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Es paz la paz de la paloma? 
El leopardo hace la guerra?

Por qué enseña el profesor 
la geografía de la muerte?

Qué pasa con las golondrinas 
que llegan tarde al colegio?

Es verdad que reparten cartas 
transparentes, por todo el cielo?

Te has dado cuenta que el Otoño 
es como una vaca amarilla?

Y cómo la bestia otoñal 
es luego un oscuro esqueleto?

Y cómo el invierno acumula 
tantos azules lineales?

Y quién pidió a la Primavera 
su monarquía transparente?

Cuando escribió su libro azul 
Rubén Darío no era verde?

No era escarlata Rimbaud, 
Góngora de color violeta?

Y Víctor Hugo tricolor? 
Y yo a listones amarillos?

Se juntan todos los recuerdos 
de los pobres de las aldeas?

Y en una caja mineral 
guardaron sus sueños los ricos?

A quién le puedo preguntar 
qué vine a hacer en este mundo?

Por qué me muevo sin querer, 
por qué no puedo estar inmóvil?

Por qué voy rodando sin ruedas, 
volando sin alas ni plumas,

y qué me dio por transmigrar 
si viven en Chile mis huesos?

Dónde está el niño que yo fui, 
sigue adentro de mí o se fue?

Sabe que no lo quise nunca 
y que tampoco me quería?

Por qué anduvimos tanto tiempo 
creciendo para separarnos?

Por qué no morimos los dos 
cuando mi infancia se murió?

Y si el alma se me cayó 
por qué me sigue el esqueleto?

Es verdad que las golondrinas 
van a establecerse en la luna?

Se llevarán la primavera 
sacándola de las cornisas?

Se alejarán en el otoño 
las golondrinas de la luna?

Buscarán muestras de bismuto 
a picotazos en el cielo?

Y a los balcones volverán 
espolvoreadas de ceniza?

Echan humo, fuego y vapor 
las o de las locomotoras?

En qué idioma cae la lluvia 
sobre ciudades dolorosas?

Qué suaves sílabas repite 
el aire del alba marina?

Hay una estrella más abierta 
que la palabra 
amapola?

Hay dos colmillos más agudos 
que las silabas de 
chacal?

Si todos los ríos son dulces 
de dónde saca sal el mar?

Cómo saben las estaciones 
que deben cambiar de camisa?

Por qué tan lentas en invierno 
y tan palpitantes después?

Y cómo saben las raíces 
que deben subir a la luz?

Y luego saludar al aire 
con tantas flores y colores?

Siempre es la misma primavera 
la que repite su papel?

 


Discurso de Estocolmo
Pronunciado por Pablo Neruda 
con ocasión de la entrega del Premio Nobel de Literatura.


JUAN CRUZ

El lunes (12 de julio de 2004) se cumplió el centenario del nacimiento de uno de los poetas más importantes del siglo XX, cuya obra resuena en toda la poesía moderna de Hispanoamérica. Su amor por la palabra, por el idioma, por los humildes sigue traspasando todas las alambradas ideológicas

España, la raíz poderosa de su idioma  

LUIS GARCÍA MONTERO

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Mi balance  
JORGE EDWARDS

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Tres encuentros con el Rey Midas  
CARLOS FUENTES

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Al fin, Pablo Neruda está un poco menos muerto
BENJAMÍN  PRADO

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Neruda cumple cién años
MARIO VARGAS LLOSA

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La Novela Neruda

ALEJANDRO ZAMBRA

El País 11 y 12 de julio de 2004

 

> POEMAS


 

Neruda vive

"Aquí sólo hay una cosa peligrosa para ustedes, la poesía". Enfermo ya de muerte, Pablo Neruda (1904- 1973), de cuyo nacimiento hoy se cumplen cien años, les dijo esa rotunda frase a los soldados que allanaron y saquearon su casa de Isla Negra pocos días después del golpe de Pinochet. Fue el inicio de uno de los más ignominiosos sucesos de la historia moderna y del que Chile lentamente fue recuperándose tras el retorno de la democracia en 1989. La muerte le ahorró el sufrimiento de casi dos décadas de brutal dictadura, pero le zafó de ser testigo del desprestigio y humillación en los que ha acabado cayendo el general Augusto Pinochet por sus delitos contra los derechos humanos.

Mientras la proyección y la salud del ex dictador se deterioran, la imagen del premio Nobel de Literatura de 1971 se agranda. Treinta años después se le rinde sincero homenaje, como el que organizaron la semana pasada varios cantantes españoles en el Fórum de Barcelona. Y se reconoce la validez de su poesía heterogénea, incluso de aquella que empleó como arma política. Comunista hasta el final, Neruda se ahorró presenciar la descomposición de toda la arquitectura marxista, la desaparición de la Unión Soviética y de todos los signos de una doctrina que él profesó; en definitiva, la evidencia de sus errores. Pero su denuncia de la injusticia y su solidaridad con los humillados y ofendidos no son ideales trasnochados en un mundo donde la distancia entre los más y menos favorecidos se agranda.

Veinte poemas de amor, quizá su obra lírica más conocida, sigue siendo tan impactante en edades maduras y adolescentes como cuando la escribió. Neruda fue viajero, amante, vividor, subjetivo, pero también realista. "El poeta que no sea realista va muerto. Pero el poeta que sólo sea realista va muerto también", afirmaría en una ocasión y lo evocaría en muchas de las líneas de Confieso que he vivido, su autobiografía, escrita poco antes de la muerte.

Embajador en París durante el gobierno de la Unidad Popular del presidente Allende (1970-1973), el escritor chileno admiró España, su segunda patria, donde vivió en los años treinta como cónsul en Barcelona y Madrid. Le marcó nuestra Guerra Civil, padeció los horrores de la confrontación y desde su cargo diplomático logró que muchos del bando republicano salvaran la vida y que algunos miles terminaran por encontrar refugio en Chile.


 

El Poeta cumple 100 años

JUAN CRUZ
 

Pablo Neruda nació en paz el 12 de julio de 1904 en un pueblo del sur de Chile, hará mañana 100 años, pero murió el 23 de septiembre de 1973 en medio de las turbulencias dramáticas del golpe de Estado contra el Gobierno de izquierdas que él apoyó.

La noticia de ese golpe de Estado, que le halló ya muy enfermo en su mítica casa de Isla Negra, en la costa chilena, no le pudo ser ocultada, y su dramatismo acentuó -como temían los médicos- los efectos del cáncer de próstata que le aquejaba.

Cuidado por la mujer que le había inspirado uno de sus grandes poemas de amor, Los versos del Capitán, Matilde Urrutia, Pablo Neruda, que era premio Nobel de Literatura desde 1971, recibió así a los soldados de Pinochet que iban a allanar su casa:

-Aquí lo único peligroso que hay es la poesía.

En medio de las noticias que venían de Santiago sobre la muerte de su amigo Salvador Allende, en medio del bombardeo al que fue sometido el Palacio de la Moneda, el autor de Residencia en la tierra le dictó a Matilde Urrutia las palabras finales de su testamento autobiográfico, que luego constituiría el libro Confieso que he vivido.

Jorge Edwards, su amigo y su biógrafo, cuenta que sólo cuando supo que había muerto Allende, Neruda se vino abajo. Y aún sacó fuerzas de flaqueza para dictar su juicio: "Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile".

Doce días después, el propio Neruda sucumbiría a la grave enfermedad que le dibujó la tristeza de sus últimos meses, su entierro se convirtió en la última manifestación de izquierdas que permitiera en mucho tiempo la dictadura instaurada por Pinochet, y esa misma casa de Isla Negra fue clausurada durante nueve años hasta que se resolviera el contencioso que abrió la viuda para que los militares no se incautaran de ese idolatrado domicilio.

Mientras el cerco militar fue efectivo, miles de chilenos anónimos acudieron a las puertas de este extraño palacio que el poeta -El Poeta- construyó para su satisfacción hasta en los menores detalles; y esos anónimos dejaron en las maderas que vallaban la casa de Isla Negra multitud de pintadas que insultaban al dictador destacando la belleza y la vida de la obra nerudiana. La poesía, por fin, siguió siendo peligrosa.

Esa circunstancia feroz de su muerte, que amplificó aún más la mítica figura de uno de los poetas más importantes (y famosos) del siglo XX, ha ensombrecido siempre el recuerdo de Neruda, que así se ha transfigurado también uno de los símbolos acribillados por la dictadura que dominó Chile durante 18 años.

Neruda nació en Parral, provincia de Cautín; su padre era ferroviario y su madre murió cuando él tenía un mes. Es notorio que no se llamaba Neruda (nombre que tomó muy joven del escritor húngaro Jan Neruda, y por uno de sus cuentos), sino Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, y se sabe también que hasta el fin de sus días (lo dice Edwards en su libro Adiós, poeta) no sólo ayudó a miles a enamorar y a enamorarse (al propio Antonio Skármeta, el autor de Ardiente Paciencia (El cartero de Neruda), le prestaba su casa para enamorar; a su otro compatriota, José Donoso, se la prestaba para ducharse), sino que él mismo fue un irreprimible enamoradizo.

Y tampoco fue sólo el poeta del amor y de las mujeres, el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, sino que fue un hombre melancólico que en sus versos siempre expresó el miedo a la soledad y a la muerte. Acaso por eso siempre se rodeó de amigos (Donoso cuenta que en la casa de Isla Negra siempre había invitados, a veces incontables), propició reuniones y viajes, y aunque era un bon vivant que no renunciaba ni a vinos ni a viajes ("siendo chileno, es imposible que no beba buenos vinos"), fue un hombre de partido (del Partido Comunista), aceptó disciplinas y empleos (fue cónsul y embajador, la última vez en París, con Edwards de agregado), y tanto se manifestó afecto a las ideas y a las directrices del partido, que estuvo a punto de aceptar la candidatura a la presidencia de Chile (cuando finalmente Allende aceptó encabezar la lista de la Unidad Popular, que triunfó en 1971) y, en fecha más temprana, defendió a Stalin e incluso dio por buena la gestión soviética de la cultura, incluyendo la censura global a la que la URSS sometió a sus creadores.

Él defendió sus gestos con soltura, sin escurrir el bulto, tanto en declaraciones periodísticas como en sus memorias. "Hay una especie de conspiración que dice que no hay libertad. Pero no es así", le dijo en 1970 a Rita Guibert, de The Paris Review. "... Nunca he visto menos desacuerdo entre el Estado y los escritores que en los países socialistas. La mayoría de los escritores soviéticos están orgullosos de la estructura socialista, de la gran guerra de liberación contra los nazis, del rol del pueblo en la revolución y en la gran guerra, y están orgullosos de las estructuras creadas por el socialismo. Si hay excepciones", decía Neruda en la misma entrevista, "son una cuestión personal, y por lo tanto corresponde examinar cada caso individualmente".

Ni esas opiniones ni las querellas políticas que debió asumir (le produjo una gran contrariedad la reacción cubana a su presencia en Nueva York para presidir el Congreso del PEN Club en 1965, en plena guerra fría) le impidieron hacer una de las grandes poesías del siglo, aunque él, como su contemporáneo Jorge Luis Borges, tuvo esta respuesta cuando le pidieron que dijera qué libro suyo salvaría de un incendio: "Posiblemente ninguno. ¿Para qué los necesitaría? Más bien salvaría a una muchacha... o una buena colección de novelas policiales... que me entretendrían mucho más que mi propia obra". Pero si se quemara Residencia en la tierra, por ejemplo, la poesía del mundo sufriría una amputación gravísima.

Hizo fiesta a mucha gente. Y también fue inquinoso con algunos. Con Octavio Paz y con Borges tuvo relaciones esquinadas. De Borges: "Él no comprende nada de lo que está ocurriendo en el mundo contemporáneo, y cree que yo tampoco comprendo. Por lo tanto, estamos de acuerdo". Un día le dijo al folclorista Atahualpa Yupanqui, cuando iban los dos solos: "Uno de los dos sobra en este paseo". A lo que el argentino respondió: "A mí también me gusta pasear solo".

Una fiesta memorable en Isla Negra de la que han hablado casi todos sus protagonistas, el último de los cuales ha sido Mario Vargas Llosa, el pasado domingo en EL PAÍS. Fue a finales de 1969, después de un congreso de escritores latinoamericanos en Viña del Mar. Sara Facio, la gran fotógrafa de escritores, autora de Neruda, su vida en 150 fotografías, fue con ellos y los retrató en la felicidad. Acababa de renunciar a la candidatura presidencial, estaba aliviado; "dicen mis amigos", declaraba esta semana Sara Facio desde Buenos Aires, "que lo encontré con el carácter ya dulcificado, porque hasta entonces había sido un hombre sarcástico. Pero ahora era un hombre feliz ayudando a la gente joven".

"Él no se gustaba", recuerda Sara Facio, "decía que tenía una cara inaceptable y una nariz horrible... Y allí estaba, tan natural, sin posar para nada, con Allende, con Rulfo, con Vargas Llosa, con Edwards, con Skármeta, con tantos... Le vi luego en 1971, y unos meses antes de morir, en Viña del Mar, cuando se estaba tratando el cáncer. No lo retraté. Prefiero quedarme con aquella imagen feliz del hombre de tez aceitunada, vivo, paseando y riendo, siempre con su whisky en la mano... y mirando a Matilde". Y a las otras: "Ése era su encanto", dice Sara Facio.

Lucho Poirot, fotógrafo chileno que vivió el exilio en España, y autor de Retratar la ausencia, sobre el poeta, lo vio en las dos épocas, la feliz y la atribulada, y en ambas le hizo fotos. Hay una impresionante en su libro Retratar la ausencia, de 1983, en la que Neruda enfila al atardecer el regreso de su asiento ante el mar en Isla Negra y decide volver a su casa; vencido ya por el cáncer (y atribulado por la angustia que padece Chile), ése parece el viaje final que acaso evoca sin querer en ese viejo poema (de 1958) en el que relata un viaje al lugar donde nació: "Irse es volver cuando sólo la lluvia, / sólo la lluvia espera. / Y ya no hay puerta, ya no hay pan. No hay nadie".

La tristeza presidió sus últimos días, e inevitablemente ensombrece su recuerdo, un siglo después de su nacimiento, 33 años después de su muerte. Lucho Poirot fue requerido por Matilde Urrutia para fotografiar la casa de Isla Negra y también La Sebastiana, en Valparaíso, ambas cercadas o asaltadas por la dictadura militar. Su sensación ante la devastación de La Sebastiana vale por un símbolo de lo que Neruda temió que fuera luego la dictadura (que él previó larga, y no sólo dura, sino también duradera): "Como en España, quisieron que el nombre de Neruda, y su presencia, fuera tabú. Por eso retraté con tanta pasión su ausencia".

Un día de 1970 pasó por Tenerife, camino de Valparaíso, de vuelta de un viaje a Europa, que en la escala de Barcelona le había hecho hallar a Gabriel García Márquez, que le enseñó allí el Museo Naval. En la isla canaria se halló con amigos suyos de generación: Eduardo Westerdahl, Domingo Pérez Minik, Pedro García Cabrera... Todo le evocaba la parte de su historia que más influyó en su vida, la Guerra Civil, en la que tuvo un comportamiento de solidaridad excepcional con los españoles represaliados y con los poetas que fueron sus hermanos.

Era un hombre alegre que buscaba vino y arepas y miraba largamente el mar creyendo que era lluvia... "Mi único personaje inolvidable fue la lluvia"... Sólo cuatro años después de aquel leve regreso a España, su alegría de vivir se encontraría con el cansancio de la dictadura, con la emoción inversa de la muerte. "Y ya no hay puerta, ya no hay pan. No hay nadie".


 

España, la raíz poderosa de su idioma

LUIS GARCÍA MONTERO
 

La piel de Pablo Neruda estaba hecha de palabras nerviosas como pájaros. Era difícil que sus palabras se quedaran quietas en una página o en unos oídos, porque abrían las alas y remontaban el vuelo para hacerse árbol, cordillera, ciudad oxidada, respiración de amante o piel de poeta. Como explicó el Canto general, la identidad de Neruda surgió de América, de las pampas planetarias y los ríos arteriales. Pero con las primeras lluvias y los primeros vientos llegaron también las primeras palabras. Toda memoria histórica es un ajuste de cuentas que se convierte en alianza, un abrazo de luces y sombras que funda nuestra realidad. El homenaje a las palabras de Confieso que he vivido reconoce la identidad del poeta y marca un ámbito de hermandad y entendimiento en la lengua: "Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras". El poeta sintió a España en el corazón desde la raíz poderosa de su idioma.

Poetas hermanos

Los diccionarios, según Neruda, tienen lomo de buey, se defienden del frío con un chaquetón de pellejo gastado, huelen a madera y no son una tumba, sino un fuego escondido, una plantación de palabras. Cuando era cónsul de Chile en el Extremo Oriente, escribió a Rafael Alberti para pedirle un diccionario. Los dos poetas hermanos no se conocían personalmente, porque Neruda sólo había pasado por Madrid de manera fugaz en 1927, camino de sus agridulces tareas diplomáticas en Rangún, Colombo, Batavia y Singapur. Pero compartían en la distancia el amor a un mismo idioma, una crisis profunda que oxidaba sus antiguas melancolías y un cansancio parecido ante las formas puras del verso.

El autor de Sobre los ángeles recibió por correo una copia de Residencia en la tierra y difundió la desesperación lírica de Neruda por las redacciones de las revistas y los cafés de Madrid. Aunque no consiguió publicar el libro, dio a conocer a su autor. Pablo Neruda gozaba ya de un prestigio notable cuando por fin vino a vivir a España, en 1934, como cónsul de Chile en Barcelona.

Poco antes había coincidido con Federico García Lorca en Buenos Aires. Inventaron palabras, porque la amistad de los poetas es una forma de complicidad con el vocabulario: "Hay que darse cuenta de lo que es o no es chorpatélico. De otra manera uno está perdido. Mira ese perro, ¡qué chorpatélico es!". Homenajeados por el Pen Club argentino, leyeron en el hotel Plaza un discurso al alimón dedicado a Rubén Darío, uno de los jefes del idioma, que sabía reproducir con adjetivos el rumor de las selvas. Cuando Neruda sustituyó en febrero de 1935 a Gabriela Mistral como cónsul de Chile en Madrid, García Lorca y Alberti facilitaron su integración en la vida y en las cuestiones palpitantes de la poesía española. García Lorca había definido a Neruda, en una presentación ante los universitarios madrileños, "como un poeta más cerca del dolor que de la inteligencia, más cerca de la sangre que de la tinta". Es decir, Neruda iba a participar en el proceso de rehumanización de la poesía española, que se alejaba de la estética pura y conceptual representada entonces por José Ortega y Gasset y, sobre todo, por Juan Ramón Jiménez.

Los impulsos sentimentales del romanticismo se aliaban con las metáforas de vanguardia. Manuel Altolaguirre le encargó la dirección de una revista y el poeta chileno puso en marcha Caballo Verde para la poesía, decidido a defender un verso sin pureza. Se ganó, claro está, la enemistad de Juan Ramón, que ridiculizó sus excesos y tildó a sus compañeros de viaje de "amarillitos pollos poéticos". La edición española de Residencia en la tierra (Cruz y Raya, 1935), promovida por Bergamín, era entonces uno de los corazones de la creación literaria madrileña. Para apoyar a su autor frente a los comentarios de Juan Ramón y a las acusaciones de plagio que llegaban desde Chile, se publicó un folleto homenaje firmado no sólo por sus compañeros de generación, sino por poetas más jóvenes, como Luis Rosales o Leopoldo Panero. Pasados unos años, ya en 1942, incluso Juan Ramón Jiménez escribiría una "Carta a Pablo Neruda", rectificando sus descalificaciones: "Es evidente ahora para mí que usted expresa con tanteo exuberante una poesía hispanoamericana jeneral auténtica, con toda la revolución natural y la metamorfosis de vida y muerte de este continente".

La Casa de las Flores

Neruda declaró muchas veces que la conmoción de la Guerra Civil definió su evolución personal y literaria. El poema "Explico algunas cosas", perteneciente a España en el corazón, evoca la vida cotidiana en el barrio de Argüelles; las reuniones literarias en su casa, llamada la casa de las flores, "porque por todas partes estallaban geranios"; las noches de amistad y las mañanas de mercado, entre merluzas, patatas, aceites y vinos. Como poeta y como persona, Neruda comía o bebía con los ojos y hacía la digestión a través de las palabras. Y, de pronto, dejaron de estallar geranios y comenzaron a caer las bombas por culpa de unos generales traidores: "Mirad mi casa muerta, mirad España rota... Venid a ver la sangre por las calles". El ejemplo de Alberti, su relación amorosa con Delia del Carril y el espectáculo sangriento de la Guerra Civil condujeron a Pablo Neruda al compromiso literario y a la militancia comunista.

Trabajó por los republicanos españoles con uñas y dientes, es decir, con trenes y barcos. Organizó en París el tren que llevó a algunos de los escritores más prestigiosos de la época hasta el Congreso de Intelectuales Antifascistas que se celebraba en Valencia en 1937. Y tres años después, perdida la guerra, se hizo nombrar "cónsul encargado de la inmigración española", y cargó el Winipeg, un barco adquirido por el Gobierno de la República, con 2.000 exiliados, que pudieron huir de los nazis y rehacer su vida en Chile. Neruda declaró que ese había sido su mejor poema.

Desde entonces sus libros se llenaron de alusiones a España, a García Lorca, Hernández, Aleixandre o Alberti: "Para los que tenemos la dicha de hablar y conocer la lengua de Castilla, Rafael Alberti significa el esplendor de la poesía en la lengua española". Uno de los poemas más hermosos de Memorial de Isla Negra se titula "Ay, mi ciudad perdida": "Me gustaba Madrid y ya no puedo verlo, no más, ya nunca más...". La lengua común se había hecho experiencia humana, realidad histórica y nostalgia. En una entrevista de 1970 declaró a Rita Gibert: "Tal vez mis recuerdos más intensos sean aquellos de mi vida en España... Fue horrible ver esa república de amigos destruida por la Guerra Civil, que demostró la horrible realidad de la represión fascista".

Neruda no quiso regresar oficialmente a España para no ser manipulado por el Gobierno franquista. En 1970, aprovechando que su barco atracaba en Barcelona, bajó en secreto para pasear con García Márquez por las salas del Museo Naval. También bajó al puerto de Tenerife, donde fue recibido por los jóvenes escritores canarios Fernando G. Delgado, Luis León Barreto y Juan Cruz. En secreto, amparados por un idioma superador de todas las alambradas ideológicas, el viejo poeta evocaba sus nostalgias españolas y los jóvenes escritores recuperaban una historia que se les había robado. El centenario de Neruda, además de un ejercicio de admiración literaria, supone todavía el pago de una deuda con las penumbras y los silencios de la memoria. Estamos eligiendo nuestro pasado, y los estamos llenando de palabras.


 

Mi balance

JORGE EDWARDS
 

A un día del centenario de su nacimiento, en el sur de Chile, intento un balance personal de Pablo Neruda, el poeta y el ciudadano, pero, en primer plano, con evidente prioridad, el poeta, y lo hago, para comenzar, con dos pequeñas historias. Los centenarios, después de todo, en esta época de bombardeo informativo y de escasa reflexión, sirven para recordar episodios significativos, para interpretar, para fijar la atención un rato en un tema determinado, a pesar de las incitaciones y de la dispersión inevitable. En los años sesenta, en mi condición, entonces, de joven diplomático chileno, vivía en París con mi familia en un espacio bastante reducido. Era, además, un espacio dominado, en el muro principal, por un cuadro de formato grande que representaba maderas vistas desde una perspectiva muy cercana, con sus poros, sus vetas, sus estrías, sus aristas gastadas. No pretendo contar aquí la historia de ese cuadro y de su autor. Lo que sí me interesa es decir que Pablo Neruda, que regresaba cada año, a comienzos de la primavera, de Moscú, y que iba con relativa frecuencia a esa casa, se quedaba detenido frente al cuadro cuando entraba, durante un rato más o menos largo, pensativo, y después murmuraba en voz baja, para sí mismo: "¡Qué cuadro más bueno!", como si esa pintura removiera en él rincones oscuros de la memoria, asociaciones de ideas y de emociones no esperadas. Poros, vetas, círculos de dulzura, recitaba yo, entre risueño e impresionado por esa detención reflexiva, por ese paréntesis. Porque era, en cierto modo, una contradicción, el reverso de todo un conjunto de lugares comunes, de ideas recibidas, como decía Gustave Flaubert acerca del poeta. Él había entrado hacía ya largos años en otra etapa, en otro universo de preocupaciones estéticas y políticas. Esa detención, sin embargo, ese curioso silencio, esa admiración en un susurro, indicaban que se había ido, que había renegado del periodo de Residencia en la tierra, como lo declaró en una entrevista célebre, pero que seguía, a pesar de todo, apegado, inmerso incluso, en el mundo ritual, contemplativo, denso, enigmático, de poemas anteriores, enteramente ajenos al llamado realismo socialista, como Entrada en la madera. Emir Rodríguez Monegal, el más agudo de sus críticos, definió a Neruda como "el viajero inmóvil": alguien que partía siempre, que viajaba y cambiaba de piel en forma dramática, pero que, a la vez, no abandonaba nunca el punto de partida. La contemplación apasionada de la naturaleza y de las materias, la "absorción física del mundo", como escribió en una carta de juventud en el Extremo Oriente, era uno de sus secretos, uno de los resortes profundos de su escritura. Neruda fue como un Rimbaud, un poeta precoz, de una juventud fulgurante, pero, en lugar de cesar de escribir al cabo de pocos años, como el joven francés, uno de sus modelos, una fotografía que no abandonaba nunca el lugar de privilegio de sus diferentes mesas de trabajo, pasó a escribir de otra manera, en virtud de otras inquietudes. No pudo seguir en la subjetividad extrema, en el hermetismo, en la incomunicación. A pesar de la fuerza de su lenguaje y del eco que empezaba a conseguir, él sentía que era una situación enfermiza. Si uno, ahora, juzga sin prejuicios sus declaraciones de esa época, llega a la conclusión de que el lirismo puro le producía un sentimiento abrumador de culpa. Y frente a las realidades sociales de Chile y de América Latina, había tomado hacía tiempo una resolución drástica y la había explicado con todas sus letras, en diversas ocasiones: "Hasta aquí llegué en la soledad", escribió, por ejemplo, en un verso de Memorial de Isla Negra. Pablo Neruda había escogido, en buenas cuentas, y mucho antes de aquellos años de París, una opción clara. Pero la poesía anterior, la de la primera y la segunda Residencia, la de una especie de Rimbaud suramericano, la que seguía muy de cerca y en forma consciente al uruguayo francés Lautréamont, seguía trabajando en su interior. El poeta, contradictorio, decididamente triangular, como se definió en otro poema, cambiaba y se mantenía fiel a sí mismo.

He contado mi segunda historia en otra parte, pero sin agregar la interpretación de ahora. Una vez, creo que hacia el final de 1967, viajamos a Isla Negra en mi automóvil y nos detuvimos a la salida de Santiago en el antiguo Mercado Persa. Yo les tenía un poco de miedo a esas interminables exploraciones nerudianas en busca de cachivaches, pero debo reconocer que siempre eran divertidas, sugerentes y sorprendentes, hasta insólitas. Uno se defendía y a la vez se dejaba arrastrar por la aventura, por su extravagancia y su fantasía. El poeta, en esa oportunidad, detectó una enorme cadena mohosa arrumbada detrás de otros objetos no menos inútiles. A partir de ahí se produjo una inesperada transformación. El poeta entró en movimiento. El día cambió de ritmo. Después de largas tratativas con un par de camioneros bromistas, cazurros, la pesada cadena, con eslabones que habían estado largo tiempo adentro del mar, cayó en uno de los prados de la casa de Isla Negra, junto a un bote de pescadores, cerca de un ancla igualmente herrumbrosa. Yo pensaba, mientras veía todo esto, en otro de los poemas ya clásicos de Residencia, en 'El fantasma del buque de carga'. Y me decía que el poeta, a pesar de las apariencias, en plena etapa de poesía militante, nunca salió de su etapa anterior de subjetivismo, de lirismo enigmático: de ese buque de carga, de ese fantasma que recorre las sentinas del viejo barco y que evoca escenas del cine de imaginación de los años veinte y comienzos de los treinta.

Releo en estos días los grandes poemas de Residencia y encuentro en cada verso, sin caídas casi, una intensidad constante, una fantasía que nunca se había dado antes, al menos en la poesía de nuestra lengua, de esa manera, un carácter ritual, un ritmo espeso, y todo esto unido siempre a una invención verbal extraordinaria. La cadena del Mercado Persa pudo haber inspirado una oda elemental, pero era, por encima de eso, un vínculo, un eslabón, precisamente, y que unía con los orígenes poéticos. Cuando el poeta dio su paso y resolvió que ya no soportaba la soledad, que deseaba unir, como dijo en otro lado, sus "pasos de lobo a los pasos del hombre", produjo dos poemas centrales en su obra: España en el corazón y Alturas de Macchu Picchu. En los cantos finales de Macchu Picchu alcanzó un nivel superior, un tono de himno ceremonial, de invocación, de identificación en cierta medida religiosa con el mundo de los muertos. Son cantos de solidaridad humana y a la vez de misterio, de resurrección: "Sube a nacer conmigo, hermano". Después, el poeta pierde esa intensidad e intenta hacer una poesía eficaz, que tenga sentido y consecuencias sociales. El carácter contemplativo, circular, ensimismado, de toda su primera etapa, es reemplazado por estructuras lineales, verticales: en lugar de eslabones carcomidos por el tiempo, de catedrales de madera sumergida, flechas, manifiestos, proyecciones al futuro. Es el tono de Canto general y de Las uvas y el viento. Pasan algunos años, sin embargo -y el discurso de Nikita Kruschev sobre los crímenes de Stalin, de 1956, tiene una influencia decisiva en esta evolución-, y la mirada del poeta, o, si se quiere, la del hablante lírico, recae de nuevo sobre objetos esenciales, que pueden tener historia en algunos casos, pero que a la vez están sumidos en cierta forma de intemporalidad. Un ejemplo clásico y perfecto, para mi gusto, es la Oda a la cebolla. El poema, como todos los de ese periodo, tiene un elemento político. La cebolla es un alimento "al alcance / de las manos del pueblo", es la "estrella de los pobres". Pero es un elemento que aquí no parece deliberado, colocado de acuerdo con un programa. Y predomina, con menos densidad, sin el hermetismo de entonces, con humor, con un ritmo sincopado, casi alegre, una visión muy semejante a la que inspiraba 'Entrada en la madera' o 'Apogeo del apio' en la segunda parte de Residencia en la tierra.

Se podría sostener que Neruda, después de la poesía rectilínea de su obra de la primera mitad de los años cincuenta, buscó en forma deliberada, con plena conciencia, y sobre todo a partir de Estravagario, de 1958, volver al tono circular, enigmático, al misterio envolvente de sus poemas de juventud. Una lectura cuidadosa revela que algunas veces, en medio de abundante fárrago, lo consiguió. La poesía del final parece utilizar recursos que el poeta ya había descubierto antes. Da la impresión, por momentos, de que el poeta se imita a sí mismo, o de que, al explorar otros horizontes, se encuentra de repente en los terrenos de la antipoesía de Nicanor Parra. Pero, en medio del peso, a veces abrumador, del papel, del "papel cansado", como había escrito mucho antes, brillan algunas joyas. Me permito citar dos, y sé que algunas se me quedan en el tintero: El largo día jueves, de su libro de memorias en verso, mucho mejor que sus confesiones en prosa, Memorial de Isla Negra, y El campanario de Authenay, que pertenece a una obra de sus años finales de embajador en Francia, Geografía infructuosa. Ese día jueves que se repite, que no termina nunca, es el día de la muerte, y ese personaje, ese hablante que se da un baño de tina, se rasura, se viste con esmero, lo hace para entrar en su ataúd, de manera que el humor, constante en la poesía nerudiana, aunque nunca evidente, se convierte aquí en humor negro. Un día sin orígenes, jueves, escribía el poeta en Residencia en la tierra, de modo que se podría elaborar todo un ensayo acerca de su obsesión por ese día de la semana. Pero se podría sostener, por otro lado, que "el largo día jueves" del Memorial es el "día sin orígenes" de Residencia. Si damos otro paso, podríamos concluir que la poesía de Neruda osciló siempre entre la intemporalidad -el jueves eterno, el día sin orígenes, que sale de la nada- y las nociones del tiempo histórico, político, épico.

Otra obsesión

En El campanario de Authenay aparece otra obsesión constante en su poesía: el trabajo de los hombres prácticos, artesanos, carpinteros, albañiles, en contraste con la inutilidad de la pura poesía (inutilidad que el poeta, en una larga etapa, hizo un intenso esfuerzo por transformar en utilidad, en función social, revolucionaria). "Ay lo que traje yo a la tierra / lo dispersé sin fundamento, / no levanté sino las nubes / y sólo anduve con el humo...". Parece que la visión, para Neruda, y esto forma parte de su pensamiento más íntimo, de un arte poética reiterada, se produce mucho tiempo después de la construcción, de la presencia artesanal. Hubo artesanos que hicieron la cadena del Mercado Persa y constructores que levantaron, en las planicies de Normandía, el campanario de Authenay. Resulta obligatorio que la contemplación ensimismada del poeta comience décadas y hasta siglos más tarde: "Aquí el hombre estuvo y se fue". Lo mismo habría podido decir con respecto a las ruinas de Macchu Picchu. En último término, con la perspectiva de los años, uno siente que en la poesía de Neruda interviene una continua metamorfosis: el diálogo con el presente cede el paso a un diálogo con el pasado, con la historia, con el mundo de los muertos. Es un tema clásico, del cual no sé si Neruda tenía una conciencia clara: el descenso al Hades. Por muy realista que fuera el poeta, era necesario para su poesía, en sus momentos de lirismo más alto, que los hombres prácticos, los constructores, aquellos que habían empleado sus manos, se hubieran ausentado hace mucho tiempo: que sólo quedara "la pura voluntad de un campanario / contra el cielo de invierno..."


 

Tres encuentros con el Rey Midas


CARLOS FUENTES
 

Conocí tres veces a Pablo Neruda. La primera vez fue en los encuentros -irrepetibles- organizados por el poeta Gonzalo Rojas en la Universidad de Concepción, en 1962. Vinieron escritores de todo el continente iberoamericano. Neruda presidía como si acabase de salir del mar, un Neptuno en vacaciones. Patriarca de las tormentas, las apaciguaba con la lenta majestad de sus movimientos. La inteligencia irónica del ángel caído se disimulaba detrás de su mirada dormilona y sus párpados de tortuga. Parecía un animal sin tiempo. Podía ser tan vasto y anónimo como el océano. Podía ser tan largo y filoso como la tierra chilena que se cuelga como una espada entre el Pacífico y los Andes, del desierto de Atacama a la Tierra del Fuego.

Neruda portaba a todas partes cuatro cosas. La tierra chilena en primer lugar: "... Nació un hombre entre muchos... y esto no tiene historia, sino tierra, tierra central de Chile...". El padre ferroviario: "Aunque murió hace tantos años / por allí debe andar mi padre / con el poncho lleno de gotas / y la barba color de cuero". Su madre murió un mes y medio después del nacimiento de Neruda. El niño veneró a la segunda esposa del padre, pero se negó a llamarla "madrastra": "oh dulce madre -nunca pude decir mamadrastra-... vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro...". Y la lengua castellana, la palabra: "... las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes, el idioma... Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Nos dejaron las palabras".

Versos del 'Canto general'

Que esas palabras eran de todos lo comprobé ese mismo año de 1962. El escritor chileno Poli Délano me llevó a la costa de Lota, donde el carbón se extrae de minas debajo del mar. Al salir del océano, al anochecer, los mineros se sentaron alrededor de una fogata a cantar con guitarras. Reconocí la letra: eran versos del Canto general de Neruda. Les dije que al poeta le gustaría saber que ellos cantaban sus palabras. "¿Cuál poeta?", inquirieron a coro. Tenían razón. La poesía de Neruda, como la de Homero, no tenía autor. Era, como dijo Croce de La Ilíada, "la poesía de un pueblo entero poetizante".

Creo que sin Neruda no tendríamos poesía moderna en Hispanoamérica. Sor Juana, Darío y mucho mérito, pero escaso genio, entre ellos. Y una lengua constantemente amenazada por discursos huecos y proclamas grandiosas, cortesías alambicadas y groserías banales. Neruda asumió todos los riesgos de la impureza, la imperfección y aún de la misma banalidad, con tal de bautizarnos de nuevo. Nos condujo a las zonas olvidadas de nuestra lengua. Nos liberó de las normas, de la exquisitez y el buen gusto formal. Nos enseñó a comer y a beber de nuevo. Nos obligó a mirar dentro de las peluquerías, cantarle a las alcachofas y mirar nuestros fantasmas en las vitrinas de las zapaterías. Nos sacó de los estériles jardines de nuestros Versalles literarios para arrojarnos al lodo de las alcantarillas urbanas y a la putrefacción de las selvas tropicales. Nos mostró nuestra desnudez en el desierto y nuestra altura en las montañas: "Piedra en la piedra, el hombre, ¿dónde estuvo?".

Esta pregunta recorre toda la poesía de Neruda. Las cosas no le pertenecen a todos. Pero las palabras sí. Las palabras son la primera y más natural instancia de la propiedad compartida. Escribir es siempre una comunión, aunque se debatan las maneras de recibir la hostia. Neruda tiene una magnífica página sobre lo real en literatura. "El poeta que no sea realista va muerto. Pero el poeta que sea sólo realista va muerto también... Para tales ecuaciones no hay cifras en el tablero, no hay ingredientes decretados por Dios ni por el Diablo, sino que estos dos personajes importantísimos mantienen una lucha dentro de la poesía, y en esta batalla vence uno y vence otro, pero la poesía no puede quedar derrotada" (Confieso que he vivido).

Neruda también usó las palabras políticamente y no siempre estuve de acuerdo con él. Sus conflictos con escritores de su generación fueron amargos, pero con nosotros, los escritores que él conoció cuando éramos jóvenes, Neruda siempre fue generoso, abierto, inteligente, dialogante. Porque cuanto nos unía era incomparablemente mayor que lo que nos separaba. Nuestras novelas se escribieron bajo el signo de Neruda: darle un presente vivo a un pasado inerte, prestarle una voz actual a los silencios de la historia. Esta raíz genésica era a todas luces superior a nuestras discrepancias acerca de la forma que queríamos para el futuro. Neruda nos dijo a todos: Si no salvamos nuestro pasado y lo hacemos vivir en el presente, no tendremos futuro alguno.

El trabajo del escritor, a la vez solitario y solidario, tarea de soledad indispensable y de comunidad anhelada, recorre un camino amplio, pero lleno de pequeñas piedras. Esos pedruscos se llaman la envidia y Neruda la provocó como pocos. Incluso un enano amargo lo perseguía de presentación en presentación para atacarlo -fue hasta Oxford cuando Pablo recibió allí un doctorado-. Neruda confesó que posiblemente "alguna vez me irritaran esas sombras persecutorias... Cuarenta años de persecución literaria es algo fenomenal. Con cierta fruición me pongo a resucitar esta solitaria batalla que fue la de un hombre contra su propia sombra, ya que yo nunca tomé parte en ella". Sabia lección contra todas las pedradas de las cabezas de piedra: "La verdad", escribe Neruda, "es que cumplían involuntariamente un extraño deber propagandístico, tal como si forzaran una empresa especializada en hacer sonar mi nombre".

La muerte del poeta

Los pigmeos son chinches. Pican y desaparecen. Los gorilas, en cambio, asesinan y duran. Éste es mi tercer encuentro con Neruda: la muerte del poeta, muerte simultáneamente física y política, pues tuvo lugar días apenas después del golpe del infame traidor Pinochet y de la muerte de un político demócrata y leal, Allende. No olvidemos, en estos tiempos de hegemonía imperial, que el Gobierno de Nixon intervino activamente para destruir lo mismo que decía defender: un régimen democráticamente electo, el de la Unidad Popular en Chile. Por eso también, en este aniversario de su nacimiento, Neruda resucita para recordarnos que no sólo fue dueño de las palabras que escribió, porque Neruda no es Neruda, es todos los hombres: es el poeta.

El poeta no es. Se hace. Nace después de su acto, el poema. El poema crea al autor. En las fechas hermanas de su nacimiento y de su muerte, la poesía de Neruda regresa como una promesa de libertad genésica. Regresa como desierto y mar, montaña y lluvia. Como en el principio, su poesía vuelve a llamarse Temuco, Atacama, Machu Picchu.

Pablo Neruda fue el rey Midas de la poesía. Tocó todas las palabras y las convirtió en oro.


 

Al fin, Pablo Neruda está un poco menos muerto

BENJAMÍN PRADO
 

Si no hubiese muerto el 23 de septiembre de 1973, doce días después del bombardeo de la Casa de la Moneda y el aniquilamiento de su amigo Salvador Allende, el poeta comunista Pablo Neruda habría visto derrumbarse su mundo.

¿Qué habría sentido al presenciar la desaparición de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín? ¿Y si hubiera vivido hasta hoy y fuera testigo de la invasión de Irak, el nacimiento de la nueva Europa, el apogeo del terrorismo y la sustitución del muro de Berlín por el muro de Gaza? Sin duda, hubiera sido penoso para él mirar hacia los dos extremos de la realidad y ver, por ejemplo, que el paraíso socialista ha caído, pero el general Pinochet aún sigue en pie, impunemente libre en su Chile natal. Este 12 de julio, Pablo Neruda habría cumplido cien años.

Neruda fue un escritor comprometido y militante, como Rafael Alberti, Paul Eluard, Vicente Huidobro, Nazim Hikmet, César Vallejo, Louis Aragon, Salvatore Quasimodo y tantos otros contemporáneos suyos. Y, a diferencia de antiguos camaradas como Octavio Paz, Auden o Pier Paolo Pasolini, mantuvo su fe política hasta el final y siempre pensó que un intelectual debe tomar partido y llevar una bandera en la mano. Por eso, a finales de los años sesenta, mezcló halagos y amonestaciones en estos versos de una de sus obras menos conocidas, titulada, precisamente, Fin del mundo, en los que se refiere a los entonces jóvenes autores del boom latinoamericano: "Cortázar, el pescador, / que pesca los escalofríos (...). / Vargas Llosa, que contó / llorando sus cuentos de amor / y, sonriendo, los dolores / de su patria deshabitada (...). / Juan Rulfo de Anahuac, / o Carlos Fuentes de Morelia (...). / Sábato, claro y subterráneo; / Onetti, cubierto de luna; / Roa Bastos, del Paraguay, / me pareció que ustedes eran / los transgresores del planeta, / los descubridores del mar, / pero el deber que compartimos / es llenar las panaderías".

Pero las cosas han cambiado y, hoy día, cantarle a las panaderías no está de moda y las palabras intelectual y compromiso ya no hacen buena pareja.

Algunos de esos autores que defendieron a España y, más tarde, a Europa del fascismo, todavía resultan sospechosos porque se les acusa de estalinistas y se les considera cómplices silenciosos del exterminio. Efectivamente, muchos de ellos, empezando por el propio autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, escribieron odas a Stalin. Pero se olvida, o quizá se esconde malintencionadamente bajo la alfombra, que en libros como Fin del mundo, escrito entre 1968 y 1969, o Elegía, del año 1974, Neruda hizo una autocrítica pública de su error: "Un millón de horribles retratos / de Stalin cubrieron la nieve / con sus bigotes de jaguar. / Cuando supimos y sangramos / descubriendo tristeza y muerte / bajo la nieve en la pradera / descansamos de su retrato / y respiramos sin sus ojos / que amamantaron tanto miedo. / (...) Ignoraba lo que ignorábamos. / Y aquella locura tan larga / estuvo ciega y enterrada / en su grandeza demencial / envuelta a veces por la guerra / o propalada en el rencor / por nuestros viejos enemigos. / Sólo el espanto era invisible". Eso es lo que dice en Fin del mundo. Y esto es lo que añadió en Elegía: "Luego, adentro de Stalin, / entraron a vivir Dios y el Demonio, / se instalaron en su alma. / (...) La tierra se llenó de sus castigos, / cada jardín tenía un ahorcado".

En España, a Neruda lo siguieron y lo siguen llamando estalinista, un adjetivo tan hiriente que hasta parece lastrar los méritos literarios de libros como Residencia en la tierra o los sucesivos tomos de las Odas elementales, mientras que a muchos de los escritores que en la Guerra Civil estuvieron del lado de Franco y, en consecuencia, siguiendo la lógica que condena a Neruda o Alberti, fueron cómplices de un golpe de Estado y de miles de crímenes, parece habérseles otorgado el perdón y el olvido. Eso vale para José María Pemán y para Camilo José Cela, para Luis Rosales y Gonzalo Torrente Ballester, para Edgar Neville o Gerardo Diego. Parece que ninguno de ellos fue franquista, sino sólo monárquico o falangista crítico.

Las bibliotecas demuestran lo contrario. Empezando por Pemán, con su libro La bestia y el ángel (1938), que sin duda pretendía ser la versión nacional del Paraíso perdido de John Milton y que establecía, desde el comienzo, un claro vínculo entre los sublevados, el Imperio y Dios: "Se da tierra a los huesos de Monte Argüí. Es la hora / de los nuevos romanos y del épico afán. / La sonrisa de Franco se adelanta a la aurora: / y la mañana dora su espada en el Uisán". Sin duda, el autor de El divino impaciente sabía contra qué y por qué luchaba: "Y el enemigo sigue siendo el mismo, / Oriente pecador. / No hay más: Carne o Espíritu. / No hay más: Luzbel o Dios. / ¡Frente a la España de San Juan, un mundo / sin más danza que el paso de combate / ni más ritmo ni verso que la angustia infinita, / pendular del un, dos! / Y a su frente el fantasma de los ojos dormidos: / Lenin; el leño seco y el arenal sin sol". A continuación, para estigmatizar a Lenin -y siguiendo, tal vez, la estela de un famoso soneto de Núñez de Arce contra Voltaire, escrito en 1873, que termina diciendo: "Ya la fe miserable a tierra vino; / ya el Cristo se desploma; / ya las teas / alumbran los misterios del camino; / ya venciste, Voltaire. ¡Maldito seas!", Pemán se entrega a un arrebato religioso-patriótico-turístico: "¡Yo te maldigo en nombre de todos los crepúsculos / y de todas las rosas: yo / te maldigo en el nombre de Venecia y sus góndolas, / de Viena y sus violines, / de Sevilla y su sol! / ¡Yo te maldigo en tu fracaso, porque / tú eres el Anti-Espíritu y el Espíritu es Dios! / ¡Tú estás seco entre nieves, allá en la plaza Roja! / ¡Pero en Granada sigue cantando el ruiseñor!". El último verso, sin duda, no debía referirse a Federico García Lorca, ejecutado en Granada por los mismos criminales a los que cantaba Pemán, quien al llegar la democracia fue condecorado por el Rey.

Pero Pemán no estaba solo en su lucha, como demuestra la lectura de las numerosas antologías que apoyaron a la España sediciosa. Por ejemplo, la Antología poética del Alzamiento (1936-1939), preparada por Jorge Villén y que incluye versos de Manuel Machado, Luis Rosales, Eugenio d'Ors, Agustín de Foxá y hasta unos ripios de Enriqueta Calvo Sotelo, en los que recuerda a su padre -"Todo me habla de él. La suave brisa / que acaricia las flores a su paso...; / el destello del sol en el ocaso, / que parece la ostia de una misa"- y resalta el valor patriótico de su sacrificio: "Y la sangre que entonces derramaste / obró un nuevo prodigio. ¿Sabes cuál? / Llegase a la bandera amoratada, / y en el último impulso de su afán, / tiñendo con su sangre lo morado... / ¡La gloriosa bandera suplantada / tornó a ser la bandera nacional!".

En su Lira bélica. Antología de los poetas y la guerra (1939), preparada por José Sanz y Díaz, se repiten los mismos autores del libro de Villén, con el añadido de Gerardo Diego. En cuanto al Cancionero de la guerra recopilado ese mismo año por José Mosterín Alonso, acoge a buena parte de los autores citados más Emilio Carrere, Dionisio Ridruejo, Jesús del Río Sainz, un Ricardo León que alaba al "soldado desconocido / de la raza militar / que juntó en una las almas / del santo y del capitán" y los siempre algo surrealistas hermanos Álvarez Quintero, que en su poema Caso patológico hacen hablar así a un presunto líder republicano: "Ya el que no muere loco muere hambriento... / ¡Ya persiguen los cuervos mis banderas! / ¡Ya no hay nada que hacer! / ¡Ya estoy contento!".

Por supuesto, también hubo, aparte de las antologías, obras individuales que van desde las cautelosas Poemas de la muerte continua (1936), de Luis Rosales, o Carta personal (Carta abierta a Pablo Neruda), de Leopoldo Panero, hasta las desaforadas Dolor y resplandor de España (1940), de Manuel de Góngora, o Poemas de la Falange eterna (1938), de Federico de Urrutia, cuyo último poema, titulado como una novela posterior de Francisco Umbral, Leyenda del César visionario, concluye con la exaltación de los vencedores:

"Se estremecieron los montes / -dolor de monte Calvario- / sonaron gritos de ¡Imperio! / rotos de angustia en los labios. / Y por los vientos del mundo / con temblor de meridianos, / desde la América virgen / hasta el Oriente lejano, / retumbó el nombre del César: / ¡Franco!... ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!"

En cuanto a la prosa, los ejemplos son muchos y van de la novela de Concha Espina titulada Retaguardia (1937) a Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá, o Frente de Madrid (1941), de Edgar Neville, en la que un personaje le dice a otro: "Aquí no sabéis aún lo que es Franco. Franco es el sentido común. Franco modera el desenfreno. Tiene la virtud rara de enterarse de las cosas y de tener en cuenta en cada caso la opinión adversa; pulsa, mide y hace o deja de hacer lo que sea de razón". Y son conocidos los artículos nacionalsocialistas de Torrente Ballester, cuya primera novela, Javier Mariño (1942), era, entre otras cosas, una apología de la Falange, o el ofrecimiento de Cela como voluntario a delator del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, al que creía, según escribió en su petición, poder "aportar datos sobre personas y conductas que pudieran ser de utilidad", dado "que el Glorioso Movimiento Nacional se produjo estando el solicitante en Madrid (...) y que, por lo mismo, cree conocer la actuación de determinados individuos".

Y en el terreno del ensayo podríamos mencionar Los tres libros de España (1941), de Eduardo Marquina, o Madrid nuestro (1946), de Ernesto Jiménez Caballero. Este último, a quien tantos ven ahora como un personaje excéntrico pero inofensivo, ya había publicado en 1933 La nueva catolicidad. Teoría general sobre el fascismo en Europa: en España, donde mantenía puntos de vista como éste: "Nuestra unidad habrá de ser política, religiosa, militar, social y cultural. Todo cuanto se oponga a cualquiera de esas modalidades de la unidad total será ilícito y contra el Estado. Todo lo que favorezca ese ideal será libre y digno de honra y gloria". Tras haber conseguido la victoria, las teorías del fundador de La Gaceta Literaria permanecieron invariables, aunque les añadió un punto de arrogancia y severas dosis de misoginia y homofobia, como vemos en Madrid nuestro: "Frente a las épocas enfermizas, feminuchas, románticas y asquerosas de España, ¡tened la energía moral, el macho agradecimiento de afirmar que hemos triunfado y nos sentimos sanos, clásicos, en plenitud! ¿Quién lloriquea por ahí? ¿Alguna mujer? ¿Algún cobarde? ¿Algún indecente? ¿Algún mariquita? (...) ¡Fuera! Porque si ya logramos -siendo pocos- arrancar a España de las garras del diablo, ahora -que somos falange innumerable y victoriosa- sabremos conquistar frente a todos los diablos del infierno: ¡un nuevo reino de Dios!".

Al contrario que tantos falangistas absueltos por los mismos que llaman asesino a Alberti e indultan a Sánchez Mazas y compañía, Pablo Neruda ha llegado a su centenario cargando con la pesada cruz de haber sido estalinista mientras "ignoraba lo que ignorábamos", según su propia confesión. Por añadidura, el papel que representó, que es el de poeta comprometido, no tiene buena prensa y, al contrario, son muchos quienes creen que el intelectual honesto no debe opinar, necesita mantenerse al margen de la Historia y de la actualidad, si no quiere dejar de ser independiente y sufrir el peor de los desprestigios. Los últimos acontecimientos terribles parecen, sin embargo, haberle dado un giro a la situación, y ya somos bastantes los poetas que hemos escrito y publicado versos sobre la caída de las Torres Gemelas, el allanamiento de Irak o el atentado del Once de Marzo. Quizá es que sólo el terror más absoluto puede agrietar hasta el mármol de las torres más altas. Aprovechando la marea, tal vez a Pablo Neruda también se le permita, en medio de las conmemoraciones de su centenario, salir del purgatorio. No será fácil, porque con frecuencia los que dan los salvoconductos son los mismos que pronuncian las excomuniones. Pero habrá que intentarlo por lo menos. Es por una buena causa.


 

Neruda cumple cien años

MARIO VARGAS LLOSA
 

Cuando yo era un niño de pantalón corto todavía, allá en Cochabamba, Bolivia, donde pasé mis primeros diez años de vida, mi madre tenía en su velador una edición de tapas azules, con un río de estrellas blancas, de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que leía y releía. Yo apenas había aprendido a leer y, seducido por la devoción de mi madre a aquellas páginas, intenté también leerlas. Ella me lo había prohibido, explicándome que no eran poemas que debían leer los niños. La prohibición enriqueció extraordinariamente el atractivo de aquellos versos, coronándolos de una aureola inquietante. Los leía a escondidas, sin entender lo que decían, excitado y presintiendo que detrás de algunas de sus misteriosas exclamaciones ("Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra", "Ah, las rosas del pubis!") anidaba un mundo que tenía que ver con el pecado.

Neruda fue el primer poeta cuyos versos aprendí de memoria y recité de adolescente a las chicas que enamoraba, al que más imité cuando empecé a garabatear poesías, el poeta épico y revolucionario que acompañó mis años universitarios, mis tomas de conciencia políticas, mi militancia en la organización Cahuide durante los años siniestros de la dictadura de Odría. En las reuniones clandestinas de mi célula a veces interrumpíamos las lecturas del Qué hacer de Lenin o los Siete ensayos de Mariátegui para recitar, en estado de trance, páginas del Canto general y de España en el corazón. Más tarde, cuando era ya un joven de lecturas más exclusivas y muy crítico de la poesía de propaganda y ataque, Neruda siguió siendo para mí un autor de cabecera -lo prefería incluso al gran César Vallejo, otro ícono de mis años mozos-, pero ya no el Neruda del Canto general, sino el de Residencia en la tierra, un libro que he leído y releído tantas veces como sólo lo he hecho con los poemas de Góngora, de Baudelaire y de Rubén Darío, un libro algunos de cuyos poemas -"El tango del viudo", "Caballero solo"- todavía me electrizan la espalda y me producen ese desasosiego exaltado y ese pasmo feliz en que nos sumen las obras maestras absolutas. En todas las ramas de la creación artística, la genialidad es una anomalía inexplicable para las solas armas de la inteligencia y la razón, pero en la poesía lo es todavía mucho más, un don extraño, casi inhumano, para el que parece inevitable recurrir a esos horribles adjetivos tan maltratados: trascendente, milagroso, divino.

Conocí en persona a Pablo Neruda en París, en los años sesenta, en casa de Jorge Edwards. Todavía recuerdo la emoción que sentí al estar frente al hombre de carne y hueso que había escrito aquella poesía que era como un océano de mares diversos e infinitas especies animales y vegetales, de insondable profundidad e ingentes riquezas. La impresión me cortó el habla. Por fin alcancé a balbucear unas frases llenas de admiración. Él, que recibía los halagos con la naturalidad de un consumado soberano, dijo que la noche estaba linda para comernos "esas prietas" (esas morcillas) que nos tenían preparadas los Edwards. Era gordo, simpático, chismoso, engreído, goloso ("Matilde, precipítese hacia esa fuente y resérveme la mejor presa"), conversador, y hacía esfuerzos desmedidos para romper el hielo y hacer sentir cómodo al interlocutor abrumado por su imponente presencia.

Aunque llegamos a ser bastante amigos, creo que es el único escritor con el que nunca me sentí de igual a igual, frente al cual, pese a su actitud cariñosa y a su generosidad para conmigo, siempre terminaba adoptando una actitud entre intimidada y reverencial. El personaje me intrigaba y fascinaba casi tanto como su poesía. Posaba de ser un anti-intelectual, desdeñoso de las teorías y de las complicadas interpretaciones de los críticos. Cuando, delante de él, alguien suscitaba un tema abstracto, general, un diálogo de ideas -asuntos en los que un Octavio Paz fosforecía y deslumbraba-, la cara de Neruda se entristecía y de inmediato se las arreglaba para que la conversación descendiera a ras de suelo, a la anécdota y el comentario prosaicos. Se empeñaba en mostrarse sencillo, directo, terrenal a más no poder y furiosamente alejado de esos escritores librescos que preferían los libros a la vida y podían decir, como Borges, "Muchas cosas he leído y pocas he vivido". Él quería hacer creer a todo el mundo que había vivido mucho y leído poco, pues era rarísimo que en su conversación asomaran referencias o entusiasmos literarios. Incluso cuando mostraba, y con qué satisfacción lo hacía, las primeras ediciones y los maravillosos manuscritos que llegó a coleccionar en su formidable biblioteca, evitaba las valoraciones literarias y se concentraba en el aspecto puramente material de aquellos preciosos objetos llenos de palabras. Su anti-intelectualismo era una pose, desde luego, porque nadie que no hubiera leído mucho y asimilado muy bien la mejor literatura, y reflexionado intensamente, hubiera revolucionado la palabra poética en lengua española como él lo hizo, ni hubiera escrito una poesía tan diversa y esencial como la suya. Parecía considerar el mayor riesgo para un poeta el confinarse en un mundo de abstracciones y de ideas, como si esto pudiera cegar la vitalidad de la palabra y apartar a la poesía de la plaza pública y condenarla a la catacumba.

Lo que no era pose en él era su amor a la materia, a las cosas, a los objetos que se pueden palpar, ver, oler, y, eventualmente, beber y comer. Todas las casas de Neruda, pero sobre todo la de Isla Negra, fueron unas creaciones tan poderosas y personales como sus mejores poemas. Coleccionaba todo, desde mascarones de proa hasta barquitos construidos con palillos de fósforos dentro de botellas, desde mariposas a caracolas marinas, desde artesanías hasta incunables, y en sus casas uno se sentía envuelto en una atmósfera de fantasía y de inmensa sensualidad. Tenía un ojo infalible para detectar lo inusitado y lo excepcional y cuando algo le gustaba se volvía un niño caprichoso y enloquecido que no paraba hasta poseer lo que quería. Recuerdo una maravillosa carta que le escribió a Jorge Edwards, rogándole que fuera a Londres a comprarle un par de tambores que había visto en una tienda, a su paso por la capital inglesa. La vida es invivible, le decía,sin un tambor. En las mañanas de Isla Negra tocaba la trompeta y, tocado con una gorra marinera, izaba en el mástil de la playa su bandera, que era un pez.

Verlo comer era un hermoso espectáculo. Aquella vez que lo conocí, en París, lo entrevisté para la Radio-Televisión Francesa. Le pedí que leyera un poema de Residencia en la tierra que me encanta: "El joven monarca". Aceptó, pero, al llegar a la página indicada, exclamó, sorprendido: "¡Ah, pero si es un poema en prosa!". Yo sentí una puñalada en el corazón: ¿cómo había podido olvidar una de las más perfectas composiciones salidas de la pluma de un poeta? Después de la entrevista, quiso ir a comer comida árabe. En el restaurante marroquí de la Rue de l'Harpe devolvió el tenedor y pidió una segunda cuchara. Comía con concentración y felicidad, blandiendo una cuchara en cada mano, como un alquimista que manipula las retortas y está a punto de alcanzar la aleación definitiva. Viendo comer a Neruda uno tenía la impresión de que la vida valía la pena de ser vivida, de que la dicha era posible y que su secreto chisporroteaba en una sartén.

Como llegó a ser tan famoso, y a tener tanto éxito en el mundo entero, y a vivir con tanta prosperidad, despertó envidias, resentimientos y odios que lo persiguieron por doquier y, en algunos periodos, le hicieron la vida imposible. Recuerdo una vez, en Londres, en que le mostré, indignado, un recorte de un periódico de Lima donde me atacaban. Me miró como a un niño que cree todavía que los bebés vienen de París. "Tengo baúles llenos de recortes así", me dijo. "Creo que no hay una sola maldad, perversidad o vileza de la que no haya sido acusado alguna vez". La verdad es que, llegado el caso, sabía defenderse y que, en algunos momentos de su vida, sus poemas se impregnaron de dicterios y diatribas estentóreas y feroces contra sus enemigos. Pero, curiosamente, no recuerdo haberle oído hablar nunca mal de nadie ni haberle visto practicar nunca en mi presencia ese deporte favorito entre escritores que es despedazar verbalmente a los colegas ausentes. Una noche, en Isla Negra, después de una cena copiosa, entornando sus ojos de tortuga soñolienta, contó que de su último libro recién publicado había enviado, dedicados, cinco ejemplares a cinco poetas jóvenes chilenos. "Y ni uno sólo siquiera me acusó recibo", se quejó, con melancolía.

Era ya la última época de su vida, una época en la que quería que todos lo quisieran, pues él se había olvidado de las viejas enemistades y rencillas y hecho las paces con todo el mundo. Para entonces, se habían apagado algo las convicciones ideológicas inamovibles de su juventud y madurez. Aunque fue siempre leal al Partido Comunista, y por esa lealtad llegó en ciertos periodos a cantar a Stalin y a defender posiciones dogmáticas, en su vejez, un espíritu crítico se fue abriendo en él respecto a lo que había ocurrido en el mundo comunista, y ello se transparentaba en una actitud mucho más tolerante y abierta, y en una poesía liberada de toda pugnacidad, beligerancia o rencor, llena más bien de serenidad, alegría y comprensión por las cosas y los seres de este mundo.

No hay en lengua española una obra poética tan exuberante y multitudinaria como la de Neruda, una poesía que haya tocado tantos mundos diferentes e irrigado vocaciones y talentos tan varios. El único caso comparable que conozco en otras lenguas es el de Victor Hugo. Como la del gran romántico francés, la inmensa obra que Neruda escribió es desigual y, en ella, al mismo tiempo que una poesía intensa y sorprendente, de originalidad fulgurante, hay una poesía fácil y convencional, a veces de mera circunstancia. Pero, no hay duda, su obra perdurará y seguirá hechizando a los lectores de las generaciones futuras como lo hizo con la nuestra.

Había en él algo de niño, con sus manías y apetitos que exhibía ante el mundo sin la menor hipocresía, con la buena salud y el entusiasmo de un adolescente travieso. Detrás de su apariencia bonachona y materialista se agazapaba un astuto observador de la realidad y en ciertas excepcionales ocasiones, en un grupo reducido, luego de una comida bien rociada, podía de pronto dejar entrever una intimidad desgarrada. Aparecía entonces, detrás de esa figura olímpica, consagrada en todas las lenguas, el muchachito provinciano de Parral, lleno de ilusiones y estupefacción ante las maravillas del mundo, que nunca dejó de ser.


 

La novela Neruda

Alejandro Zambra
 

En Chile, escribir sobre Pablo Neruda es casi un deporte nacional. Narradores y poetas, ensayistas, políticos y guías de turismo han convertido al autor de Residencia en la tierra en algo así como una marca registrada, sobre todo por estos días, cuando el centenario de su nacimiento parece justificar prácticamente cualquier exploración, por lateral o anodina que sea, en la vida -que no en la obra- del poeta: Neruda huyendo de la persecución política mientras escribe Canto general; Neruda en México, saboreando iguanas, saltamontes y hormigas en conserva; Neruda infiel, Neruda mal padre, Neruda buen amigo, etcétera. Más que un poeta, Neruda es una novela larga y contradictoria, que los chilenos escribimos incesantemente, con entusiasmo y -me temo- escaso sentido del decoro. Aquí va un resumen de sus capítulos fundamentales:

Neruda enamorado

Ésta es la folletinesca historia de un joven de provincias que en 1921 arriba a Santiago para participar de la frágil bohemia de la época. Alto, flaco, triste, disfrazado de poeta maldito, el estudiante deambula por pensiones pobres y bares de mala muerte. Tan sólo tres años más tarde, sin embargo, con Veinte poemas de amor y una canción desesperada -su primer libro importante- comienza, oficialmente, el mito: "He ido marcando con cruces de fuego / el atlas blanco de tu cuerpo", escribe Neruda, y la crítica local, acostumbrada al erotismo velado y púdico entonces imperante, reacciona con mal disimulado desconcierto. Más temprano que tarde el libro se transforma en un verdadero best seller, en uno de los escasos best sellers de la historia de la poesía, y quizá por lo mismo, inaugura una nueva retórica amorosa. Consecuentemente, los poemas pierden buena parte de su efecto. Con calculada saña, Pablo de Rokha -el enemigo literario número uno de Neruda- definió alguna vez Veinte poemas de amor y una canción desesperada como "la Biblia típica de la mediocridad versificada". Vicente Huidobro -el enemigo número dos- no fue más generoso: "Para tangos me quedo con Gardel". Por otra parte, en su novela Ardiente paciencia -rebautizada como El cartero de Neruda, después del éxito de la película homónima- Antonio Skármeta transformó al poeta en una insufrible celestina. Desde entonces, centenares de mujeres en el mundo han sido importunadas por lectores que a falta de recursos propios esgrimen los Veinte poemas o los Cien sonetos de amor como carta de triunfo.

Neruda angustiado

Éste es el mejor pero uno de los menos conocidos capítulos de la novela Neruda: el joven sigue siendo joven, tiene apenas 23 años, y lo único que quiere es salir de Chile. Acepta, entonces, un peregrino nombramiento -ad honorem- como cónsul de Chile en Rangún. "Las más grandes hambres de mi vida las pasé en Rangún", escribió luego. El sacrificio diplomático, sin embargo, mereció la pena: después de Rangún, Colombo, Batavia y Singapur, en 1933 Neruda pasa a Buenos Aires y luego a Barcelona y a Madrid, siempre en calidad de cónsul. Es justamente en Madrid donde, en 1935, aparece la primera edición completa de Residencia en la tierra, con toda seguridad uno de los mayores libros de la poesía en lengua española. Poemas como 'Galope muerto', 'El fantasma del buque de carga' y 'Walking around' registran un mundo descompuesto donde el sujeto navega perdido "en un agua de origen y ceniza", buscando fragmentos con los que recomponer su extraviada identidad. Curiosa o previsiblemente, más de una vez Neruda renegó de este libro que para muchos es el mejor de su producción poética. En 1954, como si se tratara de la versión siglo XX del Werther de Goethe, declara: "No he podido retirarlo por completo de circulación, pero no lo recomiendo. Si yo fuera gobierno, prohibiría su lectura a los jóvenes".

Neruda comunista

La Guerra Civil de España saca a Neruda del ensimismamiento. Para Franco van estos versos lapidarios: "Solo y maldito seas, / solo y despierto seas entre todos los muertos, / y que la sangre caiga en ti como la lluvia, / y que un agonizante río de ojos cortados / te resbale y recorra mirándote sin término". Por entonces también escribe un 'Canto a Stalingrado', es elegido senador, se afilia al partido comunista, es perseguido por el presidente de la República, pasa a la clandestinidad y al exilio, y emprende su proyecto más ambicioso: Canto general, publicado en 1950. "Para algunos lectores exigentes, el Canto general es una obra dispareja. La cordillera de los Andes es también una obra dispareja, señores lectores exigentes", ha dicho Nicanor Parra. Como sea, en las casi quinientas páginas del libro predomina la figura del poeta como un portavoz del mundo precolombino, un cronista de la "verdadera historia" de América. Poco queda de la incertidumbre de Residencia en la tierra. Neruda parece haber encontrado en el dogma las esperadas soluciones. En Las uvas y el viento, de 1954, vuelve a simplificar el marxismo para construir una voluntariosa imagen de la Europa de la época. Ese mismo año comienza a publicar sus Odas elementales, un intento de poesía "de las cosas sencillas", semididáctica: el diccionario, la farmacia, el picaflor, la solidaridad, la tipografía y hasta la lagartija son pretextos suficientes para que Neruda eche a andar la máquina de la poesía. Como era de esperar, el resultado es por momentos notable -la 'Oda al gato', por ejemplo- y otras veces lamentable. Disparejo.

Neruda el desconocido

"Si Neruda hubiera sido cocainómano, heroinómano, si lo hubiera matado un cascote en el Madrid sitiado del 36, si hubiera sido amante de Lorca y se hubiera suicidado tras la muerte de éste, otra sería la historia. ¡Si Neruda fuera el desconocido que en el fondo verdaderamente es!", escribió Roberto Bolaño en un cuento de Putas asesinas. Durante las dos últimas décadas de su vida, Neruda fue una figura importante de la izquierda internacional, un candidato habitual al Nobel de Literatura, un sibarita, un coleccionista de caracolas (y de mascarones de proa y de botellas de Chivas) y también, como apunta Bolaño, un desconocido, un célebre señor rodeado de secretarios que actuaba más como un personaje que como una persona. En Estravagario -un libro notable, publicado en 1958- escribe: "Todos pican mi poesía / con invencibles tenedores / buscando, sin duda, una mosca". Más tarde, deseoso de guiar a la historia, escribe sus memorias en verso (Memorial de Isla Negra) y en prosa (Confieso que he vivido, "un librito de anécdotas", según Enrique Lihn), dos obras bastante distintas. En Memorial de Isla Negra, en todo caso, Neruda parece convencido de que ha sido muchos hombres y varios poetas, a veces contradictorios entre sí. Después del Premio Nobel y de los innumerables discursos, vinieron la enfermedad y la muerte, el 23 de septiembre de 1973. Doce días antes, Augusto Pinochet había destruido para siempre el Chile de Neruda. La escena final es muy triste: un funeral vigilado por los militares en un Santiago de Chile escombroso y desolado.



Poemas

 

Pablo Neruda - Poemas de Pablo Neruda


 
 

Se cumplen 43 años de la muerte del Nobel

Las 15 citas célebres de Pablo Neruda

 

Casi 43 años han sido los que el escritor chileno Pablo Neruda ha tenido que esperar para que sus restos descansen finalmente en paz en su casa en Isla Negra, una pequeña localidad costera situada en el litoral central del país.

El ganador del Premio Nobel de Literatura en 1971, es considerado por el colombiano Gabriel García Márquez como "el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma".

Nacido bajo el nombre de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, a la edad de 17 años decidió firmar sus trabajos con el seudónimo de Pablo Neruda, publicando en 1924 su famoso 'Veinte poemas de amor y una canción desesperada', una de las más célebres obras del poeta.

Así, con motivo del 43 aniversario de su muerte, recopilamos 15 citas célebres del autor de 'Oda al amor', quien además ha sido llevado de nuevo al cine este año, de la mano del también chileno Pablo Larraín.

  1. Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera.

  2. Hay un cierto placer en la locura, que solo el loco conoce.

  3. Es tan corto el amor y tan largo el olvido.

  4. Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas.

  5. Conocer el amor de los que amamos es el fuego que alimenta la vida.

  6. Los recuerdos son de agua* y a veces nos salen por los ojos.

  7. Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano.

  8. Me gustas cuando callas porque estas como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.

  9. La timidez es una condición ajena al corazón, una categoría, una dimensión que desemboca en la soledad.

  10. Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.

  11. Me enamoré de la vida, es la única que no me dejará sin antes yo hacerlo.

  12. Para que nada nos separe, que nada nos una.

  13. De nadie seré, sólo de ti. Hasta que mis huesos se vuelvan cenizas y mi corazón deje de latir.

  14. Si no escalas las montañas jamás podrás disfrutar el paisaje.

  15. Queda prohibido no sonreír a los problemas, no luchar por lo que quieres, abandonarlo todo por miedo, no convertir en realidad tus sueños.

 
 

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Víctor Arrogante
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