
Es
paz la paz de la paloma?
El leopardo hace la guerra?
Por qué enseña el
profesor
la geografía de la muerte?
Qué pasa con las
golondrinas
que llegan tarde al colegio?
Es verdad que reparten
cartas
transparentes, por todo el cielo?
Te
has dado cuenta que el Otoño
es como una vaca amarilla?
Y cómo la bestia
otoñal
es luego un oscuro esqueleto?
Y cómo el invierno
acumula
tantos azules lineales?
Y quién pidió a la
Primavera
su monarquía transparente?
Cuando
escribió su libro azul
Rubén Darío no era verde?
No era escarlata
Rimbaud,
Góngora de color violeta?
Y Víctor Hugo
tricolor?
Y yo a listones amarillos?
Se juntan todos los
recuerdos
de los pobres de las aldeas?
Y en una caja mineral
guardaron sus sueños los ricos?
A quién
le puedo preguntar
qué vine a hacer en este mundo?
Por qué me muevo sin
querer,
por qué no puedo estar inmóvil?
Por qué voy rodando
sin ruedas,
volando sin alas ni plumas,
y qué me dio por
transmigrar
si viven en Chile mis huesos?
Dónde
está el niño que yo fui,
sigue adentro de mí o se fue?
Sabe que no lo quise
nunca
y que tampoco me quería?
Por qué anduvimos
tanto tiempo
creciendo para separarnos?
Por qué no morimos los
dos
cuando mi infancia se murió?
Y si el alma se me
cayó
por qué me sigue el esqueleto?
Es
verdad que las golondrinas
van a establecerse en la luna?
Se llevarán la
primavera
sacándola de las cornisas?
Se alejarán en el
otoño
las golondrinas de la luna?
Buscarán muestras de
bismuto
a picotazos en el cielo?
Y a los balcones
volverán
espolvoreadas de ceniza?
Echan
humo, fuego y vapor
las o de
las locomotoras?
En qué idioma cae la
lluvia
sobre ciudades dolorosas?
Qué suaves sílabas
repite
el aire del alba marina?
Hay una estrella más
abierta
que la palabra amapola?
Hay dos colmillos más
agudos
que las silabas de chacal?
Si
todos los ríos son dulces
de dónde saca sal el mar?
Cómo saben las
estaciones
que deben cambiar de camisa?
Por qué tan lentas en
invierno
y tan palpitantes después?
Y cómo saben las
raíces
que deben subir a la luz?
Y luego saludar al
aire
con tantas flores y colores?
Siempre es la misma
primavera
la que repite su papel?
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Discurso de Estocolmo
Pronunciado por Pablo Neruda
con ocasión de la entrega del Premio Nobel de
Literatura. |
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JUAN CRUZ |
El lunes (12 de julio de 2004)
se cumplió el centenario del nacimiento de uno de los
poetas más importantes del siglo XX, cuya obra resuena
en toda la poesía moderna de Hispanoamérica. Su amor
por la palabra, por el idioma, por los humildes sigue
traspasando todas las alambradas ideológicas |
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ALEJANDRO
ZAMBRA
El
País 11 y 12 de julio de 2004
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POEMAS |
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Neruda vive
"Aquí sólo hay una
cosa peligrosa para ustedes, la poesía".
Enfermo ya de muerte, Pablo Neruda
(1904- 1973), de cuyo nacimiento hoy se
cumplen cien años, les dijo esa rotunda
frase a los soldados que allanaron y
saquearon su casa de Isla Negra pocos
días después del golpe de Pinochet. Fue
el inicio de uno de los más ignominiosos
sucesos de la historia moderna y del que
Chile lentamente fue recuperándose tras
el retorno de la democracia en 1989. La
muerte le ahorró el sufrimiento de casi
dos décadas de brutal dictadura, pero le
zafó de ser testigo del desprestigio y
humillación en los que ha acabado
cayendo el general Augusto Pinochet por
sus delitos contra los derechos humanos.
Mientras la
proyección y la salud del ex dictador se
deterioran, la imagen del premio Nobel
de Literatura de 1971 se agranda.
Treinta años después se le rinde sincero
homenaje, como el que organizaron la
semana pasada varios cantantes españoles
en el Fórum de Barcelona. Y se reconoce
la validez de su poesía heterogénea,
incluso de aquella que empleó como arma
política. Comunista hasta el final,
Neruda se ahorró presenciar la
descomposición de toda la arquitectura
marxista, la desaparición de la Unión
Soviética y de todos los signos de una
doctrina que él profesó; en definitiva,
la evidencia de sus errores. Pero su
denuncia de la injusticia y su
solidaridad con los humillados y
ofendidos no son ideales trasnochados en
un mundo donde la distancia entre los
más y menos favorecidos se agranda.
Veinte
poemas de amor, quizá su obra lírica
más conocida, sigue siendo tan
impactante en edades maduras y
adolescentes como cuando la escribió.
Neruda fue viajero, amante, vividor,
subjetivo, pero también realista. "El
poeta que no sea realista va muerto.
Pero el poeta que sólo sea realista va
muerto también", afirmaría en una
ocasión y lo evocaría en muchas de las
líneas de Confieso que he vivido,
su autobiografía, escrita poco antes de
la muerte.
Embajador en
París durante el gobierno de la Unidad
Popular del presidente Allende
(1970-1973), el escritor chileno admiró
España, su segunda patria, donde vivió
en los años treinta como cónsul en
Barcelona y Madrid. Le marcó nuestra
Guerra Civil, padeció los horrores de la
confrontación y desde su cargo
diplomático logró que muchos del bando
republicano salvaran la vida y que
algunos miles terminaran por encontrar
refugio en Chile.
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El Poeta cumple 100
años
JUAN CRUZ
Pablo Neruda nació
en paz el 12 de julio de 1904 en un
pueblo del sur de Chile, hará mañana 100
años, pero murió el 23 de septiembre de
1973 en medio de las turbulencias
dramáticas del golpe de Estado contra el
Gobierno de izquierdas que él apoyó.
La noticia de
ese golpe de Estado, que le halló ya muy
enfermo en su mítica casa de Isla Negra,
en la costa chilena, no le pudo ser
ocultada, y su dramatismo acentuó -como
temían los médicos- los efectos del
cáncer de próstata que le aquejaba.
Cuidado por la
mujer que le había inspirado uno de sus
grandes poemas de amor, Los versos
del Capitán, Matilde Urrutia, Pablo
Neruda, que era premio Nobel de
Literatura desde 1971, recibió así a los
soldados de Pinochet que iban a allanar
su casa:
-Aquí lo único
peligroso que hay es la poesía.
En medio de las
noticias que venían de Santiago sobre la
muerte de su amigo Salvador Allende, en
medio del bombardeo al que fue sometido
el Palacio de la Moneda, el autor de
Residencia en la tierra le dictó a
Matilde Urrutia las palabras finales de
su testamento autobiográfico, que luego
constituiría el libro Confieso que he
vivido.
Jorge Edwards,
su amigo y su biógrafo, cuenta que sólo
cuando supo que había muerto Allende,
Neruda se vino abajo. Y aún sacó fuerzas
de flaqueza para dictar su juicio:
"Aquel cadáver que marchó a la sepultura
acompañado por una sola mujer que
llevaba en sí misma todo el dolor del
mundo, aquella gloriosa figura muerta
iba acribillada y despedazada por las
balas de las ametralladoras de los
soldados de Chile, que otra vez habían
traicionado a Chile".
Doce días
después, el propio Neruda sucumbiría a
la grave enfermedad que le dibujó la
tristeza de sus últimos meses, su
entierro se convirtió en la última
manifestación de izquierdas que
permitiera en mucho tiempo la dictadura
instaurada por Pinochet, y esa misma
casa de Isla Negra fue clausurada
durante nueve años hasta que se
resolviera el contencioso que abrió la
viuda para que los militares no se
incautaran de ese idolatrado domicilio.
Mientras el
cerco militar fue efectivo, miles de
chilenos anónimos acudieron a las
puertas de este extraño palacio que el
poeta -El Poeta- construyó para su
satisfacción hasta en los menores
detalles; y esos anónimos dejaron en las
maderas que vallaban la casa de Isla
Negra multitud de pintadas que
insultaban al dictador destacando la
belleza y la vida de la obra nerudiana.
La poesía, por fin, siguió siendo
peligrosa.
Esa
circunstancia feroz de su muerte, que
amplificó aún más la mítica figura de
uno de los poetas más importantes (y
famosos) del siglo XX, ha ensombrecido
siempre el recuerdo de Neruda, que así
se ha transfigurado también uno de los
símbolos acribillados por la dictadura
que dominó Chile durante 18 años.
Neruda nació en
Parral, provincia de Cautín; su padre
era ferroviario y su madre murió cuando
él tenía un mes. Es notorio que no se
llamaba Neruda (nombre que tomó muy
joven del escritor húngaro Jan Neruda, y
por uno de sus cuentos), sino Neftalí
Ricardo Reyes Basoalto, y se sabe
también que hasta el fin de sus días (lo
dice Edwards en su libro Adiós,
poeta) no sólo ayudó a miles a
enamorar y a enamorarse (al propio
Antonio Skármeta, el autor de
Ardiente Paciencia (El cartero de Neruda),
le prestaba su casa para enamorar; a su
otro compatriota, José Donoso, se la
prestaba para ducharse), sino que él
mismo fue un irreprimible enamoradizo.
Y tampoco fue
sólo el poeta del amor y de las mujeres,
el autor de Veinte poemas de amor y
una canción desesperada, sino que
fue un hombre melancólico que en sus
versos siempre expresó el miedo a la
soledad y a la muerte. Acaso por eso
siempre se rodeó de amigos (Donoso
cuenta que en la casa de Isla Negra
siempre había invitados, a veces
incontables), propició reuniones y
viajes, y aunque era un bon vivant
que no renunciaba ni a vinos ni a viajes
("siendo chileno, es imposible que no
beba buenos vinos"), fue un hombre de
partido (del Partido Comunista), aceptó
disciplinas y empleos (fue cónsul y
embajador, la última vez en París, con
Edwards de agregado), y tanto se
manifestó afecto a las ideas y a las
directrices del partido, que estuvo a
punto de aceptar la candidatura a la
presidencia de Chile (cuando finalmente
Allende aceptó encabezar la lista de la
Unidad Popular, que triunfó en 1971) y,
en fecha más temprana, defendió a Stalin
e incluso dio por buena la gestión
soviética de la cultura, incluyendo la
censura global a la que la URSS sometió
a sus creadores.
Él defendió sus
gestos con soltura, sin escurrir el
bulto, tanto en declaraciones
periodísticas como en sus memorias. "Hay
una especie de conspiración que dice que
no hay libertad. Pero no es así", le
dijo en 1970 a Rita Guibert, de The
Paris Review. "... Nunca he visto
menos desacuerdo entre el Estado y los
escritores que en los países
socialistas. La mayoría de los
escritores soviéticos están orgullosos
de la estructura socialista, de la gran
guerra de liberación contra los nazis,
del rol del pueblo en la revolución y en
la gran guerra, y están orgullosos de
las estructuras creadas por el
socialismo. Si hay excepciones", decía
Neruda en la misma entrevista, "son una
cuestión personal, y por lo tanto
corresponde examinar cada caso
individualmente".
Ni esas
opiniones ni las querellas políticas que
debió asumir (le produjo una gran
contrariedad la reacción cubana a su
presencia en Nueva York para presidir el
Congreso del PEN Club en 1965, en plena
guerra fría) le impidieron hacer una de
las grandes poesías del siglo, aunque
él, como su contemporáneo Jorge Luis
Borges, tuvo esta respuesta cuando le
pidieron que dijera qué libro suyo
salvaría de un incendio: "Posiblemente
ninguno. ¿Para qué los necesitaría? Más
bien salvaría a una muchacha... o una
buena colección de novelas policiales...
que me entretendrían mucho más que mi
propia obra". Pero si se quemara
Residencia en la tierra, por
ejemplo, la poesía del mundo sufriría
una amputación gravísima.
Hizo fiesta a
mucha gente. Y también fue inquinoso con
algunos. Con Octavio Paz y con Borges
tuvo relaciones esquinadas. De Borges:
"Él no comprende nada de lo que está
ocurriendo en el mundo contemporáneo, y
cree que yo tampoco comprendo. Por lo
tanto, estamos de acuerdo". Un día le
dijo al folclorista Atahualpa Yupanqui,
cuando iban los dos solos: "Uno de los
dos sobra en este paseo". A lo que el
argentino respondió: "A mí también me
gusta pasear solo".
Una fiesta
memorable en Isla Negra de la que han
hablado casi todos sus protagonistas, el
último de los cuales ha sido Mario
Vargas Llosa, el pasado domingo en EL
PAÍS. Fue a finales de 1969, después de
un congreso de escritores
latinoamericanos en Viña del Mar. Sara
Facio, la gran fotógrafa de escritores,
autora de Neruda, su vida en 150
fotografías, fue con ellos y los
retrató en la felicidad. Acababa de
renunciar a la candidatura presidencial,
estaba aliviado; "dicen mis amigos",
declaraba esta semana Sara Facio desde
Buenos Aires, "que lo encontré con el
carácter ya dulcificado, porque hasta
entonces había sido un hombre
sarcástico. Pero ahora era un hombre
feliz ayudando a la gente joven".
"Él no se
gustaba", recuerda Sara Facio, "decía
que tenía una cara inaceptable y una
nariz horrible... Y allí estaba, tan
natural, sin posar para nada, con
Allende, con Rulfo, con Vargas Llosa,
con Edwards, con Skármeta, con tantos...
Le vi luego en 1971, y unos meses antes
de morir, en Viña del Mar, cuando se
estaba tratando el cáncer. No lo
retraté. Prefiero quedarme con aquella
imagen feliz del hombre de tez
aceitunada, vivo, paseando y riendo,
siempre con su whisky en la mano... y
mirando a Matilde". Y a las otras: "Ése
era su encanto", dice Sara Facio.
Lucho Poirot,
fotógrafo chileno que vivió el exilio en
España, y autor de Retratar la
ausencia, sobre el poeta, lo vio en
las dos épocas, la feliz y la
atribulada, y en ambas le hizo fotos.
Hay una impresionante en su libro
Retratar la ausencia, de 1983, en la
que Neruda enfila al atardecer el
regreso de su asiento ante el mar en
Isla Negra y decide volver a su casa;
vencido ya por el cáncer (y atribulado
por la angustia que padece Chile), ése
parece el viaje final que acaso evoca
sin querer en ese viejo poema (de 1958)
en el que relata un viaje al lugar donde
nació: "Irse es volver cuando sólo la
lluvia, / sólo la lluvia espera. / Y ya
no hay puerta, ya no hay pan. No hay
nadie".
La tristeza
presidió sus últimos días, e
inevitablemente ensombrece su recuerdo,
un siglo después de su nacimiento, 33
años después de su muerte. Lucho Poirot
fue requerido por Matilde Urrutia para
fotografiar la casa de Isla Negra y
también La Sebastiana, en Valparaíso,
ambas cercadas o asaltadas por la
dictadura militar. Su sensación ante la
devastación de La Sebastiana vale por un
símbolo de lo que Neruda temió que fuera
luego la dictadura (que él previó larga,
y no sólo dura, sino también duradera):
"Como en España, quisieron que el nombre
de Neruda, y su presencia, fuera tabú.
Por eso retraté con tanta pasión su
ausencia".
Un día de 1970
pasó por Tenerife, camino de Valparaíso,
de vuelta de un viaje a Europa, que en
la escala de Barcelona le había hecho
hallar a Gabriel García Márquez, que le
enseñó allí el Museo Naval. En la isla
canaria se halló con amigos suyos de
generación: Eduardo Westerdahl, Domingo
Pérez Minik, Pedro García Cabrera...
Todo le evocaba la parte de su historia
que más influyó en su vida, la Guerra
Civil, en la que tuvo un comportamiento
de solidaridad excepcional con los
españoles represaliados y con los poetas
que fueron sus hermanos.
Era un hombre
alegre que buscaba vino y arepas y
miraba largamente el mar creyendo que
era lluvia... "Mi único personaje
inolvidable fue la lluvia"... Sólo
cuatro años después de aquel leve
regreso a España, su alegría de vivir se
encontraría con el cansancio de la
dictadura, con la emoción inversa de la
muerte. "Y ya no hay puerta, ya no hay
pan. No hay nadie".
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España, la raíz
poderosa de su idioma
LUIS GARCÍA MONTERO
La piel de
Pablo Neruda estaba hecha de palabras
nerviosas como pájaros. Era difícil que
sus palabras se quedaran quietas en una
página o en unos oídos, porque abrían
las alas y remontaban el vuelo para
hacerse árbol, cordillera, ciudad
oxidada, respiración de amante o piel de
poeta. Como explicó el Canto general,
la identidad de Neruda surgió de
América, de las pampas planetarias y los
ríos arteriales. Pero con las primeras
lluvias y los primeros vientos llegaron
también las primeras palabras. Toda
memoria histórica es un ajuste de
cuentas que se convierte en alianza, un
abrazo de luces y sombras que funda
nuestra realidad. El homenaje a las
palabras de Confieso que he
vivido reconoce la identidad del
poeta y marca un ámbito de hermandad y
entendimiento en la lengua: "Qué buen
idioma el mío, qué buena lengua
heredamos de los conquistadores
torvos... Por donde pasaban quedaba
arrasada la tierra... Pero a los
bárbaros se les caían de las botas, de
las barbas, de los yelmos, de las
herraduras, como piedrecitas, las
palabras luminosas que se quedaron aquí
resplandecientes... el idioma. Salimos
perdiendo... Salimos ganando... Se
llevaron el oro y nos dejaron el oro...
Se lo llevaron todo y nos dejaron
todo... Nos dejaron las palabras". El
poeta sintió a España en el corazón
desde la raíz poderosa de su idioma.
Poetas hermanos
Los diccionarios, según Neruda, tienen
lomo de buey, se defienden del frío con
un chaquetón de pellejo gastado, huelen
a madera y no son una tumba, sino un
fuego escondido, una plantación de
palabras. Cuando era cónsul de Chile en
el Extremo Oriente, escribió a Rafael
Alberti para pedirle un diccionario. Los
dos poetas hermanos no se conocían
personalmente, porque Neruda sólo había
pasado por Madrid de manera fugaz en
1927, camino de sus agridulces tareas
diplomáticas en Rangún, Colombo, Batavia
y Singapur. Pero compartían en la
distancia el amor a un mismo idioma, una
crisis profunda que oxidaba sus antiguas
melancolías y un cansancio parecido ante
las formas puras del verso.
El autor de
Sobre los ángeles recibió por correo
una copia de Residencia en la tierra
y difundió la desesperación lírica de
Neruda por las redacciones de las
revistas y los cafés de Madrid. Aunque
no consiguió publicar el libro, dio a
conocer a su autor. Pablo Neruda gozaba
ya de un prestigio notable cuando por
fin vino a vivir a España, en 1934, como
cónsul de Chile en Barcelona.
Poco antes
había coincidido con Federico García
Lorca en Buenos Aires. Inventaron
palabras, porque la amistad de los
poetas es una forma de complicidad con
el vocabulario: "Hay que darse cuenta de
lo que es o no es chorpatélico. De otra
manera uno está perdido. Mira ese perro,
¡qué chorpatélico es!". Homenajeados por
el Pen Club argentino, leyeron en el
hotel Plaza un discurso al alimón
dedicado a Rubén Darío, uno de los jefes
del idioma, que sabía reproducir con
adjetivos el rumor de las selvas. Cuando
Neruda sustituyó en febrero de 1935 a
Gabriela Mistral como cónsul de Chile en
Madrid, García Lorca y Alberti
facilitaron su integración en la vida y
en las cuestiones palpitantes de la
poesía española. García Lorca había
definido a Neruda, en una presentación
ante los universitarios madrileños,
"como un poeta más cerca del dolor que
de la inteligencia, más cerca de la
sangre que de la tinta". Es decir,
Neruda iba a participar en el proceso de
rehumanización de la poesía española,
que se alejaba de la estética pura y
conceptual representada entonces por
José Ortega y Gasset y, sobre todo, por
Juan Ramón Jiménez.
Los impulsos
sentimentales del romanticismo se
aliaban con las metáforas de vanguardia.
Manuel Altolaguirre le encargó la
dirección de una revista y el poeta
chileno puso en marcha Caballo Verde
para la poesía, decidido a defender un
verso sin pureza. Se ganó, claro está,
la enemistad de Juan Ramón, que
ridiculizó sus excesos y tildó a sus
compañeros de viaje de "amarillitos
pollos poéticos". La edición española de
Residencia en la tierra (Cruz y
Raya, 1935), promovida por Bergamín, era
entonces uno de los corazones de la
creación literaria madrileña. Para
apoyar a su autor frente a los
comentarios de Juan Ramón y a las
acusaciones de plagio que llegaban desde
Chile, se publicó un folleto homenaje
firmado no sólo por sus compañeros de
generación, sino por poetas más jóvenes,
como Luis Rosales o Leopoldo Panero.
Pasados unos años, ya en 1942, incluso
Juan Ramón Jiménez escribiría una "Carta
a Pablo Neruda", rectificando sus
descalificaciones: "Es evidente ahora
para mí que usted expresa con tanteo
exuberante una poesía hispanoamericana
jeneral auténtica, con toda la
revolución natural y la metamorfosis de
vida y muerte de este continente".
La Casa de las
Flores
Neruda declaró muchas veces que la
conmoción de la Guerra Civil definió su
evolución personal y literaria. El poema
"Explico algunas cosas", perteneciente a
España en el corazón, evoca la
vida cotidiana en el barrio de
Argüelles; las reuniones literarias en
su casa, llamada la casa de las flores,
"porque por todas partes estallaban
geranios"; las noches de amistad y las
mañanas de mercado, entre merluzas,
patatas, aceites y vinos. Como poeta y
como persona, Neruda comía o bebía con
los ojos y hacía la digestión a través
de las palabras. Y, de pronto, dejaron
de estallar geranios y comenzaron a caer
las bombas por culpa de unos generales
traidores: "Mirad mi casa muerta, mirad
España rota... Venid a ver la sangre por
las calles". El ejemplo de Alberti, su
relación amorosa con Delia del Carril y
el espectáculo sangriento de la Guerra
Civil condujeron a Pablo Neruda al
compromiso literario y a la militancia
comunista.
Trabajó por los
republicanos españoles con uñas y
dientes, es decir, con trenes y barcos.
Organizó en París el tren que llevó a
algunos de los escritores más
prestigiosos de la época hasta el
Congreso de Intelectuales Antifascistas
que se celebraba en Valencia en 1937. Y
tres años después, perdida la guerra, se
hizo nombrar "cónsul encargado de la
inmigración española", y cargó el
Winipeg, un barco adquirido por el
Gobierno de la República, con 2.000
exiliados, que pudieron huir de los
nazis y rehacer su vida en Chile. Neruda
declaró que ese había sido su mejor
poema.
Desde entonces
sus libros se llenaron de alusiones a
España, a García Lorca, Hernández,
Aleixandre o Alberti: "Para los que
tenemos la dicha de hablar y conocer la
lengua de Castilla, Rafael Alberti
significa el esplendor de la poesía en
la lengua española". Uno de los poemas
más hermosos de Memorial de Isla
Negra se titula "Ay, mi ciudad
perdida": "Me gustaba Madrid y ya no
puedo verlo, no más, ya nunca más...".
La lengua común se había hecho
experiencia humana, realidad histórica y
nostalgia. En una entrevista de 1970
declaró a Rita Gibert: "Tal vez mis
recuerdos más intensos sean aquellos de
mi vida en España... Fue horrible ver
esa república de amigos destruida por la
Guerra Civil, que demostró la horrible
realidad de la represión fascista".
Neruda no quiso
regresar oficialmente a España para no
ser manipulado por el Gobierno
franquista. En 1970, aprovechando que su
barco atracaba en Barcelona, bajó en
secreto para pasear con García Márquez
por las salas del Museo Naval. También
bajó al puerto de Tenerife, donde fue
recibido por los jóvenes escritores
canarios Fernando G. Delgado, Luis León
Barreto y Juan Cruz. En secreto,
amparados por un idioma superador de
todas las alambradas ideológicas, el
viejo poeta evocaba sus nostalgias
españolas y los jóvenes escritores
recuperaban una historia que se les
había robado. El centenario de Neruda,
además de un ejercicio de admiración
literaria, supone todavía el pago de una
deuda con las penumbras y los silencios
de la memoria. Estamos eligiendo nuestro
pasado, y los estamos llenando de
palabras.
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Mi balance
JORGE EDWARDS
A un día del
centenario de su nacimiento, en el sur
de Chile, intento un balance personal de
Pablo Neruda, el poeta y el ciudadano,
pero, en primer plano, con evidente
prioridad, el poeta, y lo hago, para
comenzar, con dos pequeñas historias.
Los centenarios, después de todo, en
esta época de bombardeo informativo y de
escasa reflexión, sirven para recordar
episodios significativos, para
interpretar, para fijar la atención un
rato en un tema determinado, a pesar de
las incitaciones y de la dispersión
inevitable. En los años sesenta, en mi
condición, entonces, de joven
diplomático chileno, vivía en París con
mi familia en un espacio bastante
reducido. Era, además, un espacio
dominado, en el muro principal, por un
cuadro de formato grande que
representaba maderas vistas desde una
perspectiva muy cercana, con sus poros,
sus vetas, sus estrías, sus aristas
gastadas. No pretendo contar aquí la
historia de ese cuadro y de su autor. Lo
que sí me interesa es decir que Pablo
Neruda, que regresaba cada año, a
comienzos de la primavera, de Moscú, y
que iba con relativa frecuencia a esa
casa, se quedaba detenido frente al
cuadro cuando entraba, durante un rato
más o menos largo, pensativo, y después
murmuraba en voz baja, para sí mismo:
"¡Qué cuadro más bueno!", como si esa
pintura removiera en él rincones oscuros
de la memoria, asociaciones de ideas y
de emociones no esperadas. Poros, vetas,
círculos de dulzura, recitaba yo, entre
risueño e impresionado por esa detención
reflexiva, por ese paréntesis. Porque
era, en cierto modo, una contradicción,
el reverso de todo un conjunto de
lugares comunes, de ideas recibidas,
como decía Gustave Flaubert acerca del
poeta. Él había entrado hacía ya largos
años en otra etapa, en otro universo de
preocupaciones estéticas y políticas.
Esa detención, sin embargo, ese curioso
silencio, esa admiración en un susurro,
indicaban que se había ido, que había
renegado del periodo de Residencia en
la tierra, como lo declaró en una
entrevista célebre, pero que seguía, a
pesar de todo, apegado, inmerso incluso,
en el mundo ritual, contemplativo,
denso, enigmático, de poemas anteriores,
enteramente ajenos al llamado realismo
socialista, como Entrada en la
madera. Emir Rodríguez Monegal, el
más agudo de sus críticos, definió a
Neruda como "el viajero inmóvil":
alguien que partía siempre, que viajaba
y cambiaba de piel en forma dramática,
pero que, a la vez, no abandonaba nunca
el punto de partida. La contemplación
apasionada de la naturaleza y de las
materias, la "absorción física del
mundo", como escribió en una carta de
juventud en el Extremo Oriente, era uno
de sus secretos, uno de los resortes
profundos de su escritura. Neruda fue
como un Rimbaud, un poeta precoz, de una
juventud fulgurante, pero, en lugar de
cesar de escribir al cabo de pocos años,
como el joven francés, uno de sus
modelos, una fotografía que no
abandonaba nunca el lugar de privilegio
de sus diferentes mesas de trabajo, pasó
a escribir de otra manera, en virtud de
otras inquietudes. No pudo seguir en la
subjetividad extrema, en el hermetismo,
en la incomunicación. A pesar de la
fuerza de su lenguaje y del eco que
empezaba a conseguir, él sentía que era
una situación enfermiza. Si uno, ahora,
juzga sin prejuicios sus declaraciones
de esa época, llega a la conclusión de
que el lirismo puro le producía un
sentimiento abrumador de culpa. Y frente
a las realidades sociales de Chile y de
América Latina, había tomado hacía
tiempo una resolución drástica y la
había explicado con todas sus letras, en
diversas ocasiones: "Hasta aquí llegué
en la soledad", escribió, por ejemplo,
en un verso de Memorial de Isla
Negra. Pablo Neruda había escogido,
en buenas cuentas, y mucho antes de
aquellos años de París, una opción
clara. Pero la poesía anterior, la de la
primera y la segunda Residencia,
la de una especie de Rimbaud
suramericano, la que seguía muy de cerca
y en forma consciente al uruguayo
francés Lautréamont, seguía trabajando
en su interior. El poeta,
contradictorio, decididamente
triangular, como se definió en otro
poema, cambiaba y se mantenía fiel a sí
mismo.
He contado mi
segunda historia en otra parte, pero sin
agregar la interpretación de ahora. Una
vez, creo que hacia el final de 1967,
viajamos a Isla Negra en mi automóvil y
nos detuvimos a la salida de Santiago en
el antiguo Mercado Persa. Yo les tenía
un poco de miedo a esas interminables
exploraciones nerudianas en busca de
cachivaches, pero debo reconocer que
siempre eran divertidas, sugerentes y
sorprendentes, hasta insólitas. Uno se
defendía y a la vez se dejaba arrastrar
por la aventura, por su extravagancia y
su fantasía. El poeta, en esa
oportunidad, detectó una enorme cadena
mohosa arrumbada detrás de otros objetos
no menos inútiles. A partir de ahí se
produjo una inesperada transformación.
El poeta entró en movimiento. El día
cambió de ritmo. Después de largas
tratativas con un par de camioneros
bromistas, cazurros, la pesada cadena,
con eslabones que habían estado largo
tiempo adentro del mar, cayó en uno de
los prados de la casa de Isla Negra,
junto a un bote de pescadores, cerca de
un ancla igualmente herrumbrosa. Yo
pensaba, mientras veía todo esto, en
otro de los poemas ya clásicos de
Residencia, en 'El fantasma del
buque de carga'. Y me decía que el
poeta, a pesar de las apariencias, en
plena etapa de poesía militante, nunca
salió de su etapa anterior de
subjetivismo, de lirismo enigmático: de
ese buque de carga, de ese fantasma que
recorre las sentinas del viejo barco y
que evoca escenas del cine de
imaginación de los años veinte y
comienzos de los treinta.
Releo en estos
días los grandes poemas de Residencia
y encuentro en cada verso, sin caídas
casi, una intensidad constante, una
fantasía que nunca se había dado antes,
al menos en la poesía de nuestra lengua,
de esa manera, un carácter ritual, un
ritmo espeso, y todo esto unido siempre
a una invención verbal extraordinaria.
La cadena del Mercado Persa pudo haber
inspirado una oda elemental, pero era,
por encima de eso, un vínculo, un
eslabón, precisamente, y que unía con
los orígenes poéticos. Cuando el poeta
dio su paso y resolvió que ya no
soportaba la soledad, que deseaba unir,
como dijo en otro lado, sus "pasos de
lobo a los pasos del hombre", produjo
dos poemas centrales en su obra:
España en el corazón y Alturas de
Macchu Picchu. En los cantos finales
de Macchu Picchu alcanzó un nivel
superior, un tono de himno ceremonial,
de invocación, de identificación en
cierta medida religiosa con el mundo de
los muertos. Son cantos de solidaridad
humana y a la vez de misterio, de
resurrección: "Sube a nacer conmigo,
hermano". Después, el poeta pierde esa
intensidad e intenta hacer una poesía
eficaz, que tenga sentido y
consecuencias sociales. El carácter
contemplativo, circular, ensimismado, de
toda su primera etapa, es reemplazado
por estructuras lineales, verticales: en
lugar de eslabones carcomidos por el
tiempo, de catedrales de madera
sumergida, flechas, manifiestos,
proyecciones al futuro. Es el tono de
Canto general y de Las uvas y el
viento. Pasan algunos años, sin
embargo -y el discurso de Nikita
Kruschev sobre los crímenes de Stalin,
de 1956, tiene una influencia decisiva
en esta evolución-, y la mirada del
poeta, o, si se quiere, la del hablante
lírico, recae de nuevo sobre objetos
esenciales, que pueden tener historia en
algunos casos, pero que a la vez están
sumidos en cierta forma de
intemporalidad. Un ejemplo clásico y
perfecto, para mi gusto, es la Oda a
la cebolla. El poema, como
todos los de ese periodo, tiene un
elemento político. La cebolla es un
alimento "al alcance / de las manos del
pueblo", es la "estrella de los pobres".
Pero es un elemento que aquí no parece
deliberado, colocado de acuerdo con un
programa. Y predomina, con menos
densidad, sin el hermetismo de entonces,
con humor, con un ritmo sincopado, casi
alegre, una visión muy semejante a la
que inspiraba 'Entrada en la madera' o
'Apogeo del apio' en la segunda parte de
Residencia en la tierra.
Se podría
sostener que Neruda, después de la
poesía rectilínea de su obra de la
primera mitad de los años cincuenta,
buscó en forma deliberada, con plena
conciencia, y sobre todo a partir de
Estravagario, de 1958, volver al
tono circular, enigmático, al misterio
envolvente de sus poemas de juventud.
Una lectura cuidadosa revela que algunas
veces, en medio de abundante fárrago, lo
consiguió. La poesía del final parece
utilizar recursos que el poeta ya había
descubierto antes. Da la impresión, por
momentos, de que el poeta se imita a sí
mismo, o de que, al explorar otros
horizontes, se encuentra de repente en
los terrenos de la antipoesía de Nicanor
Parra. Pero, en medio del peso, a veces
abrumador, del papel, del "papel
cansado", como había escrito mucho
antes, brillan algunas joyas. Me permito
citar dos, y sé que algunas se me quedan
en el tintero: El largo día jueves,
de su libro de memorias en verso, mucho
mejor que sus confesiones en prosa,
Memorial de Isla Negra, y El
campanario de Authenay, que
pertenece a una obra de sus años finales
de embajador en Francia, Geografía
infructuosa. Ese día jueves que se
repite, que no termina nunca, es el día
de la muerte, y ese personaje, ese
hablante que se da un baño de tina, se
rasura, se viste con esmero, lo hace
para entrar en su ataúd, de manera que
el humor, constante en la poesía
nerudiana, aunque nunca evidente, se
convierte aquí en humor negro. Un día
sin orígenes, jueves, escribía el poeta
en Residencia en la tierra,
de modo que se podría elaborar todo un
ensayo acerca de su obsesión por ese día
de la semana. Pero se podría sostener,
por otro lado, que "el largo día jueves"
del Memorial es el "día sin
orígenes" de Residencia. Si damos
otro paso, podríamos concluir que la
poesía de Neruda osciló siempre entre la
intemporalidad -el jueves eterno, el día
sin orígenes, que sale de la nada- y las
nociones del tiempo histórico, político,
épico.
Otra obsesión
En El campanario de Authenay
aparece otra obsesión constante en su
poesía: el trabajo de los hombres
prácticos, artesanos, carpinteros,
albañiles, en contraste con la
inutilidad de la pura poesía (inutilidad
que el poeta, en una larga etapa, hizo
un intenso esfuerzo por transformar en
utilidad, en función social,
revolucionaria). "Ay lo que traje yo a
la tierra / lo dispersé sin fundamento,
/ no levanté sino las nubes / y sólo
anduve con el humo...". Parece que la
visión, para Neruda, y esto forma parte
de su pensamiento más íntimo, de un arte
poética reiterada, se produce mucho
tiempo después de la construcción, de la
presencia artesanal. Hubo artesanos que
hicieron la cadena del Mercado Persa y
constructores que levantaron, en las
planicies de Normandía, el campanario de
Authenay. Resulta obligatorio que la
contemplación ensimismada del poeta
comience décadas y hasta siglos más
tarde: "Aquí el hombre estuvo y se fue".
Lo mismo habría podido decir con
respecto a las ruinas de Macchu Picchu.
En último término, con la perspectiva de
los años, uno siente que en la poesía de
Neruda interviene una continua
metamorfosis: el diálogo con el presente
cede el paso a un diálogo con el pasado,
con la historia, con el mundo de los
muertos. Es un tema clásico, del cual no
sé si Neruda tenía una conciencia clara:
el descenso al Hades. Por muy realista
que fuera el poeta, era necesario para
su poesía, en sus momentos de lirismo
más alto, que los hombres prácticos, los
constructores, aquellos que habían
empleado sus manos, se hubieran
ausentado hace mucho tiempo: que sólo
quedara "la pura voluntad de un
campanario / contra el cielo de
invierno..."
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Tres encuentros
con el Rey Midas
CARLOS FUENTES
Conocí tres
veces a Pablo Neruda. La primera vez fue
en los encuentros -irrepetibles-
organizados por el poeta Gonzalo Rojas
en la Universidad de Concepción, en
1962. Vinieron escritores de todo el
continente iberoamericano. Neruda
presidía como si acabase de salir del
mar, un Neptuno en vacaciones. Patriarca
de las tormentas, las apaciguaba con la
lenta majestad de sus movimientos. La
inteligencia irónica del ángel caído se
disimulaba detrás de su mirada dormilona
y sus párpados de tortuga. Parecía un
animal sin tiempo. Podía ser tan vasto y
anónimo como el océano. Podía ser tan
largo y filoso como la tierra chilena
que se cuelga como una espada entre el
Pacífico y los Andes, del desierto de
Atacama a la Tierra del Fuego.
Neruda portaba
a todas partes cuatro cosas. La tierra
chilena en primer lugar: "...
Nació un hombre entre muchos... y esto
no tiene historia, sino tierra, tierra
central de Chile...". El padre
ferroviario: "Aunque murió hace tantos
años / por allí debe andar mi padre /
con el poncho lleno de gotas / y la
barba color de cuero". Su madre murió un
mes y medio después del nacimiento de
Neruda. El niño veneró a la segunda
esposa del padre, pero se negó a
llamarla "madrastra": "oh dulce madre
-nunca pude decir mamadrastra-... vi la
bondad vestida de pobre trapo
oscuro...". Y la lengua castellana, la
palabra: "... las palabras
luminosas que se quedaron aquí
resplandecientes, el idioma... Salimos
perdiendo... Salimos ganando... Se
llevaron el oro y nos dejaron el oro...
Nos dejaron las palabras".
Versos del
'Canto general'
Que esas palabras eran de todos lo
comprobé ese mismo año de 1962. El
escritor chileno Poli Délano me llevó a
la costa de Lota, donde el carbón se
extrae de minas debajo del mar. Al salir
del océano, al anochecer, los mineros se
sentaron alrededor de una fogata a
cantar con guitarras. Reconocí la letra:
eran versos del Canto general de
Neruda. Les dije que al poeta le
gustaría saber que ellos cantaban sus
palabras. "¿Cuál poeta?", inquirieron a
coro. Tenían razón. La poesía de Neruda,
como la de Homero, no tenía autor. Era,
como dijo Croce de La Ilíada, "la
poesía de un pueblo entero poetizante".
Creo que sin
Neruda no tendríamos poesía moderna en
Hispanoamérica. Sor Juana, Darío y mucho
mérito, pero escaso genio, entre ellos.
Y una lengua constantemente amenazada
por discursos huecos y proclamas
grandiosas, cortesías alambicadas y
groserías banales. Neruda asumió todos
los riesgos de la impureza, la
imperfección y aún de la misma
banalidad, con tal de bautizarnos de
nuevo. Nos condujo a las zonas olvidadas
de nuestra lengua. Nos liberó de las
normas, de la exquisitez y el buen gusto
formal. Nos enseñó a comer y a beber de
nuevo. Nos obligó a mirar dentro de las
peluquerías, cantarle a las alcachofas y
mirar nuestros fantasmas en las vitrinas
de las zapaterías. Nos sacó de los
estériles jardines de nuestros Versalles
literarios para arrojarnos al lodo de
las alcantarillas urbanas y a la
putrefacción de las selvas tropicales.
Nos mostró nuestra desnudez en el
desierto y nuestra altura en las
montañas: "Piedra en la piedra, el
hombre, ¿dónde estuvo?".
Esta pregunta
recorre toda la poesía de Neruda. Las
cosas no le pertenecen a todos. Pero las
palabras sí. Las palabras son la primera
y más natural instancia de la propiedad
compartida. Escribir es siempre una
comunión, aunque se debatan las maneras
de recibir la hostia. Neruda tiene una
magnífica página sobre lo real en
literatura. "El poeta que no sea
realista va muerto. Pero el poeta que
sea sólo realista va muerto también...
Para tales ecuaciones no hay cifras en
el tablero, no hay ingredientes
decretados por Dios ni por el Diablo,
sino que estos dos personajes
importantísimos mantienen una lucha
dentro de la poesía, y en esta batalla
vence uno y vence otro, pero la poesía
no puede quedar derrotada" (Confieso
que he vivido).
Neruda también
usó las palabras políticamente y no
siempre estuve de acuerdo con él. Sus
conflictos con escritores de su
generación fueron amargos, pero con
nosotros, los escritores que él conoció
cuando éramos jóvenes, Neruda siempre
fue generoso, abierto, inteligente,
dialogante. Porque cuanto nos unía era
incomparablemente mayor que lo que nos
separaba. Nuestras novelas se
escribieron bajo el signo de Neruda:
darle un presente vivo a un pasado
inerte, prestarle una voz actual a los
silencios de la historia. Esta raíz
genésica era a todas luces superior a
nuestras discrepancias acerca de la
forma que queríamos para el futuro.
Neruda nos dijo a todos: Si no salvamos
nuestro pasado y lo hacemos vivir en el
presente, no tendremos futuro alguno.
El trabajo del
escritor, a la vez solitario y
solidario, tarea de soledad
indispensable y de comunidad anhelada,
recorre un camino amplio, pero lleno de
pequeñas piedras. Esos pedruscos se
llaman la envidia y Neruda la provocó
como pocos. Incluso un enano amargo lo
perseguía de presentación en
presentación para atacarlo -fue hasta
Oxford cuando Pablo recibió allí un
doctorado-. Neruda confesó que
posiblemente "alguna vez me irritaran
esas sombras persecutorias... Cuarenta
años de persecución literaria es algo
fenomenal. Con cierta fruición me pongo
a resucitar esta solitaria batalla que
fue la de un hombre contra su propia
sombra, ya que yo nunca tomé parte en
ella". Sabia lección contra todas las
pedradas de las cabezas de piedra: "La
verdad", escribe Neruda, "es que
cumplían involuntariamente un extraño
deber propagandístico, tal como si
forzaran una empresa especializada en
hacer sonar mi nombre".
La muerte del
poeta
Los pigmeos son chinches. Pican y
desaparecen. Los gorilas, en cambio,
asesinan y duran. Éste es mi tercer
encuentro con Neruda: la muerte del
poeta, muerte simultáneamente física y
política, pues tuvo lugar días apenas
después del golpe del infame traidor
Pinochet y de la muerte de un político
demócrata y leal, Allende. No olvidemos,
en estos tiempos de hegemonía imperial,
que el Gobierno de Nixon intervino
activamente para destruir lo mismo que
decía defender: un régimen
democráticamente electo, el de la Unidad
Popular en Chile. Por eso también, en
este aniversario de su nacimiento,
Neruda resucita para recordarnos que no
sólo fue dueño de las palabras que
escribió, porque Neruda no es Neruda, es
todos los hombres: es el poeta.
El poeta no es.
Se hace. Nace después de su acto, el
poema. El poema crea al autor. En las
fechas hermanas de su nacimiento y de su
muerte, la poesía de Neruda regresa como
una promesa de libertad genésica.
Regresa como desierto y mar, montaña y
lluvia. Como en el principio, su poesía
vuelve a llamarse Temuco, Atacama, Machu
Picchu.
Pablo Neruda
fue el rey Midas de la poesía. Tocó
todas las palabras y las convirtió en
oro.
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Al fin, Pablo Neruda
está un poco menos muerto
BENJAMÍN PRADO
Si no hubiese
muerto el 23 de septiembre de 1973, doce
días después del bombardeo de la Casa de
la Moneda y el aniquilamiento de su
amigo Salvador Allende, el poeta
comunista Pablo Neruda habría visto
derrumbarse su mundo.
¿Qué habría
sentido al presenciar la desaparición de
la Unión Soviética y la caída del muro
de Berlín? ¿Y si hubiera vivido hasta
hoy y fuera testigo de la invasión de
Irak, el nacimiento de la nueva Europa,
el apogeo del terrorismo y la
sustitución del muro de Berlín por el
muro de Gaza? Sin duda, hubiera sido
penoso para él mirar hacia los dos
extremos de la realidad y ver, por
ejemplo, que el paraíso socialista ha
caído, pero el general Pinochet aún
sigue en pie, impunemente libre en su
Chile natal. Este 12 de julio, Pablo
Neruda habría cumplido cien años.
Neruda fue un
escritor comprometido y militante, como
Rafael Alberti, Paul Eluard, Vicente
Huidobro, Nazim Hikmet, César Vallejo,
Louis Aragon, Salvatore Quasimodo y
tantos otros contemporáneos suyos. Y, a
diferencia de antiguos camaradas como
Octavio Paz, Auden o Pier Paolo Pasolini,
mantuvo su fe política hasta el final y
siempre pensó que un intelectual debe
tomar partido y llevar una bandera en la
mano. Por eso, a finales de los años
sesenta, mezcló halagos y amonestaciones
en estos versos de una de sus obras
menos conocidas, titulada, precisamente,
Fin del mundo, en los que se
refiere a los entonces jóvenes autores
del boom latinoamericano:
"Cortázar, el pescador, / que pesca los
escalofríos (...). / Vargas Llosa, que
contó / llorando sus cuentos de amor /
y, sonriendo, los dolores / de su patria
deshabitada (...). / Juan Rulfo de
Anahuac, / o Carlos Fuentes de Morelia
(...). / Sábato, claro y subterráneo; /
Onetti, cubierto de luna; / Roa Bastos,
del Paraguay, / me pareció que ustedes
eran / los transgresores del planeta, /
los descubridores del mar, / pero el
deber que compartimos / es llenar las
panaderías".
Pero las cosas
han cambiado y, hoy día, cantarle a las
panaderías no está de moda y las
palabras intelectual y compromiso ya no
hacen buena pareja.
Algunos de esos
autores que defendieron a España y, más
tarde, a Europa del fascismo, todavía
resultan sospechosos porque se les acusa
de estalinistas y se les considera
cómplices silenciosos del exterminio.
Efectivamente, muchos de ellos,
empezando por el propio autor de los
Veinte poemas de amor y una canción
desesperada, escribieron odas a
Stalin. Pero se olvida, o quizá se
esconde malintencionadamente bajo la
alfombra, que en libros como Fin del
mundo, escrito entre 1968 y 1969, o
Elegía, del año 1974, Neruda hizo
una autocrítica pública de su error: "Un
millón de horribles retratos / de Stalin
cubrieron la nieve / con sus bigotes de
jaguar. / Cuando supimos y sangramos /
descubriendo tristeza y muerte / bajo la
nieve en la pradera / descansamos de su
retrato / y respiramos sin sus ojos /
que amamantaron tanto miedo. / (...)
Ignoraba lo que ignorábamos. / Y aquella
locura tan larga / estuvo ciega y
enterrada / en su grandeza demencial /
envuelta a veces por la guerra / o
propalada en el rencor / por nuestros
viejos enemigos. / Sólo el espanto era
invisible". Eso es lo que dice en Fin
del mundo. Y esto es lo que añadió
en Elegía: "Luego, adentro de
Stalin, / entraron a vivir Dios y el
Demonio, / se instalaron en su alma. /
(...) La tierra se llenó de sus
castigos, / cada jardín tenía un
ahorcado".
En España, a
Neruda lo siguieron y lo siguen llamando
estalinista, un adjetivo tan hiriente
que hasta parece lastrar los méritos
literarios de libros como Residencia
en la tierra o los sucesivos tomos
de las Odas elementales, mientras
que a muchos de los escritores que en la
Guerra Civil estuvieron del lado de
Franco y, en consecuencia, siguiendo la
lógica que condena a Neruda o Alberti,
fueron cómplices de un golpe de Estado y
de miles de crímenes, parece habérseles
otorgado el perdón y el olvido. Eso vale
para José María Pemán y para Camilo José
Cela, para Luis Rosales y Gonzalo
Torrente Ballester, para Edgar Neville o
Gerardo Diego. Parece que ninguno de
ellos fue franquista, sino sólo
monárquico o falangista crítico.
Las bibliotecas
demuestran lo contrario. Empezando por
Pemán, con su libro La bestia y el
ángel (1938), que sin duda pretendía
ser la versión nacional del Paraíso
perdido de John Milton y que
establecía, desde el comienzo, un claro
vínculo entre los sublevados, el Imperio
y Dios: "Se da tierra a los huesos de
Monte Argüí. Es la hora / de los nuevos
romanos y del épico afán. / La sonrisa
de Franco se adelanta a la aurora: / y
la mañana dora su espada en el Uisán".
Sin duda, el autor de El divino
impaciente sabía contra qué y por
qué luchaba: "Y el enemigo sigue siendo
el mismo, / Oriente pecador. / No hay
más: Carne o Espíritu. / No hay más:
Luzbel o Dios. / ¡Frente a la España de
San Juan, un mundo / sin más danza que
el paso de combate / ni más ritmo ni
verso que la angustia infinita, /
pendular del un, dos! / Y a su frente el
fantasma de los ojos dormidos: / Lenin;
el leño seco y el arenal sin sol". A
continuación, para estigmatizar a Lenin
-y siguiendo, tal vez, la estela de un
famoso soneto de Núñez de Arce contra
Voltaire, escrito en 1873, que termina
diciendo: "Ya la fe miserable a tierra
vino; / ya el Cristo se desploma; / ya
las teas / alumbran los misterios del
camino; / ya venciste, Voltaire.
¡Maldito seas!", Pemán se entrega a un
arrebato religioso-patriótico-turístico:
"¡Yo te maldigo en nombre de todos los
crepúsculos / y de todas las rosas: yo /
te maldigo en el nombre de Venecia y sus
góndolas, / de Viena y sus violines, /
de Sevilla y su sol! / ¡Yo te maldigo en
tu fracaso, porque / tú eres el Anti-Espíritu
y el Espíritu es Dios! / ¡Tú estás seco
entre nieves, allá en la plaza Roja! /
¡Pero en Granada sigue cantando el
ruiseñor!". El último verso, sin duda,
no debía referirse a Federico García
Lorca, ejecutado en Granada por los
mismos criminales a los que cantaba
Pemán, quien al llegar la democracia fue
condecorado por el Rey.
Pero Pemán no
estaba solo en su lucha, como demuestra
la lectura de las numerosas antologías
que apoyaron a la España sediciosa. Por
ejemplo, la Antología poética del
Alzamiento (1936-1939), preparada
por Jorge Villén y que incluye versos de
Manuel Machado, Luis Rosales, Eugenio
d'Ors, Agustín de Foxá y hasta unos
ripios de Enriqueta Calvo Sotelo, en los
que recuerda a su padre -"Todo me habla
de él. La suave brisa / que acaricia las
flores a su paso...; / el destello del
sol en el ocaso, / que parece la ostia
de una misa"- y resalta el valor
patriótico de su sacrificio: "Y la
sangre que entonces derramaste / obró un
nuevo prodigio. ¿Sabes cuál? / Llegase a
la bandera amoratada, / y en el último
impulso de su afán, / tiñendo con su
sangre lo morado... / ¡La gloriosa
bandera suplantada / tornó a ser la
bandera nacional!".
En su Lira
bélica. Antología de los poetas y la
guerra (1939), preparada por José
Sanz y Díaz, se repiten los mismos
autores del libro de Villén, con el
añadido de Gerardo Diego. En cuanto al
Cancionero de la guerra
recopilado ese mismo año por José
Mosterín Alonso, acoge a buena parte de
los autores citados más Emilio Carrere,
Dionisio Ridruejo, Jesús del Río Sainz,
un Ricardo León que alaba al "soldado
desconocido / de la raza militar / que
juntó en una las almas / del santo y del
capitán" y los siempre algo surrealistas
hermanos Álvarez Quintero, que en su
poema Caso patológico hacen
hablar así a un presunto líder
republicano: "Ya el que no muere loco
muere hambriento... / ¡Ya persiguen los
cuervos mis banderas! / ¡Ya no hay nada
que hacer! / ¡Ya estoy contento!".
Por supuesto,
también hubo, aparte de las antologías,
obras individuales que van desde las
cautelosas Poemas de la muerte
continua (1936), de Luis Rosales, o
Carta personal (Carta abierta a
Pablo Neruda), de Leopoldo Panero, hasta
las desaforadas Dolor y resplandor de
España (1940), de Manuel de Góngora,
o Poemas de la Falange eterna
(1938), de Federico de Urrutia, cuyo
último poema, titulado como una novela
posterior de Francisco Umbral,
Leyenda del César visionario,
concluye con la exaltación de los
vencedores:
"Se
estremecieron los montes / -dolor de
monte Calvario- / sonaron gritos de
¡Imperio! / rotos de angustia en los
labios. / Y por los vientos del mundo /
con temblor de meridianos, / desde la
América virgen / hasta el Oriente
lejano, / retumbó el nombre del César: /
¡Franco!... ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!"
En cuanto a la
prosa, los ejemplos son muchos y van de
la novela de Concha Espina titulada
Retaguardia (1937) a Madrid, de
corte a cheka, de Agustín de Foxá, o
Frente de Madrid (1941), de Edgar
Neville, en la que un personaje le dice
a otro: "Aquí no sabéis aún lo que es
Franco. Franco es el sentido común.
Franco modera el desenfreno. Tiene la
virtud rara de enterarse de las cosas y
de tener en cuenta en cada caso la
opinión adversa; pulsa, mide y hace o
deja de hacer lo que sea de razón". Y
son conocidos los artículos
nacionalsocialistas de Torrente
Ballester, cuya primera novela,
Javier Mariño (1942), era, entre
otras cosas, una apología de la Falange,
o el ofrecimiento de Cela como
voluntario a delator del Cuerpo de
Investigación y Vigilancia, al que
creía, según escribió en su petición,
poder "aportar datos sobre personas y
conductas que pudieran ser de utilidad",
dado "que el Glorioso Movimiento
Nacional se produjo estando el
solicitante en Madrid (...) y que, por
lo mismo, cree conocer la actuación de
determinados individuos".
Y en el terreno
del ensayo podríamos mencionar Los
tres libros de España (1941), de
Eduardo Marquina, o Madrid nuestro
(1946), de Ernesto Jiménez Caballero.
Este último, a quien tantos ven ahora
como un personaje excéntrico pero
inofensivo, ya había publicado en 1933
La nueva catolicidad. Teoría
general sobre el fascismo en Europa: en
España, donde mantenía puntos de vista
como éste: "Nuestra unidad habrá de ser
política, religiosa, militar, social y
cultural. Todo cuanto se oponga a
cualquiera de esas modalidades de la
unidad total será ilícito y contra el
Estado. Todo lo que favorezca ese ideal
será libre y digno de honra y gloria".
Tras haber conseguido la victoria, las
teorías del fundador de La Gaceta
Literaria permanecieron invariables,
aunque les añadió un punto de arrogancia
y severas dosis de misoginia y homofobia,
como vemos en Madrid nuestro:
"Frente a las épocas enfermizas,
feminuchas, románticas y asquerosas de
España, ¡tened la energía moral, el
macho agradecimiento de afirmar que
hemos triunfado y nos sentimos sanos,
clásicos, en plenitud! ¿Quién lloriquea
por ahí? ¿Alguna mujer? ¿Algún cobarde?
¿Algún indecente? ¿Algún mariquita?
(...) ¡Fuera! Porque si ya logramos
-siendo pocos- arrancar a España de las
garras del diablo, ahora -que somos
falange innumerable y victoriosa-
sabremos conquistar frente a todos los
diablos del infierno: ¡un nuevo reino de
Dios!".
Al contrario
que tantos falangistas absueltos por los
mismos que llaman asesino a Alberti e
indultan a Sánchez Mazas y compañía,
Pablo Neruda ha llegado a su centenario
cargando con la pesada cruz de haber
sido estalinista mientras "ignoraba lo
que ignorábamos", según su propia
confesión. Por añadidura, el papel que
representó, que es el de poeta
comprometido, no tiene buena prensa y,
al contrario, son muchos quienes creen
que el intelectual honesto no debe
opinar, necesita mantenerse al margen de
la Historia y de la actualidad, si no
quiere dejar de ser independiente y
sufrir el peor de los desprestigios. Los
últimos acontecimientos terribles
parecen, sin embargo, haberle dado un
giro a la situación, y ya somos
bastantes los poetas que hemos escrito y
publicado versos sobre la caída de las
Torres Gemelas, el allanamiento de Irak
o el atentado del Once de Marzo. Quizá
es que sólo el terror más absoluto puede
agrietar hasta el mármol de las torres
más altas. Aprovechando la marea, tal
vez a Pablo Neruda también se le
permita, en medio de las conmemoraciones
de su centenario, salir del purgatorio.
No será fácil, porque con frecuencia los
que dan los salvoconductos son los
mismos que pronuncian las excomuniones.
Pero habrá que intentarlo por lo menos.
Es por una buena causa.
 |
|
Neruda cumple cien
años
MARIO VARGAS LLOSA
Cuando yo era un
niño de pantalón corto todavía, allá en
Cochabamba, Bolivia, donde pasé mis
primeros diez años de vida, mi madre
tenía en su velador una edición de tapas
azules, con un río de estrellas blancas,
de los Veinte poemas de amor y una
canción desesperada, de Pablo
Neruda, que leía y releía. Yo apenas
había aprendido a leer y, seducido por
la devoción de mi madre a aquellas
páginas, intenté también leerlas. Ella
me lo había prohibido, explicándome que
no eran poemas que debían leer los
niños. La prohibición enriqueció
extraordinariamente el atractivo de
aquellos versos, coronándolos de una
aureola inquietante. Los leía a
escondidas, sin entender lo que decían,
excitado y presintiendo que detrás de
algunas de sus misteriosas exclamaciones
("Mi cuerpo de labriego salvaje te
socava / y hace saltar el hijo del fondo
de la tierra", "Ah, las rosas del
pubis!") anidaba un mundo que tenía que
ver con el pecado.
Neruda fue el
primer poeta cuyos versos aprendí de
memoria y recité de adolescente a las
chicas que enamoraba, al que más imité
cuando empecé a garabatear poesías, el
poeta épico y revolucionario que
acompañó mis años universitarios, mis
tomas de conciencia políticas, mi
militancia en la organización Cahuide
durante los años siniestros de la
dictadura de Odría. En las reuniones
clandestinas de mi célula a veces
interrumpíamos las lecturas del Qué
hacer de Lenin o los Siete
ensayos de Mariátegui para recitar,
en estado de trance, páginas del
Canto general y de España en el
corazón. Más tarde, cuando era ya un
joven de lecturas más exclusivas y muy
crítico de la poesía de propaganda y
ataque, Neruda siguió siendo para mí un
autor de cabecera -lo prefería incluso
al gran César Vallejo, otro ícono de mis
años mozos-, pero ya no el Neruda del
Canto general, sino el de
Residencia en la tierra, un libro
que he leído y releído tantas veces como
sólo lo he hecho con los poemas de
Góngora, de Baudelaire y de Rubén Darío,
un libro algunos de cuyos poemas -"El
tango del viudo", "Caballero solo"-
todavía me electrizan la espalda y me
producen ese desasosiego exaltado y ese
pasmo feliz en que nos sumen las obras
maestras absolutas. En todas las ramas
de la creación artística, la genialidad
es una anomalía inexplicable para las
solas armas de la inteligencia y la
razón, pero en la poesía lo es todavía
mucho más, un don extraño, casi
inhumano, para el que parece inevitable
recurrir a esos horribles adjetivos tan
maltratados: trascendente, milagroso,
divino.
Conocí en
persona a Pablo Neruda en París, en los
años sesenta, en casa de Jorge Edwards.
Todavía recuerdo la emoción que sentí al
estar frente al hombre de carne y hueso
que había escrito aquella poesía que era
como un océano de mares diversos e
infinitas especies animales y vegetales,
de insondable profundidad e ingentes
riquezas. La impresión me cortó el
habla. Por fin alcancé a balbucear unas
frases llenas de admiración. Él, que
recibía los halagos con la naturalidad
de un consumado soberano, dijo que la
noche estaba linda para comernos "esas
prietas" (esas morcillas) que nos tenían
preparadas los Edwards. Era gordo,
simpático, chismoso, engreído, goloso
("Matilde, precipítese hacia esa fuente
y resérveme la mejor presa"),
conversador, y hacía esfuerzos
desmedidos para romper el hielo y hacer
sentir cómodo al interlocutor abrumado
por su imponente presencia.
Aunque llegamos
a ser bastante amigos, creo que es el
único escritor con el que nunca me sentí
de igual a igual, frente al cual, pese a
su actitud cariñosa y a su generosidad
para conmigo, siempre terminaba
adoptando una actitud entre intimidada y
reverencial. El personaje me intrigaba y
fascinaba casi tanto como su poesía.
Posaba de ser un anti-intelectual,
desdeñoso de las teorías y de las
complicadas interpretaciones de los
críticos. Cuando, delante de él, alguien
suscitaba un tema abstracto, general, un
diálogo de ideas -asuntos en los que un
Octavio Paz fosforecía y deslumbraba-,
la cara de Neruda se entristecía y de
inmediato se las arreglaba para que la
conversación descendiera a ras de suelo,
a la anécdota y el comentario prosaicos.
Se empeñaba en mostrarse sencillo,
directo, terrenal a más no poder y
furiosamente alejado de esos escritores
librescos que preferían los libros a la
vida y podían decir, como Borges,
"Muchas cosas he leído y pocas he
vivido". Él quería hacer creer a todo el
mundo que había vivido mucho y leído
poco, pues era rarísimo que en su
conversación asomaran referencias o
entusiasmos literarios. Incluso cuando
mostraba, y con qué satisfacción lo
hacía, las primeras ediciones y los
maravillosos manuscritos que llegó a
coleccionar en su formidable biblioteca,
evitaba las valoraciones literarias y se
concentraba en el aspecto puramente
material de aquellos preciosos objetos
llenos de palabras. Su anti-intelectualismo
era una pose, desde luego, porque nadie
que no hubiera leído mucho y asimilado
muy bien la mejor literatura, y
reflexionado intensamente, hubiera
revolucionado la palabra poética en
lengua española como él lo hizo, ni
hubiera escrito una poesía tan diversa y
esencial como la suya. Parecía
considerar el mayor riesgo para un poeta
el confinarse en un mundo de
abstracciones y de ideas, como si esto
pudiera cegar la vitalidad de la palabra
y apartar a la poesía de la plaza
pública y condenarla a la catacumba.
Lo que no era
pose en él era su amor a la materia, a
las cosas, a los objetos que se pueden
palpar, ver, oler, y, eventualmente,
beber y comer. Todas las casas de
Neruda, pero sobre todo la de Isla
Negra, fueron unas creaciones tan
poderosas y personales como sus mejores
poemas. Coleccionaba todo, desde
mascarones de proa hasta barquitos
construidos con palillos de fósforos
dentro de botellas, desde mariposas a
caracolas marinas, desde artesanías
hasta incunables, y en sus casas uno se
sentía envuelto en una atmósfera de
fantasía y de inmensa sensualidad. Tenía
un ojo infalible para detectar lo
inusitado y lo excepcional y cuando algo
le gustaba se volvía un niño caprichoso
y enloquecido que no paraba hasta poseer
lo que quería. Recuerdo una maravillosa
carta que le escribió a Jorge Edwards,
rogándole que fuera a Londres a
comprarle un par de tambores que había
visto en una tienda, a su paso por la
capital inglesa. La vida es invivible,
le decía,sin un tambor. En las mañanas
de Isla Negra tocaba la trompeta y,
tocado con una gorra marinera, izaba en
el mástil de la playa su bandera, que
era un pez.
Verlo comer era
un hermoso espectáculo. Aquella vez que
lo conocí, en París, lo entrevisté para
la Radio-Televisión Francesa. Le pedí
que leyera un poema de Residencia en
la tierra que me encanta: "El joven
monarca". Aceptó, pero, al llegar a la
página indicada, exclamó, sorprendido:
"¡Ah, pero si es un poema en prosa!". Yo
sentí una puñalada en el corazón: ¿cómo
había podido olvidar una de las más
perfectas composiciones salidas de la
pluma de un poeta? Después de la
entrevista, quiso ir a comer comida
árabe. En el restaurante marroquí de la
Rue de l'Harpe devolvió el tenedor y
pidió una segunda cuchara. Comía con
concentración y felicidad, blandiendo
una cuchara en cada mano, como un
alquimista que manipula las retortas y
está a punto de alcanzar la aleación
definitiva. Viendo comer a Neruda uno
tenía la impresión de que la vida valía
la pena de ser vivida, de que la dicha
era posible y que su secreto
chisporroteaba en una sartén.
Como llegó a
ser tan famoso, y a tener tanto éxito en
el mundo entero, y a vivir con tanta
prosperidad, despertó envidias,
resentimientos y odios que lo
persiguieron por doquier y, en algunos
periodos, le hicieron la vida imposible.
Recuerdo una vez, en Londres, en que le
mostré, indignado, un recorte de un
periódico de Lima donde me atacaban. Me
miró como a un niño que cree todavía que
los bebés vienen de París. "Tengo baúles
llenos de recortes así", me dijo. "Creo
que no hay una sola maldad, perversidad
o vileza de la que no haya sido acusado
alguna vez". La verdad es que, llegado
el caso, sabía defenderse y que, en
algunos momentos de su vida, sus poemas
se impregnaron de dicterios y diatribas
estentóreas y feroces contra sus
enemigos. Pero, curiosamente, no
recuerdo haberle oído hablar nunca mal
de nadie ni haberle visto practicar
nunca en mi presencia ese deporte
favorito entre escritores que es
despedazar verbalmente a los colegas
ausentes. Una noche, en Isla Negra,
después de una cena copiosa, entornando
sus ojos de tortuga soñolienta, contó
que de su último libro recién publicado
había enviado, dedicados, cinco
ejemplares a cinco poetas jóvenes
chilenos. "Y ni uno sólo siquiera me
acusó recibo", se quejó, con melancolía.
Era ya la
última época de su vida, una época en la
que quería que todos lo quisieran, pues
él se había olvidado de las viejas
enemistades y rencillas y hecho las
paces con todo el mundo. Para entonces,
se habían apagado algo las convicciones
ideológicas inamovibles de su juventud y
madurez. Aunque fue siempre leal al
Partido Comunista, y por esa lealtad
llegó en ciertos periodos a cantar a
Stalin y a defender posiciones
dogmáticas, en su vejez, un espíritu
crítico se fue abriendo en él respecto a
lo que había ocurrido en el mundo
comunista, y ello se transparentaba en
una actitud mucho más tolerante y
abierta, y en una poesía liberada de
toda pugnacidad, beligerancia o rencor,
llena más bien de serenidad, alegría y
comprensión por las cosas y los seres de
este mundo.
No hay en
lengua española una obra poética tan
exuberante y multitudinaria como la de
Neruda, una poesía que haya tocado
tantos mundos diferentes e irrigado
vocaciones y talentos tan varios. El
único caso comparable que conozco en
otras lenguas es el de Victor Hugo. Como
la del gran romántico francés, la
inmensa obra que Neruda escribió es
desigual y, en ella, al mismo tiempo que
una poesía intensa y sorprendente, de
originalidad fulgurante, hay una poesía
fácil y convencional, a veces de mera
circunstancia. Pero, no hay duda, su
obra perdurará y seguirá hechizando a
los lectores de las generaciones futuras
como lo hizo con la nuestra.
Había en él
algo de niño, con sus manías y apetitos
que exhibía ante el mundo sin la menor
hipocresía, con la buena salud y el
entusiasmo de un adolescente travieso.
Detrás de su apariencia bonachona y
materialista se agazapaba un astuto
observador de la realidad y en ciertas
excepcionales ocasiones, en un grupo
reducido, luego de una comida bien
rociada, podía de pronto dejar entrever
una intimidad desgarrada. Aparecía
entonces, detrás de esa figura olímpica,
consagrada en todas las lenguas, el
muchachito provinciano de Parral, lleno
de ilusiones y estupefacción ante las
maravillas del mundo, que nunca dejó de
ser.
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La novela Neruda
Alejandro Zambra
En Chile,
escribir sobre Pablo Neruda es casi un
deporte nacional. Narradores y poetas,
ensayistas, políticos y guías de turismo
han convertido al autor de Residencia
en la tierra en algo así como una
marca registrada, sobre todo por estos
días, cuando el centenario de su
nacimiento parece justificar
prácticamente cualquier exploración, por
lateral o anodina que sea, en la vida
-que no en la obra- del poeta: Neruda
huyendo de la persecución política
mientras escribe Canto general;
Neruda en México, saboreando iguanas,
saltamontes y hormigas en conserva;
Neruda infiel, Neruda mal padre, Neruda
buen amigo, etcétera. Más que un poeta,
Neruda es una novela larga y
contradictoria, que los chilenos
escribimos incesantemente, con
entusiasmo y -me temo- escaso sentido
del decoro. Aquí va un resumen de sus
capítulos fundamentales:
Neruda
enamorado
Ésta es la folletinesca historia de un
joven de provincias que en 1921 arriba a
Santiago para participar de la frágil
bohemia de la época. Alto, flaco,
triste, disfrazado de poeta maldito, el
estudiante deambula por pensiones pobres
y bares de mala muerte. Tan sólo tres
años más tarde, sin embargo, con
Veinte poemas de amor y una canción
desesperada -su primer libro
importante- comienza, oficialmente, el
mito: "He ido marcando con cruces de
fuego / el atlas blanco de tu cuerpo",
escribe Neruda, y la crítica local,
acostumbrada al erotismo velado y púdico
entonces imperante, reacciona con mal
disimulado desconcierto. Más temprano
que tarde el libro se transforma en un
verdadero best seller, en uno de
los escasos best sellers de la
historia de la poesía, y quizá por lo
mismo, inaugura una nueva retórica
amorosa. Consecuentemente, los poemas
pierden buena parte de su efecto. Con
calculada saña, Pablo de Rokha -el
enemigo literario número uno de Neruda-
definió alguna vez Veinte poemas de
amor y una canción desesperada como
"la Biblia típica de la mediocridad
versificada". Vicente Huidobro -el
enemigo número dos- no fue más generoso:
"Para tangos me quedo con Gardel". Por
otra parte, en su novela Ardiente
paciencia -rebautizada como El
cartero de Neruda, después del éxito
de la película homónima- Antonio
Skármeta transformó al poeta en una
insufrible celestina. Desde entonces,
centenares de mujeres en el mundo han
sido importunadas por lectores que a
falta de recursos propios esgrimen los
Veinte poemas o los Cien
sonetos de amor como carta de
triunfo.
Neruda
angustiado
Éste es el mejor pero uno de los menos
conocidos capítulos de la novela Neruda:
el joven sigue siendo joven, tiene
apenas 23 años, y lo único que quiere es
salir de Chile. Acepta, entonces, un
peregrino nombramiento -ad honorem-
como cónsul de Chile en Rangún. "Las más
grandes hambres de mi vida las pasé en
Rangún", escribió luego. El sacrificio
diplomático, sin embargo, mereció la
pena: después de Rangún, Colombo,
Batavia y Singapur, en 1933 Neruda pasa
a Buenos Aires y luego a Barcelona y a
Madrid, siempre en calidad de cónsul. Es
justamente en Madrid donde, en 1935,
aparece la primera edición completa de
Residencia en la tierra, con toda
seguridad uno de los mayores libros de
la poesía en lengua española. Poemas
como 'Galope muerto', 'El fantasma del
buque de carga' y 'Walking around'
registran un mundo descompuesto donde el
sujeto navega perdido "en un agua de
origen y ceniza", buscando fragmentos
con los que recomponer su extraviada
identidad. Curiosa o previsiblemente,
más de una vez Neruda renegó de este
libro que para muchos es el mejor de su
producción poética. En 1954, como si se
tratara de la versión siglo XX del
Werther de Goethe, declara: "No he
podido retirarlo por completo de
circulación, pero no lo recomiendo. Si
yo fuera gobierno, prohibiría su lectura
a los jóvenes".
Neruda
comunista
La Guerra Civil de España saca a Neruda
del ensimismamiento. Para Franco van
estos versos lapidarios: "Solo y maldito
seas, / solo y despierto seas entre
todos los muertos, / y que la sangre
caiga en ti como la lluvia, / y que un
agonizante río de ojos cortados / te
resbale y recorra mirándote sin
término". Por entonces también escribe
un 'Canto a Stalingrado', es elegido
senador, se afilia al partido comunista,
es perseguido por el presidente de la
República, pasa a la clandestinidad y al
exilio, y emprende su proyecto más
ambicioso: Canto general,
publicado en 1950. "Para algunos
lectores exigentes, el Canto general
es una obra dispareja. La cordillera de
los Andes es también una obra dispareja,
señores lectores exigentes", ha dicho
Nicanor Parra. Como sea, en las casi
quinientas páginas del libro predomina
la figura del poeta como un portavoz del
mundo precolombino, un cronista de la
"verdadera historia" de América. Poco
queda de la incertidumbre de
Residencia en la tierra. Neruda
parece haber encontrado en el dogma las
esperadas soluciones. En Las uvas y
el viento, de 1954, vuelve a
simplificar el marxismo para construir
una voluntariosa imagen de la Europa de
la época. Ese mismo año comienza a
publicar sus Odas elementales, un
intento de poesía "de las cosas
sencillas", semididáctica: el
diccionario, la farmacia, el picaflor,
la solidaridad, la tipografía y hasta la
lagartija son pretextos suficientes para
que Neruda eche a andar la máquina de la
poesía. Como era de esperar, el
resultado es por momentos notable -la
'Oda al gato', por ejemplo- y otras
veces lamentable. Disparejo.
Neruda el
desconocido
"Si Neruda hubiera sido cocainómano,
heroinómano, si lo hubiera matado un
cascote en el Madrid sitiado del 36, si
hubiera sido amante de Lorca y se
hubiera suicidado tras la muerte de
éste, otra sería la historia. ¡Si Neruda
fuera el desconocido que en el fondo
verdaderamente es!", escribió Roberto
Bolaño en un cuento de Putas
asesinas. Durante las dos últimas
décadas de su vida, Neruda fue una
figura importante de la izquierda
internacional, un candidato habitual al
Nobel de Literatura, un sibarita, un
coleccionista de caracolas (y de
mascarones de proa y de botellas de
Chivas) y también, como apunta Bolaño,
un desconocido, un célebre señor rodeado
de secretarios que actuaba más como un
personaje que como una persona. En
Estravagario -un libro notable,
publicado en 1958- escribe: "Todos pican
mi poesía / con invencibles tenedores /
buscando, sin duda, una mosca". Más
tarde, deseoso de guiar a la historia,
escribe sus memorias en verso
(Memorial de Isla Negra) y en prosa
(Confieso que he vivido, "un
librito de anécdotas", según Enrique
Lihn), dos obras bastante distintas. En
Memorial de Isla Negra, en todo
caso, Neruda parece convencido de que ha
sido muchos hombres y varios poetas, a
veces contradictorios entre sí. Después
del Premio Nobel y de los innumerables
discursos, vinieron la enfermedad y la
muerte, el 23 de septiembre de 1973.
Doce días antes, Augusto Pinochet había
destruido para siempre el Chile de
Neruda. La escena final es muy triste:
un funeral vigilado por los militares en
un Santiago de Chile escombroso y
desolado.
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