17 FEBRERO 2014
El Sistema que quedó diseñado en la Constitución de 1978, ya no sirve; no
está a la altura de las circunstancias actuales. Las reformas
constitucionales realizadas desde entonces, a propuesta del gobierno y con
el apoyo de la oposición mayoritaria, pero sin la palabra del pueblo, han
sido todo un espejismo democrático. A pesar de que la soberanía del pueblo
está reconocida constitucionalmente, ha sido toda una falacia. Llegado a
este punto, es preciso abrir un proceso constituyente participativo,
democrático, en igualdad y libertad, que supere las limitaciones de la
actual.
La Constitución, después de treinta y cinco años, para que sobreviva,
tiene que cambiar, tiene que reformarse y lo tiene que hacer con la
participación real del pueblo soberano. Hubo acuerdo político en 1992 para
reformar el artículo 13.2, introduciendo la expresión «y pasivo» referida
al ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones
municipales, como consecuencia del Tratado de Maastricht. Por el
contrario, en 2011 no hubo acuerdo mayoritario, ni político, ni social,
para reformar el artículo 135, que por presión de la Unión Europea,
introdujo el concepto de «estabilidad presupuestaria» y la prioridad
absoluta del pago de la deuda y los intereses. Se reformó en menos de un
mes, a espaldas del pueblo y sin referéndum. Si la Constitución se reformó
por intereses económicos, también puede reformarse por intereses sociales
y voluntad del pueblo; y en esta ocasión tras la apertura de un proceso
constituyente.
El Sistema está permitiendo que se eliminen derechos y se restrinjan
otros. Los compromisos impuestos por los sucesivos tratados de la Unión
Europea y del resto de poderes económicos, políticos y sociales, está
llevando a la mayoría social a la ruina económica. El Estado ya no tiene
por objetivo corregir las desviaciones propias de la economía social de
mercado con solidaridad y progreso social para todos. La falta de ética y
la pérdida de valores que la propia Constitución establece, hacen que el
pueblo haya perdido la confianza institucional y política y reclame el
derecho a tomar el poder soberano. Como todo es posible, porque el Sistema
lo permite, hay que cambiarlo, abriendo un proceso constituyente. La
Constitución de 1978 está deslegitimada.
La política se judicializa y la justicia se politiza; no existe
independencia entre los poderes del Estado. Se adoptan medidas, en muchas
ocasiones, a sabiendas que son contrarias a la ley, rayando la
prevaricación. La separación de poderes, que caracteriza a un estado
democrático de derecho, no se produce en la realidad. El parlamento que
representa a la soberanía del pueblo, está supeditado al gobierno. El
parlamento, que elige al presidente, está bajo sus dictados. No hay
independencia, como no la hay con el órgano del poder judicial, que está
politizado. El gobierno manda y el pueblo soberano, representado en el
parlamento, obedece. No pinta nada; solo se cuenta con él para votar cada
cuatro años.
La corrupción afecta a determinados partidos y los políticos sin
escrúpulos, que se lucran y benefician, sin vergüenza, en el ejercicio de
representación y gestión de los fondos públicos. Las instituciones pierden
su grandeza, al ser utilizadas en beneficio de aquellos que deberían
protegerlas y que han prometido o jurado defender. La percepción que
existe sobre la corrupción política y el deterioro institucional, van
desde la monárquica, hasta el más pequeño ayuntamiento, pasando por
gobiernos autonómicos o el propio gobierno de la nación, parlamentos y
poder judicial, sin olvidar a banqueros, sindicatos y empresarios.
En lugar del imperio de la ley, debería pasarse al imperio del Derecho. La
ley la hacen al antojo de las mayorías absolutas, que siendo legales,
dejan de ser legítimas, por su uso y abuso. Decir que la ley es igual para
todos, es otra de las grandes mentiras del Sistema. Ni a todos se les
aplica con el mismo rigor, ni todos están por debajo de la ley. El rey
está por encima de la ley, lo dice el propio texto constitucional, y otros
órganos, sin decirse, lo están también. La aplicación de la ley va a
depender de la clase social a la que se pertenezca. Existen dos varas de
medir en este modelo. La justicia es clasista y castiga más a los que
menos recursos tienen para defenderse y con las reformas, no todos tenemos
la misma oportunidad para acceder a la justicia. El estado de Derecho se
ha degradado.
En la administración de justicia, los jueces hacen cumplir las leyes, con
escasos medios, regulares resultados y a los que investigan la corrupción,
se les persigue y aparta. El imperio de la ley, utilizado torticeramente
es una trampa. Hay que hacer leyes con criterios de justicia social. El
Sistema, representado por el poder político, beneficia al poder económico,
que es madre y padre de todos los males del pueblo. No es casualidad que
al mismo tiempo vivamos crisis, corrupción y mayor acoso a jueves de la
historia, decía recientemente el juez Elpidio José Silva.
En un modelo en el que rige una economía social de mercado, se supone que
el mercado manda, ordena y regula las tendencias y el Estado corrige las
desviaciones, con el objetivo de conseguir, con solidaridad, el progreso
social. El mercado va a lo suyo, y el gobierno, que debería impulsar esas
medidas correctoras, está preocupado, de forma exclusiva, en fortalecer el
sistema financiero, olvidándose de la economía real que crea riqueza y
empleo. El pueblo no es su prioridad, solo lo es la defensa y beneficio de
los poderes económicos y el Sistema lo permite.
Tras la muerte del dictador en 1975, se abría para los españoles una nueva
era. El proceso hacia la democracia se inició con una ley franquista; la
Ley para la Reforma Política —la última de las Leyes Fundamentales del
Reino—, sometida a referéndum a finales de 1976, instaba al gobierno a
abrir un proceso electoral. El 15 de junio de 1977, se celebraban las
primeras elecciones democráticas después de la dictadura, abriéndose de
hecho un proceso constituyente, con el pueblo de invitado de piedra, todo
sometido a continuos peligros de involución. La crisis económica y el
terrorismo dificultaban el proceso y el régimen de Franco estaba intacto.
El pueblo, que votó en referéndum, participó poco; ni estaba ducho en
procedimientos democráticos ni «falta que hacía». Los miembros del régimen
llegaron hasta sus máximos exigentes, los demócratas de la oposición a sus
mínimos necesarios. El pueblo lo que unos y otros pactaron.
La figura del «consenso», permitió resolver los temas más conflictivos del
momento: la forma de estado y de gobierno, el modo de elección, la
cuestión religiosa, el modelo económico y la descentralización
territorial. Su nacimiento estuvo cargado de dificultades y obstáculos. La
Constitución se aprobó en referéndum el 6 de diciembre de 1978. Votó el
67,11% de un censo de 26.632.180, y los votos favorables representaron el
88,54%, 15.709.078 de los votantes. Después de treinta y cinco años, sin
ser la misma situación, vuelven a cobrar de nuevo vigencia los temas
conflictivos. Ahora, desaparecido el miedo a la involución
política-fascista-militar, aparecen las políticas del gobierno que hacen
retroceder a situación pasadas. Ha llegado la hora de renovar el pacto de
Estado, con una nueva Constitución, que de respuestas a los retos
actuales: cambiar el sistema electoral, profundizar en la democracia,
promover la igualdad y la justicia social, permitiendo al pueblo que
decida el modelo político de gobierno: si monarquía parlamentaria o
república federal.
Ha habido otros procesos constituyentes en España. Desde 1812 varias han
sido las constituciones que han regido los destinos del pueblo español, y
dispares sus procesos constituyentes. Unos procesos se iniciaron por el
hostigamiento del pueblo; otros por la voluntad de sus representantes; y
en otras ocasiones los reyes y gobiernos de turno para afianzarse en el
poder. En todo caso hoy, para reformar la Constitución, se ha de abrir un
proceso en el que el pueblo soberano participe activamente y que
finalmente ratifique o niegue su validación en referéndum.
Hay voces que proponen una amplia reforma constitucional. Pero a nuestro
entender, la reforma plantea cambios puntuales a determinados artículos de
la Constitución sin cuestionar su legitimidad al día de hoy. No cabe
reforma, sino la apertura de un proceso constituyente, que provenga del
pueblo —del poder constituyente— a través de un proceso general, amplio,
inclusivo, con el objetivo de obtener una auténtica legitimidad
democrática. Mediante un proceso constituyente, es la ciudadanía la que se
brinda a sí misma una nueva constitución. La actual está funcionalmente
obsoleta y con escasa legitimidad, por lo que con tras un proceso
constituyente, se abriría paso político a una auténtica legitimidad
democrática.
El procedimiento de reforma que el Título X de la Constitución, es
excesivamente largo y complejo, lo que hace prácticamente imposible una
reforma en profundidad. En el proceso constituyente que se propone, ha de
hacerse una revisión total, que afecte al título Preliminar (modelo de
estado, soberanía, unidad territorial, principios que conforman el
ordenamiento), los derechos fundamentales y libertades públicas (Título
I), o la titularidad de la jefatura del Estado (Título II la corona). En
la actualidad, el proceso de reforma es en exceso complicado, necesitado
de acuerdos de amplias mayorías parlamentarias casi imposibles. El
proyecto de reforma se ha de aprobar por mayoría de los dos tercios de
cada Cámara; se han de disolver las Cortes inmediatamente y tras las
elecciones, las Cámaras elegidas, deberán ratificar la decisión de reforma
y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser
aprobado ahora por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Aprobada la
reforma por las Cortes Generales, debe ser sometida a referéndum popular.
Los partidos políticos mayoritarios, que verdaderamente ostentan el poder,
se han negado de manera sistemática a cualquier reforma en profundidad
—mantienen el pacto obsoleto de la Transición—, salvo cuando la presión ha
venido de fuera. La reforma del artículo 135 se hizo con nocturnidad, de
espaldas al pueblo, para satisfacer las exigencias del capital financiero
internacional. Ahora se oyen voces de reforma del Título VIII para
configurar un nuevo modelo de estado federal, sin reconocer el derecho a
decidir, que está por ver si resuelve el problema territorial entre nación
y nacionalidades y las señas de identidad que reclaman y demandas más
autonomía o independencia. Todo tiene que ser dentro de un nuevo proceso
constituyente abierto, igual y democráticamente participativo.