.

El nuevo periódico representaba estos cambios en la política del país, a la expectativa de la anunciada muerte de Fernando VII que por fin llegó un año después. Larra empieza a escribir artículos de teatro, generalmente, sin firmar, hasta que el 15 de enero, con el artículo "Mi nombre y mis propósitos", adopta el pseudónimo de Fígaro, firma de sus artículos de costumbres después de que, en marzo de 1833, Mesonero Romanos dejara el periódico en que había continuado la serie del Panorama matritense. El artículo "Ya soy redactor" (19 de marzo) anuncia la entrada en la redacción del periódico, pocos días antes de que del último número de El Pobrecito Hablador (26 de marzo). En el nuevo espacio que se le asigna en el periódico, con el artículo "En este país" (30 de abril) Fígaro continúa la vena de El Pobrecito Hablador, todavía con la esperanza en el progreso, cuando el país se halla "en aquel crítico momento en que se acerca a una transición, y en que, saliendo de las tinieblas, comienza a brillar en sus ojos un ligero resplandor" y contrapone "la esperanza de mañana" con el "recuerdo de ayer". Desde sus publicaciones primerizas, Larra vive esperanzado en una transformación social.

Mientras sigue en la redacción de La Revista, a mediados de aquel año se encarga durante seis meses de redactar El correo de las damas, semanario dedicado, como indica el título, al público femenino. El gran cambio que significa la muerte de Fernando VII, el 29 de septiembre, y el comienzo de la guerra carlista le abre la posibilidad de intensificar su actividad profesional escribiendo artículos de política comprometidos con la causa liberal en contra de la facción carlista. Del primero de estos, que apareció sin firma, "Nadie pase sin hablar al portero, o los viajeros en Vitoria" (18 de octubre), ante la demanda, el periódico tuvo que hacer una tirada aparte, a pesar de haber aumentado con previsión la tirada normal del número.

En la serie de artículos de sátira política que se suceden en el otoño de 1833, Larra, con su visión grotesca, ataca la España del Antiguo Régimen representada tanto por los carlistas como por los castellanos viejos. Con su genio satírico, alcanza reconocimiento de periodista liberal. Fígaro es ya una firma prestigiosa que se manifiesta en la Revista Española como testigo comprometido con la transformación política que significa la transición del Absolutismo al Liberalismo: la guerra carlista y el gobierno de Martínez de La Rosa y el Estatuto Real. La transición política le parece insuficiente sin un cambio de las estructuras sociales. Larra concibe los cambios políticos como expresión de la revolución social, según los principios de la Revolución Francesa.

Al comenzar el año 1834, Larra ha logrado ya con los artículos de Fígaro el pleno reconocimiento de su labor periodística y muestra una gran actividad literaria en el teatro y en la novela. Ahora, entre enero y marzo, aparecen los cuatro tomos de su novela histórica El doncel de don Enrique el doliente, cuyo protagonista lo es también del drama histórico Macías que había sido prohibido por la censura el año anterior y que se estrena el 24 de septiembre, cuando ya, el 23 de abril, se había estrenado, del mismo género innovador, La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, que suscitó el entusiasmo de Larra en un artículo de crítica teatral en que los elogios se dirigen al dramaturgo y al político. Estos dos estrenos de aquel año abren el camino del drama romántico en España, antes de Don Álvaro (1835), El trovador y Los amantes de Teruel (1836).

Si la proclamación del Estatuto Real, especie de carta otorgada, había abierto algunas esperanzas de cambio ("primera piedra que ha de servir al edificio de la regeneración de España", según Larra), pronto los pasos políticos del moderantismo le van a parecer a Fígaro tímidos e insuficientes: "tan menudos que ni los recuerdo", dirá en su "Revista del año 1834". Con el desencanto se acentúa su radicalización política.

Abril de 1834, el mes en que se estrena el drama de Martínez de la Rosa, es cuando empieza la temporada teatral con una nueva empresa renovadora en la que Juan Grimaldi lleva la dirección artística. Larra y Bretón de los Herreros son sus más estrechos colaboradores. El compromiso del crítico con la empresa suscita animosidad entre los partidarios de la anterior, especialmente del actor Agustín Azcona a quien la nueva Administración había dejado en la calle. Azcona lanza una revista, el Semanario Teatral, para atacarla. En este periódico, el actor insulta desaforadamente al crítico acusándole de rastrero y venal, echándole en cara que se había dado a conocer en tiempos en que él era uno de los pocos que tenían el privilegio de publicar, sin mencionar que había sido Voluntario Realista.

De acuerdo con las exigencias sociales de la época, Larra fue a demandar al ofensor la reparación de los insultos personales en el campo del honor. Al negarse el actor a aceptar el desafío, Larra no tuvo más remedio que acudir a los tribunales. No fue la única acometida que por entonces sufrió el crítico. Parece que las cosas se le pusieron mal aquel sombrío verano de 1834 en que el ambiente se enrarece con la epidemia del cólera, la matanza de frailes, los triunfos carlistas en el Norte y la debilidad del Gobierno en Madrid que detiene la revolución política apenas iniciada. La esperanza se desvanece y las críticas desilusionadas a la política de Martínez de la Rosa impregnan lo que escribe sobre teatro, literatura y costumbres.

En los artículos que escribe por entonces en La Revista Española se manifiesta patentemente que lo que inspira su costumbrismo no es el mero deseo de describir con nostalgia los usos y costumbres locales, sino de desentrañar su sentido con vistas al futuro en un momento histórico de transformación de la sociedad, pues para él las costumbres tienen una profunda significación moral y social reveladora de la idiosincrasia colectiva, en un proyecto de transformación social y cultural en que los hábitos y el espacio de la vida cotidiana, los modos de vivir, de sentir y de pensar propios del Antiguo Régimen se sustituyan por formas discursivas y de convivencias propias de la sociedad burguesa moderna. Es lo que en los últimos años, en la crítica literaria con preocupación social se ha llamado "revolución cultural burguesa". Dice en su artículo de costumbres "Jardines públicos", del 20 de julio de 1834, que "un pueblo no es verdaderamente libre mientras que la libertad no está arraigada en sus costumbres e identificada con ella".

El carácter sombrío de los españoles es el resultado de la dominación inquisitorial: "Solamente el tiempo, las instituciones, el olvido completo de nuestras costumbres antiguas, pueden variar nuestro oscuro carácter". La concepción de la vida en que sustenta la sociedad de la España antigua significa la negación de la libertad reflejada en la gravedad castellana y el ensimismamiento. Por eso les advierte a sus lectores que desean ser libres: "lo seremos de derecho mucho tiempo antes de que reine en nuestras costumbres, en nuestras ideas, en nuestro modo de ver y de vivir la verdadera libertad". Larra preconiza una socialización de la Libertad, expresando la necesidad de participar vitalmente en ella como experiencia, interiorizándola.

Es todo un proyecto de revolución cultural. En un artículo de modas, unas semanas antes que el citado sobre jardines públicos, el periodista de La Revista Española (11 de mayo de 1834) escribe:

A los que no ven solamente la corteza de las cosas, excusado es decirles que hasta en los trajes se trasluce el espíritu dominante del siglo: la moda reguladora de los gustos y opiniones es la misma en punto a trajes que en punto a política y literatura: su carácter particular es la libertad: apenas puede decirse que hay principios políticos ni literarios.

Lo mismo puede asegurarse en punto al vestido, y sea dicho de paso, este es uno de los síntomas que descubres las ideas dominantes de la época. Gobierno, mezcla de usos antiguos e ideas modernas, dramas, novelas en que se hallan refundidas la independencia de los Shakespeare y Lope con las atrevidas necesidades del día y con la franca despreocupación de la época: trajes, en fin, en que se dan la mano el gusto anticuado de los siglos pasados y la noble comodidad y elegante sencillez de un siglo de realidad y desilusión.

En otro artículo de modas (8 de septiembre) leemos:

El Prado comienza a presentar el aspecto de un pueblo libre. ¿No hay cierta relación entre la Inquisición y aquella monotonía de la basquiña y la mantilla, traje oscuro, negro, opresor y pobre de nuestras madres? La mantilla y la basquiña estrecha de las señoras, y la capa encubridora y sucia de los hombres ¿no presentaba el aspecto de un pueblo enlutado, oscuro y desconfiado?

Véanse, por el contrario, esos elegantes sombreros que hacen ondear sus plumas al aire con noble desembarazo y libertad; esas ropas amplias e independientes, sin traba ni sujeción, imagen de las ideas y marcha de un pueblo en la posesión de sus derechos: esa variedad infinita de hechuras y colores, espejo de la tolerancia de los usos y opiniones. Esos gayos y contrapuestos matices ¿no parecen un intérprete de la general alegría? El Prado de ahora y de veinte años atrás son dos pueblos distintos, y parecen, separadamente considerados, dos naciones distintas entre sí.

En su vida profesional hay que señalar el paso de La Revista a El Observador, periódico de Alcalá Galiano, durante los últimos meses de aquel año. Al cambiar de periódico, resume así sus dos años en La Revista: "En ese tiempo he hablado osadamente, acaso con peligro mío, de actos del Gobierno, de hechos, de cosas, de costumbres, de teatros, de obras literarias, partidos y opiniones políticas, de cuanto entra en la jurisdicción de la crítica". Este es el plan que piensa mantener en el nuevo periódico, en el que escribe sobre todo artículos de política durante tres meses hasta que en enero de 1835 vuelve a La Revista. Larra prepara la publicación de sus artículos en volumen aparte con el título de Fígaro. El primer tomo aparece en marzo de 1835, a punto de emprender su viaje al extranjero, mientras que el segundo y el tercero se publican en abril, ya ausente el autor, y en agosto, antes de su vuelta.

En su vida privada, la crisis se manifiesta en el verano de 1834 con los escándalos con Dolores que se va de Madrid y la separación de su mujer embarazada que dará a luz una niña después de la ruptura. Larra enferma en el otoño, cuando escribe para El Observador. Así de sombría le parece la vida al narrador del artículo "La vida de Madrid", en dicho periódico: "un amasijo de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos". Es una crisis que se continúa durante el invierno y motiva a Larra a emprender el viaje de la primavera siguiente, como escapada. Parece que alejándose varios meses pretendía poner fin a una etapa de su vida y respirar nuevos aires que lo distrajeran de las tribulaciones y contratiempos que la ensombrecían en Madrid desde el verano anterior: "yo creía que el viajar me distraería de mis disgustos", les dice a sus padres con profunda melancolía, en una carta desde Londres. Con su amigo José Negrete, conde de Campo Alange, había salido a primeros de abril hacia Extremadura.

El viaje de Madrid a Extremadura le proporciona a su mirada urbana propia de la observación costumbrista la posibilidad de contemplar el campo, alejándose de la ciudad. Ante el paisaje desolado siente sobrecogido la miseria desesperada: "Castilla en tanto desarrollaba a mi vista el árido mapa de su desierto arenal, como una infeliz mendiga despliega a los ojos del pasajero su falda raída y agujereada en ademán de pedirle con qué cubrir sus macilentas y desnudas carnes" y "en la inmensa extensión del más desnudo horizonte" se pregunta: "¿Dónde está España?". Cuando, por fin, vislumbra una población, son sólo ruinas, las ruinas de Mérida.

De Badajoz, donde parece que vio a Dolores que vivía allí y la felicitó el día de su santo, fue a Lisboa para embarcar rumbo a Londres y luego a París, pasando antes por Bélgica donde tenía que cobrar una vieja deuda a favor de su padre. En París se quedó varios meses, de junio a diciembre en que regresó a Madrid. El embajador de España era su antiguo amigo el Duque de Frías, que con su familia lo recibe "con los brazos abiertos" y allí se puso en relación con "las notabilidades literarias del país", por lo que cuenta en sus cartas.

Trabajó con el barón Taylor que estaba preparando por entregas un Voyage pittoresque en Espagne, pero tenía dificultades para escribir en francés y se puso enfermo. Mientras está en París, a Martínez de la Rosa le sucede el Conde de Toreno con Mendizábal de ministro de Hacienda, que en septiembre se hace cargo de la Presidencia del Consejo. Estos cambios le animan a volver a España: "Vistas las cosas de España, después de haber calculado que hacer fortuna aquí es casi imposible, porque me falta la fe, es decir, la voluntad de amarrarme a la cadena en París para lograr o no lograr lo que en España ya tengo conseguido, visto que ha llegado el momento de que mi partido triunfe completamente, no quiero verme detenido aquí... Quiero ser libre", les escribe a sus padres en una carta del 24 de septiembre.

Parece que durante el viaje de regreso, a primeros de diciembre, mejora su salud; por eso, desde Burdeos, les dice: "he de morir todavía de exceso de vida". A Larra le parece que han llegado los suyos y se anima con la perspectiva de escribir, con el buen sueldo ganado por su prestigio, en el nuevo periódico que, con la subida de Mendizábal, ha lanzado Andrés Borrego con todos los adelantos técnicos de la época. A su vuelta, Larra, bien conocido en los medios madrileños, percibe el reconocimiento que echaba de menos en el extranjero.

De su primer artículo en El Español, "Fígaro de vuelta. Carta a un amigo residente en París" (5 de enero) se tuvo que hacer tirada aparte. Fígaro aparece para anunciar que está de nuevo en la brecha después de su ausencia y que piensa revivir su reconocida figura de crítico de todos los aspectos de la vida social y cultural: teatro, literatura, política, costumbres; en fin, todo lo que entra en la jurisdicción de la crítica con una perspectiva moral. Advierte que vuelve a sus "antiguas mañas", y como antes, con un carácter "maligno un tanto y siempre independiente", en un tono jocoso y mordaz, según lo que esperaban de él sus lectores. Con ese tono sarcástico, a su vuelta del extranjero, dice irónicamente eso de que "inventen ellos": "¿Qué a mí tanta ciencia y tanta industria, tanto progreso, tanto teatro y tanto camino de hierro?", apuntando los logros materiales de los países modernos.

Si este primer artículo quiere ser una "profesión de fe" en que reivindica el carácter ingenioso y maligno de sus "antiguas mañas", en el segundo se pone serio para exponer los principios que van a inspirar su función de crítico literario. Es el artículo titulado "Literatura. Rápida ojeada sobre la historia e índole de la nuestra. Su estado actual. Su porvenir. Profesión de fe" (18 de enero), toda una declaración ideológica cuyo principio fundamental es la profunda relación entre literatura y sociedad. Empieza recordando "que la literatura es la expresión, el termómetro verdadero del estado de la civilización de un pueblo". Aquí declara, con respecto a la Literatura, los principios ideológicos que había propuesto en La Revista Española con respecto a las costumbres como expresión de la libertad de un pueblo: "Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de nuestra época, he aquí la nuestra, he aquí la medida con que mediremos". Es toda una declaración de principios de un proyecto de revolución cultural burguesa, en favor de la cual propone la necesidad de una literatura "apostólica y de propaganda".

Como vemos, Larra expone aquí su conocido ideario en que se articulan la literatura, las costumbres y la política como aspectos de una misma realidad social, pero ahora considerado en un marco más vasto, por encima de los límites nacionales, en todas partes, en el mundo, como él ha podido percibir en su viaje europeo: "En momentos en que el progreso intelectual, rompiendo en todas partes antiguas cadenas, desgastando tradiciones caducas y derribando ídolos, proclama en el mundo lalibertad moral a la par que la física, porque la una no puede existir sin la otra". Esta interdependencia la ve ahora en el horizonte del concepto moderno de civilización, de la "civilización extremada", como él dice en el artículo "Conventos españoles" que había mandado a la Revista desde París. Es lo que por entonces empieza a llamarse "modernidad" en el vocabulario internacional, en Heine, en Chateaubriand, y luego en Baudelaire, palabra nueva que nace con el mismo matiz de insatisfacción que siente Larra.

En aquel año de 1836, como crítico de El Español, tuvo ocasión de aplicar estos principios a las obras del teatro romántico francés y español que se representaron en Madrid. Las obras de la literatura francesa moderna, como las novelas de Balzac y el drama Antony de Alejandro Dumas, son expresión de la sociedad francesa que se halla en un grado de civilización muy avanzado con respecto al mundo social español, pero que es el mismo a donde este se dirige. La literatura moderna de Balzac y Dumas es expresión del fin moral a que nos lleva la revolución que Larra propone: "en el momento de entrar en la senda que ellos recorren de libertad y de igualdad, nuestra civilización... en lo sucesivo ha der ser probablemente como la suya, estéril y nada creadora". Larra se debate en la contradicción entre civilización y cultura.

La sociedad moderna es el progreso, la industria y la ciencia, los "caminos de hierro", pero también el abismo que descubrimos leyendo al novelista francés: "Balzac ha recorrido el mundo social con planta firme... y ha llegado a su confín, para ver asomado allí ¿qué?, un abismo insondable, un mar salobre, amargo y sin playas, la realidad, el caos, la nada". Y de acuerdo con esta valoración de Balzac hay que considerar lo que dice del Antony, de Alejandro Dumas: "Antony, como la mayor parte de las obras de la literatura moderna francesa, es el grito que lanza la humanidad que nos lleva delantera, grito de desesperación al encontrar el caos y la nada al fin del viaje".

El pesimismo de Larra es la desesperación que resulta de criticar su propio proyecto revolucionario sin poder ofrecer una alternativa satisfactoria. Por un lado el lamento por el atraso en que se encuentra el país en el proceso de la civilización moderna (industria, ciencia, ferrocarriles) y por el otro el vértigo que siente ante el abismo que contempla al final de dicho proceso en las obras de la literatura francesa como expresión de una sociedad que ha alcanzado ya la "civilización extremada".

El Romanticismo, como autocrítica de la modernidad, es un callejón sin salida. Esta es la gran contradicción en que Larra coincide con otros jóvenes de su generación en Europa que se sitúan entre la rebeldía y la melancolía. Es el vértigo que produce la pérdida de la esperanza en la emancipación moral, en un mundo mecanizado en que el hombre, "un ser espiritual... se vuelve máquina él mismo a fuerza de hacer máquinas".

En la crítica de Antony alude contradictoriamente, con gran pesimismo desilusionado, al grito de optimismo revolucionario que había expresado en su artículo "Literatura": "Libertad en política, sí, libertad en literatura, libertad en todas partes... libertad para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte...". El criado borracho de Fígaro ("La Nochebuena de 1836") le advierte: "el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza" y le reprocha: "Te llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado". Lo dijo Georg Lukács: "la autocrítica satírica, que pone de manifiesto los vicios más profundos de su propia clase, pero que no puede ofrecer salida alguna, se vuelve desesperación".

Con respecto a la política, también el año 1836 marca un proceso de desencanto e insatisfacción. Si en principio se muestra favorable a Mendizábal ("Así que todos hemos abandonado la oposición. Por mi parte, confieso que si en mi organización cupiera ser alguna vez ministerial, se me había presentado una buena ocasión" dice en "Fígaro de vuelta"), como promotor de la revolución burguesa, pronto va a criticar su actuación. El 6 de mayo, en su artículo sobre el folleto de Espronceda El ministerio de Mendizábal, presenta este escrito como "uno de los pocos quejidos que la censura tiránica que nos abruma ha dejado escapar a la opinión pública, ya en gran parte desengañada del ministerio Programista".

A Larra le decepciona la trayectoria del proceso revolucionario emprendida por Mendizábal. A la vuelta de la esperanza lo espera el desengaño: "lejos de realizar las esperanzas fundadas en sus grandílocuas promesas, ha complicado el laberinto inextricable en que se halla cogida la mezquina revolución, destinada, según parece a no dar jamás un paso franco y desembarazado, a no poner un nombre claro y terminante a sus inhábiles operaciones". Larra destaca la idea de Espronceda sobre "lo poco o nada que se ha tratado de interesar al pueblo en la causa de la libertad".

Esta falta de interés en querer involucrar al pueblo en el proceso revolucionario explican la participación popular en la guerra carlista y el procedimiento desastroso con que se está llevando a cabo la desamortización de los bienes eclesiásticos. Espronceda y Larra siguen al economista Álvaro Flores Estrada en la crítica de esta política desamortizadora en beneficio de los ricos contra los intereses de los proletarios, sin mirar "por la emancipación de esta clase".

No hay que pensar, sin embargo, que él pretendiera promover la revolución de esos proletarios a los que quisiera ver interesados en su propia revolución burguesa. Nunca fue populista, ni mucho menos igualitario, como vemos en uno de sus últimos artículos, la crítica de la comedia El pilluelo de París donde dice que "si el prestigio hereditario puede ser un absurdo, las diferencias de clases no lo son". Frente a la aristocracia hereditaria contrapone la aristocracia del talento, manteniendo las diferencias con la mayoría. Larra en su apoyo a Espronceda, termina haciendo un llamamiento a la juventud: "La revolución ha desgastado y desgasta rápidamente los nombres viejos y conocidos: la juventud está llamada a manifestarse". Ha llegado la hora de desempeñar "la alta misión a que somos llamados".

La oposición a Mendizábal concertada desde varios frentes provocó su caída. Fue sustituido por un Gobierno moderado presidido por Istúriz con la participación de Alcalá Galiano y del Duque de Rivas. Aunque en un primer momento Larra se opone al nuevo ministerio, en contra de lo que ahora defiende su propio periódico, consiente a lo que le propone el director, Andrés Borrego, comprometiéndose con la línea política ministerial de El Español, incluso redactando editoriales. En esto difiere completamente de la postura de Espronceda con quien había colaborado en la campaña contra Mendizábal. Últimamente había expresado en sus escritos, como hemos visto, la urgencia de que los jóvenes participaran en la misión a que eran llamados y quizás sus relaciones con Alcalá Galiano y el Duque de Rivas le hicieran pensar con impaciencia que debería aprovechar la oportunidad que se le ofrecía, pactando con ellos. Sean las que fueren las razones que llevaron a Larra a aliarse con Istúriz, el hecho es que la tal alianza resultó un fracaso total, fue todo un descalabro personal y político.

No es de extrañar que el pacto del crítico periodista con el Gobierno lo juzgaran algunos como una componenda de oportunismo político. Larra se presentó a las elecciones como candidato ministerial en la provincia de Ávila, en cuya capital vivía Dolores. Con los manejos de la Secretaría del Gobierno Civil, llegó a ser elegido, pero el Motín de la Granja del 12 de agosto le impidió disfrutar de la victoria y se le vino todo abajo. A la rebelión le sucede la transigencia y la melancolía.

La melancolía lleva al retraimiento. Escribe poco, pero entre los últimos artículos de su producción periodística se hallan quizá los más extraordinarios, los más desesperados: "El día de difuntos de 1836. Fígaro en el cementerio", "La Noche buena de 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico", "Necrología. Exequias del conde de Campo Alange", las críticas de la antología Horas de invierno y del drama de Juan Ignacio de Hartzenbusch, Los amantes de Teruel. En el primero explica así su melancolía: El día de los Santos "encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquella melancolía en que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada". Claro que aplicado a las circunstancias particulares de un liberal español, Larra alude al desencanto de la realidad moderna. Lo alumbra el "soleil noir de la mélancolie" (Nerval).

Es la contraposición absoluta entre la realidad física exterior y la realidad moral interior. Lukács considera la desilusión romántica como el desamparo trascendental de un "alma más grande y más vasta que todos los destinos que la vida le puede ofrecer". La revolución había abierto grandes esperanzas que dejaba sin satisfacer. La melancolía romántica tiene explicaciones históricas y sociales. El Romanticismo, para Larra, "no es otra cosa que el resultado de ese desasosiego mortal que fatiga al mundo antiguo" en momentos de transición violenta.

En cuanto a su vida particular, sabemos que al poco de volver de Francia, trató de reanudar las relaciones con Dolores Armijo que entonces vivía en Ávila. Allí acudió Larra en febrero de 1836. Dolores, de vuelta en Madrid, le anuncia a Mariano José, el 13 de febrero de 1837, que irá a visitarlo a su casa acompañada de una amiga. Parece que Larra ve la posibilidad de reanudar las relaciones. Aquel día visita a Mesonero Romanos, a su mujer y pasea por el Prado en compañía de Mariano Roca de Togores, con quien piensa escribir en colaboración un drama sobre Quevedo. Era lunes de Carnaval, ya anochecido, recibe a Dolores que viene acompañada de su cuñada. Ha venido a rechazar cualquier posibilidad de arreglo. Cuando salen las dos mujeres de la casa y todavía no van lejos, Larra se pega un tiro.

Antonio Machado piensa que fue "un acto maduro de voluntad y de conciencia. Anécdotas aparte, Larra se mató porque no pudo encontrar la España que buscaba, y cuando hubo perdido toda esperanza de encontrarla". Esto lo escribe Machado cien años después, pero inmediatamente se le dio al suicidio de Larra esa significación llena del simbolismo de la esperanza perdida a que se refiere Machado.

Recordemos los versos de Zorrilla ante la tumba del suicida:

"Miró en el tiempo el porvenir vacío,/ vacío ya de ensueños y de gloria".

A la manifestación cívica del entierro ("primera protesta a las viejas preocupaciones que venía a derrocar la revolución", según recuerda Zorrilla en sus memorias) sigue la canonización en los artículos necrológicos de los periódicos en los días siguientes. Larra es el mártir de la sociedad, dijeron entonces.

A Larra "le mató la sociedad de su tiempo", dice Eduardo Haro Tecglen, comentando La detonación, de Buero Vallejo. Recién muerto, unos hablan de "una sociedad corrompida y estúpida", otros de "un mundo corrompido". Su amigo Roca de Togores se lamenta en El Español (15 de febrero): "cada uno de esos artículos que el público lee con carcajadas eran otros tantos gemidos de desesperación que lanzaba a una sociedad corrompida y estúpida que no sabía comprenderle" y piensa que se suicida por "un ser ideal que no ha sabido encontrar".

El poeta Jacinto Salas y Quiroga lo glorifica hasta lo sublime diciendo que la existencia del suicida "ha forjado el tejido de un drama sublime cuyo desenlace... está encerrado en la tumba: esa flor no pudo arraigarse en un mundo corrompido" (Revista Nacional, 16 de febrero). Estamos viendo cómo de Larra se está creando la figura del héroe romántico:

Que el poeta, en su misión 
sobre la tierra que habita, 
es una planta maldita 
con frutos de bendición. 

                  (Zorrilla)

Esta exaltación romántica del suicida, como víctima sublime del mal del siglo, es lo que produce una reacción contraria, como vemos en la necrología de unos días después, el 19 de febrero, firmada con las iniciales P. S. en el Eco del Comercio: "Notable es el abuso que se ha llegado a hacer del romanticismo, alterando los principios de la sana moral, presentando a la imitación del pueblo horrores de cuya posibilidad casi debía dudar, trastornando la cabeza o exaltando las pasiones en términos de originar desgracias o catástrofes". En definitiva, unos y otros lo consideran mártir o víctima de la sociedad. Para bien o para mal parece como si todos estuvieran recordando la conclusión del artículo sobre el Día de Difuntos:

“Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos. 

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro, ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero!¡Aquí yace la esperanza!

José Escobar
Glendon College, York University
Toronto, Canadá


Busto de Larra en Madrid

 

 

Como muchos autores románticos, Larra combinó sus actividades periodísticas y literarias con su interés en la política. Fue un escritor comprometido en el sentido más moderno del término. La literatura para Larra era un instrumento del progreso humano. Junto con Goya, Larra representa el paso del neoclasicismo al romanticismo, y pueden considerarse como iniciadores del arte moderno en España.

Larra cultivaba diferentes géneros literarios, pero es más conocido por sus artículos periodísticos publicados bajo el seudónimo de Fígaro o el de El pobrecito hablador. Su actividad periodística puede clasificarse en artículos de costumbres, artículos literarios y artículos políticos. 

En sus artículos de costumbres, Larra adopta las formas costumbristas, dotándoles de una nueva perspectiva moral y reformadora. El propósito de Larra en estos artículos es proponer el cambio social e individual. Utilizaba la sátira para retratar los diferentes defectos que observaba, pero siempre con un afán didáctico y reformador.

Sus ideas liberales se observan en los artículos de asunto político en los que defiende el progreso y la tolerancia, y critica el conservadurismo y el absolutismo. Era un defensor incansable de la libertad.

Su crítica más violenta iba dirigida contra el absolutismo del gobierno de Fernando VII y los carlistas, que representaba los males que amenazaban a la patria: el fanatismo, la ignorancia y el inmobilismo. Debido a su acérrimo espíritu independiente Larra también criticaba otros aspectos de los gobiernos liberales.

En los artículos literarios, Larra se centraba en la crítica teatral. Autor de un drama romático original, Macías, y de varias adaptaciones de dramas franceses, Larra era también crítico teatral en la prensa.

Los artículos más conocidos de Larra son:

Además de su prolija producción periodística, Larra era autor de poemas, dramas y novelas. Por lo general sus versos son de estilo neoclásico y representan los ideales de la Ilustración.

Larra dejó unos poemas amorosos dedicados a Dolores Armijo

Su novela histórica, El doncel de don Enrique el Doliente, es un modelo de este género. El protagonista de la novela aparece también en el drama Macías, y representa la figura de un trovador medieval, ejemplo y modelo de enamorados.

Otros autores contemporáneos a Larra y con quienes comparte el arte costumbrista, aunque con diferencias notables de estilo, son Ramón de Mesonero Romanos (Escenas matritenses, 1832-42) y Serafín Estébanez Calderón (Escenas andaluzas,1847).

 

Artículos

De "El Duende Satírico del Día"

De "El pobrecito hablador"

De "Revista Española"

De "El Español"

De "Revista Mensajero"

De "El Observador"

Otros artículos

Poesías

1.- Epigramas

2.- Odas

3.- Octavas

Sonetos

 

 

 

 

 

 

 
 

 

 

 
  • En el Museo Romántico se encuentra la pistola con la que supuestamente se suicidó Larra, además de algunos manuscritos y objetos conservados como depósito de la familia.
  • Página creada por Pedro Soto, Ana Acosta, Marta Chover y Laura Roa (Universitat Jaume I). Se estructura a partir de los siguientes epígrafes: Datos biográficos, Trayectoria literaria, Poesía en la obra de Larra, Traducciones y adaptaciones, Obras originales, Trayectoria periodística y Bibliografía.

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Otros enlaces

 

 

Artículos

Vuelva usted mañana

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina [1]; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos [2] de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.

Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en Paris de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.

-welcome to the jungle baby- le dije-, monsieur Sans-délai [3] -que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

-Ciertamente- me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas [4] en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

-Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.

-¿Cómo?

-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.

-¿Os burláis?

-No por cierto.

-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!

-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.

-Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.

-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.

-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.

-Todos os comunicarán su inercia.


Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí. Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.

-Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.

-Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.

-Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.

-Vuelva usted mañana- nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.

-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?

Vímosle por fin, y "Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio".

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije al llegar a estas pruebas.

-Me parece que son hombres singulares...

-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.

A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.

-Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.

"Grande causa le habrá detenido", dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:

-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.

-Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije yo.

Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo [5] entre manos que le debía costar trabajo el acertar [6].

-Es imposible verle hoy- le dije a mi compañero- su señoría está en efecto ocupadísimo.

Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan [7], porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.

Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.

-De aquí se remitió con fecha de tantos- decían en uno.

-Aquí no ha llegado nada- decían en otro.

-¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay [8], y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!

-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.

Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.

Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decia:

«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado». [9]

-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.

Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos.

-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¡Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.

-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.

-Ese hombre se va a perder- me decía un personaje muy grave y muy patriótico.

-Esa no es una razón- le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.

-¿Cómo ha de salir con su intención?

-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?

-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere. [10]

-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?

-Si, pero lo han hecho.

-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.

-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.

-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.

-En fin, señor Fígaro [11], es un extranjero.

-Y por qué no lo hacen los naturales del país?

-Con esas socaliñas [12] vienen a sacarnos la sangre.

-Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero- seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted- concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el diablo.» Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]

Concluida esta filipica, fuíme en busca de mi Sans-délai.

-Me marcho, señor Figaro- me dijo-. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.

-¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.

-¿Es posible?

-¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días...

Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.

-Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.

-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.

Era cosa de ver la cara de mi amigo al oir lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentóse con decir:

-Soy extranjero [13]-. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver,] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres [14] diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía [15], te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones.- ¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

 

 
 

Artículos

El Café

No sé en qué consiste que soy naturalmente curioso; es un deseo de saberlo todo que nació conmigo, que siento bullir en todas mis venas, y que me obliga más de cuatro veces al día a meterme en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos, que luego me proporcionan materia de diversión para aquellos ratos que paso en mi cuarto y a veces en mi cama sin dormir; en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que he escuchado.

Este deseo, pues, de saberlo todo me metió no hace dos días en cierto café de esta corte donde suelen acogerse a matar el tiempo y el fastidio dos o tres abogados que no podrían hablar sin sus anteojos puestos, un médico que no podría curar sin su bastón en la mano, cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicociana, y varios de estos que apodan en el día con el tontísimo y chabacano nombre de lechuguinos, alias, botarates, que no acertarían a alternar en sociedad si los desnudasen de dos o tres cajas de joyas que llevan, como si fueran tiendas de alhajas, en todo el frontispicio de su persona, y si les mandasen que pensaran como racionales, que accionaran y se movieran como hombres, y, sobre todo, si les echaran un poco más de sal en la mollera.

Yo, pues, que no pertenecía a ninguno de estos partidos, me senté a la sombra de un sombrero hecho a manera de tejado que llevaba sobre sí, con no poco trabajo para mantener el equilibrio, otro loco cuya manía es pasar en Madrid por extranjero; seguro ya de que nadie podría echar de ver mi figura, que por fortuna no es de las más abultadas, pedí un vaso de naranja, aunque veía a todos tomar ponch o café, y dijera lo que dijera el mozo, de cuya opinión se me da dos bledos, traté de dar a mi paladar lo que me pedía, subí mi capa hasta los ojos, bajé el ala de mi sombrero, y en esta conformidad me puse en estado de atrapar al vuelo cuanta necedad iba a salir de aquel bullicioso concurso.

Se hablaba precisamente de la gran noticia que la Gaceta se había servido hacernos saber sobre la derrota naval de la escuadra turcoegipcia. Quien decía que la cosa estaba hecha: «Esto ya se acabó; de esta vez, los turcos salen de Europa», como si fueran chiquillos que se llevan a la escuela; quien opinaba que las altas potencias se mirarían en ello, y que la gran dificultad no estaba en desalojar a los turcos de su territorio, como se había creído hasta ahora, sino en la repartición de la Turquía entre los aliados, porque al cabo decía, y muy bien, que no era queso; y, por último, hubo un joven ex militar de los de estos días, que cree que tiene grandes conocimientos en la estrategia y que puede dar voto en materias de guerra por haber tenido varios desafíos a primera sangre y haberle favorecido en no sé qué encrucijada con un profundo arañazo en una mano, no sé si Marte o Venus; el cual dijo que todo era cosa de los ingleses, que era muy mala gente, y que lo que querían hacía mucho tiempo era apoderarse de Constantinopla para hacer del Serrallo una Bolsa de Comercio, porque decía que el edificio era bastante cómodo, y luego hacerse fuertes por mar.

Pero no le parezca a nadie que decían esto como quien conjetura, sino que a otro que no hubiera estado tan al corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho creer que el que menos se carteaba con el Gran Señor o, por el pronto, que tenía espías pagados en los Gabinetes de la Santa Alianza; riendo estaba yo de ver cómo arreglaba la suerte del mundo una copa más o menos de ron, cuando un caballero que me veía sin duda fuera de la conversación y creyó que el desprecio de las opiniones dichas era el que me hacía callar, creyéndome de su partido se arrimó con un tono tan misterioso como si fuera a descubrirme alguna conjuración contra el Estado, y me dijo al oído, con un aire de importancia que me acabó de convencer de que también estaba tocado de la politicomanía:

–No dan en el punto, amigo mío; un niño que nació en el año II, y que nació rey, reinará sobre los griegos; las potencias aliadas le están haciendo la cama para que se eche en ella: desengañémonos (como si supiera que yo estaba engañado): el Austria no podrá ver con ojos serenos que un nieto suyo permanezca hecho un particular toda su vida. ¿Qué tal? –Como quien dice: ¿he profundizado? ¿He dado en el blanco?

Yo le dije que sí, que tenía razón, y, efectivamente, yo no tenía noticia alguna en contrario ni motivo para decirle otra cosa, y aun si no se hubiera separado de mí tan pronto, y con tanta frialdad como interés manifestó al acercarse, le hubiera aconsejado que no perdiese momentos y que hiciese saber sus intenciones a las altas potencias, las que no dejarían de tomarlas en consideración, y mucho más si, como era muy factible, no les hubiera ocurrido aún aquel medio tan sencillo y trivial de salir de rompimientos de cabeza con la Grecia.

Volví la cabeza hacia otro lado, y en una mesa bastante inmediata a la mía se hallaba un literato; a lo menos le vendían por tal unos anteojos sumamente brillantes, por encima de cuyos cristales miraba, sin duda porque veía mejor sin ellos, y una caja llena de rapé, de cuyos polvos, que sacaba con bastante frecuencia y que llegaba a las narices con el objeto de descargar la cabeza, que debía tener pesada del mucho discurrir, tenía cubierto el suelo, parte de la mesa y porción no pequeña de su guirindola, chaleco y pantalones. Porque no quisiera que se me olvidase advertir a mis lectores que desde que Napoleón, que calculaba mucho, llegó a ser emperador, y que se supo podría haber contribuido mucho a su elevación el tener despejada la cabeza, y, por consiguiente, los puñados de tabaco que a este fin tomaba, se ha generalizado tanto el uso de este estornudorífico, que no hay hombre, que discurra que no discurra, que queriendo pasar por persona de conocimientos no se atasque las narices de este tan precioso como necesario polvo. Y volviendo a nuestro hombre:

–¿Es posible –le decía a otro que estaba junto a él y que afectaba tener frío porque sin duda alguna señora le había dicho que se embozaba con gracia–, es posible –le decía mirando a un folleto que tenía en las manos–, es posible que en España hemos de ser tan desgraciados o, por mejor decir, tan brutos?

En mi interior le di las gracias por el agasajo en la parte que me toca de español, y siguió–: Vea usted este folleto.

–¿Qué es?

–Me irrito; eso es insufrible –y se levantó y dio un golpe tremendo en la mesa para dar más fuerza a la expresión; golpe que hubiera sido bastante a trastornar todos los vasos si alguno hubiera habido.

Mirele de hito en hito, creyéndole muy interesado en alguna desgracia sucedida o un furioso digno de atar por no saber explicarse sino a porrazos, como si los trastos de nadie tuviesen la culpa de que en Madrid se publiquen folletos dignos de la indignación de nuestro hombre.

–Pero, señor don Marcelo, ¿qué folleto es ése, que altera de ese modo la bilis de usted?

–Sí, señor, y con motivo; los buenos españoles, los hombres que amamos a nuestra patria, no podemos tolerar la ignominia de que la cubren hace muchísimo tiempo esas bandadas de seudoautores, este empeño de que todo el mundo se ha de dar a luz, ¡maldita sea la luz! ¡Cuánto mejor viviríamos a oscuras que alumbrados por esos candiles de la literatura!

Aquí, todo el mundo reparó en la metáfora; pero nuestro hombre, que se creyó aplaudido tácitamente, y seguro de que su terminillo había tenido la felicidad de reasumir toda la atención de los concurrentes, prosiguió con más entereza:

–Jamás, jamás he leído cosa peor; abra usted, amigo, abra usted, la primera hoja; lea usted: «Carta de las quejas que da el noble arte de la imprenta, por lo que le degrada el señor redactor del Diario de Avisos». ¿Qué dice usted ahora?

–Hombre, la verdad: el objeto me parece laudable, porque yo también estoy cansado del señor diarista.

–Sí, señor, y yo también; no hay duda que el señor diarista da mucho pábulo a la sátira y a la cólera de los hombres sensatos; pero si el diarista, con su malísima impresión y sus disparatados avisos, degrada la imprenta, no sé qué es lo que hace el señor S.C.B. cuando emplea ese noble arte en indecencias como las que escribe; lea usted y verá el cuarto o quinto renglón «todo el auge de su esplendor», el sueldo de inválidas que deben gozar las letras, gracia que después nos repite en verso, el país de los pigmeos, los ojos de linces, el anteojo de Galileo para estrellas, los tatarabuelos de las letras, y otras mil chocarrerías y machadas, tantas como palabras, que ni venían al caso ni han hecho gracia a ningún lector, y que sólo prueban que el que las forjó tenía la cabeza más mal hecha que la peor de sus décimas, si es que hay alguna que se pueda llamar mejor; pues entre usted luego... vamos... yo me sofoco... El muy prosaico, ¿pues no se le antoja decir, después de habernos malzurcido un mediano pedazo de grana ajeno entre sus miserables retales, que tiene comercio con las musas, cuando en el Parnaso no le querrían ni para limpiar las inmundicias del Pegaso, no le darían entrada ni aun para recibir sus bien merecidas coces, y nos regala por muestra una cadena de décimas que no tienen más de verso que el estar partidos los renglones, y, después de mil insulseces y frías necedades, le da por imitar al señor Iriarte en el malísimo gusto de sus décimas disparatadas, como si tuviesen algo que ver los delirios de una cabeza enferma con la indolencia del señor diarista; y no ha leído la primera página del arte poética de Horacio, que hasta los chicos saben de memoria, donde hubiera visto retratado su plan antes de escribirle tan descabelladamente, que no parece sino que se hicieron aquellos versos después de haber leído el folleto, aunque tengo para mí que si el señor Horacio hubiera sabido que tales hombres habían de escribir con el tiempo tales cosas, no la hubiera hecho, porque no está la miel para... etcétera, y ¿hay quien haya dado cerca de un real (ocho cuartos, treinta y dos maravedís) por tal sarta de sandeces? ¿Por qué no le han de volver a uno su dinero? Señores, no puedo más: o ese hombre tiene mala la cabeza, o nació sin ella.

Aquí, el hombre pensó echar los bofes por la boca, y yo me lo temí cuando le interrumpió el que estaba con él.

–Efectivamente, señor don Marcelo, y yo, si fuera usted, escribiría contra esos folletistas y les cardaría las liendres muy a mi sabor.

–¿Qué dice usted? ¿Merece acaso ese hombre que se hable de él en letras de molde? Eso sería, como él dice, degradar aún más que él y el diarista el arte de la imprenta; además, que si yo me pusiera a escribir, ¿dónde habría papel? Pues qué, ¿es el único que merece semejante tratamiento? Hace mucho tiempo que nos infestan autores insulsos; digo, pues, la leccioncita de modestia... Y, vamos, que siquiera allí hay gracias, hay sales de trecho en trecho; es verdad que, como dice Virgilio, sin que parezca ganas de citar, apparent rari nantes in gurgite vasto. Sí, señor, pocas, pero las hay; también hay majaderías; tan pronto dice que no vale nada la comedia, como que es buena; las décimas son poco mejores que las del antidiarista; y, sobre todo, señores, yo no puedo ver con serenidad que haya hombres tan faltos de sentido que se empeñen en hacer versos, como si no se pudiera hablar muy racionalmente en prosa; al menos, una prosa mala se puede sufrir; pero, en materia de verso, lean lo que dice Boileau:

Il est dans tout autre art des degrés différents,
 

on peut avec honneur remplir les seconds rangs,
mais dans l'art dangereux de rimer et d'écrire
 

il n'est point de degré du médiocre au pire.

Y siguió:

–Si yo escribiera no dejaría tampoco en paz al autor del Clavel histórico de mística fragancia, o ramillete de flores cogido en el jardín espiritual en el día de San Juan, etc., siquiera por el título estrafalario, por esa hinchada e incomprensible metáfora, que hace cabeza de tanto disparate; y dale que ha de ser en verso, y que hasta los animales van a hablar en verso; y el autor petulante de la tragedia de Luis XVI. ¿Qué bien viene aquí el Quid feret...? de Horacio! ¿Se ha visto nunca modo más arrogante de alabarse a sí mismo en un cartel que forra los edificios de media calle?, y ¿para qué?, para producir versos prosaicos y una tragedia soporífera que debía hallarse en todas las boticas en lugar de opio; no digo nada, el de Orruc Barbarroja, cuyo autor se nos ha querido vender, y no menos petulantemente, por segundo Homero, con decir que es ciego; eso es una lástima; lo siento mucho; pero ¿qué culpa tienen las musas para que las asiente palos talmente de ciego? Pues ¿qué le parece a usted de otro título? No hace mucho tiempo que iba yo por la calle, pensando en cosa de muy poco valor, cuando levanto la cabeza y me hallo con un cartelón más grande que yo, que decía, con unas letras que dificulto se puedan escribir mayores: El té de las damas. ¿Querrán ustedes creer lo que voy a decir? Precisamente yo tengo una mujer demasiado afectada del histérico, y como este mal es tan común en las señoras, vea usted que el deseo mismo me hizo consentir en que sería alguna medicina para algún mal de las mujeres; de modo que me puse tan contento, creyendo haber encontrado la piedra filosofal, y sin leer más, ni dónde se vendía siquiera, pensando hallarlo en los cafés, me dirigí al primero que encontré, interiormente regocijado de ver los adelantos que hace la Medicina; pregunté por un té que acababa de descubrirse, exclusivamente para las señoras; respondiome el mozo: «Señor, yo le sacaré a usted té; pero hasta la presente, el que tenemos en estas casas puede servir, y ha servido siempre, para señoras y para caballeros». Creí, pues, hallarlo en alguna lonja, donde se rieron en mis hocicos; salí de aquí, y me sucedió otro tanto en una droguería, en una botica, y, por último, desesperado de encontrarlo, volví a mi cartel y distinguí, ¡necio de mí!, con la mayor admiración, que era un libro. ¡Oh, cabeza redonda, exclamé, la que produjo este título! En España, donde las señoras ni toman té, si no es cuando se desmayan y no hay por casualidad a mano manzanilla, flores cordiales, salvia o cosa semejante de las que dicen que son buenas para tales casos, ni, por consiguiente, hablan reunidas al tomarle; pues ya que quería poner un título de cosa de comer o de beber, ¿por qué no dijo El chocolate de las damas? ¡Como si fuera preciso que para hablar unas señoras estuviesen tomando algo! ¡Pues no andan por ahí mil títulos rodando, que, a lo menos, no hacen reír y no puede equivocarse lo que pueda dar de sí la obra, como Tertulias en Chinchón, Noches de invierno, y caso que fuese para hablar de personas muertas, llamáralas primero Tertulias en los infiernos o Noches en el otro mundo, y no El té de las damas, título que, después de habernos abierto el apetito, nos deja con una cuarta de boca abierta!

»Pues qué, ¿le parece a usted que si yo me pusiera a escribir dejaría a nadie en paz? No, señor; tengo ya llenas las medidas; y volviendo a la "Carta", mire usted un asunto tan bonito, si podía haber criticado al señor diarista el no pasar la vista por los anuncios que le dan, para redactarlos de modo que no hagan reír, como cuando nos dice que se venden "zapatos para muchachos rusos", "pantalones para hombres lisos", "escarpines de mujer de cabra" y "elásticas de hombre de algodón". Cuando anuncia que el sombrerero Fulano de Tal, deseando acabar cuanto antes con su corta existencia, se propone dar sus sombreros más baratos; que "una señora viuda quisiera entrar en una casa en clase de doncella, y que sabe todo lo perteneciente a este estado". Y hay más; aquí creo que he de traer una apuntacioncita que he tenido la curiosidad de hacer de varios avisos; lean ustedes:

«El lunes 8 del corriente, por la tarde, se perdió un librito encuadernado en papel de poesías alemanas, titulado Charitas. 20 de octubre.»

«En la posada de la Gallega Vieja, Red de San Luis, número 20, hay un coche que caben seis asientos para Vitoria, Bilbao, Bayona, etc.: 8 de noviembre.»

«En la calle del Baño, número 16, cuarto segundo, se venden desde hoy hasta el 12 del corriente, desde las diez de la mañana hasta el anochecer, pinturas originales de los pintores más clásicos y de varios tamaños, a precios equitativos.»

«Un matrimonio sin hijos, que saben servir perfectamente bien, y tienen quien les abonen, desean colocarse con un sacerdote u otros cualesquiera señores. 4 de octubre.»

«El día 2 del corriente se han perdido unos papeles desde la calle del Carmen hasta la iglesia del Buen Suceso, que contienen unas fees de matrimonio y bautismo de las parroquias de Santa Cruz y San Ginés.»

«El miércoles 10 del corriente se extraviaron del palco bajo número 8, en el teatro de la Cruz, unos anteojos dobles, su autor Lemiere, metidos en una caja de tafilete encarnado. 16 de octubre.»

«Se venden medias negras inglesas de estambre lisas, de hombre y mujer de superior calidad. Ídem.»

«Y sería nunca acabar; esto sólo es de octubre y noviembre. Lo del dinero está bien criticado, que yo también he tenido que poner algún aviso que otro y lo sé por mí, que no me lo han contado; y aunque no me duele el dinero cuando es preciso gastarlo, no hallo la razón por qué he de mantener con mi sueldo al señor diarista, y que el tal señor se quede riendo de mí y de cuantos tenemos la desgracia de haber perdido lo que nos hacía falta.

–Dice usted muy bien, señor don Marcelo; ha hablado usted mucho y muy bueno.

–¡Oh, si hablo! Y dijera más si no me llamase mi obligación. (Esto dijo levantándose y sacando el reloj, y yo me hubiera alegrado que hubiera apuntado con una hora de adelanto, que ya me dolía la cabeza, al paso que me gustaba aquel hombre estrepitoso.) Amo –siguió–, amo demasiado a mi patria para ver con indiferencia el estado de atraso en que se halla; aquí nunca haremos nada bueno... y de eso tiene la culpa... quien la tiene... Sí, señor... ¡Ah! ¡Si pudiera uno decir todo lo que siente! Pero no se puede hablar todo... no porque sea malo, pero es tarde y más vale dejarlo... ¡Pobre España!... Buenas noches, señores.

Entre paréntesis, y antes que se me olvide, debo prevenir que la misma curiosidad de que hablé antes me hizo al día siguiente indagar, por una casualidad que felizmente se me vino a las manos, quién era aquel buen español tan amante de su patria, que dice que nunca haremos nada bueno porque somos unos brutos (y efectivamente que lo debemos ser, pues aguantamos esta clase de hipócritas); supe que era un particular que tenía bastante dinero, el cual había hecho teniendo un destino en una provincia, comiéndose el pan de los pobres y el de los ricos, y haciendo tantas picardías que le habían valido el perder su plaza ignominiosamente, por lo que vivía en Madrid, como otros muchos, y entonces repetí para mí su expresión «¡Pobre España!».

Y volviendo a mi café, levanteme cansado de haber reunido tantos materiales para mi libreta; pero quise echar un vistazo, antes de marcharme, por varias mesas: en una de ellas se hallaba un subalterno vestido de paisano, que se conocía que huía de que le vieran, sin duda porque le estaba prohibido andar en aquel traje, al que hacían traición unos bigotes que no dejaba un instante de la mano, y los torcía, y los volvía a retorcer, como quien hace cordón, y apenas dejaba el vaso en el platillo cuando acudía con mucha prisa a los bigotes, como si tuviese miedo de que se le escapasen de la cara; hablaba en tono bastante bajo y como receloso de que le escucharan, aunque estaba en un rincón bastante retirado con una que parecía joven, y en cuyo examen no me quise detener mucho porque me hice prudentemente el cargo de que sería prima suya o cosa semejante.

Otro estaba más allá, afectando estar solo con mucho placer, indolentemente tirado sobre su silla, meneando muy deprisa una pierna sin saber por qué, sin fijar la vista particularmente en nada, como hombre que no se considera al nivel de las cosas que ocupan a los demás, con un cierto aire de vanidad e indiferencia hacia todo, que sabía aumentar metiéndose con mucha gracia en la boca un enorme cigarro, que se quemaba a manera de tizón, en medio de repetidas humaradas, que más parecían salir de un horno de tejas que de boca de hombre racional, y que, a pesar de eso, formaba la mayor parte de la vanidad del que le consumía, pues le debía haber costado el llenarse con él los pulmones de hollín más de un real.

Aparteme de él porque me fastidian los hombres vanos y no tenía gana de que me sofocara el humo que despedía; y en otra mesa reparé en otra clase de tonto que compraba los amigos que le rodeaban a fuerza de sorbetes, pagaba y bebía por vanidad, y creía que todos aquellos que se aprovechaban de su locura eran efectivamente amigos, porque por cada bebida se lo repetían un millón de veces; le habían hecho creer que tenía mucho talento, soltura, gracia, etcétera, y de este modo le hacían hacer un papel ridículo; él no conocía que nunca se granjea sino enemigos el que ofende el amor propio de los demás haciendo siempre el gasto, porque no hay uno que no quiera hallarse en el caso de hacerle para dar a los demás en cara; y como ésta es una situación envidiable, porque todos quieren ajar a los otros, sólo engendra odio hacia aquel que de este modo nos insulta, aunque saquemos partido por el pronto de su largueza; ni preveía que el día en que se le acabara el dinero serían aquellos mismos los primeros a ridiculizarle, a reírse en sus bigotes y a no hacerle más caso que si nunca le hubieran conocido. Vi que hacía ostentación de despreciar la vuelta que el mozo le dio, al mismo tiempo que una pobre anciana se le acercaba, pidiéndole alguno de aquellos cuartos que tanto despreciaba; y, efectivamente, vi que creyó cumplir con lo que debe a la humanidad el que tiene dinero, regalándola con un seco y repetido «Perdone usted, hermana»; y dándola un empellón al levantarse, añadió: «Vamos; ya se habrá empezado la sinfonía, y en esta ópera es preciso sacar todo el jugo posible a los doce reales y dos cuartos. También es desgracia que haya tanto pobre; a mí me parte el corazón; por todas partes no halla usted sino pobres».

Al fin, dije para mí, el otro tenía la cabeza huera, pero éste tiene el corazón en la lengua.

Púseme a mirar en seguida con bastante atención a otro mozalbete muy bien vestido, cuya fisonomía me chocó, y el mozo, que gusta de hablar a veces conmigo porque le suelo dar algunos cuartos siempre que tomo algo, y que conoce mi curiosidad, se acercó y me dijo:

–¿Está usted mirando a aquel caballero?

–Sí, y quisiera saber quién es.

–Es un joven, como usted ve, muy elegante, que viene a tomar todos los días café, ponche, ron en abundancia, almuerzos, jamón, aceitunas; que convida a varios, habla mucho de dinero y siempre me dice, al salir, con una cara muy amistosa y al mismo tiempo de imperio: «Mañana le pediré a usted la cuenta», o «pasado mañana te daré lo que te debo». Hace ya medio año que sucede esto; yo, todavía no he visto la cruz a la moneda, y le busco, y le hablo, y nada, no consigo nada, y lo peor es que tiene uno más vergüenza que él, porque no me atrevo a decirle: «Págueme usted, o no le sirvo», y resulta que se luce con mi bolsillo; ¡oh!, y si fuera el único; pero hay muchos que, a trueque de conde, marqués, caballero, y a la capa de sus vestidos, nunca pagan si no es con muy buenas palabras. Y ¿qué ha de hacer usted?

–¡Bravo! ¿Y aquel otro que está ahora hablando con él?

–Sí, señor, ya sé... aquel, ¿eh?... Si supiera usted; sólo a usted se lo diría; pero, de todos modos, no le diré cómo se llama, ni quién es, que aunque usted me ve de mozo de café, también tengo mi poquito de miramiento y no quiero ajar la opinión de nadie.

–Diga usted, que si él no cuida de la suya, ¿por qué se la ha de conservar usted, importándole mucho menos?

–Pues aquel sujeto, ahí donde usted le ve tan bien vestido, suele traerme los días que hay apretura para ver la ópera algunos billetes, que le vendo por una friolera: al duplo o al triplo, según es aquélla; da una gratificación por una o dos docenas a quien se las proporciona a poco más del justo precio, y viene a sacar veinte, cuarenta o sesenta reales en luneta; estoy seguro que la Semíramis le ha valido más de tres onzas; luego suena que yo soy el vendedor, porque saca con mi mano el ascua, y él gana mucho y no pierde su opinión, y yo, de quien dicen que no la tengo porque se le figura a la gente que un hombre mal vestido o que sirve a los otros por precisión está dispensado de tener honor, gano poco de dinero y no gano nada en crédito.

En esto salía yo ya, y al pasar por un pasillo me quedaba todavía que observar; tuve que hacer la vista gorda porque un mozo, creyendo que nadie le veía, estaba echando un poco de agua en una cafetera de leche, sin duda para quitarle la parte mantecosa, que siempre fastidia al paladar; y al tiempo de salir de un billar contiguo, que atravesé con mucha prisa por el humo del tabaco, la bulla y las malísimas trazas de los que pasan el día en dar tacazos a una bola al ronco y estrepitoso ruido del bombo, acompañado del continuo gritar «El 1, el 2, etc.», y en herir los oídos de las personas sensatas con palabras tan superfluas como indecentes, tropecé, por desgracia, con un buen hombre a quien los años no dejan andar tan de prisa como él quisiera, y que, a pesar de eso, sé yo que no deja de ir hace la friolera de unos cuarenta años a su partida de billar o a ser espectador de la de los demás cuando el pulso no le permite jugar a él mismo; el tropezón fue fuerte por su natural torpeza, y no pude menos de exclamar, en la fuerza del dolor: «¿A qué vendrán estos hombres, cargados con tantos años como vicios, al billar, como si no hubiera iglesias en Madrid, o no tuviesen casa y mujer, sobrina o ama de quien despedirse para la otra vida?»

Seguí quejándome hasta mi casa, sin ninguna gana de reír de mis observaciones como otros días, aunque siempre convencido de que el hombre vive de ilusiones y según las circunstancias, y sólo al meterme en la cama, después de apagar mi luz, y al conciliar el sueño, confesé, como acostumbro: «Éste es el único que no es quimera en este mundo».

 

 
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Ocho frases muy actuales de Larra

POR ARSENIO ESCOLAR 

13 de febrero de 2016

En 20 minutos

Hoy, sobre las ocho y media de la tarde, se cumplen 179 años de la muerte de Mariano José de Larra, santo laico de los periodistas españoles. Se quitó la vida de un tiro en la cabeza a esa hora del 13 de febrero de 1837, en su casa de la calle Santa Clara, de Madrid. Pocos minutos antes, su amante, Dolores Armijo, le había devuelto sus cartas de amor y le había comunicado que le abandonaba para irse con su marido a Manila, donde le habían nombrado para un cargo público. Larra era muy joven, tenía en ese momento sólo 27 años, iba a cumplir 28 pocas semanas después.

Pese a su juventud, acumulaba ya una trayectoria literaria fulgurante. A los 19 años había fundado una revista mensual dedicada a la crítica social, El Duende satírico del día. Duró poco, cinco números, la cerraron las autoridades a instancias de otro editor ofendido por sus críticas.

A los 20 años se casó con Josefa Wetoret. Fue un matrimonio desgraciado, tuvieron tres hijos que acabaron siendo casi tan famosos como el padre: Luis Mariano, libretista de zarzuelas, entre ellas El barberillo de Lavapiés; Adela, amante del rey Amadeo I; y Baldomera, banquera, que acabó en prisión por impulsar una de las primeras grandes estafas piramidales de la historia de España.

Su relación con Dolores Armijo fue muy convulsa. Unas veces huyendo de ella y otras siguiéndola, Larra emprendió un largo viaje por media Europa: Lisboa, Londres, Gante, Bruselas, París. Al regresar, fue elegido diputado por Ávila, pero no llego a sentarse en el escaño al anularse las elecciones tras el Motín de la Granja, uno de los muchos golpes de Estado de la España del siglo XIX.

Por entonces ya era el periodista madrileño más famoso y mejor pagado. Trabajaba paraEl Español, donde cobraba 20.000 reales al año por dos artículos a la semana. La suma era sideral: en aquella época, al autor de una comedia le pagaban mil reales.

Algunos artículos suyos se leen, casi dos siglos después, como si acabaran de salir de su acerada pluma. Nunca los firmó con su nombre, lo hizo como Duende Satírico, Pobrecito Hablador, Bachiller Munguía, Andrés Niporesas y, finalmente, Fígaro.

Sus artículos eran extensos, muy elaborados, de una prosa muy precisa, muy eficaz en la mezcla de información, narración y reflexión, y escondían frases cortas quintaesenciadas, algunos disparos como estos, tan actuales:

*          El corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer.

*          En punto a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere.

*          Ley implacable de la naturaleza: o devorar, o ser devorado. Pueblos e individuos, o víctimas o verdugos.

*          El talento no ha de servir para saberlo y decirlo todo, sino para saber lo que se ha de decir de lo que se sabe.

*          Hay algunos hombres que no dicen lo que piensan y otros que piensan demasiado lo que dicen.

*          Es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

*          Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta.

*          Aquí yace media España, murió de la otra media

Quizás esta tarde, como casi todas las del 13 de febrero desde hace más de un siglo, un grupo de veteranos periodistas visiten su tumba y le recen al santo laico el padrenuestro que acaba así: “No nos dejes caer en la corrupción y líbranos de la sumisión al poder. Amén.”

PD. Según algún investigador, pocos meses después del suicidio de Lara, el barco en el que Dolores Armijo viajaba con su marido hacia Filipinas naufragó a la altura del cabo de Buena Esperanza. No hubo supervivientes.

 

 

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Víctor Arrogante
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