Europa, uno
de los seis continentes que constituyen la superficie
emergida de la Tierra de acuerdo con la costumbre,
aunque en realidad sólo es la quinta parte más
occidental de la masa continental euroasiática,
compuesta en su mayor parte por Asia. En general, para
los geógrafos modernos los montes Urales, el río Ural,
una parte del mar Caspio y las montañas del Cáucaso
forman la principal frontera entre Europa y Asia. El
término Europa quizás deriva de Europa, el nombre de
la hija de Agenor en la mitología griega, o
posiblemente de Ereb, palabra
fenicia que significa ‘ocaso’.
Europa, el segundo continente más
pequeño de la Tierra, tiene una extensión de
10.359.358 km2 aproximadamente,
pero ocupa el segundo lugar en cuanto a población de
todos los continentes, con unos 699.774.000 habitantes
(según estimaciones para el año 1993). El punto más
septentrional del continente europeo es el cabo
Nordkinn, en Noruega, y el más meridional la punta de
Tarifa, al sur de España. Se extiende de oeste a este
desde el cabo da Roca, en Portugal, hasta la vertiente
nororiental de los Urales, en Rusia.
Europa ha sido durante mucho tiempo
un territorio en el que han tenido lugar grandes
logros culturales y económicos. Los antiguos griegos y
romanos crearon civilizaciones importantes, famosas
por sus contribuciones a la filosofía, la literatura,
el arte y los sistemas de gobierno. El renacimiento,
que comenzó en el siglo XIV, fue un periodo de grandes
éxitos para artistas y arquitectos europeos, y en la
era de los descubrimientos, iniciada en el siglo XV,
los navegantes europeos viajaron a los lugares más
apartados del mundo conocido hasta la fecha. Más
tarde, las naciones europeas, en especial España,
Portugal, Francia y Gran Bretaña, construyeron grandes
imperios coloniales con vastas posesiones en África,
América y Asia. En el siglo XVIII se inició el
desarrollo de formas modernas de organización y
producción industrial. Durante el siglo XX, las dos
guerras mundiales devastaron gran parte de Europa.
Después de la II Guerra Mundial, que acabó en 1945, el
continente se dividió en dos importantes bloques
políticos y económicos: los países de Europa oriental,
bajo el dominio de la Unión Soviética, y los países de
Europa occidental, bajo la influencia de los Estados
Unidos. Sin embargo, entre 1989 y 1991 el bloque del
Este se desintegró y sus dirigentes comunistas
abandonaron el poder dando paso a regímenes de tipo
democrático en la mayoría de los países de Europa
oriental. La República Federal de Alemania y la
República Democrática Alemana se reunificaron. El
Partido Comunista de la Unión Soviética se disolvió,
los lazos multilaterales militares y económicos entre
Europa oriental y la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas (URSS) se redujeron o eliminaron, y la
misma URSS dejó de existir.
ENTORNO NATURAL
Europa es una masa
continental muy fragmentada que abarca algunas
penínsulas grandes, como la Escandinava, la Ibérica y
la Italiana, al igual que algunas pequeñas, como
Jutlandia y Bretaña. También engloba gran número de
islas cercanas a la costa, en especial Islandia, las
islas Británicas, las islas Baleares, Cerdeña, Sicilia
y Creta. Su litoral se extiende hasta el océano
Glacial Ártico, el mar del Norte y el mar Báltico al
norte; el mar Caspio al sureste; el mar Negro y el mar
Mediterráneo al sur; y el océano Atlántico al oeste.
El punto más alto del continente es el monte Elbrús
(5.642 m), en el Cáucaso, al suroeste de Rusia. El
punto más bajo de Europa se halla a lo largo de la
costa septentrional del mar Caspio, aproximadamente a
28 m por debajo del nivel del mar.
Regiones fisiográficas
Desde un punto de vista geológico,
Europa está formada, de norte a sur, por una antigua
masa de rocas cristalinas estables, un ancho cinturón
de materiales sedimentarios relativamente nivelados,
una zona de estructuras geológicas mezcladas, creada
por la acción de las fallas, los plegamientos y los
volcanes, y una región montañosa de formación reciente
en comparación con las anteriores. Esta estructura
geológica ha contribuido a crear las numerosas
regiones fisiográficas que constituyen el paisaje de
Europa.
En Finlandia y gran parte del resto
de la península Escandinava subyace el escudo
Fino-escandinavo, surgido durante la era precámbrica.
Inclinado hacia el este, forma las montañas de Suecia
occidental y la meseta de Finlandia. La glaciación ha
labrado los profundos fiordos de la costa noruega y ha
erosionado la superficie de la meseta finlandesa. El
movimiento de un segmento de la corteza terrestre
contra el escudo estable durante la orogenia
caledoniana (desde hace 500 millones hasta hace 395
millones de años) creó las montañas de Irlanda, Gales,
Escocia y Noruega occidental. La erosión posterior ha
redondeado y desgastado estas montañas en las islas
Británicas, pero los picos de Noruega aún alcanzan los
2.472 m de altitud.
La segunda región geológica
destacada, un cinturón de materiales sedimentarios, se
extiende en un arco desde el suroeste de Francia hacia
el norte y hacia el este, a través de los Países
Bajos, Alemania y Polonia hasta alcanzar el interior
de Rusia occidental. También abarca una parte del
sureste de Inglaterra. Aunque deformadas en algunos
lugares para formar cuencas, como la de Londres y la
de París, estas rocas sedimentarias, cubiertas por una
capa de rocalla depositada en las glaciaciones, están
en general lo suficientemente niveladas como para
formar la gran llanura europea. Algunos de los mejores
suelos de Europa se encuentran en la llanura, en
especial a lo largo de su margen meridional, donde se
ha depositado el loess, un material arrastrado por el
viento. La llanura tiene más anchura en el este.
Al sur de la gran llanura europea, una franja de
estructuras geológicas diferentes se extiende a través
de Europa y crea los paisajes más intrincados del
continente, las montañas centroeuropeas. En toda esta
región las fuerzas de los plegamientos (cordillera del
Jura), las fallas (Vosgos, Selva Negra), los volcanes
(macizo Central), y las elevaciones (meseta Central)
han interactuado para crear montañas, mesetas y valles
alternos.
 |
 |
Alpes |
Cáucaso |
La principal región
fisiográfica de Europa, situada más al sur, es también
la de formación más reciente. A mediados de la era
terciaria, hace 40 millones de años aproximadamente (véase Oligoceno),
la placa afroárabe colisionó con la placa euroasiática
y desencadenó la orogenia alpina (véase Placas
tectónicas). Las fuerzas de compresión generadas por
dicha colisión elevaron grandes masas de sedimentos
mesozoicos y crearon cordilleras como los Pirineos,
los Alpes, los Apeninos, los Cárpatos y el Cáucaso,
que no sólo son las montañas más altas de Europa sino
también las más escarpadas. Los frecuentes terremotos
indican que los cambios orogénicos aún están teniendo
lugar.

LOS PUEBLOS EUROPEOS
Aunque no se sabe con exactitud
cuando se establecieron en Europa, los primeros grupos
humanos emigraron probablemente desde el Este en
varias oleadas, en su mayor parte a través de un
puente de tierra, que ya no existe, desde Asia Menor a
los Balcanes y a través de las praderas del norte del
mar Negro y desde el sur, a través de la península
Ibérica. Alrededor del año 4.000 a.C. algunas zonas de
Europa ya tenían una considerable población. Barreras
geográficas como los bosques, las montañas y los
pantanos contribuyeron a dividir a los pueblos en
grupos que permanecieron separados durante largos
periodos. No obstante, como resultado de las
migraciones hubo una constante mezcla racial.
Etnología

Familia Saami en 1900 |
En Europa existe una gran variedad
de grupos étnicos (personas unidas por una cultura
común, fundamentada principalmente en la lengua). La
mayor parte de las naciones europeas se componen de un
grupo dominante, como los alemanes en Alemania y los
franceses en Francia. En varios países, sobre todo en
el sur y el centro de Europa, hay minorías étnicas;
además, la mayoría de los países contienen grupos más
pequeños, como los saami (lapones) de Noruega. Además,
un número considerable de turcos, negros africanos y
árabes viven en Europa occidental, la mayor parte de
ellos como trabajadores temporales. A partir de 1989 y
hasta 1991 se produjo la desmembración de la URSS en
15 repúblicas distintas, cada una con su grupo étnico
dominante. Los croatas, eslovenos y macedonios, que
constituían la mayoría de la población de sus
respectivas repúblicas en Yugoslavia, votaron a favor
de la separación de Yugoslavia en 1991 para
convertirse en Estados independientes.
Bosnia-Herzegovina, con una variedad de grupos étnicos
mucho más diversa, se convirtió en el escenario de un
dramático conflicto étnico que tuvo lugar tras la
declaración de independencia de dichas repúblicas en
1992.
Demografía
|

Densidad de población |
|
La distribución de la población
europea no ha sido estable durante largos periodos, si
bien su incremento ha sido notorio a lo largo de la
historia, debido a la diferencia entre las tasas de
natalidad y mortalidad y a los movimientos migratorios
de todo tipo. A principios de la era cristiana, la
parte más densamente poblada de Europa bordeaba el mar
Mediterráneo. En la década de 1980 Europa tenía la
densidad de población total más alta del mundo. La
zona más densamente poblada era el cinturón que
comenzaba en Gran Bretaña y continuaba hacia el este a
través de los Países Bajos, Alemania, Checoslovaquia,
Polonia y la URSS europea. En el norte de Italia
también había una gran densidad de población.
La tasa media de crecimiento anual de la población
europea durante el periodo comprendido entre 1980 y
1987 sólo fue del 0,3% (en el mismo periodo la
población de Asia creció cerca del 0,8% anual, y la de
Estados Unidos un 0,9% anual). En la misma época, hubo
grandes variaciones en la tasa de crecimiento según
los países europeos. Así, a finales de la década de
1980, Albania tenía una tasa de crecimiento anual del
1,9% aproximadamente y España del 0,5%, mientras que
las tasas de las ciudades de Gran Bretaña no cambiaron
significativamente y las de la antigua República
Democrática Alemana descendieron. En conjunto, la
lentitud de la tasa de crecimiento de población se
debió sobre todo a la baja tasa de natalidad.
Generalmente, los europeos disfrutan al nacer de una
de las más elevadas tasas de esperanza de vida, unos
75 años en la mayoría de los países, si la comparamos
con las mismas tasas en la India y la mayoría de los
países africanos, por debajo de los 60 años.
Los movimientos de la población, voluntarios o
involuntarios, han sido una característica constante
en la vida europea. A finales del siglo XX destacaron
dos movimientos: la migración de personas en busca de
trabajo como ‘trabajadores invitados’ (en alemán, gastarbeiter)
y la migración de zonas rurales a zonas urbanas.
Trabajadores italianos, yugoslavos, griegos, españoles
y portugueses (al igual que turcos asiáticos,
norteafricanos y de otras zonas no europeas) se
trasladaron, en su mayoría sin la intención de
establecerse permanentemente, a Alemania, Francia,
Suiza, Gran Bretaña y otros países en busca de
empleos. Además, muchos europeos emigraron desde zonas
rurales hasta las ciudades dentro de las fronteras
nacionales. Entre 1950 y 1975, la población urbana de
Europa occidental aumentó de un 70% aproximadamente a
casi un 80%; en Europa oriental creció del 35% al 60%.
Por otra parte, en comparación con las emigraciones
del siglo XIX y principios del XX, muy pocos europeos
salieron del continente. La mayor parte de las
personas que dejaron Europa a finales del siglo XX
emigraron a Sudamérica, Canadá o Australia.
En la mayor parte de los países
europeos la capital de la nación es la ciudad más
grande, pero además hay muchas otras ciudades
importantes. Numerosas capitales europeas tienen una
gran trascendencia económica y cultural y albergan
numerosos lugares históricos. Entre las ciudades más
famosas se encuentran Berlín, Budapest, Londres,
Madrid, Barcelona, Moscú, París, Praga, Roma,
Estocolmo y Viena.
Idiomas
Los europeos hablan una gran
variedad de idiomas. Las principales familias
lingüísticas están formadas por las lenguas eslavas,
que incluyen el ruso, el ucraniano, el bielorruso, el
checo, el eslovaco, el búlgaro, el polaco, el
esloveno, el macedonio y el serbo-croata; las lenguas
germánicas, que engloban el inglés, el alemán, el
neerlandés, el danés, el noruego, el sueco y el
islandés; las lenguas románicas, entre las que se
encuentran el italiano, el francés, el español, el
catalán, el portugués y el rumano. Estos idiomas
tienen básicamente los mismos orígenes y se clasifican
dentro de las lenguas indoeuropeas, que también
comprenden el griego, el albanés y lenguas celtas como
el gaélico, el galés y el bretón. Además de las
lenguas indoeuropeas, en el continente hay pueblos que
hablan lenguas ugrofinesas, además de otras lenguas,
como el vasco (euskera) y el turco. Muchos
europeos utilizan el inglés, el alemán, el español o
el francés como segunda lengua.
Religión
A finales de la década de 1980 la
mayor parte de los europeos se declaraban cristianos.
El grupo religioso más numeroso, el católico, vive
principalmente en Francia, España, Portugal, Italia,
Irlanda, Bélgica, el sur de Alemania y Polonia. Otro
gran grupo lo componen las confesiones protestantes,
concentradas en países del norte y el centro de
Europa, como Inglaterra, Escocia, el norte de
Alemania, los Países Bajos y los países de
Escandinavia. El tercer grupo cristiano más importante
era el ortodoxo, sobre todo en Rusia, Georgia, Grecia,
Bulgaria, Rumania, Serbia y Montenegro. Además, había
comunidades judías en la mayoría de los países
europeos (la más numerosa en Rusia), mientras que los
habitantes de Albania, Bosnia-Herzegovina y Turquía
eran en su mayor parte musulmanes.

Símbolos religiosos |
Cultura
En Europa hay una gran tradición
cultural reflejada en la calidad de su literatura,
pintura, escultura, arquitectura, música y danza. A
finales del siglo XX París, Roma, Londres, Berlín,
Barcelona, Madrid y Moscú eran centros culturales
especialmente famosos, pero otras muchas ciudades
también mantenían museos, grupos musicales y teatrales
y otras instituciones culturales. Los medios de
comunicación (radio, televisión y cine) de buena parte
de los países europeos han alcanzado un gran
desarrollo. También hay excelentes sistemas de
enseñanza y la tasa de alfabetización es alta en la
mayoría de las ciudades. Algunas de las más antiguas y
mejores universidades del mundo, como Cambridge,
Oxford, París, Heidelberg, Praga, Upsala, Bolonia,
Salamanca y Moscú se encuentran en Europa.

ECONOMÍA
Durante mucho tiempo, Europa ha
dirigido las actividades económicas mundiales. Como
lugar de nacimiento de la ciencia moderna y la
Revolución Industrial, adquirió una superioridad
tecnológica sobre el resto del mundo, lo cual le
proporcionó un dominio incuestionable durante el siglo
XIX. La Revolución Industrial, que comenzó en Gran
Bretaña en el siglo XVIII y desde allí se difundió a
todo el mundo, implicaba el uso de maquinaria compleja
y dio lugar a un gran incremento en la producción
agrícola y a nuevas formas de organización económica.
A partir de mediados del siglo XX, la creación de
importantes organizaciones supranacionales como la
Unión Europea, la Asociación Europea de Libre Comercio
y la Organización para la Cooperación y Desarrollo
Económico ha estimulado el crecimiento económico.
Agricultura
En general, la agricultura europea
es de tipo mixto: se producen varios tipos de cultivos
y actividad ganadera en la misma región. La parte
europea de la antigua URSS es una de las pocas
regiones extensas donde predomina el monocultivo. Las
naciones mediterráneas mantienen un tipo de
agricultura distinto, dominado por la producción de
cereales, aceite y cítricos. En la mayoría de estos
países la agricultura tiene más importancia en la
economía nacional que en los países del norte. En
Europa occidental las industrias de productos cárnicos
y lácteos son las más relevantes. La importancia de
los cultivos crece a medida que se avanza hacia el
este, como en la península de los Balcanes, donde
suman aproximadamente un 60% de la producción
agrícola, y en Ucrania, donde la producción de
cereales eclipsa a cualquier otro tipo de cultivo.
Europa en su totalidad destaca particularmente por su
elevada producción de trigo, cebada, avena, centeno,
maíz, patatas (papas), judías, guisantes (chícharos) y
remolacha azucarera (betabel). Además de ganado
vacuno, se crían grandes cantidades de ganado porcino,
caprino y animales de granja.
|
 |
A finales del siglo XX, Europa era
autosuficiente en los productos agrícolas básicos. En
buena parte de la tierra arable se utilizaban técnicas
avanzadas de agricultura, como la aplicación de
maquinaria moderna y fertilizantes químicos, pero en
regiones del sur y sureste de Europa aún dominaban la
técnicas tradicionales, poco eficientes. Durante gran
parte del periodo en el que los regímenes comunistas
ocuparon el poder en Europa oriental, la agricultura
de estos países (con la excepción de Polonia y
Yugoslavia) se basó en grandes granjas y comunas
estatales.
Silvicultura y pesca
Los bosques septentrionales, que se
extienden desde Noruega a través del norte de la Rusia
europea, son la principal fuente de productos
forestales de Europa. Suecia, Noruega, Finlandia y
Rusia tienen industrias forestales relativamente
grandes que producen pasta de madera, madera para la
construcción y otros artículos. En Europa meridional,
España y Portugal fundamentalmente, se manufacturan
gran variedad de productos del corcho extraído del
alcornoque. Aunque todos los países europeos costeros
poseen alguna industria pesquera, la pesca tiene gran
importancia en los países del norte, en especial
Noruega y Dinamarca. España, Rusia, Gran Bretaña y
Polonia también son naciones pesqueras destacadas.
Minería
 |
|
La distribución actual de la
población de gran parte de Europa ha estado
determinada por antiguas actividades mineras, en
especial por la explotación de carbón. Zonas
carboníferas, como los Midlands (en Gran Bretaña), la
región del Ruhr (en Alemania) y Ucrania atrajeron a
las industrias y estimuló la creación de estructuras
industriales que permanecen actualmente. Aunque el
número de personas dedicadas a la minería está
descendiendo en Europa, principalmente a causa de la
mecanización, todavía existen varios centros
importantes: el Ruhr (en Alemania), Silesia (en
Polonia) y Ucrania son productores importantes de
carbón. Se produce mineral de hierro en abundancia al
norte de Suecia, al este de Francia y en Ucrania. Se
extrae gran variedad y cantidad de otros minerales,
como la bauxita, el cobre, el manganeso, el níquel, el
potasio y el mercurio (en España). Una de las más
recientes e importantes industrias de extracción en el
continente es la producción de petróleo y gas natural
en zonas cercanas a la costa, en el mar del Norte.
Durante mucho tiempo se han extraído grandes
cantidades de estos productos en la parte meridional
de la Rusia europea, en especial en la región del
Volga.
Industria
Desde la Revolución Industrial, el
sector secundario transformó radicalmente las
estructuras económicas y ayudó en la formación de unos
nuevos patrones vitales y culturales en Europa. Las
zonas centrales y septentrionales de Inglaterra se
convirtieron pronto en centros de industria moderna,
al igual que las regiones del Ruhr y Sajonia (en
Alemania), el norte de Francia, Silesia (en Polonia) y
Ucrania. El hierro y el acero, los metales fabricados,
los tejidos, los barcos, los vehículos motorizados, y
el material móvil han sido productos fundamentales en
la industria europea durante mucho tiempo. La
elaboración de productos químicos y equipo electrónico
y de otros artículos de alta tecnología ha estimulado
el crecimiento de la industria durante el periodo
posterior a la II Guerra Mundial. En conjunto, la
actividad se concentra en especial en la parte central
del continente (una zona que se extiende por
Inglaterra, el sur y el este de Francia, el norte de
Italia, Bélgica, los Países Bajos, Alemania, Polonia,
la República Checa, Eslovaquia, el sur de Noruega y el
sur de Suecia), así como en la Rusia europea y
Ucrania.
Energía
Europa consume gran cantidad de
energía. Las principales fuentes energéticas son el
carbón, el lignito, el petróleo, el gas natural y la
energía nuclear e hidroeléctrica. En Noruega, Suecia,
Francia, Suiza, Austria, Italia y España hay
importantes instalaciones hidroeléctricas, que
proporcionan gran parte de la producción anual de
electricidad. La energía nuclear es importante en
Francia, Gran Bretaña, Alemania, Bélgica, Lituania,
Ucrania y otras antiguas repúblicas soviéticas,
Suecia, Suiza, Finlandia y Bulgaria. Irlanda se
distingue del resto de los países europeos en la
utilización de la turba como principal fuente
energética para uso doméstico; también se utiliza para
generar electricidad.
Transporte
El sistema de transportes europeo
está muy desarrollado, y es más denso en la parte
central del continente. Escandinavia, la antigua URSS
europea y el sur de Europa poseen infraestructuras de
transporte menos desarrolladas. Existe gran número de
vehículos privados y buena parte de las mercancías se
transportan por carretera. Las redes de ferrocarril
están en buen estado en la mayor parte de los países
europeos y son importantes para el transporte tanto de
personas como de mercancías. El transporte marítimo
tiene un papel destacado en la economía europea.
Varios países, como Grecia, Gran Bretaña, Italia,
Francia, Noruega y Rusia mantienen grandes flotas de
barcos mercantes. Rotterdam (en los Países Bajos) es
uno de los puertos con mayor tráfico del mundo. Otros
puertos importantes son Amberes (en Bélgica), Marsella
(en Francia), Hamburgo (en Alemania), Londres (en Gran
Bretaña), Génova (en Italia), Gdañsk (en Polonia),
Bilbao (en España) y Göteborg (en Suecia). Una buena
parte de las mercancías se transportan al interior por
vías fluviales; los ríos europeos con un tráfico
comercial destacado son el Rin, el Escalda, el Sena,
el Elba, el Danubio, el Volga y el Dniéper. Además, en
Europa hay varios canales importantes. Casi todos los
países europeos cuentan con aerolíneas nacionales, y
algunas, como Air France, British Airways, Swissair,
Iberia, Lufthansa (Alemania) y KLM (los Países Bajos)
tiene importancia mundial. La mayoría de los sistemas
de transporte de los países europeos son estatales.
Desde la II Guerra Mundial se han construido numerosos
oleoductos para transportar petróleo y gas natural. La
Unión Europea (UE) ha propiciado el desarrollo de
importantes redes transeuropeas a través de sus países
miembros.
Comercio internacional
En su mayoría, los países europeos
mantienen un notable comercio internacional. Gran
parte de dicho comercio es de carácter interior, en
especial entre miembros de la Unión Europea, pero los
europeos también comercian a gran escala con países de
otros continentes. Alemania, Francia, Gran Bretaña,
Italia y los Países Bajos se encuentran entre las
principales naciones mercantiles del mundo. Una buena
parte del comercio intercontinental europeo se basa en
la exportación de productos industriales y en la
importación de materias primas.

HISTORIA
-
Prehistoria antigüedad
. Llegada de indoeuropeos
. Culturas edad del hierro
. La supremacía de Grecia
. El dominio de Roma
. Las grandes migraciones |
-
Inicios de la edad media
. Orígenes poder
de la Iglesia
. El Imperio bizantino
. El ascenso de los francos
. Carlomagno
. Nuevas invasiones |
-
Alta y baja edad media
. Crecimiento intelectual
. Evolución política
. La unidad cultural
. Ascenso conciencia nacional |
. |
. |
. |
-
Época moderna
.
Nacimiento una nueva era
. La Reforma protestante
. Las guerras religiosas
. La era del absolutismo
. Centralización del Estado
. Visión secular del mundo
. El despotismo ilustrado |
-
La era de las revoluciones
.
El reinado del Terror
. Llegada de Napoleón al poder
. Las Guerras Napoleónicas
. Liberalismo y nacionalismo
. Socialismo
. Los románticos
. Revoluciones
. La política pragmática |
-
El
siglo XX
.
Las guerras mundiales
. La I Guerra Mundial
. El periodo de entreguerras
. La II Guerra Mundial
. Enfrentamiento Este-Oeste
. Resistencia al control soviético
. Resistencia a influencia EEUU |
. |
. |
. |
Desde la
prehistoria hasta la actualidad, Europa ha sido
ocupada por numerosos pueblos. El siguiente resumen
sólo incidirá en aquellos hechos, desarrollos,
tendencias e individuos que han sido responsables de
transiciones o transformaciones decisivas en Europa a
través de los siglos. Hasta cierto punto, las
secciones de historia de los artículos de los países
europeos contienen datos más detallados sobre el
origen, crecimiento y estado actual de la civilización
occidental. Dichas secciones también remiten al lector
a una gran variedad de artículos que tratan aspectos
más amplios de la civilización europea. Es más, varios
artículos contienen referencias a otras entradas
relacionadas con los acontecimientos continentales. Un
repaso de todo el material pertinente puede ser un
requisito anterior a la comprensión adecuada de Europa
en cualquier época.
Prehistoria y antigüedad
El hombre moderno (Homo sapiens
sapiens) apareció por primera vez en Europa a
finales del paleolítico (antigua edad de piedra). Los
cazadores y recolectores dejaron tras de sí notables
ejemplos de arte rupestre (hace entre 25.000 y 10.000
años), que se han encontrado en más de 200 cuevas,
principalmente en Francia y España. Hace unos 10.000
años, al final del pleistoceno (el más reciente de los
periodos glaciales) el clima comenzó a mejorar y se
aproximó gradualmente a las condiciones actuales. Con
el tiempo, los pueblos del neolítico desarrollaron
economías agrícolas que sustituyeron a la caza y la
recolección. Durante el sexto milenio a.C., la
agricultura se extendió a la mayor parte de Europa
occidental. Algunas de estas culturas neolíticas, que
nacieron alrededor del año 5.000 a.C., erigieron
enormes monumentos de piedra (megalitos), bien como
estructuras funerales, bien como monumentos
conmemorativos de hechos notables. El desarrollo del
neolítico temprano fue especialmente intenso en las
zonas del Danubio y los Balcanes, en las llamadas
culturas de Starcevo (cerca de Belgrado, en la Serbia
actual) y Danubiana. En los Balcanes meridionales, la
cultura de Sesklo (en Tesalia) había desarrollado
complejas formas protourbanas alrededor del año
5.000 a.C. Ésta, a su vez, condujo a la cultura de
Dimini (también en Tesalia), caracterizada por las
aldeas fortificadas. Las excavaciones en los Balcanes
han demostrado que en la zona se utilizaba el cobre en
el año 4.000 a.C. aproximadamente, durante la cultura
de Vinca (alrededor del año 4.500-3.000 a.C.). En esta
época, el comercio, especialmente del ámbar procedente
del mar Báltico, adquiría cada vez más importancia.
Los grandes yacimientos de cobre y estaño de Europa
central (Bohemia) permitieron el desarrollo de la
tecnología del bronce durante el tercer milenio a.C.
Las tumbas aristocráticas típicas de este periodo se
cubrían con túmulos o tumuli, pero
a finales del segundo milenio antes de Cristo hubo un
cambio: la cremación se convirtió en algo común, y los
entierros en urnas (que dieron paso a la denominada
cultura de los Campos de Urnas) se convirtieron en una
costumbre establecida.
La llegada de los indoeuropeos
Las investigaciones aún no han
determinado con exactitud donde se originaron las
lenguas indoeuropeas que se hablan en gran parte de
Europa en la actualidad. Algunos investigadores creen
que la cultura del kurgan (túmulo), que se inició al
norte del mar Negro alrededor del año 2500 a.C., fue
una primitiva cultura indoeuropea. De acuerdo con esta
teoría, en el año 2220 a.C. aproximadamente, estos
indoeuropeos invadieron y se extendieron por los
Balcanes, e introdujeron los caballos en la región;
después se dispersaron por toda Europa. Por
consiguiente, a mediados de la edad del bronce los
pueblos de los Balcanes y Europa central pudieron
haber hablado lenguas indoeuropeas. No obstante, y con
la excepción de las civilizaciones de Creta y Grecia,
en el segundo milenio a.C., la mayor parte de Europa
desconocía la escritura.
La primera civilización que maduró
en Europa fue la de Creta, en el segundo milenio a.C.
Llamada civilización minoica por el legendario rey
Minos, esta sociedad de la edad del bronce controló el
Egeo alrededor del año 1600 a.C. (véase Civilización
del Egeo). La fecha de la llegada de los primeros
invasores griegos a Grecia es poco fiable. Muchos
eruditos están de acuerdo en que fue cerca del año
1900 a.C. Hacia el año 1400 a.C. aproximadamente,
estos griegos (llamados micénicos por su principal
ciudad, Micenas) habían conquistado los dominios
cretenses. La civilización micénica mantenía contactos
comerciales con Oriente Próximo y Britania. No
obstante, después del año 1200 a.C., la sociedad
micénica fue casi totalmente destruida debido a la
invasión de los pueblos del Norte, probablemente de
griegos dorios, quienes, a pesar de tener una cultura
menos avanzada, habían aprendido a fabricar armas de
hierro. El comienzo de la edad del hierro se
caracterizó por una regresión cultural.
Culturas de la edad del hierro
A finales de la edad del bronce, la
población había comenzado a incrementarse rápidamente
en otras zonas de Europa. A principios de la edad del
hierro, que comenzó aproximadamente en el año
1000 a.C., las tribus de la cultura de los Campos de
Urnas de Centroeuropa comenzaron su expansión a lo
largo de los ríos más importantes y dieron lugar a
importantes grupos, como los celtas y los eslavos, al
igual que los itálicos y los ilirios. Al norte de
Italia, la cultura de Villanova (alrededor de
1000-700 a.C.) adquirió gran importancia, y otra
cultura similar, la de Halstatt (aproximadamente
750-450 a.C.) se difundió a gran parte de Europa
occidental con la expansión de los celtas entre los
siglos VII y IV a.C. Los celtas también se identifican
con la cultura de La Tène (aproximadamente
450-58 a.C.), cuyo precedente inmediato era la de
Halstatt. Alrededor del año 500 a.C., los germanos
comenzaron a expandirse desde Escandinavia meridional
y el Báltico. En la península Ibérica, los celtas se
encontraron el año 900 a.C. con los iberos, que ya se
habían instalado en ella mucho antes, procedentes del
sur. Fue el primer gran mestizaje peninsular.
La supremacía de Grecia
Alrededor del año 800 a.C. la
civilización griega comenzó su resurgir tras la
conmoción de la invasión doria, pero en una forma
diferente de la cultura micénica. Esto se debió en
gran parte a los fenicios, que habían establecido
puestos comerciales en el Mediterráneo y difundido
elementos de la civilización de Oriente Próximo hacia
el Oeste. Los griegos tomaron de ellos el alfabeto
fenicio, al que añadieron vocales llenas. En el siglo
VIII a.C. las ciudades-estado griegas comenzaron a
expandirse, estableciendo colonias en el Mediterráneo
occidental; en el siglo siguiente, la civilización
helénica había alcanzado su madurez. La creación de
colonias aumentó y la prosperidad del comercio entre
estos asentamientos y con otros pueblos tuvo como
consecuencia la difusión de la civilización griega. La
mayoría de estas nuevas ciudades griegas, aunque casi
independientes, estaban unidas por una cultura común.
Eran conscientes de su herencia helénica y
consideraban a los otros pueblos bárbaros. La mayoría
de los grupos étnicos del Mediterráneo occidental
(incluidos los etruscos, que habían sustituido a los
miembros de la cultura de Villanova) pronto adoptaron
elementos de la cultura griega. La mayoría de los
centros urbanos importantes del área, griegos o no,
pasaron de ser monarquías a crear regímenes
aristocráticos, que finalmente dieron lugar a
oligarquías comerciales (plutocracias).
Aproximadamente en el siglo V a. C. algunos centros
griegos, como Atenas, se habían convertido en
democracias. En esa época, Grecia comenzó a ser
amenazada por la expansión del Imperio persa, fundado
en el siglo anterior. Pronto los persas conquistaron
toda Asia Menor y, en el año 490 a.C., atacaron
Grecia. Después de que los persas fueran rechazados
definitivamente (479 a.C.), la Atenas democrática
surgió como la mayor potencia del mundo griego. Se
estableció un imperio ateniense en el Egeo que
precipitó la integración económica y cultural de la
región; el siglo V a.C. fue la edad de oro de la
civilización griega clásica. No obstante, las
políticas expansionistas atenienses y las antiguas
rivalidades económicas y políticas provocaron la
guerra del Peloponeso (431-404 a.C.) en la que gran
parte de Grecia fue devastada; las guerras entre las
ciudades griegas continuaron en el siglo siguiente.
Macedonia, situada al norte de
Grecia, no había sido en su origen parte del mundo
griego. Alrededor del siglo IV a.C., sin embargo, su
clase dirigente se había helenizado. Bajo Filipo II,
Macedonia conquistó gran parte de Grecia, y su hijo,
Alejandro Magno añadió el Imperio persa a estas
posesiones. Tras su muerte, sus sucesores dividieron
el imperio, por lo que los centros de gravedad durante
el siguiente periodo (conocido como helenístico) se
trasladaron a ciudades como Alejandría, en Egipto, y
Antioquía, en Turquía. Finalmente, Macedonia y Grecia
fueron conquistadas por Roma en el siglo II a.C.
El dominio de Roma
Al contrario que Grecia, a
principios de la edad del hierro Italia estaba
fragmentada en numerosos grupos étnicos y
lingüísticos. Mezclados entre las primeras culturas
neolíticas, hubo varios grupos de indoeuropeos que se
infiltraron en el norte de Italia a finales del
segundo milenio a.C. y posteriormente se expandieron
por toda la península. El más numeroso de estos grupos
fueron los itálicos. Una importante cultura de la edad
del hierro (la de Villanova) se desarrolló al norte y
tuvo un gran impacto en las regiones vecinas.
Probablemente durante el siglo X a.C., los etruscos, o
al menos su clase dirigente, emigraron desde Asia
Menor. Se establecieron en Italia central y
septentrional y crearon una civilización compuesta por
elementos villanovianos y orientales. A esto se añadió
una intensa influencia de la civilización griega,
incluido el alfabeto, procedente de las colonias
griegas del sur.
 |
|
Alrededor de esta época —la fecha
tradicional es el año 753 a.C.— se fundó Roma junto al
río Tíber. Los romanos eran un pueblo latino
perteneciente al grupo itálico. Roma (al principio una
simple aldea) fue ocupada y civilizada por los
etruscos hasta finales del siglo VI a.C.
Posteriormente, los romanos comenzaron la conquista de
las zonas vecinas, y, a principios del siglo IV a.C.,
habían conquistado la importante ciudad etrusca de
Veii. Tras un revés temporal causado por la invasión
de los galos (una tribu celta), los romanos
continuaron anexionándose grandes zonas de Italia; a
principios del siglo III a.C. la mayor parte de Italia
central y septentrional era romana. Al contrario que
los griegos, los romanos conectaron sus dominios con
carreteras y garantizaron la total o parcial
ciudadanía a los asentamientos situados fuera de Roma,
una política que finalmente dio lugar a una lengua y
una cultura más o menos uniformes.
La expansión de Roma
En las llamadas Guerras Pírricas
(280-271 a.C.), Roma consiguió el control de la Italia
meridional griega y, al absorber este área, se
helenizó en parte. La conquista puso a Roma en
confrontación directa con Cartago, una antigua colonia
fenicia del norte de África, por el control del
Mediterráneo occidental. En las posteriores guerras
con Cartago (véase Guerras
Púnicas), Roma obtuvo la victoria y Sicilia, Córcega,
Cerdeña, y el norte de África cayeron bajo su esfera
de influencia. El dominio romano de la península
Ibérica no fue fácil y entre los episodios de
resistencia se hizo célebre la defensa de Numancia,
cuyos habitantes prefirieron morir antes de
entregarse. Frente a los romanos, el héroe peninsular
Viriato inventó un tipo de acción militar que se hizo
célebre, la guerra de guerrillas. A mediados del siglo
II a.C., Cartago había sido destruida por Roma, que
también conquistó Macedonia y Grecia. Los romanos
limpiaron los mares de piratas y extendieron sus
carreteras por toda la región, con lo que facilitaron
las comunicaciones y favorecieron la unión cultural.
Esta amalgama cultural romano-helenística fue
bilingüe: el latín dominó al oeste y el griego al
este.
El Imperio romano

Reconstrucción Roma Imperial |
Tras un periodo de guerras civiles
y luchas, la República romana se transformó en un
Imperio bajo el emperador Augusto, aproximadamente a
principios de la era cristiana. En los 200 años
siguientes el nivel de prosperidad del Mediterráneo
alcanzó un grado tal que en muchos aspectos no pudo
ser igualado hasta 1.500 años después. El Imperio
romano asimiló a numerosos pueblos; además, en el año
212 d.C., la mayor parte de los hombres libres nacidos
dentro de los confines del Imperio se convirtieron en
ciudadanos romanos. Este concepto de ciudadanía
universal fue único en el mundo antiguo. Más allá de
las fronteras del Imperio, ciertos elementos de la
cultura grecorromana influyeron también en las tribus
celtas y germanas. La península Ibérica sufrió un
profundo proceso de romanización. Se dice que era ‘el
granero de Roma’ y una de sus provincias más ricas.
Romanos famosos nacidos en la península fueron
Quintiliano, el poeta Lucano y el filósofo Séneca.
El siglo III d.C. fue una época de
quiebra de las estructuras imperiales, después de la
cual el emperador Diocleciano reorganizó el Imperio.
Muchas de sus reformas económicas y sociales
anticiparon la edad media y sus cambios
administrativos acabaron con la supremacía de Italia.
En el siglo IV, bajo Constantino I el Grande,
Constantinopla (actual Estambul) reemplazó a Roma como
capital, y el cristianismo se convirtió de hecho, si
bien no oficialmente, en la religión del Estado. En el
siglo V, tras la caída del Imperio romano de Occidente
ante los grupos germánicos invasores, que dio lugar a
la instauración de una serie de reinos germanos, la
Iglesia conservó la herencia romana. La romanización
del Imperio había sido tan completa que hoy día las
lenguas que se derivan del latín se hablan en Francia,
España, Portugal, Italia, partes de Suiza y Rumania.
Las grandes migraciones
Mientras la civilización se
consolidaba en el Mediterráneo, en otras partes de
Europa hubo grandes cambios. Las culturas de la edad
del bronce y del hierro de las regiones periféricas
consistían principalmente en comunidades pastoriles y
agrícolas, mucho menos estables que los asentamientos
grecorromanos. Las emigraciones de áreas más pobres a
zonas más ricas fueron continuas, y el movimiento de
un pueblo o tribu desplazaba a su vez a otros pueblos
y a menudo provocaba reacciones en cadena. Los
primeros en comenzar dichos movimientos durante los
siglos finales de la era precristiana y principios de
la era cristiana fueron las tribus germánicas. Estas
tribus habían ocupado partes de Escandinavia
meridional y Alemania septentrional a finales de la
edad del bronce. Durante la edad del hierro comenzaron
a emigrar al sur, quizás a causa de un empeoramiento
del clima. En el siglo II a.C. dos tribus germánicas,
los cimbrios y los teutones, alcanzaron la zona que
hoy día es Provenza, pero fueron rechazados finalmente
por los romanos. Los suevos tuvieron más éxito y
ocuparon parte de la Alemania actual. Las tribus
celtas de esa región fueron empujadas hacia el oeste
para ser conquistadas muchos años más tarde por los
romanos bajo mando de Julio César. La expansión romana
hacia los territorios germánicos fue interrumpida en
el año 9 d.C., cuando tropas germánicas dirigidas por
Arminio (Hermann) aplastaron a las legiones romanas en
el bosque de Teoburgo. Como consecuencia, Roma
estableció una zona de contención al este del Rin y al
norte del Danubio. Aproximadamente en el año 150 d.C.,
las migraciones y posteriores dislocaciones de pueblos
se intensificaron de nuevo y amenazaron las fronteras
imperiales. El emperador Marco Aurelio luchó con éxito
contra los marcomanos y los cuados, al igual que
contra un pueblo no germano, los yacigos; un ejemplo
de las características de este periodo es que Marco
Aurelio pasó gran parte de su reinado luchando con las
tribus invasoras. A comienzos del siglo III d.C., los
alamanes habían penetrado al norte de la frontera
romana, y al este los godos comenzaron su infiltración
en la península de los Balcanes. Tras su derrota ante
las tropas imperiales, los godos se convirtieron en
mercenarios de Roma.
 |
Migraciones |
Durante la segunda mitad del siglo
III, los grupos germánicos (incluidos los francos)
penetraron en el Imperio. Se hicieron grandes
esfuerzos para fortalecer las defensas interiores.
Bajo el emperador Aureliano se construyó una muralla
alrededor de la misma Roma, Dacia fue abandonada, y se
reclutaron cada vez más mercenarios germánicos para
formar parte de los ejércitos romanos. Roma sólo pudo
capear la crisis del siglo III gracias a la
reestructuración del Imperio por parte de Diocleciano,
realizada en principio para enfrentarse a las tribus
germanas con más eficiencia. Después de la mitad del
siglo IV la situación parecía estar bajo control, pero
un nuevo pueblo, los hunos, invadió Europa desde Asia
central y causó una nueva serie de reacciones. Los
godos fueron empujados hacia los Balcanes y derrotaron
a los romanos en Adrianópolis en el año 378. En el 410
los visigodos de Alarico I saquearon Roma y provocaron
una conmoción en todo el Imperio. Poco después los
vándalos, tras atravesar la península Ibérica,
penetraron en el norte de África bajo dominio romano y
establecieron un reino. En el año 451 un ejército
romano, formado en gran parte por visigodos, derrotó a
los hunos de Atila, pero años más tarde Roma fue
saqueada de nuevo, esta vez por los vándalos. En ese
momento Britania, Galia e Hispania estaban ocupadas
por tribus germánicas. El final del Imperio de
Occidente llegó en el año 476, cuando mercenarios
germánicos depusieron al emperador Rómulo Augústulo y
convirtieron a su jefe, Odoacro, en rey de Italia. En
esta época, Hispania estaba dominada ya por los
visigodos, que habían abrazado la herejía arriana, que
no aceptaba que Cristo fuera parte de la Santísima
Trinidad, considerándolo simplemente un profeta. A
partir del dominio romano, florecieron mártires y
santos.

Inicios de la edad media
Rómulo Augústulo fue depuesto en el
año 476 sin haber designado heredero, y cuando a
Zenón, el emperador del Imperio de Oriente, le
aconsejaron que no había una razón inmediata para
designar un sucesor, la sugerencia parecía razonable.
En teoría, en la ley y en los corazones del pueblo, el
Imperio era invulnerable. Muchos reinados de
emperadores habían sido cortos, muchos habían
terminado violentamente y los pueblos germánicos
beligerantes habían estado presentes en la vida
política romana durante más de un siglo. Nadie podría
haber imaginado en la época que Rómulo Augústulo (que
irónicamente llevaba el nombre del legendario fundador
de Roma) iba a ser el último emperador romano de
Occidente y que una época había terminado.
El conflicto romano-germánico
Con el final del siglo IV los
pueblos germanos del norte y el este del Imperio
romano habían comenzado un movimiento hacia el oeste y
el sur. Eran pueblos agrícolas y pastoriles y, como
todos los pueblos pastores con un alto grado de
nomadismo, tenían una larga historia de migraciones.
Para afrontar la emigración germánica, Roma, con
serios problemas económicos, siguió una política de
adaptación pragmática. El Imperio, cuya extensión era
excesiva, se podía permitir perder territorio, que se
cedía inmediatamente a los germanos; pero los
emperadores decidieron defender puntos estratégicos
vitales, como los puertos mediterráneos, de los que
dependía Europa meridional para conseguir el
imprescindible trigo norteafricano. A mediados del
siglo V, sin embargo, los grupos germánicos tenían el
control político del Imperio de Occidente. Los francos
invadieron la Galia a principios del siglo V, la
península Itálica se convirtió en un reino godo por
invitación del emperador, los visigodos conquistaron
la península Ibérica alrededor del año 507 y los
vándalos habían invadido las provincias del norte de
África, ricas en cereales, en el año 428
aproximadamente. En la península Ibérica, la
conversión del visigodo Recaredo al cristianismo (año
587), resolvió el conflicto que enfrentaba a la
iglesia hispanorromana con la elite invasora
dominante. Se acepta que con Recaredo se estableció un
proyecto de unidad político-territorial, incorporando
a los pueblos peninsulares en el sistema político de
la monarquía visigoda.
Las tribus germánicas querían tierras y riquezas,
pero también deseaban vivir como romanos, y lo que se
considera convencionalmente como la ‘barbarización’
del Imperio de Occidente debería considerarse con la
misma firmeza la romanización de los bárbaros. El
conflicto básico entre ambos pueblos fue religioso.
Los germanos occidentales eran
paganos que adoraban un panteón de dioses celestiales
y deidades naturales. Los germanos orientales ya se
habían convertido al cristianismo gracias a la intensa
actividad misionera desarrollada por el obispo Ulfilas,
un seguidor de la doctrina del arrianismo, que
mantenía que Cristo era totalmente humano y no tenía
naturaleza divina. En el año 380 esta teoría se
consideró una herejía. De este modo, los pueblos
germánicos fueron odiados y temidos menos como
enemigos políticos de Roma que como portadores de una
versión herética del cristianismo.
Los orígenes del poder de la
Iglesia
La oposición religiosa a los
invasores paganos y arrianos dio un nuevo sentido a la
Iglesia y al Papado durante este periodo. El gobierno
eclesiástico se había organizado de forma muy parecida
a la administración provincial romana: el control
estaba en las manos de los obispos independientes
locales. No obstante, tres obispados, Alejandría,
Antioquía y Roma, ocuparon posiciones comparables a
las de los gobernadores provinciales, al supervisar no
sólo las congregaciones de sus propias ciudades, sino
también las de los territorios vecinos. Los tres
fueron figuras de gran prestigio y cada uno recibió el
título honorífico de papa (padre). El papa de Roma
tenía el prestigio adicional de ser el heredero
directo de san Pedro, el primer obispo de Roma. En
principio la influencia del Papado creció por la
enorme actividad de varios papas romanos, pero la
transigencia, la parálisis y el colapso final del
gobierno romano en Occidente fue un motivo aún más
importante: mientras la autoridad política se
desintegraba, los obispos permanecieron firmes en lo
que ellos consideraban la verdad y el antiguo orden, y
el último representante de este orden en Roma ya no
eran el emperador o el Senado sino el papa, que
ocupaba la silla de San Pedro.
El Imperio bizantino
Sin embargo, un emperador romano
dirigía aún el Imperio de Oriente y sus sucesores
continuarían reinando durante otros 1.000 años.
Constantinopla era ahora la ciudad que gobernaba las
provincias romanas del Mediterráneo oriental, aunque
el Imperio se había transformado de tal manera que los
historiadores modernos lo han llamado bizantino en
lugar de romano.
 |
Imperio Bizantino |
Todos los elementos básicos del Imperio bizantino
estuvieron presentes en la época del gran emperador
del siglo VI, Justiniano I. La tendencia del Imperio,
presente durante toda la historia de Roma, a
convertirse en una autocracia militar quedó eliminada
definitivamente durante su reinado. El gobierno se
convirtió por entero en un cuerpo profesional y civil,
centrado en el palacio imperial y, lo más importante,
en el emperador mismo. La ley romana se codificó de
forma sistemática. La economía y la recaudación de
impuestos se centralizaron. La política religiosa de
Justiniano también contribuyó a la centralización. En
una época de intensos conflictos religiosos y revisión
de la doctrina, el Imperio bizantino se convirtió en
el Imperio ortodoxo y la religión del emperador en la
religión oficial del Estado.
En los primeros años de su reinado, Justiniano se
embarcó en un intento de reconquistar el Occidente
arriano. El reino vándalo de África cayó rápidamente,
al igual que el itálico de los lombardos y la zona
oriental del reino de los visigodos en la península
Ibérica. No obstante, debido a la presión continua de
los Sasánidas de Persia, el Imperio perdió su poder
militar en la península Ibérica, que resurgió como un
reino visigodo con una cultura y una organización
política particulares. En Italia, las fuerzas
imperiales se retiraron a Sicilia y a su plaza fuerte
del Adriático, Ravena, y dejaron el resto de la
península a los lombardos. Los Balcanes fueron
completamente devastados por los ávaros y los pueblos
eslavos.
En efecto, las conquistas
occidentales de Justiniano dieron a la Europa medieval
su estructura cultural característica. Los territorios
europeos mediterráneos se separaron del norte,
económica y culturalmente subdesarrollado. En realidad
eran parte de Oriente Próximo, una evolución que se
consumó en el siglo VII, cuando el norte de África y
el suroeste de Europa (la península Ibérica y partes
del sureste de Francia) cayeron ante los ejércitos
musulmanes.
El ascenso de los francos
En el norte, la historia europea
desde el siglo V al IX estuvo dominada por un grupo de
tribus germánicas occidentales denominadas
colectivamente francos. Al contrario que los germanos
orientales, los francos se convirtieron directamente
de su antiguo paganismo al cristianismo católico, sin
un periodo intermedio de arrianismo. Los francos
salios comenzaron su conversión definitiva el año 496,
después de que su jefe guerrero Clodoveo I se
bautizara por el rito cristiano junto a muchos de sus
seguidores. Clodoveo I, un descendiente de Merovech o
Merowig (que reinó entre 448 y 458) y parte de la
familia gobernante de los francos salios, fue el
primer rey de la dinastía merovingia. Gracias a sus
numerosas victorias contra otros pueblos y el éxito de
una larga serie de complejas disputas familiares
características de la cultura franca, se convirtió en
el gobernante supremo de todos los francos.
A la muerte de Clodoveo, por la ley tradicional de
los francos salios, las tierras bajo su control se
dividieron entre sus cuatro hijos. Éstos, a su vez,
dejarían sus tierras a todos sus herederos masculinos,
de manera que toda la época de gobierno merovingio se
caracterizó por periodos alternos de fragmentación y
consolidación, dependiendo del número y habilidades de
los herederos.
Esta era llegó a su fin en el siglo VIII.
Históricamente los últimos reyes merovingios se
ganaron el apelativo de rois
fainéants (‘reyes
perezosos’). Poco a poco el poder se concentró en el
cargo del mayordomo de palacio y no en el rey, hasta
que, en el año 751, el rey Childerico III y su único
hijo fueron encarcelados. Su pelo largo (simbolismo de
su nobleza) fue cortado y el mayordomo de palacio,
Pipino el Breve, hijo del gran guerrero Carlos Martel,
se proclamó rey de los francos, el primero de la
dinastía carolingia en asumir el título real.
El golpe de Estado carolingio nunca
habría ocurrido sin la intervención activa del papa.
En varias cartas que ambos mandatarios se cruzaron
entre el año 740 y el 750, el rey carolingio inquiría
sobre la conveniencia de mejorar el gobierno del
reino, en el que todo el poder no estaba en manos del
monarca; el papa respondió citando el precedente
bíblico de David, ungido por el profeta Samuel
mientras el rey Saúl aún vivía. Es más, el papa siguió
el precedente y ungió a Pipino, y seguiría ungiendo a
sus descendientes en un ritual de consagración real.
Carlomagno
|
 |
El más grande de los reyes
carolingios fue Carlomagno (742-814) que en su propia
época fue una figura mítica y legendaria. Su reinado
marcó la culminación del desarrollo franco. Bajo su
gobierno, los francos, por medio de una serie de
conquistas, se convirtieron en los dueños de Occidente
y en los garantes del poder papal en Italia.
Carlomagno derrotó a los lombardos en Italia, a los
frisios en el norte, a los sajones en el este, se
anexionó el ducado de Baviera y expulsó a los
musulmanes del sur de Francia. Consolidó su poder
sobre este vasto territorio al conseguir que los
miembros de los sectores terratenientes se aliaran
entre sí y con él mismo mediante juramentos especiales
de lealtad, que se recompensaban ocasionalmente con
tierras de zonas recién conquistadas y con absoluta
jurisdicción sobre sus súbditos. Esta política —el
primer ejemplo importante de los crecientes lazos de
dependencia personal conectados con el poder político
llamado feudalismo— no sólo proporcionó a Carlomagno
un suministro permanente de guerreros, sino que
también contribuyó a controlar más fácilmente su
territorio. Los vasallos del rey y sus subordinados
más cercanos, así como los vasallos de éstos, se
convirtieron a su vez en delegados y representantes
del propio monarca.
El aumento del sentido de misión
cristiana de Carlomagno fue inseparable de la
consolidación militar y política. Fundó monasterios en
territorios fronterizos que funcionaron como
establecimientos de colonizadores que sometieron los
bosques y pantanos (los imponentes hogares de los
antiguos dioses paganos) al control cristiano y los
hicieron cultivables. También fueron centros de
actividad misionera y educacional, pues la expansión
del cristianismo requería un clero preparado, un rito
homogeneizado y la producción de libros importantes.
La clave fue la educación, y el trabajo práctico de
fundación y dotación de personal de las escuelas
monásticas y catedralicias demandaba ayuda exterior.
Carlomagno la encontró en Roma y en las tierras
lombardas de Italia, donde las antiguas tradiciones
educativas no habían muerto por completo. No obstante,
la mayor contribución a la reforma educacional
carolingia fue anglo-irlandesa, pues los grandes
monasterios de Inglaterra e Irlanda eran ricos en
libros y en su preparación; de hecho, el consejero
principal de Carlomagno fue el erudito inglés Alcuino
de York.
El reino de los francos, como
resultado de todo ello, integró Europa territorial y
culturalmente como no se había hecho desde el Imperio
romano. El día de Navidad del año 800, Carlomagno fue
a oír misa a la catedral de San Pedro de Roma. Según
se cuenta, mientras se levantaba de orar, el Papa
colocó una corona en su cabeza, se inclinó ante él y
le proclamó imperator et augustus ante
el pueblo. Así pues, Carlomagno se convirtió no sólo
en el emperador de los francos, sino también de Roma.
El poder del nuevo Estado (que se llamó Sacro Imperio
Romano Germánico), la organización de la Iglesia y las
antiguas tradiciones de Roma se habían vuelto
indistinguibles entre sí.
Nuevas invasiones
Los últimos años del reinado de
Carlomagno estuvieron marcados por tensiones políticas
que continuaron en los reinados de sus descendientes.
Por el sur se produjo la invasión musulmana, que en
sus inicios contó con el apoyo de los judíos, que en
gran número habitaban las tierras del norte de África
y la península Ibérica. El año 711 las tropas
islámicas atravesaron el estrecho de Gibraltar y se
extendieron por toda la península, llegando hasta el
sur de Francia. A finales del siglo IX y durante el
siglo X Europa fue el escenario de una renovada
desintegración política y una serie de invasiones
desastrosas, esta vez de los vikingos (escandinavos
procedentes del norte) y de los magiares que,
procedentes de Asia, avanzaban hacia el Oeste, a
través de las llanuras del Danubio. Las tierras
fronterizas dejaron de cultivarse, el comercio se
interrumpió y los viajes eran peligrosos incluso en
distancias cortas.
Durante este periodo existieron
varias tendencias. Por un lado, Europa experimentó
otra gran ola de fragmentación política; sin embargo,
aunque las fuerzas partidarias de la centralización
política eran débiles, no puede decirse lo mismo del
poder de las familias terratenientes locales. También
fue una época de dominio de los monasterios
benedictinos, grandes propietarios que se mezclaron en
la red de alianzas feudales. Finalmente, el Papado se
convirtió por derecho propio en un poder secular que
ejerció un control político directo sobre gran parte
de Italia central y septentrional. Gradualmente
elaboró un aparato de autoridad central sobre las
iglesias regionales y los monasterios, y, por medio de
su expansión diplomática y de la administración de
justicia, también acumuló un notable poder político en
toda Europa.

Alta y
baja edad media
En el año 1050 aproximadamente,
Europa estaba entrando en un periodo de grandes y
rápidas transformaciones. Las condiciones de la vida
material que produjeron estos cambios aún no están del
todo claras, aunque las siguientes causas se pueden
citar con seguridad: el largo periodo de emigraciones
germánicas y asiáticas había terminado y Europa
disfrutaba de un nivel de población estable y
continuado, había comenzado e iba a continuar una
expansión de la población de proporciones
sorprendentes. La vida urbana, que nunca cesó del todo
durante los siglos anteriores, experimentó un notable
crecimiento y desarrollo, y por ello rompió la
tendencia medieval hacia la autosuficiencia económica.
La economía y el comercio, en particular en las
tierras mediterráneas de Italia y el sur de Francia y
en los Países Bajos, se incrementó en cantidad,
regularidad y extensión. En la península Ibérica, los
incipientes reinos cristianos del norte iniciaron una
larguísima guerra contra las sucesivas invasiones
almorávides y almohades, en una reconquista que se
prolongó durante siete siglos.
Fermento y crecimiento intelectual
A la vez que la economía europea se
hacía más compleja, las instituciones sociales y
políticas también se diversificaron. En cada rama de
los asuntos públicos —gobierno local, administración
de justicia, regulación del comercio y el desarrollo
de las instituciones educativas necesarias para
proporcionar personal a cada administración de acuerdo
a su reglamentación— apareció una estructura similar
en complejidad y desarrollo.
Los nuevos imperativos de esta
compleja vida social produjeron un fermento
intelectual sin precedentes en la historia europea.
Este fermento, presente en todas las esferas de la
ciencias, ha terminado siendo conocido como el
renacimiento del siglo XII. Las leyes eclesiásticas y
seculares se sistematizaron, discutieron y
cuestionaron como nunca antes. La retórica y la lógica
se convirtieron en objeto de examen por derecho propio
y dieron lugar a investigaciones de la cultura
clásica, olvidada durante mucho tiempo. La doctrina
teológica fue explorada y promovió nuevos métodos de
crítica. Entre tanto, en Córdoba, capital musulmana,
se produjo un notable sincretismo religioso y
cultural, ya que en esta ciudad convivieron durante
siglos musulmanes, judíos y cristianos en paz y
armonía. A través de Córdoba, Europa conoció la
filosofía griega y la literatura clásica, gracias a
las traducciones árabes y a la escuela de traductores
de Toledo; también gracias a ellos la medicina, la
astronomía y las ciencias antiguas y modernas
penetraron en el continente. Los árabes transmitieron
a Europa las matemáticas, e introdujeron productos
como el papel, el arroz y la caña de azúcar.
Todo ello favoreció el que los
europeos occidentales comenzaron a pensar en sí mismos
de una nueva manera, un cambio que se reflejó en las
innovaciones en las artes creativas. En literatura, la
lírica amorosa y el romance cortés aparecieron en las
lenguas vernáculas emergentes, y tuvo lugar un
brillante resurgir de la escritura en latín. La
pintura y la escultura dedicaron nueva atención al
mundo natural e hicieron un intento sin precedentes de
representar extremos emotivos y vitales. La
arquitectura floreció con la construcción, a lo largo
de rutas de peregrinaje por las que se viajaba
frecuentemente, de iglesias en un estilo que combinaba
materiales y técnicas grecorromanas con una estética
totalmente nueva.
También hubo cambios de gran
alcance en la vida espiritual. En el siglo XII se
establecieron nuevas órdenes religiosas, como la orden
cisterciense (que intentó purificar las tradiciones
del monacato benedictino) y las órdenes de los frailes
mendicantes, que procuraron ajustar el ideal monástico
a la nueva vida urbana. En todas ellas era frecuente
un nuevo sentido de piedad individual, basado no en el
ritual, sino en la identificación individual con el
sufrimiento de Cristo. El desarrollo del culto a la
Virgen María, una figura relativamente poco importante
en los siglos precedentes, tuvo un espíritu similar.
Evolución política
Al mismo tiempo, los pueblos se
empezaron a identificar a sí mismos como miembros de
grupos y comunidades con intereses distintos a los de
sus vecinos. Los hechos políticos del periodo tuvieron
una relación íntima con estas nuevas identidades.
Uno de los hechos más importantes fue el rápido
ascenso hegemónico de los normandos. Descendientes de
los vikingos que se establecieron en el norte de
Francia durante los siglos IX y X y convertidos en
feudatarios del rey de Francia, los normandos entraron
en escena en la historia europea en 1066, año en que
tuvo lugar la batalla de Hastings, mediante la que
conquistaron Inglaterra bajo el mando de Guillermo I
el Conquistador, quien aseguró su conquista con un
programa de reasentamientos intensivos; los normandos,
cuya lengua era la misma de los francos, se
convirtieron en la clase dirigente de Inglaterra,
unida a Guillermo por las concesión de tierras y las
obligaciones feudales. Esta feudalización política
sistemática y la imposición de otras instituciones
normandas llevaron a Inglaterra a la principal
corriente del desarrollo político y social del
continente. El hecho de que el duque de Normandía (un
feudo dependiente del rey de Francia) fuera también
rey de Inglaterra, convirtiéndose así en un personaje
de igual posición y más poder, ilustra la creciente
complejidad del mundo europeo. El conflicto político,
y con él la idea del Estado como institución autónoma,
fue inevitable.
En los territorios germánicos e italianos del Sacro
Imperio Romano Germánico, la nueva actividad del
Papado como un órgano de gobierno real entró en
conflicto con el poder del emperador en una maraña de
sucesos conocidos colectivamente como la querella de
las investiduras. Durante el primer periodo del
Imperio no se había hecho una separación estricta en
teoría o en la práctica entre los campos eclesiástico
y político. Desde el momento de la alianza histórica
de los carolingios con el Papa, el emperador ya no se
consideró únicamente una figura secular. De la misma
manera, los obispos eran poderes seculares por derecho
propio, consejeros o siervos feudales de reyes y
emperadores. No se cuestionaba que el poder secular
debía tener parte en la elección de obispos y tener
una presencia activa en la coronación o investidura
episcopal. Precisamente esta práctica provocó la lucha
cuando el Papa Gregorio VII declaró la primacía de la
Iglesia en la elección y consagración de sus propios
funcionarios.
El resultado más importante de la
controversia fue que cuestionaron todas las relaciones
entre Iglesia y Estado. Dentro de la teología, el
derecho y la teoría política, el Estado, como entidad
secular, fue examinado críticamente, al igual que la
Iglesia, no sólo como comunidad de devotos cristianos,
sino también como una aristocracia administrativa de
obispos al servicio del Papa. A finales del siglo XII
la Iglesia se convirtió en un gran poder político
europeo junto a los distintos Estados seculares
emergentes.
La unidad cultural
Las fuerzas materiales y culturales
liberadas en el siglo XII prolongaron su impacto
durante los siguientes 200 años. Europa se había
convertido en una unidad cultural, por la que se
expresó de forma institucional lo que era el
pensamiento de la Iglesia cristiana. Esta unidad se
reflejó con más claridad que nunca en una serie de
expediciones militares (las Cruzadas) en las que se
pretendía arrebatar al Islam los lugares santos
cristianos de Oriente Próximo. La jerarquía de la
Iglesia predicó en favor de las cruzadas, que
consiguieron el apoyo de las nuevas órdenes
monásticas, para las que el ‘peregrinaje militar’
representaba el camino a la salvación individual y
colectiva. La idea de la guerra santa, sin embargo,
rebasó las divisiones sociales y atrajo tanto a la
aristocracia guerrera tradicional como a los
campesinos, las nuevas clases de artesanos y los
trabajadores de las ciudades surgidos por el
crecimiento de la sociedad urbana. En la península
Ibérica, la tolerancia tradicional entre musulmanes,
judíos y cristianos vivió épocas de crisis y, conforme
se extendían los reinos cristianos hacia el sur, los
monarcas y la Iglesia tuvieron que intervenir con
frecuencia para apaciguar los ánimos populares, que
achacaban a los judíos, incluso a los conversos o
‘nuevos cristianos’, la culpa y responsabilidad por
todos los desastres. Se estaba incubando la más grave
crisis de identidad nacional, origen de la Inquisición
y de la expulsión de judíos y moriscos, ocurrida a
finales del siglo XV y del siglo XVI respectivamente.
La creciente intolerancia hacia las poblaciones no
cristianas dentro y fuera de las fronteras de Europa
tuvo la misma importancia como expresión de la unidad
cultural cristiana. El islam, el enemigo infiel de la
lejana Jerusalén, también era el enemigo en las
fronteras, y en Sicilia siglos de intercambio
comercial e intelectual llegaron a su fin. También en
el periodo comprendido entre los siglos XII y XIV la
intolerancia hacia los judíos que se habían
establecido en toda Europa se extendió y se hizo más
virulenta. Decretos punitivos restringiendo el
asentamiento y la colonización judías coincidieron con
atrocidades y motines en masa contra la población
judía, y se establecieron las bases del antisemitismo
ideológico: los judíos, como criaturas extrañas y
demoníacas, envueltas en conspiraciones
internacionales y culpables de la muerte ritual de
niños cristianos, entraron en el folclore de la
imaginación europea. Finalmente durante esta época
hubo un aumento de las herejías, una expresión de la
inquietud intelectual y social de la época, y de los
esfuerzos políticos y militares en destruirlas, que se
reflejaron sobre todo en la cruzada al sur de Francia
contra la herejía de los albigenses.
Así pues, la unidad cultural
europea no estuvo libre de conflictos. Al contrario,
estuvo en un precario estado de equilibrio, y sus
elementos, en continuo desarrollo, inevitablemente
entraron en conflicto unos con otros en los siglos
siguientes. Los pueblos y ciudades continuaron su
crecimiento económico y demográfico. En Italia,
Inglaterra y los Países Bajos comenzaron a luchar por
la autonomía política. La lucha fue particularmente
cruel en Italia, donde las ciudades se encontraban
entre los conflictivos diseños políticos del Imperio y
el Papado. También fueron destacadas las luchas
internas entre distintos grupos sociales urbanos. Como
resultado, se intensificó el pensamiento político y
social que hoy día se llama humanismo, mientras el
pueblo intentaba articular sus propias posiciones.
El ascenso de la conciencia
nacional
La lucha general por la supremacía
entre Iglesia y Estado se convirtió en una constante
de la historia europea. En los siglos XIII y XIV la
unidad cultural europea fue desafiada en toda Europa
por intereses locales, regionales y nacionales. Esto
se manifestó en el incremento real del poder del rey
de Francia y en su enfrentamiento con el rey de
Inglaterra, en teoría su inferior. También se
evidenció en la esperanza, incluso en ausencia de
cualquier poder unificador potencial, de una Italia
independiente del Papa y el emperador, y libre de
luchas cívicas y territoriales. En todo Occidente se
vivía un sentimiento de renovación, expansión y
descubrimiento. En la península Ibérica, acabada la
reconquista en 1492, con la toma de Granada por los
Reyes Católicos, se aseguraba la unidad territorial y
se establecía el primer Estado en el sentido moderno
del término, del mismo modo y simultáneamente a lo que
ocurría en Francia e Inglaterra.
La conciencia nacional y regional, así como la
desarrollada en las ciudades, el crecimiento continuo
del comercio dentro de Europa y hacia Oriente, la
extraordinaria creatividad intelectual y artística del
renacimiento y la confusión y conflictividad social
fueron algunos de los rasgos del final de la edad
media. Incluso la terrible aparición de la peste
negra, a mediados del siglo XIV, y su periódica
reaparición no alteraron fundamentalmente estas
tendencias.
Ningún suceso aislado puede exponer
mejor la inquietud de este periodo que el primer viaje
de Cristóbal Colón, en el siglo siguiente. Espoleada
por la rivalidad nacional y el interés comercial en
abrir nuevas rutas comerciales hacia el Oriente, la
Monarquía Hispánica costeó las especulaciones del
navegante y mercader veneciano. El rey portugués,
Enrique el Navegante, había rechazado los planes de
Colón, por lo que éste se dirigió a la Corte española,
donde Isabel la Católica, tras vencer muchas dudas, y
buscando apoyo económico ajeno, financió la expedición
de Colón. El resultado fue inesperado. Había un nuevo
mundo al Oeste. Los horizontes se ampliaban y el mundo
físico y material se había convertido en un objeto de
curiosidad intelectual. Europa estaba lista para
aumentar el escenario de sus operaciones. El
‘encuentro‘ de las nuevas tierras con Occidente
ocurrió en un momento crucial para España. Terminadas
las guerras de reconquista, expulsados los
hispanomusulmanes y coincidente con la salida de los
judíos que no aceptaban ser cristianos, los reyes de
España vieron en los descubrimientos y posterior
conquista la mejor manera de dar una salida natural al
impulso expansivo y a las energías acumuladas en las
guerras peninsulares.
Inicio de la época moderna
El siglo y medio que transcurrió
entre la llegada europea a América y el final de la
guerra de los Treinta Años fue una época de transición
y tensión intelectual. Después de 1648, la religión
siguió siendo importante en la historia europea, pero
no se volvió a dudar de la prioridad de las
preocupaciones seculares. Debido a que este cambio de
valores suscitó inquietud e incertidumbre en su
comienzo, los pueblos de Europa exhibieron una
profunda ambivalencia: ya no eran medievales, pero
tampoco eran modernos.
El nacimiento de una nueva era
Esta ambigüedad se manifestó en
quienes, a finales del siglo XV, comenzaron a explorar
la tierras situadas más allá de las costas europeas.
Inspirados por el celo religioso, exploradores como
Vasco da Gama, Cristóbal Colón y Fernando de
Magallanes hicieron posible un vasto esfuerzo
descubridor y misionero. Motivados también por el afán
de conseguir bienes materiales, contribuyeron a una
revolución comercial y al desarrollo del capitalismo.
Portugal y España, como patrocinadores de los primeros
viajes, fueron los primeros en recoger la cosecha
económica. Aunque la enorme cantidad de plata que
fluyó a España contribuyó a una ‘revolución de los
precios’ (rápida devaluación del dinero e inflación a
largo plazo), en un principio sirvió para poner un
extraordinario poder en manos del rey Felipe II, de
quien se decía que "en sus dominios no se ponía nunca
el Sol". Heredero de los dominios de los Habsburgo en
Europa occidental y América, Felipe se autoproclamó
defensor de la fe católica. Su oposición a las
ambiciones del Imperio otomano en el Mediterráneo no
se debió sólo a que los turcos eran competidores
imperiales sino también a que eran ‘infieles’
musulmanes. Del mismo modo, sus campañas contra los
Países Bajos e Inglaterra tuvieron a la vez
motivaciones políticas y religiosas, pues en ambos
casos sus enemigos eran protestantes.
La Reforma protestante
|
 |
La Reforma protestante que Felipe
II detestaba comenzó en 1517, año en que Martín Lutero
expuso a debate público sus 99 tesis. En busca de la
salvación personal y ofendido por la venta de
indulgencias papales, el profesor de Wittenberg había
llegado a una conclusión que se diferenciaba en poco
de la que había provocado la muerte de Jan Hus un
siglo antes. Lutero renunció a retractarse incluso
cuando se enfrentó a una bula de excomunión. No
obstante, a pesar de su carácter religioso, tras
proclamar que la salvación sólo se obtiene mediante la
fe, el desafío de Lutero a la Iglesia se mezcló con
aspectos políticos. Al reconocer el peligro de las
repercusiones políticas de sus ideas, Carlos V puso a
Lutero bajo proscripción imperial.
La ruptura de Lutero con la Iglesia podría haber
sido un hecho aislado si no hubiera sido por la
invención de la imprenta. Sus escritos, reproducidos
en gran número y muy difundidos, fueron los
catalizadores de una reforma más radical incluso, la
de los anabaptistas. En su determinación por recrear
la atmósfera del cristianismo primitivo, los
anabaptistas se opusieron a los católicos y a los
luteranos por igual. La Reforma tampoco pudo ser
contenida geográficamente; triunfó en Suiza cuando
Zuinglio impuso sus ideas en Zurich. En Ginebra, Juan
Calvino, francés de nacimiento, publicó la primera
gran obra de la teología protestante, Institución
de la religión cristiana (1536).
El calvinismo demostró ser la más militante
políticamente de las confesiones protestantes.
Incapaz de conservar la unidad
cristiana occidental, la Iglesia católica no cedió
territorio a los protestantes. La Contrarreforma, que
no sólo fue una respuesta al desafío protestante,
representó un esfuerzo por vigorizar los instrumentos
de la autoridad de la Iglesia católica. El Concilio de
Trento reafirmó el dogma tradicional católico,
denunció los abusos eclesiásticos y potenció la
Inquisición y el Índice de libros prohibidos. Con la
Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola,
la Contrarreforma podía enorgullecerse de contar con
una organización tan militante y dedicada como la de
cualquier confesión protestante.
Las guerras religiosas
Alentada fundamentalmente por los
monarcas españoles Carlos V y Felipe II, la lucha
entre los católicos y los protestantes no se limitó al
área espiritual. Durante el periodo 1550-1650, las
prolongadas guerras religiosas ocasionaron la
destrucción general del continente. No obstante, estas
guerras religiosas se entrelazaron de modo
inextricable con las contiendas políticas, que
finalmente adquirieron un papel de gran importancia.
En Francia, un sangriento conflicto civil entre los
católicos y los hugonotes se prolongó durante 30 años
hasta que Enrique IV fue reconocido como rey en 1593.
Al poner el poder secular por encima de la lealtad
religiosa, el protestante Enrique se convirtió al
catolicismo, la religión de la mayoría de sus
súbditos. En los Países Bajos, la España católica y
las provincias holandesas, calvinistas, entablaron una
brutal y larga guerra (1567-1609) que finalizó con la
victoria de estas últimas. La religión se identificó
muy de cerca con las aspiraciones nacionales; el líder
holandés Guillermo de Orange-Nassau, católico y
luterano antes de hacerse calvinista, reunió a su
pueblo para convocar la resistencia nacional por
encima de todo.

Batalla de Mohacs en 1526 |
También en Inglaterra la lucha religiosa fue parte
de un esfuerzo mayor para asegurar la independencia
nacional. Bajo la reina Isabel I las razones de estado
dictaron la política religiosa; como resultado, la
autonomía administrativa protestante y el ritual
católico fueron hábilmente tejidos para fabricar una
solución intermedia: la Iglesia de Inglaterra (Iglesia
anglicana). Con ayuda de tormentas traicioneras (el
‘viento protestante’), la Inglaterra de Isabel rechazó
a la Armada Invencible que Felipe II de España había
enviado en 1588, lo que supuso una victoria tanto
nacional como religiosa. Al conocer esa derrota, el
rey español exclamó: "He enviado mis naves a luchar
con los hombres, no contra los elementos". España
perdió su liderazgo europeo, que pasó a Francia, su
enemigo tradicional.
La guerra de los Treinta Años fue
la última guerra religiosa y la primera moderna.
Iniciada en Bohemia, donde los Habsburgo católicos y
los checos protestantes mantenían una fiera oposición,
la confrontación fue alimentada por dos países
luteranos, Dinamarca y Suecia. Sin embargo, casi desde
el principio, su carácter fue ambiguo; aunque desde el
principio las pasiones religiosas contribuyeron a su
estallido, en 1635 la guerra se convirtió en una lucha
política entre la dinastías Habsburgo y Borbón, ambas
católicas. Ejemplo de este periodo de tensiones, a la
vez que de transición, fue el cardenal Richelieu, un
miembro de la Iglesia católica cuyos intereses eran
seculares y que implicó a Francia en la contienda. Al
final de la guerra, Francia surgió como la potencia
más poderosa del continente europeo y el prototipo del
Estado secular y centralizado.
La era del absolutismo
En la resaca de la guerra de los
Treinta Años, el absolutismo comenzó a tomar una forma
reconocible; el Estado, secular y centralizado,
reemplazó a las instituciones y conceptos políticos
feudales como instrumento de poder e influencia
mundial. A través de los esfuerzos de los cardenales
Richelieu y Mazarino, Francia entró en escena como la
primera gran potencia moderna. En 1661, cuando Luis
XIV asumió el gobierno del país, comprendió que sólo
se podrían conquistar nuevos territorios mediante la
movilización de los recursos económicos y militares de
todo el Estado. La serie de guerras que provocó en
Europa no pudieron transformar sus sueños más audaces
en realidades, pero el esfuerzo en sí mismo habría
sido imposible sin las políticas económicas
mercantilistas de Jean-Baptiste Colbert y la creación
de un gran ejército permanente. La vasta burocracia
civil y militar que inevitablemente llevaba consigo la
ambición territorial desenfrenada del monarca francés
pronto comenzó a tomar vida propia, y, aunque el rey
pudo haber creído que él era el Estado, de hecho se
había convertido en su principal servidor. La
aristocracia francesa corrió una suerte similar.
Cuando la diversidad feudal cayó víctima del
racionalismo burocrático, los aristócratas fueron
obligados a ceder el poder político a los funcionarios
de la burocracia estatal, llamados intendentes. En
España, la muerte de Carlos II sin sucesor provocó la
guerra de Sucesión. La llegada de la nueva dinastía de
los Borbones coincidió con la implantación del
absolutismo. Felipe V abolió los fueros de los
distintos reinos, se extinguieron las Cortes y se
centralizó el poder basado en una férrea burocracia.
La centralización del Estado
Otros monarcas europeos emularon
rápidamente el absolutismo francés. El zar Pedro I el
Grande dedicó sus energías a transformar Rusia en una
importante potencia militar. Como parte de este
programa de occidentalización creó un Ejército y una
Armada permanentes, estimuló el estudio de la
tecnología occidental e insistió en que la nobleza se
definiera por el servicio al Estado. Tomó, además,
medidas para racionalizar la administración del
gobierno. Estos esfuerzos se coronaron con éxito
cuando Rusia derrotó a Suecia en la guerra del Norte
(1700-1721). Pedro y sus sucesores, acomodados en su
nueva capital, San Petersburgo, no pudieron ser
excluidos durante más tiempo de la ecuación política
de Europa. Ni tampoco Prusia, donde la estructura
política fruto de su evolución histórica era similar a
la de los estados más centralizados: la guerra y el
impulso expansionista dictaron la concentración del
poder, la normalización de los procedimientos
administrativos y la creación de un Ejército moderno y
permanente.
El precio a pagar por el fracaso en la
centralización del poder político era la decadencia
política, como se manifestó en Polonia y el Imperio
otomano. La persistencia de la independencia
aristocrática debilitó tanto a Polonia que finalmente
fue repartida en tres ocasiones (1772, 1793, 1795) por
los estados vecinos de Austria, Prusia y Rusia. Los
turcos, en otras épocas temidos conquistadores del
sureste europeo, fueron incapaces de impedir que los
jenízaros y funcionarios provinciales usurparan el
poder que una vez perteneció al sultán. Como
consecuencia, el Imperio otomano entró, antes del
final del siglo XVIII, en un proceso que le acabó
convirtiendo en el ‘enfermo de Europa’.
De las guerras que asolaron Europa
entre 1667 y 1721, surgió un sistema estatal que, en
general, sobrevivió hasta 1914. Al comienzo del
periodo, Francia permaneció de forma incontestada como
la potencia militar más poderosa de Europa; sin
embargo, en la segunda década del siglo XVIII
aproximadamente, Gran Bretaña, Austria, Rusia y Prusia
se convirtieron en potencias con las que había que
contar. En lugar de ser un imperio francés, Europa se
organizó como un grupo de grandes potencias en
equilibrio político. La estabilidad política se
convirtió en un principio de la diplomacia europea
(conocida con el nombre de ‘concierto europeo’) y en
una contestación efectiva a cualquier agresión que
tuviera por objeto la hegemonía continental.
La visión secular del mundo
Junto a la secularización de la
política hubo una secularización del pensamiento. La
revolución científica del siglo XVII sentó las bases
de una visión del mundo que no dependía de las
asunciones y categorías cristianas. Al liberarse de la
teología, los filósofos descubrieron nuevos aliados en
la ciencia y las matemáticas. Para pensadores como
Francis Bacon y el filósofo francés René Descartes, el
destino del alma era menos importante que el
funcionamiento del mundo natural, y aunque Bacon era
empirista y Descartes un racionalista, ambos creían
que el poder de la razón humana, utilizado
correctamente, se imponía a la autoridad.
Entre los distintos creadores del
pensamiento moderno, ninguno fue más importante ni más
celebrado que el físico inglés Isaac Newton, que
descubrió una explicación mecánica que abarcaba todo
el universo sobre la base de la ley de la gravedad
universal. El respeto que Newton inspiró a los
filósofos del siglo XVIII difícilmente puede ser
exagerado. Determinados a popularizar una imagen del
mundo científica y a adaptar sus métodos a la tarea de
la crítica social y política, las principales figuras
de la Ilustración pusieron los problemas del mundo
directamente en el centro de su actividad intelectual.
En el compendio más famoso del pensamiento ilustrado,
la Enciclopedia (1751-1772),
Denis Diderot (el editor), Jean d’Alembert, Voltaire y
otros autores cuestionaron la concepción religiosa del
mundo y abogaron por el humanismo científico basado en
la ley natural.
El despotismo ilustrado
 |
Voltaire en la corte de Rusia |
Durante la segunda mitad del siglo
XVIII, la ilustración se alió con el absolutismo.
Inspirados por los filósofos, monarcas absolutos como
Federico II el Grande de Prusia, José II de Austria y
Catalina II de Rusia, se modelaron a sí mismos en el
ideal del rey filósofo e intentaron, con distintos
niveles de éxito, utilizar el poder al servicio del
bien común. A pesar de su sinceridad, su mayor éxito
fue radicalizar aún más el absolutismo. Bajo su mando,
el particularismo político continuó su retirada ante
el avance de la uniformidad legal a través de los
códigos de leyes y las regulaciones administrativas y
burocráticas. Efectivamente, hubo un resurgir
aristocrático durante el siglo, pero los aristócratas
debían su nueva vitalidad a su obligación de servir al
Estado. En resumen, bajo los monarcas absolutos
ilustrados la centralización del poder se desarrolló
rápidamente; en un auténtico esfuerzo por mejorar el
bienestar de sus súbditos, los déspotas ilustrados
introdujeron aún más el poder del Estado en la
existencia diaria. En España, bajo Carlos III
florecieron las artes y las letras amparados por
gobiernos dirigidos por políticos excelentes, como el
conde de Aranda, el conde de Campomanes, Gaspar
Melchor de Jovellanos y el conde de Floridablanca,
amigos y seguidores de los ilustrados franceses y de
los nuevos ideólogos ingleses.

La era de las revoluciones
Hacia finales del siglo XVIII la
concentración de poder en manos del monarca comenzó a
ser desafiada. La rebelión europea contra el
absolutismo se intensificó con el éxito de la guerra
de la Independencia estadounidense y la creación de
los Estados Unidos y por el auge de la burguesía
inglesa, el cual coincidió con la Revolución
Industrial. Esta rebelión cristalizó por primera vez
en Francia, en 1789, y desde allí se extendió por todo
el continente durante el siglo siguiente.
 |
Toma
de la Bastilla |
La Revolución Francesa La
Revolución Francesa abarcó una serie de
acontecimientos que transformaron la atmósfera
política, social e ideológica de la Europa moderna.
Estos hechos comenzaron cuando la aristocracia, que
rehusó a pagar impuestos, obligó al rey Luis XVI a
restablecer los moribundos Estados Generales en la
primavera de 1789. Pocos sospechaban que esta decisión
desataría fuerzas elementales e irresistibles de
descontento. Aunque tenían diferentes fines,
aristócratas, burgueses, sans-culottes (los
habitantes pobres de las ciudades) y campesinos se
unieron en la resolución de alterar las condiciones de
su existencia. Junto a esta declaración de sus
intereses, un cuerpo de ideas y teorías políticas
heterogéneas orientó las energías revolucionarias, en
particular, la doctrina de Jean-Jacques Rousseau de la
soberanía popular que influyó en los líderes más
capaces del tercer estado (el pueblo llano). Cuando la
Asamblea Nacional proclamó la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano en agosto de 1789,
pretendía advertir al resto de Europa que había
descubierto unos principios de gobierno universalmente
válidos.
El reinado del Terror
La monarquía constitucional que
había surgido en 1791 era tan insatisfactoria para el
rey como para los jacobinos, una facción de los
revolucionarios. En la Asamblea Legislativa
(1791-1792), éstos y los girondinos (otra facción
revolucionaria menos radical) propugnaron establecer
una república, al mismo tiempo que preparaban una
declaración de guerra contra Austria (abril de 1792).
Cuando las tropas francesas sufrieron reveses
iniciales, la temperatura revolucionaria subió todavía
más y, en septiembre, la recién formada Convención
Nacional proclamó la República en Francia. El 21 de
enero de 1793, Luis XVI fue ejecutado y durante el año
y medio siguiente, el país fue gobernado por
dirigentes revolucionarios, cuyos sueños de perfección
moral y odio a la hipocresía inspiraron un periodo
conocido como reinado del Terror, que convirtió a la
guillotina en el símbolo del mesianismo político. La
furia moral del Comité de Salvación Pública no conoció
fronteras territoriales, y sus miembros llevaron a
cabo una escalada de guerras contra una coalición de
potencias europeas cuyo absolutismo chocaba con sus
ideales revolucionarios. Su éxito puede atribuirse en
parte a la conscripción obligatoria instituida en
agosto de 1793, que demostró el terrible potencial
militar de una nación en armas. No obstante, el miedo
invadió finalmente al propio Comité; en julio de 1794
Maximilien de Robespierre, su máximo dirigente, fue
arrestado y ejecutado. Durante la reacción posterior,
los franceses olvidaron pronto ‘la república de la
virtud’ y dieron la bienvenida a una nueva etapa casi
como un símbolo de libertad.
Llegada de Napoleón al poder
El gobierno del Directorio, muy
difamado, intentó asimilar los elementos menos
controvertidos de la herencia revolucionaria y llevar
un coup
de grace (golpe de gracia) al mesianismo jacobino.
El Directorio, determinado a alentar las carreras de
hombres de talento, hizo posible el rápido acceso al
poder de Napoleón Bonaparte. Con la connivencia de dos
directores, Napoleón preparó un golpe de Estado en
noviembre de 1799, gobernó de forma autoritaria y se
coronó emperador en 1804. Napoleón, un estudiante que
llegó a la mayoría de edad durante la Revolución, está
considerado como el último de los monarcas
absolutistas. Como parte de su plan para extender los
principios de la Revolución Francesa, promulgó el
Código napoleónico, un sistema codificado de leyes, y
puso la educación bajo control estatal. Entre los
principios revolucionarios de libertad e igualdad,
prefirió este último en el conocimiento de que sólo
sería estimulado por una autoridad central fuerte.
Las Guerras Napoleónicas
En los asuntos exteriores, Napoleón
renovó el expansionismo de Luis XIV con un
convencimiento firme de algunos principios ilustrados.
Abolió los antiguos privilegios feudales e impuso la
igualdad legal en los territorios, que se extendían
por la mayor parte de la Europa continental y que
añadió al Imperio francés por la fuerza de las armas.
En su pasión por la centralización del poder,
sacrificó las complejidades históricas en favor de las
exigencias de la comodidad administrativa, como por
ejemplo en la creación de la Confederación del Rin.
Lo que Napoleón no acertó a
apreciar fue hasta qué punto las unidades
administrativas más grandes y las reformas
igualitarias promovían la conciencia nacional. Al
igual que su éxito dependía del entusiasmo nacional
francés, su caída fue provocada por el desarrollo de
la conciencia nacional de otros pueblos europeos. Las
Guerras Napoleónicas (1799-1815) se diferenciaron de
las de Luis XIV en que no eran simplemente entre
Estados, sino entre Estados nacionales. Tras una serie
de desastres (sobre todo la campaña de Rusia y la
interminable ‘guerra peninsular’ en España y
Portugal), Napoleón fue derrotado y el poder europeo
recobró un equilibrio más adecuado; los llamados Cien
Días (1815) que siguieron a su huida de Elba y
culminaron en la batalla de Waterloo un año más tarde,
constituyeron su desesperada y arriesgada jugada
final. Al igual que los dirigentes de la Revolución,
Napoleón había incrementado el poder del Estado
centralizado y le añadió una explosiva mezcla de
nacionalismo.
Liberalismo, nacionalismo y
socialismo

El Congreso de Viena 1819 |
|
Tras la derrota de Napoleón, los
aliados victoriosos se reunieron en Viena, decididos a
restaurar el antiguo orden (véase Congreso
de Viena). El ministro de asuntos exteriores austriaco
Klemens von Metternich, que defendía el principio de
legitimación, restauró a los Borbones en Francia,
aseguró la hegemonía de los Habsburgo en las zonas de
habla alemana e italiana de Europa central y forjó un
acuerdo general para vigilar el continente contra
cualquier alteración revolucionaria. Metternich trató
de ayudar al monarca absolutista español Fernando VII
en sus pretensiones de recuperar sus dominios
americanos, pero tuvo que enfrentarse a la resistencia
de los ingleses, que apoyaban a los insurgentes en la
América española. No obstante, su autoritaria
actuación sólo fue una acción de contención. Las ideas
revolucionarias europeas siguieron actuando en la
sombra, conspirando con la ayuda del auge de la
industrialización y una población en rápido
crecimiento para impedir cualquier intento de vuelta
atrás.
Los románticos
La imaginación romántica resultó
afectada por el drama conmovedor de la revolución y la
guerra. Los románticos, que rechazaron el cálculo
racional y el control clásico, inventaron un Napoleón
idealizado y confirieron al liberalismo, al socialismo
y al nacionalismo un fervor emotivo. Como herederos de
la ilustración y representantes de la burguesía, los
liberales (concepto acuñado en las Cortes de Cádiz, en
1812) hicieron campaña en favor del gobierno
constitucional, la educación secular y la economía de
mercado, que liberaría a las fuerzas productivas del
capitalismo. Su llamamiento, aunque real, se limitaba
sólo a un segmento relativamente pequeño de la
población y pronto fue eclipsado por el mensaje de
ideologías rivales, en parte a causa de su
indiferencia hacia la cuestión social, a la que
socialistas utópicos como Charles Fourier, Henri de
Saint Simon y Robert Owen ofrecieron provocativas, si
bien fantásticas, respuestas. Y lo que es más, el
liberalismo fracasó en generar el tipo de entusiasmo
exaltado que surgió con la aparición de la conciencia
nacional. Activado por la Revolución Francesa,
Napoleón y las obras del historiador alemán Johann
Gottfried von Herder, el nacionalismo romántico superó
a todas las ideologías en liza, en especial al este
del Rin. Mientras el cristianismo empezaba a perder su
influencia sobre las vidas individuales, dirigentes
como Giuseppe Mazzini, en Italia y Adam Mickiewicz, en
Polonia fueron capaces de imponer en la conciencia
nacional un carácter mesiánico. En España, la
revolución liberal que implantó la primera
Constitución duró muy poco. El rey Fernando VII volvió
a implantar el absolutismo en 1814 y tuvo que
enfrentarse a la revuelta de los liberales, que
lograron imponer su política entre 1820 y 1823,
durante el llamado Trienio Liberal.
Revoluciones y socialismo
científico
|
 |
|
A pesar de la vigilancia de
Metternich, algunas de estas ideologías no pudieron
ser eliminadas y entre 1815 y 1848 Europa fue sacudida
por tres crisis revolucionarias. En 1848 las llamas de
la revuelta se extendieron a lo largo de toda Europa,
con la excepción de Gran Bretaña, Rusia y la península
Ibérica. Sin embargo, cuando las cenizas se enfriaron
finalmente, estaba claro que la revolución romántica
se había consumido a sí misma. Efectivamente,
Metternich había sido expulsado de Austria y en
Francia se había proclamado la Segunda República
francesa, pero la mayoría de los levantamientos
fracasaron, y los sueños revolucionarios se habían
frustrado para convertirse en realidades. No obstante,
la época de la Restauración llegó a su fin. Los
ferrocarriles, la industrialización y la próspera
población urbana estaban alterando el paisaje de
Europa al mismo tiempo que el pensamiento materialista
comenzó a desafiar la primacía romántica de la poesía
y la filosofía. La ciencia se estaba convirtiendo en
un lema, la garantía del progreso inexorable. En 1851,
la Gran Exposición de Londres rindió homenaje a los
logros técnicos del siglo. Charles Darwin, a pesar de
su visión de una naturaleza salvaje, predicó la
"supervivencia de los más aptos". Karl Marx y el
revolucionario alemán Friedrich Engels se mofaron del
socialismo utópico y elaboraron un socialismo
‘científico’ fundamentado en propuestas más radicales
de transformación de la sociedad.
La política pragmática
En política, la antorcha pasó a los
partidarios de la realpolitik (en
alemán, ‘política pragmática’). Así, el liberal, pero
pragmático, Camillo Benso di Cavour tuvo éxito donde
Mazzini había fracasado; unificó Italia al combinar
una hábil diplomacia con el uso de ejércitos
regulares. Al rechazar el desafío cerrado a
compromisos del revolucionario húngaro Lajos Kossuth,
el político húngaro Ferenc Deák negoció la autonomía
de Hungría en el contexto de la monarquía de los
Habsburgo. En Francia, Napoleón III forjó un gobierno
autoritario en el que aunó progreso económico
(industrialización) y social (programas de bienestar
público) con disciplina política y orden social.
|
 |
Por otra parte, se produjo el hecho
más importante del tercer cuarto de siglo, cuando Otto
von Bismarck unificó Alemania. Convencido de que las
grandes problemas de su tiempo sólo podrían ser
resueltos con "sangre y hierro", utilizó las guerras
contra Dinamarca, Austria y Francia para convertir el
nuevo Estado nacional alemán en una de las principales
potencias de Europa. Sin embargo, incluso el
legendario canciller, un patriota prusiano indiferente
a las ideologías, fue obligado a hacer concesiones a
los socialistas y los liberales. Su fracaso final en
el empeño por aislar la diplomacia de la pasión
nacional preparó el camino de la I Guerra Mundial.
En España, el siglo XIX, tras la
muerte de Fernando VII, la pérdida de todos los
dominios americanos y el enfrentamiento entre
liberales y conservadores fue un época de graves
convulsiones políticas. La Gloriosa Revolución de 1868
provocó la caída de la monarquía de Isabel II, el
advenimiento de la Primera República y la Restauración
de la monarquía, en 1874, con el reinado de Alfonso
XII, hijo de Isabel II.

El siglo XX
 |
|
Para la mayoría de los europeos la
época comprendida entre 1871 y 1914 fue la Belle
Époque. La ciencia había hecho la vida más cómoda y
segura, en un principio el gobierno representativo
había conseguido una gran aceptación y se esperaba con
confianza el progreso continuo. Orgullosas de sus
logros y convencidas de que la historia les había
asignado una misión civilizadora, las potencias
europeas reclamaron enormes territorios de África y
Asia para convertirlos en sus colonias. No obstante,
algunos creían que Europa estaba al borde de un
volcán. El novelista ruso Fiódor Dostoievski, el
filósofo alemán Friedrich Nietzsche, el psiquiatra
austriaco Sigmund Freud y el sociólogo alemán Max
Weber advirtieron sobre el optimismo fácil y
rechazaron la concepción liberal de una humanidad
racional. Tales presagios comenzaron a parecer menos
excéntricos a la luz de las dudas contemporáneas que
suscitaba el consenso liberal. Un nuevo y virulento
brote de antisemitismo surgió en la vida política de
Austria-Hungría, Rusia y Francia; en la cuna de la
revolución, el caso Dreyfus amenazó con derribar la
Tercera República. Las rivalidades nacionales se
exacerbaron por la competición imperialista y el
problema de las nacionalidades en la mitad húngara de
la Monarquía Dual se intensificó debido a la política
de magiarización del gobierno húngaro y la influencia
de las unificaciones alemana e italiana en los pueblos
eslavos.
|
 |
Mientras, la clase trabajadora
industrial crecía en número y fuerza organizada, y los
partidos socialdemócratas marxistas presionaban a los
gobiernos europeos para equiparar las condiciones y
las oportunidades de trabajo. El emperador Guillermo
II de Alemania apartó de su lado a Bismarck en 1890.
Durante dos décadas, el ‘canciller de hierro’ había
servido como el "honesto corredor de bolsa" de Europa,
al realizar con gran destreza una asombrosa política
de alianzas internacionales que permitieron el
mantenimiento de la paz en el continente. Ninguno de
sus sucesores poseía la habilidad necesaria para
preservar el sistema de Bismarck, y cuando el
emperador incompetente desechó la realpolitik en
favor de la weltpolitik (la
política imperial), Gran Bretaña, Francia y Rusia
formaron la Triple Entente.
Las guerras mundiales
El peligro alemán, junto a la
rivalidad entre Rusia y Austria en los Balcanes,
implicaba una actividad diplomática que presentaba
dificultades demasiado grandes para los mediocres
funcionarios que dirigían los ministerios de Asuntos
Exteriores europeos en la víspera de 1914. Cuando el
terrorista serbio Gavrilo Princip asesinó al
archiduque austriaco Francisco Fernando de Habsburgo
el 28 de junio de 1914, no hizo sino encender la mecha
del barril de pólvora sobre el que se asentaba Europa.
La I Guerra Mundial
El entusiasmo con que los pueblos
europeos saludaron el estallido de las hostilidades
pronto se convirtió en horror cuando las listas de
bajas aumentaron y los objetivos limitados se
volvieron irrelevantes. Lo que se había proyectado
como una breve guerra entre potencias, se convirtió en
una lucha de cuatro años entre pueblos. En las últimas
semanas de 1918, cuando finalmente terminó la guerra,
los imperios alemán, austriaco y ruso habían
desaparecido, y la mayor parte de una generación de
jóvenes murió. El que el presidente de Estados Unidos,
Woodrow Wilson, fuera la principal figura de la
conferencia de paz de París (1919) demostró ser una
señal de lo que estaba por llegar. Decidido a
convertir el mundo en un lugar "seguro para la
democracia", Wilson había implicado a Estados Unidos
en la guerra contra Alemania en 1917. Mientras
proclamaba su llamada a una Europa democrática, Lenin,
el dirigente bolchevique que en el mismo año se hizo
con el poder en Rusia, llamaba al proletariado europeo
a la lucha de clases y sentaba las claves ideológicas
de la revolución socialista. Ignorando ambas premisas
ideológicas, Francia y Gran Bretaña insistieron en una
paz con reparaciones económicas, y Alemania, Austria,
Hungría, Bulgaria y Turquía fueron obligados a firmar
tratados que no tenían nada que ver con sueños
mesiánicos.
España, que había permanecido
neutral, seguía arrastrando una profunda crisis de
identidad, tras el desastre de 1898, la guerra con los
Estados Unidos, la pérdida de Cuba y Filipinas, y sus
repetidos fracasos militares en Marruecos. Pero a
pesar de la neutralidad, la sociedad se dividió
profundamente en dos bandos: los ‘aliadófilos’ frente
a los ‘germanófilos’.
Ver más en
> Primera Guerra Mundial

El periodo de entreguerras
|
 |
|
Primer Ministro David
Lloyd George Reino
Unido
Primer Ministro Vittorio
Emanuele Orlando Italia
Primer Ministro Georges
Clemenceau Francia
Presidente Woodrow
Wilson de
EEUU |
En las postrimerías de la
catastrófica guerra y de una epidemia de gripe que
provocó veinte millones de muertos en todo el mundo,
muchos europeos creyeron, junto al filósofo Oswald
Spengler, que eran testigos de la ‘decadencia de
Occidente’. Por supuesto, aún podían encontrarse
signos de esperanza: se había fundado la Sociedad de
Naciones y se decía que en el este y el centro de
Europa había triunfado el principio de la
autodeterminación. Rusia se había liberado de la
autocracia zarista y Alemania se había convertido en
una república. No obstante, la Sociedad de Naciones
ejerció poca influencia, y el nacionalismo continuó
siendo una espada de doble filo. La creación de
Estados nacionales en Europa central llevaba consigo
necesariamente la existencia de minorías nacionales,
porque la etnicidad no podía ser el único criterio
para la construcción de fronteras defendibles. Los
zares habían sido reemplazados por los bolcheviques,
que rechazaron reconocer la legitimidad de cualquier
gobierno europeo. Lo más importante fue, quizás, que
el Tratado de Versalles, al establecer que existía un
culpable de la guerra, había herido el orgullo
nacional alemán, mientras que los italianos estaban
convencidos de que les habían negado su parte legítima
del botín de posguerra.
Benito Mussolini, al explotar el descontento
nacional y el temor ante el comunismo, estableció una
dictadura fascista en 1922. Aunque su doctrina
política era vaga y contradictoria, se dio cuenta de
que, en una época en la que la política dirigida a las
masas estaba en pleno auge, una mezcla de nacionalismo
y socialismo poseía el mayor potencial revolucionario.
En Alemania, la inflación y la depresión dieron a
Adolf Hitler la oportunidad de combinar ambas
ideologías revolucionarias. A pesar de su nihilismo,
Hitler nunca dudó de que el Partido Nacional
Socialista Alemán era el vehículo prometido a su
ambición. Por su parte, el sucesor de Lenin, Stalin,
subordinó el ideario internacionalista de la
revolución al concepto de la defensa de la patria
rusa, y al proclamar ‘el socialismo en un único país’,
erigió un aparato gubernamental jamás igualado en
omnipresencia.
La crisis española desembocó en el
destronamiento pacífico de la monarquía, tras las
elecciones municipales de 1931. Pero la República fue
contestada desde sus inicios por las fuerzas
conservadoras y los sectores más radicales del
anarcosindicalismo; los poderes fácticos, la Iglesia y
los terratenientes, provocaron con sus continuos vetos
y obstáculos gravísimos enfrentamientos políticos y
sociales. En 1936 estalló una cruenta guerra civil,
que dividió de inmediato a la opinión pública en todo
el mundo. Acabó en 1939 con el triunfo del general
Francisco Franco, que había tenido el apoyo decisivo
de Hitler y Mussolini.
 |
Hitler y Franco en Hendaya |
La II Guerra Mundial
Al afrontar la creciente
beligerancia de estos estados totalitarios y el
confirmado aislamiento de Estados Unidos, las
democracias europeas se encontraron a la defensiva.
Bajo el liderazgo de Neville Chamberlain, Gran Bretaña
y Francia adoptaron una política de apaciguamiento,
que sólo fue abandonada tras la invasión alemana de
Polonia el 1 de septiembre de 1939. Cuando la II Guerra
Mundial comenzó, las rápidas victorias del ejército
alemán persuadieron a casi todos, excepto a Winston
Churchill, de que el ‘nuevo orden’ de Hitler era el
destino de Europa. Pero después de 1941, cuando Hitler
ordenó el ataque a la Unión Soviética y los japoneses
bombardearon Pearl Harbor, soviéticos y
estadounidenses se unieron a Gran Bretaña en un
esfuerzo común para obligar a Alemania a rendirse
incondicionalmente. El rumbo de la guerra cambió en
1942 y 1943 y tras el desembarco y la batalla de
Normandía, Alemania y sus restantes aliados
sucumbieron al final de una terrible lucha en los
frentes oriental y occidental. En la primavera de
1945, Hitler se suicidó y una Alemania arrasada se
rindió a las potencias aliadas.
Ver más en
> Segunda Guerra Mundial

La era de posguerra
En los días finales de la guerra,
las unidades militares de Estados Unidos y la Unión
Soviética se encontraron en su avance cerca de la
ciudad alemana de Torgau. Este elocuente encuentro
simbolizó la decadencia del poder europeo y la
división del continente en dos esferas de influencia,
estadounidense y soviética. En poco tiempo, la tensión
y la sospecha engendrada por la proximidad geográfica
de las dos superpotencias mundiales tomó la forma de
Guerra fría, una prueba de nervios que fue
particularmente dura en el nacimiento de la era
atómica.
Enfrentamiento Este-Oeste
Al haber sufrido tremendas pérdidas
durante la guerra, la URSS estaba decidida a
establecer una zona de seguridad en Europa oriental
que la separara del mundo capitalista europeo. Entre
1945 y 1948, dictadores apoyados por la Unión
Soviética consiguieron el poder en el corazón de
Europa, desgarrado por la guerra. En Alemania, las
zonas de ocupación aliadas comenzaron a transformarse
en entidades políticas; en 1949, los gobiernos de
Alemania Occidental y Alemania Oriental ya se habían
creado, con lo que simbolizaban la división del
continente. Alarmado por el establecimiento de
gobiernos comunistas en Europa oriental y por la
vulnerabilidad de Europa occidental, que se encontraba
en ruina económica, el secretario de Estado de Estados
Unidos, George C. Marshall, propuso un programa de
ayuda de largo alcance destinado a acelerar la
recuperación económica europea (véase Plan
Marshall). Éste, rechazado por los gobiernos de Europa
Oriental bajo la hegemonía de la Unión Soviética,
posibilitó una milagrosa recuperación económica de
Europa Occidental. La creación de la Organización del
Tratado del Atlántico Norte (OTAN) evidenció aún más
la dependencia europea de Estados Unidos.
Al rechazar la invitación de Hitler a participar en
la guerra, el general Franco logró mantenerse neutral,
pero no consiguió ganarse la simpatía de los
‘aliados’, que le negaron los beneficios y las ayudas
del Plan Marshall. Entre 1945 y 1953 el gobierno
español tuvo que soportar el ostracismo internacional,
tras ser rechazada su presencia en las organizaciones
internacionales del mundo occidental.

Europa dividida por la Cortina
de Hierro |
Los Estados europeos, que ya no
eran dueños de sus destinos, en especial Francia y
Gran Bretaña, fueron forzados a desmantelar sus
imperios. Durante las primeras dos décadas de la
posguerra tuvo lugar un impresionante proceso de
descolonización, que fue preparado en parte por el
auge de los movimientos nacionales en Asia, África y
Oriente Próximo en el periodo de entreguerras. Esta
decadencia del imperialismo y el colonialismo reflejó
la crisis europea, tanto espiritual como política. Las
aplastantes revelaciones en relación con los campos de
concentración nazis y los dolorosos recuerdos de
colaboración se transformaron en un sentimiento de
culpabilidad generalizada. Para muchos, el
existencialismo del filósofo francés Jean Paul Sartre
representó la última palabra en lo concerniente a la
condición humana.
Ver más en >
La Guerra Fría y la política
de bloques

Resistencia al control soviético
No obstante, Europa demostró ser
muy resistente. Casi desde el principio, los
dirigentes soviéticos aprendieron que el fuerte
orgullo nacional que anima a los pueblos de la Europa
Oriental no podía ser suprimido fácilmente. En 1948
fueron incapaces de impedir que Josip Broz Tito (un
combatiente de la resistencia comunista), se embarcara
en una aventura distinta: el socialismo
autogestionario en Yugoslavia (véase Partidos
comunistas). En 1953, el año de la muerte de Stalin,
los alemanes orientales se amotinaron, y en 1956 los
húngaros libraron una heroica batalla (destinada al
fracaso) contra los soviéticos. En 1968, de nuevo el
control soviético fue puesto a prueba en
Checoslovaquia, donde el dirigente comunista Alexander
Dubcek comenzó la liberalización de la vida checa
durante el breve periodo conocido como la primavera de
Praga. Otra vez las fuerzas militares soviéticas,
junto a tropas de otros países del Pacto de Varsovia,
aplastaron el experimento del ‘socialismo con rostro
humano’, pero voces de resistencia y reforma
continuaron haciéndose oír. La propia URSS tuvo que
hacer frente a las presiones nacionalistas cuando
algunas de sus repúblicas comenzaron a rechazar el
gobierno central.
En España, a partir de 1953, el
general Franco supo sacar ventaja de su proclamado
anticomunismo, y consiguió reanudar relaciones y
contactos con los gobiernos occidentales e iniciar su
entrada en todos los organismos, empezando por la
UNESCO en ese mismo año.
Resistencia a la influencia
estadounidense
Los estadounidenses, que habían
sido mucho mejor recibidos que los soviéticos,
trataron a los europeos como aliados en la Alianza
Atlántica. Algunos, en cambio, percibieron los
peligros de la influencia de Estados Unidos. Éste fue
el caso del general Charles de Gaulle, que se
convirtió en el presidente de la V República de
Francia en 1959. Al negarse a conceder a Estados
Unidos una presencia permanente en Europa Occidental,
De Gaulle interrumpió la colaboración francesa con la
OTAN y comenzó a desarrollar una fuerza disuasoria
nuclear propia. Debido a la relación especial que Gran
Bretaña mantenía entonces con Estados Unidos, el
presidente francés vetó la candidatura británica a la
Comunidad Económica Europea (CEE) o Mercado Común. De
Gaulle, que veía a Europa extenderse del Atlántico a
los Urales, abogó por una inestable federación de
estados independientes (L’Europe des patries).
A esta visión se oponían aquéllos que consideraban que
era necesaria y posible una unión más integral. El
primer paso en esa dirección había sido tomado en
1951, cuando Francia, la República Federal de
Alemania, Italia y los Países Bajos se pusieron de
acuerdo en establecer el Mercado Común del Carbón y el
Acero. A esto le siguió en 1957 la formación de la
Comunidad Económica Europea. Aunque tuvo un
considerable éxito económico, el Mercado Común no
evolucionó hacia la unión política europea tan
rápidamente como algunos de sus fundadores habían
esperado (véaseUnión Europea).
En 1975, tras la muerte de
Francisco Franco, se inició en España un periodo de
transición, que culminó en las primeras elecciones
libres de 1977 y la proclamación de una Constitución
democrática en 1978.
El futuro de Europa A
principios de la década de 1980, cuando el sindicato
polaco Solidaridad estaba en pleno apogeo, el
gobierno, con el apoyo soviético, declaró la ley
marcial y encarceló a muchos de los disidentes
anticomunistas. A finales de la misma década, sin
embargo, las condiciones económicas de Europa Oriental
se deterioraban tan rápidamente que los gobiernos
comunistas no pudieron retener por más tiempo la ola
de protestas públicas. Durante 1989 y 1990, las
elecciones libres dieron lugar a gobiernos
democráticos en Polonia, Hungría y Checoslovaquia. A
finales de 1989 la línea divisoria entre Este y Oeste,
el muro de Berlín, fue derribado; el régimen de la
República Democrática Alemana se disolvió, y en
octubre de 1990 Alemania Oriental fue absorbida por la
Alemania Occidental (República Federal de Alemania).
En septiembre de 1991 la independencia de tres
repúblicas bálticas de la Unión Soviética, Estonia,
Letonia y Lituania, fue reconocida a nivel
internacional; la URSS también aceptó antes del final
de 1991 la independencia del resto de las repúblicas
soviéticas, lo que significó su total desintegración.
La Comunidad de Estados Independientes (CEI), formada
en diciembre de 1991 por prácticamente todas las
antiguas repúblicas soviéticas, fue la sucesora de la
URSS.
El desarrollo político en Europa y la antigua URSS
provocó un importante cambio que afectó a la presencia
militar estadounidense en el continente. A finales de
1995, el Ejercito estadounidense había reducido sus
instalaciones militares en Europa de un total de 893 a
319.
|
 |
|
Muro de Berlín |
En Europa Occidental, el final de la Guerra fría
levantó esperanzas de cooperación total, e incluso de
amistad entre Este y Oeste. Estas perspectivas se
ensombrecieron, no obstante, con la creciente
inestabilidad de las antiguas repúblicas soviéticas y
por el estallido de la guerra entre serbios y croatas
en Croacia, y serbios, croatas y musulmanes en
Bosnia-Herzegovina. En abril de 1992, cuatro de las
seis repúblicas constituyentes de Yugoslavia
(Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina y Macedonia)
habían declarado su independencia, y las dos restantes
(Serbia y Montenegro) se habían unido y constituido
una nueva Yugoslavia. En cambio, la comunidad
internacional se negó a reconocerla como Estado
soberano. La guerra continuó hasta 1996, tras la firma
de los Acuerdos de Dayton entre los bandos
enfrentados.
El 1 de enero de 1993, asimismo, Checoslovaquia se
dividió en dos repúblicas distintas, la República
Checa y Eslovaquia.
Por su parte, los países miembros
de la Comunidad Europea (ahora llamada Unión Europea)
habían establecido en un principio el 1 de enero de
1993 como fecha límite para la integración económica.
El tratado de la Unión Europea o Tratado de
Maastricht, diseñado para intensificar la integración
política y económica de la Comunidad Europea, fue
ratificado finalmente por los doce miembros de la
Unión Europea en 1993. Ésta eliminó la mayor parte de
las fronteras comerciales interiores y permitió la
libre circulación de ciudadanos de la Unión, además de
elegir a la ciudad alemana de Frankfurt como sede del
nuevo Instituto Monetario Europeo. Pero los planes
para adoptar políticas de defensa común a través de la
Unión Europea Occidental y crear una moneda única a
finales del siglo XX se han retrasado. En mayo de
1994, Finlandia, Suecia y Austria solicitaron su
ingreso en la Unión Europea (UE), que se hizo efectivo
en 1995. El 15 de diciembre de 1996 se aprobó el
estatuto jurídico del euro (nombre adoptado un año
antes para la futura moneda única europea), el nuevo
Sistema Monetario Europeo (SME) y el llamado Pacto de
Estabilidad, por el que los estados miembros deben
continuar sus respectivas políticas de convergencia
una vez que, en 1999, comience a utilizarse el euro.
En 1993 Europa sufrió una recesión
económica y un alto nivel de desempleo. Además, el
flujo de exiliados y refugiados procedentes de Europa
suroriental y el norte de África provocó una escalada
del nacionalismo racista y xenófobo y de rechazo
contra los inmigrantes, especialmente en la Alemania
reunificada. Pero el proceso irreversible tendente a
la eliminación de fronteras dentro de la Unión
Europea, la solicitud de ingreso en la misma realizada
por países del antiguo bloque del Este y la apertura
en 1994 del túnel del Canal de la Mancha, que une
Dover y Calais, después de más de cinco años de
construcción, son algunos buenos ejemplos del espíritu
favorable a la cooperación y al entendimiento entre
los pueblos y los ciudadanos del Viejo Continente.
Fuente: AIES "Cástulo"
Ver
más en >
La Unión Europea

|