Durante los siglos XVI y XVII, España llegó
a ser la primera
potencia mundial, en
competencia directa primeramente con Portugal
y, posteriormente, con Francia, Inglaterra y
el Imperio
otomano. Castilla,
junto con Portugal estaba
en la vanguardia de la exploración europea y
de la apertura de rutas de comercio a través
de los océanos (en el Atlántico entre
España y las
Indias, y en el Pacífico entre Asia Oriental
y México,
vía Filipinas).
Los conquistadores
españoles descubrieron
y dominaron vastos territorios pertenecientes
a diferentes culturas en América y
otros territorios de Asia, África y Oceanía.
España, especialmente el reino de Castilla, se
expandió, colonizando esos territorios y
construyendo con ello el mayor imperio económico del
mundo de entonces. Entre la incorporación del Imperio
portugués en 1580 (perdido
en 1640)
y la pérdida de las posesiones americanas en
el siglo
XIX con
la derrota española en la Guerra
de Independencia Hispanoamericana,
fue uno de los imperios más grandes por
territorio, a pesar de haber sufrido bancarrotas y
derrotas militares a partir de la segunda
mitad del siglo XVII.
La política matrimonial
de los reyes permitió su unión con la Corona
de Aragón primero,
y con Borgoña y,
temporalmente, Austria después.
Con esta política fueron adquiridos numerosos
territorios en Europa, donde se convirtió en
una de las principales potencias.
España dominaba los
océanos gracias a su experimentada Armada,
sus soldados eran los mejor entrenados y su infantería la
más temida. El Imperio español tuvo su Edad
de Oro entre
el siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII,
tanto militar como culturalmente.
Este vasto y disperso
imperio estuvo en constante disputa con
potencias rivales por causas territoriales,
comerciales o religiosas. En el Mediterráneo con
el Imperio
otomano; en Europa,
con Francia,
que le disputaba la primacía; en
América,
inicialmente con Portugal y mucho más tarde
con Inglaterra,
y una vez que los neerlandeses lograron
su independencia, también contra estos en
otros mares.
Las luchas constantes
con potencias emergentes de Europa,
a menudo simultáneamente, durante largos
períodos y basadas tanto en diferencias
políticas como religiosas,
con la pérdida paulatina de territorios,
difícilmente defendibles por su dispersión,
contribuyeron al lento declive del poder
español. Entre 1648 y 1659, las paces de Westfalia y los
Pirineos ratificaron
el principio del ocaso de España como potencia
hegemónica. Este
declive culminó, en lo que respecta al dominio
sobre territorios europeos, con la Paz
de Utrecht (1713),
firmada por un monarca que procedía de una de
las potencias rivales, Felipe
V: España renunciaba
a sus territorios en Italia y
en los Países Bajos, perdía la hegemonía en
Europa, renunciaba a seguir dominando en la
política europea.
Sin embargo, España mantuvo y de hecho amplió
su extenso imperio de ultramar, acosado por el
expansionismo británico, francés y neerlandés,
manteniéndose como una potencia económica más
importante, hasta que sucesivas revoluciones
le desposeyeron de sus territorios en el
continente americano a principios del siglo
XIX.
No obstante, España
conservó algunas fracciones de su imperio en América,
principalmente
Cuba
y Puerto
Rico, como también Filipinas y
algunas islas en Oceanía como Guam,
Palaos o
las Carolinas y
las Marianas.
La Guerra
Hispano-Estadounidense de 1898 supuso
la pérdida de casi todos estos últimos
territorios. Las únicas posesiones que se
salvaron fueron las pequeñas islas de Oceanía
(excepto Guam), que fueron finalmente vendidas
a Alemania en 1899.
El impacto moral de esta
derrota fue duro, y se buscó compensarlo
creando, con poco éxito, un segundo imperio
colonial en África, centrado en Marruecos,
el Sáhara
Occidental y
Guinea Ecuatorial, que perduró hasta la
descolonización de las décadas de 1960–1970 al
abandonar la última colonia, el Sáhara, en 1975.

El matrimonio de los Reyes
Católicos (Isabel
I de Castilla y Fernando
II de Aragón)
produjo la unión dinástica de las dos Coronas
cuando, tras derrotar a los partidarios de Juana
«la Beltraneja» en
la Guerra
de Sucesión Castellana,
Isabel ascendió al trono. Sin embargo, cada
reino mantuvo su propia administración bajo la
misma monarquía. La
formación de un estado unificado solo
se materializó tras siglos de unión bajo los
mismos gobernantes. Los
nuevos reyes introdujeron el estado moderno
absolutista en sus dominios, que pronto
buscaron ampliar.
Castilla había
intervenido en el Atlántico, en lo que fue el
comienzo de su imperio extrapeninsular,
compitiendo con Portugal por el control del
mismo desde finales del siglo
XIV, momento en el
cual fueron enviadas varias expediciones
andaluzas y vizcaínas a las Islas
Canarias. La conquista efectiva
de dicho Archipiélago había comenzado durante
el reinado de Enrique III de Castilla cuando
en 1402 Jean
de Béthencourt solicitó
permiso para tal empresa al rey castellano a
cambio de vasallaje. Mientras, a lo largo del
siglo XV exploradores portugueses como Gonçalo
Velho Cabral colonizarían
las Azores, Cabo
Verde y Madeira.
El Tratado
de Alcáçovas de 1479,
que supuso la paz en la Guerra
de Sucesión Castellana,
separó las zonas de influencia de cada país en
África y el Atlántico, concediendo a Castilla
la soberanía sobre las Islas Canarias y a
Portugal las islas que ya poseía, la Guinea y
en general «todo lo que es hallado e se
hallare, conquistase o descubriere en los
dichos términos». La conquista del Reino
de Fez quedaba también exclusivamente para el
reino de Portugal. El tratado fue confirmado
por el Papa en 1481,
mediante la bula Aeterni
regis. Mientras
tanto los Reyes
Católicos iniciaban
la última fase de la Conquista de Canarias
asumiendo por su cuenta dicha empresa, ante la
imposibilidad por parte de los señores
feudales de someter a todos los indígenas
insulares en
una serie de largas y duras campañas, los
ejércitos castellanos se apoderaron de Gran
Canaria (1478–1483), La Palma (1492–1493) y
finalmente de Tenerife (1494–1496).
Como continuación a la Reconquista castellana,
los Reyes Católicos conquistaron en 1492 el
reino taifa de Granada,
último reino musulmán de Al-Ándalus,
que había sobrevivido por el pago de tributos
en oro a
Castilla, y su política de alianzas con
Aragón y
el norte de África.
La política
expansionista de los Reyes Católicos también
se manifestó en el África continental: Con el
objetivo de acabar con la piratería que
amenazaba las costas andaluzas y las
comunicaciones mercantes catalanas y
valencianas, se realizaron campañas en el
norte de África: Melilla fue
tomada en 1497, Villa
Cisneros en 1502, Mazalquivir en 1505,
el Peñón
de Vélez de la Gomera
en
1508,
Orán
en
1509,
Argel
y Bugía en 1510 y Trípoli en 1511.
La idea de Isabel
I, manifiesta en su
testamento, era que la reconquista habría de
seguir por el norte de África, en lo que los
romanos llamaron Nova
Hispania.

La política europea
Los Reyes Católicos
también heredaron la política mediterránea de
la Corona
de Aragón, y
apoyaron a la Casa
de Nápoles aragonesa
contra Carlos
VIII de Francia y,
tras su extinción, reclamaron la reintegración
de Nápoles a
la Corona.
Como gobernante de Aragón,
Fernando II se había involucrado en la disputa
con Francia y Venecia por
el control de la Península
Itálica. Estos
conflictos se convirtieron en el eje central
de su política exterior. En estas batallas, Gonzalo
Fernández de Córdoba (conocido
como «El Gran Capitán») crearía las
coronelías (base
de los futuros tercios),
como organización básica del ejército, lo que
significó una revolución militar que llevaría
a los españoles a sus mejores momentos.
Después de la muerte de
la Reina Isabel, Fernando, como único monarca,
adoptó una política más agresiva que la que
tuvo como marido de Isabel, utilizando las
riquezas castellanas para expandir la zona de
influencia aragonesa en Italia, contra
Francia, y fundamentalmente contra el reino
de Navarra al
que conquistó
en 1512.
El trono castellano lo
asumió su hija Juana
I «la
Loca», declarada incapaz de reinar,
manteniendo su padre la regencia (aunque en
todos los documentos oficiales aparecían Doña
Juana y Don Fernando como reyes, era Fernando
quien ejercía el poder).
El primer gran reto del
rey Fernando fue en la guerra de la Liga
de Cambrai
contra
Venecia, donde los soldados españoles se
distinguieron junto a sus aliados franceses en
la Batalla
de Agnadello (1509).
Sólo un año más tarde, Fernando se convertía
en parte de la Liga
Católica contra
Francia, viendo una oportunidad de tomar Milán —plaza
por la cual mantenía una disputa dinástica— y
el Navarra.
Esta guerra no fue un éxito como la anterior
contra Venecia y, en 1516,
Francia aceptó una tregua que dejaba Milán
bajo su control y de hecho, cedía al monarca
hispánico el Reino
de Navarra (que
Fernando unió a la corona de Castilla), ya que
al retirar su apoyo dejaba aislados a los
reyes navarros Juan
III de Albret y Catalina
de Foix. Este hecho
fue temporal pues posteriormente volvería a
apoyar la lucha de los navarros en 1521.
Con el objetivo de
aislar a Francia, se adoptó una política
matrimonial que llevó al casamiento de las
hijas de los Reyes Católicos con las dinastías
reinantes en Inglaterra, Borgoña y Austria.
Tras la muerte de Fernando, la inhabilitación
de Juana I, hizo que Carlos
de Austria, heredero
de Austria y Borgoña, fuera también heredero
de los tronos españoles.
Carlos tenía un concepto
político todavía medieval, y lo desarrolló
empleando las riquezas de sus reinos
peninsulares en la política europea del
Imperio, en vez de seguir la que, con mayor
amplitud de miras, había marcado su abuela Isabel en
su testamento: continuar la Reconquista en el
norte de África. Aunque algunos consejeros
españoles lograron que hiciera algunas
campañas hacia ese objetivo (Orán, Túnez,
Argelia) no consideró ese fin tan importante
como las inacabables disputas
religioso-políticas de su herencia
centroeuropea y, como además, gran parte del
ímpetu conquistador de los castellanos se
dirigió hacia las tierras nuevamente
descubiertas de las Indias Occidentales, no
colaboró decididamente en el engrandecimiento
de sus reinos peninsulares, salvo en lo que se
refiere a las campañas italianas. Ese abandono
de la política de conquista del norte de
África daría quebraderos de cabeza a la Europa
mediterránea hasta el siglo XIX.

La conquista del Nuevo Mundo
Sin embargo, la
expansión atlántica sería la que daría los
mayores éxitos. Para alcanzar las riquezas de
Oriente, cuyas rutas comerciales
(especialmente de las especias de las islas
del Pacífico) bloqueaban los otomanos o
monopolizaban genoveses y venecianos, los
portugueses y los españoles compitieron por
hallar una nueva ruta que no fuera la
tradicional, por tierra, a través de Oriente
Próximo. Los portugueses, que habían terminado
mucho antes que los españoles su Reconquista,
habían empezado entonces sus expediciones,
tratando primero de acceder a las riquezas
africanas y luego de circunnavegar África,
lo que les daría el control de islas y costas
del continente, para abrir una nueva ruta a
las Indias Orientales, sin depender del
comercio a través del Imperio otomano,
monopolizado por Génova y Venecia, poniendo el
germen del Imperio
portugués. Más
tarde, cuando Castilla terminó su reconquista, los Reyes Católicos, apoyaron a Cristóbal
Colón quien,
al parecer convencido de que la circunferencia
de la Tierra era menor que la real, quiso
alcanzar Cipango (Japón),
China, las Indias, el Oriente navegando hacia
el Oeste,
con el mismo fin que los portugueses:
independizarse de las ciudades italianas para
conseguir las mercancías de Oriente:
principalmente,
especias y seda (más
fina que la producida en el reino de Murcia
desde la dominación árabe). Lo más probable es
que Colón nunca hubiese llegado a su meta,
pero a medio camino estaba el continente
americano y, sin saberlo, «descubrió» América,
iniciando la colonización
española del
continente.
Las nuevas tierras
fueron reclamadas por los Reyes Católicos, con
la oposición de Portugal. Finalmente el Papa Alejandro
VI medió, llegándose
al Tratado
de Tordesillas, que
dividía las zonas de influencia española y
portuguesa a 370 leguas al
oeste de las islas de Cabo Verde (el meridiano
situado a 46º 37’) longitud oeste, siendo la
zona occidental la correspondiente a España y
la oriental a Portugal. Así, España se
convertía teóricamente en dueña de la mayor
parte del continente con la excepción de una
pequeña parte, la oriental —lo que hoy día es
el extremo de Brasil—,
que correspondía a Portugal. En adelante, esta
cesión papal, junto a la responsabilidad
evangelizadora sobre los territorios
descubiertos, fue usada por los Reyes
Católicos como legitimación en su expansión
colonial. Poco después, esta "legitimación"
fue discutida por la Escuela
de Salamanca.
La colonización de
América continuó mientras tanto. Además de la
toma de La
Española, que se
culminó a principios del siglo
XVI, los colonos
empezaron a buscar nuevos asentamientos. La
convicción de que había grandes territorios
por colonizar en las nuevas tierras
descubiertas produjo el afán por buscar nuevas
conquistas. Desde allí, Juan
Ponce de León conquistó
Puerto Rico y Diego
Velázquez,
Cuba.
Alonso
de Ojeda recorrió
la costa venezolana y
centroamericana. Diego
de Nicuesa ocupó
lo que hoy día es
Nicaragua
y
Costa
Rica, mientras Vasco
Núñez de Balboa colonizaba Panamá y
llegaba al Mar del Sur (Océano
Pacífico).
Años después, bajo Felipe
II, este «Imperio
Castellano» se convirtió en una nueva fuente
de riqueza para los reinos españoles y de su
poder en Europa, pero también contribuyó a
elevar la inflación,
lo que perjudicó a la industria peninsular.
Como siempre ocurre la economía más
poderosa, la española, comenzó a depender de
las materias primas y manufacturas de países
más pobres, con mano de obra más barata, lo
cual facilitó la revolución económica y social
en Francia, Inglaterra y otras partes de
Europa. Los problemas causados por el exceso
de metales preciosos fueron discutidos por la Escuela
de Salamanca, lo que
creó un nuevo modo de entender la economía que
los demás países europeos tardaron mucho en
comprender.
Por otro lado, los
enormes e infructuosos gastos de las guerras a
las que arrastró la política europea de Carlos
I heredados
por su sucesor Felipe
II, llevaron a que
se financiasen con préstamos de banqueros,
tanto españoles como de Génova, Amberes y Sur
de Alemania, lo que hizo que los beneficios
que pudo tener la Corona (el Estado, al cabo)
fueran mucho menores que los que obtuvieron
más tarde otros países con intereses
coloniales, como los Países Bajos y
posteriormente Inglaterra.

El periodo comprendido
entre la segunda mitad del siglo XVI y la
primera del XVII es conocido como el Siglo
de Oro por
el florecimiento de las artes y las ciencias
que se produjo.

Territorios controlados por Carlos I en
1519
|
|
Durante el siglo XVI
España llegó a tener una auténtica fortuna de
oro y plata extraídos de «Las
Indias». En el
estudio económico realizado por Earl J.
Hamilton, «El tesoro americano y la Revolución
de los precios en
España, 1501–1659», esa fortuna tiene unas
cifras concretas. Hamilton describe que en los
siglos XVI y XVII, desde 1503 y durante los
160 años siguientes, durante la mayor
actividad minera, arribaron desde la América
española 16.900 toneladas de plata y 181
toneladas de oro. Sus cuentas son minuciosas:
16.886.815.303 gramos de plata y 181.333.180
gramos de oro.
Se decía durante el
reinado de Felipe
II que
«el Sol no se ponía en el Imperio», ya
que estaba lo suficientemente disperso como
para tener siempre alguna zona con luz solar.
Este imperio, imposible de manejar, tenía su
centro neurálgico en Madrid sede
de la Corte con Felipe II, siendo Sevilla el
punto fundamental desde el que se organizaban
las posesiones ultramarinas.
Como consecuencia del
matrimonio político de los Reyes Católicos y
de los casamientos estratégicos de sus hijos,
su nieto, Carlos
I heredó
la Corona
de Castilla en
la península Ibérica y una incipiente
expansión en América (herencia de su abuela
Isabel); las posesiones de la Corona
de Aragón en
el Mediterráneo italiano e ibérico (de su
abuelo Fernando); las tierras de los Habsburgo en Austria a
las que él incorporó
Bohemia y Silesia logrando
convertirse tras una disputada elección con
Francisco I de Francia emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico con
el nombre de Carlos V de Alemania; además de
los Países Bajos a
los que añadió nuevas provincias y el Franco
Condado, herencia de
su abuela María
de Borgoña;
conquistó personalmente Túnez y
en pugna con Francia la región de Lombardía.
Era un imperio compuesto de un conglomerado de
territorios heredados, anexionados o
conquistados.
La dinastía Habsburgo gastaba
las riquezas castellanas y
ya desde los tiempos de Carlos V pero en mayor
medida a partir de Felipe II, las americanas,
en guerras en toda Europa con el objetivo
fundamental de proteger los territorios
adquiridos, los intereses de los mismos, la
causa católica y a veces por intereses
meramente dinásticos. Todo ello produjo el
impago frecuente de deudas contraídas con los
banqueros, primero
alemanes y
genoveses después, y dejó a España en bancarrota.
Los objetivos políticos de la Corona eran
varios:
Defender
a Europa contra el Islam,
sobre todo oponiéndose al Imperio otomano.
Además, se buscaba neutralizar la piratería berberisca
que asolaba las posesiones mediterráneas
españolas e italianas.
Ante la posibilidad de
que Carlos I decidiera apoyar la mayor parte
de las cargas de su imperio en el más rico de
sus reinos, el de Castilla,
lo cual no gustaba a los castellanos que no
deseaban contribuir con oro, plata o caballos
a guerras europeas que sentían ajenas, y
enfrentados a un creciente absolutismo por
parte del rey comenzó una sublevación que aún
se celebra cada año llamada de los Comuneros,
en la cual los rebeldes fueron derrotados.
Carlos I de España y luego V de Alemania se
convertía en el hombre más poderoso de Europa,
con un imperio europeo que sólo sería
comparable en tamaño al de Napoleón.
El Emperador intentó sofocar la Reforma
Protestante en la Dieta
de Worms, pero
Lutero renunció
a retractarse de su herejía.
Firme defensor de la Catolicidad, durante su
reinado se produjo sin embargo lo que se llamó
el Saco
de Roma, cuando sus
tropas fuera de control atacaron la Santa
Sede después
de que el Papa Clemente
VII se
uniera a la Liga
de Cognac contra
él.
Pese a que Carlos I era
flamenco y su lengua materna era el francés
vivió un proceso de españolización o,
más concretamente, decastellanización.
Así, cuando se entrevistó con el Papa, le
habló en español y más tarde, cuando recibió
al embajador de Francia, el diplomático se
sorprendió de que no usara su lengua materna,
a lo que el emperador contestó: «No importa
que no me entendáis. Que yo estoy hablando en
mi lengua española, que es tan bella y noble
que debería ser conocida por toda la
cristiandad». Esta frase ha calado
bastante en los españoles y, siglos después,
aún se utiliza el dicho «Que hable en
cristiano» cuando un español (o casi todo otro
hispanoparlante) quiere que se le traduzca lo
dicho. Por otro lado, los alemanes tienen otra
frase que también proviene de Carlos
I de España o
Carlos V de Alemania que dice Das
kommt mir spanisch vor o
"esto me resulta español" que sería el
equivalente en español a "esto me suena a
chino" que se dice pronunció el rey cuando
observó los protocolos de la corte española.

De la batalla de Pavía a la Paz
de Augsburgo (1521–1555)
En América, tras Colón,
la colonización del Nuevo
Mundo había
pasado a ser encabezada por una serie de
guerreros-exploradores conocidos como los
Conquistadores.
Algunas tribus nativas estaban a veces en
guerra unas con otras y muchas de ellas se
mostraron dispuestas a formar alianzas con los
españoles para derrotar a enemigos más
poderosos como los
Aztecas o
los Incas.
Este hecho fue facilitado por la propagación
de enfermedades comunes en Europa (p.e.: viruela),
pero desconocidas en el Nuevo Mundo, que diezmó
a los pueblos originarios de América.
Los principales
conquistadores fueron Hernán
Cortés, quien entre 1519 y 1521,
con alrededor de 200.000 aliados amerindios,
derrotó al Imperio
azteca, en momentos
que este era arrasado por la viruela, y
entró en México,
que sería la base del virreinato de Nueva
España. Y Francisco
Pizarro quien
conquistó al Imperio
incaico en 1531 cuando
estaba gravemente desorganizado por efecto de
la guerra civil y de la epidemia de viruela de 1529. Esta
conquista se convertiría en el Virreinato
del Perú.
Tras la conquista de
México, las leyendas sobre ciudades «doradas»
(Cibola
en
Norteamérica, El
Dorado en Sudamérica)
originaron numerosas expediciones, pero muchas
de ellas regresaron sin encontrar nada, y las
que encontraron algo dieron con mucho menos
valor de lo esperado. De todos modos, la
extracción de oro y plata fue
una importante actividad económica del Imperio
español en América, estimándose en 850.000
kilogramos de
oro y
más de cien veces esa cantidad en plata
durante el período colonial. No
fue menos importante el comercio de otras
mercaderías como la cochinilla,
la vainilla,
el cacao,
el azúcar
(la caña de azúcar fue llevada a América donde
se producía mejor que en el sur de la
península, donde había sido introducida por
los árabes).
La exploración de este
nuevo mundo, conocido como las Indias
occidentales, fue
intensa, realizándose hazañas tales como la
primera circunnavegación del
globo en 1522 por Juan
Sebastián Elcano (que
sustituyó a Fernando
de Magallanes,
promotor de la expedición y que murió en el
camino).
En Europa, sintiéndose
rodeado por las posesiones de los Habsburgo
Francisco
I de Francia invadió
en 1521 las posesiones españolas en Italia e
inició una nueva era de hostilidades entre
Francia y España, apoyando a
Enrique
II de Navarra para recuperar
el reino arrebatado
por los españoles. Un levantamiento de la
población navarra junto a la entrada de 12.000
hombres al mando del general Asparrots, André
de Foix, recuperaron
en pocos días todo el reino con escasas
víctimas. Sin embargo el ejército imperial se
reconstituyó con rapidez, formando unas tropas
de 30.000 hombres bien pertrechadas, entre ellas muchos de los comuneros rendidos
para redimir su pena. El general Asparrots, en
vez de consolidar el reino, se dirigió a
sitiar Logroño,
con lo que los navarro-gascones sufrieron una
severa derrota en la sangrienta Batalla
de Noáin, dejando el
control de Navarra en manos de España.
Por otra parte, en el
frente de guerra de Italia, fue un desastre
para Francia, que sufrió importantes derrotas
en Bicoca (1522), Pavía (1525)
—en la que Francisco I y Enrique II fueron
capturados— y Landriano (1529)
antes de que Francisco I claudicase y dejase
Milán en manos españolas una vez más.
La victoria de Carlos I
en la Batalla
de Pavía, 1525,
sorprendió a muchos italianos y alemanes, al
demostrar su empeño en conseguir el máximo
poder posible. El Papa Clemente VII cambió de
bando y unió sus fuerzas con Francia y los
emergentes estados italianos contra el
Emperador, en la Guerra de la Liga de Cognac.
La Paz
de Barcelona,
firmada entre Carlos I y el Papa en 1529,
estableció una relación más cordial entre los
dos gobernantes y de hecho nombraba a España
como defensora de la causa católica y
reconocía a Carlos como Rey de
Lombardía en
recompensa por la intervención española contra
la rebelde República de Florencia.
En 1528,
el gran almirante Andrea
Doria se
alió con el Emperador para desalojar a Francia
y restaurar la independencia
genovesa. Esto abrió
una nueva perspectiva: en este año se produce
el primer préstamo de los bancos genoveses a
Carlos I.
La colonización
americana seguía mientras imparable. Después
de la conquista del Imperio
inca la
primera ciudad fundada originalmente española
fue Santiago de Quito (posteriormente y en
otra localización Santiago
de Guayaquil) por Sebastián
de Benalcázar y Diego
de Almagro por
órdenes de Francisco
Pizarro en
las llanuras del Tapi, Ecuador,
mientras más al norte Santa
Fe de Bogotá fue
fundada durante la década de 1530 sobre las
ruinas de Bacata y Pedro
de Mendoza fundó Buenos
Aires en1536.
En la década de 1540, Francisco
de Orellana exploraba
la selva y llegó al Amazonas.
En 1541, Pedro
de Valdivia,
continuó las exploraciones de Diego
de Almagro desde Perú,
e instauró la Capitanía
General de Chile.
Ese mismo año, se terminó de conquistar el Imperio
muisca, que ocupaba
el centro de Colombia.
Como consecuencia de la
defensa que la Escuela
de Salamanca y Bartolomé
de las Casas hicieron
de los nativos, la Corona española se dio
relativa prisa en dictar leyes para
protegerlos en sus posesiones americanas. Las Leyes
de Burgos de 1512 fueron
sustituidas por las Leyes
Nuevas de Indias de 1542.
Sin embargo, a menudo fue muy difícil llevar
estas leyes a la práctica, una pauta que
siguieron otras naciones europeas.
En 1543,
Francisco I de Francia anunció una alianza sin
precedentes con el sultán otomano Solimán
el Magnífico, para
ocupar la ciudad de Niza,
bajo control español. Enrique
VIII de Inglaterra,
que guardaba más rencor contra Francia que
contra el Emperador, a pesar de la oposición
de éste al divorcio de Enrique con su tía, se
unió a este último en su invasión de Francia.
Aunque las tropas imperiales sufrieron alguna
derrota como la de Cerisoles,
el Emperador consiguió que Francia aceptara
sus condiciones. Los austriacos,
liderados por el hermano pequeño del Emperador
Carlos, continuaron luchando contra el Imperio
otomano por el Este.
Mientras, Carlos I se preocupó de solucionar
un viejo problema: la Liga
de Esmalcalda.
La Liga tenía como
aliados a los franceses, y los esfuerzos por
socavar su influencia en Alemania fueron
rechazados. La derrota francesa en 1544 rompió
su alianza con los protestantes y
Carlos I se aprovechó de esta oportunidad.
Primero intentó el camino de la negociación en
el Concilio
de Trento en 1545,
pero los líderes protestantes, sintiéndose
traicionados por la postura de los católicos en
el Concilio, fueron a la guerra encabezados
por Mauricio
de Sajonia. En
respuesta, Carlos I invadió Alemania a la
cabeza de un ejército hispano-neerlandés.
Confiaba en restaurar la autoridad imperial.
El emperador en persona infligió una decisiva
derrota a los protestantes en la histórica
Batalla
de Mühlberg en 1547.
En 1555 firmó
la Paz
de Augsburgo con
los estados protestantes, lo que restauró la
estabilidad en Alemania bajo el principio de Cuius
regio, eius religio («Quien
tiene la región impone la religión»), una
posición impopular entre el clero italiano
y español. El compromiso de Carlos en Alemania
otorgó a España el papel de protector de la
causa católica de los Habsburgo en el Sacro
Imperio romano.
Mientras, el Mediterráneo se
convirtió en campo
de batalla contra
los turcos,
que alentaban a piratas como el argelinoBarbarroja.
Carlos I prefirió eliminar a los otomanos a
través de la estrategia marítima, mediante
ataques a sus asentamientos en los territorios
venecianos del este del Mediterráneo. Sólo
como respuesta a los ataques en la costa de Levante española
se involucró personalmente el Emperador en
ofensivas en el continente africano con
expediciones sobre Túnez, Bona (1535)
y Argel (1541),
por el Sudeste Asiático se consolidaba el
dominio español en el archipiélago de las
Filipinas
(nombradas
así en honor a Felipe II) e islas adyacentes (Borneo, Molucas -
fortaleza de
Tidore-, fuertes en
la isla de Formosa y
anexos en las ya
oceánicas Palaos, Marianas, Carolinas y Ralicratac,
etc.).

De San Quintín a Lepanto
(1556–1571)
El Emperador Carlos
repartió sus posesiones entre su único hijo
legítimo,
Felipe
II, y su hermano
Fernando
(al
que dejó el Imperio de los Habsburgo). Para
Felipe II, Castilla fue la base de su imperio,
pero la población de Castilla nunca fue lo
suficientemente grande para proporcionar los
soldados necesarios para sostener el Imperio.
Tras el matrimonio del Rey con María
Tudor,
Inglaterra y España fueron aliados.

Felipe II |
|
España no consiguió
tener paz al llegar al trono el agresivo Enrique
II de Francia en 1547,
que inmediatamente reanudó los conflictos con
España. Felipe II prosiguió la guerra contra
Francia, aplastando al ejército francés en la Batalla
de San Quintín, en Picardía,
en 1558 y
derrotando a Enrique de nuevo en la Batalla
de Gravelinas. La Paz
de Cateau-Cambrésis,
firmada en 1559,
reconoció definitivamente las reclamaciones
españolas en Italia. En las celebraciones que
siguieron al Tratado, Enrique II murió a causa
de una herida producida por un trozo de madera
de una lanza. Francia fue golpeada durante los
siguientes años por una
guerra
civil que
ahondó en las diferencias entre católicos y
protestantes dando a España ocasión de
intervenir en favor de los católicos y que le
impidió competir con España y la Casa de
Habsburgo en los juegos de poder europeos.
Liberados de la oposición francesa, España vio
el apogeo de su poder y de su extensión
territorial en el periodo entre 1559 y 1643.
La bancarrota de 1557 supuso
la inauguración del consorcio de los bancos
genoveses, lo que llevó al caos a los
banqueros alemanes y acabó con la
preponderancia de los Fúcares como
financieros del Estado español. Los banqueros
genoveses suministraron a los Habsburgo
crédito fluido e ingresos regulares.
Mientras tanto la
expansión ultramarina continuaba: Florida fue
colonizada en 1565 por Pedro
Menéndez de Avilés al
fundar San
Agustín, y al
derrotar rápidamente un intento ilegal del
capitán francés Jean
Ribault y
150 hombres de establecer un puesto de
aprovisionamiento en el territorio español.
San Agustín se convirtió rápidamente en una
base estratégica de defensa para los barcos
españoles llenos de oro y plata que regresaban
desde los dominios de las Indias.
En Asia, el 27
de abril de 1565,
se estableció el primer asentamiento en
Filipinas por parte de Miguel
López de Legazpi y
se puso en marcha la ruta de los Galeones
de Manila (Nao
de la China). Manila se
fundó en 1572.
Después del triunfo de
España sobre Francia y el comienzo de las
guerras de religión francesas, la ambición de
Felipe II aumentó. En el Mediterráneo el Imperio
otomano había
puesto en entredicho la hegemonía española,
perdiéndose Trípoli (1531)
y Bugía (1554)
mientras la piratería berberisca y
otomana se recrudecía. En 1565,
sin embargo, el auxilio español a los sitiados Caballeros
de San Juan salvó Malta,
infligiendo una severa derrota a los turcos.
La muerte de Solimán
el Magnífico y
su sucesión por parte del menos capacitado Selim
II, envalentonó a
Felipe II y éste declaró la guerra al mismo
Sultán. En 1571,
la Santa
Liga, formada por
Felipe II, Venecia y el Papa
Pío V, se enfrentó
al Imperio otomano, con una flota conjunta
mandada por Don
Juan de Austria,
hijo ilegítimo de Carlos I, que aniquiló la
flota turca en la decisiva Batalla
de Lepanto.
La derrota acabó con la
amenaza turca en el Mediterráneo e inició un
periodo de decadencia para el Imperio otomano.
Esta batalla aumentó el respeto hacia España y
su soberanía fuera de sus fronteras y el Rey
asumió la carga de dirigir la Contrarreforma.

El Reino en dificultades
(1571–1598)
El tiempo de alegría en Madrid duró
poco. En 1566,
los calvinistas habían
iniciado una serie de revueltas en los Países
Bajos que provocaron que el rey enviase al Duque
de Alba a
la zona. En 1568, Guillermo
I de Orange-Nassau encabezó
un intento fallido de echar al Duque de Alba
del país. Estas batallas se consideran como el
inicio de la Guerra
de los Ochenta Años,
que concluyó con la independencia de las Provincias
Unidas de los Países Bajos.
Felipe II, que había recibido de su padre la
herencia de los territorios de la Casa
de Borgoña (Países
Bajos y Franco
Condado), para que
la poderosa Castilla defendiese de Francia el
Imperio, se vio obligado a restaurar el orden
y mantener su dominio sobre estos territorios.
En 1572,
un grupo de navíos neerlandeses rebeldes
conocidos como los watergeuzen,
tomaron varias ciudades costeras, proclamaron
su apoyo a Guillermo I y rechazaron el
gobierno español.
Para España la guerra se
convirtió en un asunto sin fin. En 1574,
los Tercios de Flandes, bajo el mando de Luis
de Requesens,
fueron vencidos en el Asedio
de Leiden después
de que los neerlandeses rompieran los diques,
causando inundaciones masivas.
En 1576,
abrumado por los costes del mantenimiento de
un ejército de 80.000 hombres en los Países
Bajos y de la inmensa flota que venció en
Lepanto, unidos a la creciente amenaza de la
piratería en el Atlántico y especialmente a
los naufragios que reducían las llegadas de
dinero de las posesiones americanas, Felipe II
se vio obligado a declarar una suspensión de
pagos (que fue interpretada como bancarrota).
El ejército se amotinó
no mucho después, apoderándose de Amberes y
saqueando el sur de
los Países Bajos, haciendo que varias
ciudades, que hasta entonces se habían
mantenido leales, se unieran a la rebelión.
Los españoles eligieron la vía de la
negociación y consiguieron pacificar la mayor
parte de las provincias del sur con la Unión
de Arras en 1579.
Este acuerdo requería
que todas las tropas españolas abandonasen
aquellas tierras, lo que fortaleció la
posición de Felipe II cuando en 1580 murió
sin descendientes directos el último miembro
de la familia real de Portugal,
el cardenal Enrique
I de Portugal. El
Rey de España, hijo de Isabel
de Portugal y
por tanto nieto del rey Manuel
I hizo
valer su reclamación al trono portugués, y en
junio envió al Duque de Alba y su ejército a Lisboa para
asegurarse la sucesión. El otro pretendiente,
Don Antonio, se replegó a las Azores,
donde la armada de Felipe terminó de
derrotarle.
La unificación temporal
de la Península
Ibérica puso
en manos de Felipe II el Imperio portugués, es
decir, la mayor parte de los territorios
explorados del Nuevo Mundo además de las
colonias comerciales en Asia y África. En 1582,
cuando el Rey devolvió la corte a Madrid desde
Lisboa, donde estaba asentada temporalmente
para pacificar su nuevo reino, se produjo la
decisión de fortalecer el poderío naval
español.
España estaba todavía
renqueante de la bancarrota de 1576.
En 1584,
Guillermo I de Orange-Nassau fue asesinado por
un católico trastornado. Se esperaba que la
muerte del líder popular de la resistencia
significara el fin de la guerra, pero no fue
así. En 1586,
la reina Isabel
I de Inglaterra envió
apoyo a las causas protestantes en los Países
Bajos y Francia, y Sir
Francis Drake lanzó
ataques contra los puertos y barcos mercantes
españoles en El
Caribe y
el Pacífico,
además de un ataque especialmente agresivo
contra el puerto de Cádiz.
En 1588,
confiando en acabar con los entrometimientos
de Isabel I, Felipe II envió la «Armada
Invencible» a atacar
a Inglaterra. La resistencia de la flota
inglesa, una serie de fuertes
tormentas, problemas
de coordinación entre los ejércitos implicados
e importantes fallos logísticos en los
aprovisionamientos que la flota había de hacer
en los Países Bajos provocaron la derrota de
la Armada española.
No obstante, la derrota
del contraataque
inglés contra
España, dirigido por Drake y Norris en 1589,
marcó un punto de inflexión en la Guerra
anglo-española a
favor de España. A pesar de la derrota de la
Gran Armada, la flota española siguió siendo
la más fuerte en los mares de Europa durante
años, a pesar de que en 1639,
fue derrotada por los neerlandeses en la batalla
naval de las Dunas,
cuando una visiblemente exhausta España
empezaba a debilitarse.
España se involucró en
las guerras de religión francesas tras la
muerte de Enrique II. En 1589, Enrique
III de Francia, el
último del linaje de los Valois,
murió a las puertas de París. Su sucesor,
Enrique
IV de Francia y III de Navarra,
el primer Borbón rey
de Francia, fue un hombre muy habilidoso,
consiguiendo victorias clave contra la Liga
Católica en Arques (1589)
y en Ivry (1590).
Comprometidos con impedir que Enrique IV
tomara posesión del trono francés, los
españoles dividieron su ejército en los Países
Bajos e invadieron Francia en 1590. Implicada
en múltiples frentes, la potencia hispana no
pudo imponer su política en el país galo y
finalmente se llegó a un acuerdo en la Paz
de Vervins.

«Dios es español» (1598–1626)
Pese a que actualmente
sabemos que la economía española estaba minada
y que su poderío se debilitaba, el Imperio
seguía siendo con mucho el poder más fuerte.
Tanto es así que podía librar enfrentamientos
con Inglaterra, Francia y los Países Bajos al
mismo tiempo. Este poderío lo confirmaban el
resto de pueblos europeos; así el hugonote
francés Duplessis-Mornay,
por ejemplo, escribió tras el asesinato de Guillermo
de Orange a
manos de Balthasar
Gérard:
La ambición de los españoles, que les ha
hecho acumular tantas tierras y mares, les
hace pensar que nada les es inaccesible.
Se ha mostrado en varias
obras literarias y especialmente en películas
el agobio causado por la continua piratería contra
sus barcos en el Atlántico y
la consecuente disminución de los ingresos del
oro de las Indias. Sin embargo,
investigaciones más profundas indican
que esta piratería realmente consistía en
varias decenas de barcos y varios cientos de
piratas, siendo los primeros de escaso
tonelaje, por lo que no podían enfrentarse con
los galeones
españoles, teniéndose que conformar con pequeños barcos o
los que pudieran apartarse de la flota. En
segundo lugar está el dato según el cual,
durante el siglo XVI, ningún pirata ni
corsario logró hundir galeón alguno; además de
unas 600 flotas fletadas por España (dos por
año durante unos 300 años) sólo dos cayeron en
manos enemigas y ambas por marinas de guerra
no por piratas ni corsarios. Los
ataques corsarios en
todo caso, entre los cuales destacó
Francis
Drake
causaron
serios problemas de seguridad tanto para las
flotas como para los puertos, lo que obligó al
establecimiento de un sistema de convoys así
como al incremento exponencial en gastos
defensivos destinados al entrenamiento de
milicias y a la construcción de
fortificaciones. Sin embargo fueron las
inclemencias meteorológicas las que bloquearon
con mayor gravedad todo el comercio entre
América y Europa. Más grave era la piratería
mediterránea, perpetrada por berberiscos,
que tenía un volumen diez o más veces superior
a la atlántica y que arrasó toda la costa
mediterránea así como a las Canarias,
bloqueando a menudo las comunicaciones con
este Archipiélago y con las posesiones en
Italia.
Pese a todos los
ingresos provenientes de América, España se
vio forzada a declararse en bancarrota en 1596.
El sucesor de Felipe II, Felipe
III, subió al trono
en 1598.
Era un hombre de inteligencia limitada y
desinteresado por la política, prefiriendo
dejar a otros tomar decisiones en vez de tomar
el mando. Su valido fue
el Duque
de Lerma, quien
nunca tuvo interés por los asuntos de su país
aliado, Austria.
Los españoles intentaron
librarse de los numerosos conflictos en lo que
estaban involucrados, primero firmando la Paz
de Vervins con
Francia en 1598,
reconociendo a Enrique IV (católico desde 1593)
como Rey
de Francia, y
restableciendo muchas de las condiciones de la
Paz de Cateau-Cambrésis. Con varias derrotas
consecutivas y una guerra
de guerrillas
inacabable
contra los católicos apoyados por España en Irlanda,
Inglaterra aceptó negociar en 1604,
tras la ascensión al trono del Estuardo Jacobo
I.
La paz con Francia e
Inglaterra implicó que España pudiera centrar
su atención y energías para restituir su
dominio en las provincias neerlandesas. Los
neerlandeses, encabezados por Mauricio
de Nassau, el hijo
de Guillermo I, tuvieron éxito en la toma de
algunas ciudades fronterizas en 1590,
incluyendo la fortaleza de Breda.
A esto se sumaron las victorias ultramarinas
neerlandesas que ocuparan las colonias
portuguesas (y por tanto españolas) en
Oriente, tomando Ceilán (1605),
así como otras Islas
de las Especias (entre
1605 y 1619), estableciendo
Batavia como
centro de su imperio en Oriente.
Después de la paz con
Inglaterra, Ambrosio
Spinola, como nuevo
general al mando de las fuerzas españolas,
luchó tenazmente contra los neerlandeses.
Spinola era un estratega de una capacidad
similar a la de Mauricio, y únicamente la
nueva bancarrota de 1607 evitó
que conquistara los Países Bajos. Atormentados
por unas finanzas ruinosas, en 1609 se firmó
la Tregua
de los Doce Años entre
España y las Provincias Unidas. La Pax
Hispanica era
un hecho.
España tuvo una notable
recuperación durante la tregua, ordenando su
economía y esforzándose por recuperar su
prestigio y estabilidad antes de participar en
la última guerra en que actuaría como potencia
principal. Estos avances se vieron
ensombrecidos por la expulsión
de los moriscos entre
1611 y 1614 que dañaron gravemente a la Corona
de Aragón, privando al imperio de una
importante fuente de riqueza. Aunque como
contrapartida a la expulsión, se desterraba a
un grupo que apoyaba el principal problema de
piratería de España, la piratería berberisca,
que asolaba las costas de levante,
produciéndose rebeliones moriscas, y con el
peligro de que el apoyo a la piratería
otomana, pasara a ser apoyo de una invasión
del Imperio Otomano de la península, razón
esta última de la expulsión de los moriscos.
Actualmente la opinión de los historiadores es
casi unánime respecto al error de involucrarse
en guerras europeas por la única razón de que
los reinos heredados debían transmitirse
íntegros. Sin embargo esta postura también
existía en aquellos años. Así un procurador en
cortes escribió:
¿Por ventura serán Francia, Flandes e
Inglaterra más buenos cuanto España más pobre?
Que el remedio de los pecados de Nínive no fue
aumentar el tributo en Palestina para irlos a
conquistar, sino enviar la persona que los
fuera a convertir.
En 1618 el
Rey reemplazó a Spinola por Baltasar
de Zúñiga, veterano
embajador en Viena.
Éste pensaba que la clave para frenar a una
Francia que resurgía y eliminar a los
neerlandeses era una estrecha alianza con los
Habsburgo austriacos. Ese mismo año comenzando
con la Defenestración
de Praga, Austria y
el Emperador Fernando
II se
embarcaron en una campaña contra Bohemia y
la Unión
Protestante. Zúñiga
animó a Felipe III a que se uniera a los
Habsburgo austriacos en la guerra, y Ambrosio
Spinola fue enviado en cabeza de los Tercios
de Flandes a
intervenir. De esta manera, España entró en la Guerra
de los Treinta Años.
En 1621 el
inofensivo y poco eficaz Felipe III murió y
subió al trono su hijo Felipe
IV.
Al año siguiente, Zúñiga
fue sustituido por Gaspar
de Guzmán, más
conocido por su título de Conde-Duque
de Olivares, un
hombre honesto y capaz, que creía que el
centro de todas las desgracias de España eran
las Provincias Unidas. Ese mismo año se
reanudó la guerra con los Países Bajos. Los
bohemios fueron derrotados en la Batalla
de la Montaña Blanca en 1621,
y más tarde en Stadtlohn en 1623.
Mientras, en los Países
Bajos, Spinola tomó la fortaleza de Breda en 1625.
La intervención de Cristián
IV de Dinamarca en
la guerra inquietó a muchos —Cristian IV era
uno de los pocos monarcas europeos que no
tenía problemas económicos—, pero las
victorias del general imperial Albrecht
von Wallenstein sobre
los daneses en la Batalla
del puente de Dessau y
de nuevo en Lutter,
ambas en1626,
eliminaron tal amenaza.
Había esperanza en
Madrid acerca de que los Países Bajos pudiesen
ser reincorporados al Imperio, y tras la
derrota de los daneses,
los protestantes en Alemania parecían estar
acabados. Francia estaba otra vez envuelta en
sus propias inestabilidades (el asedio
de La Rochelle comenzó
en 1627)
y la superioridad de España parecía
irrefutable. El Conde-Duque de Olivares afirmó
«Dios es español y está de parte de la
nación estos días», y muchos de los
rivales de España parecían estar infelizmente
de acuerdo.

El camino a Rocroi (1626–1643)
Olivares era un hombre
avanzado para su tiempo y se dio cuenta de que
España necesitaba una reforma que a su vez
necesitaba de la paz. La destrucción de las
Provincias Unidas se añadió a sus necesidades,
ya que detrás de cualquier ataque a los
Habsburgo había dinero neerlandés. Spinola y
el ejército español se concentraron en los
Países Bajos y la guerra pareció marchar a
favor de España, retomándose Breda.
En ultramar se combatió también a la flota
neerlandesa, que amenazaba las posesiones
españolas. Así, la presencia neerlandesa en Taiwán y
su amenaza sobre las Filipinas llevó
a la ocupación del norte de la isla,
fundándose la ciudad de Santísima Trinidad
(actual Keelung)
en el año 1626 y Castillo (actual
Tamsui)
en 1629.
1627 acarreó
el derrumbamiento de la economía castellana.
Los españoles habían devaluado su moneda para
pagar la guerra y la inflación explotó en
España como antes lo había hecho en Austria.
Hasta 1631,
en algunas partes de Castilla se comerció con
el trueque,
debido a la crisis monetaria, y el gobierno
fue incapaz de recaudar impuestos del
campesinado de las colonias. Los ejércitos
españoles en Alemania optaron por pagarse
a sí mismos. Olivares fue culpado por una
vergonzosa e infructuosa guerra en Italia.
Los neerlandeses habían convertido su flota en
una prioridad durante la Tregua de los Doce
Años y amenazaron el comercio marítimo
español, del cual España era totalmente
dependiente tras la crisis económica; en 1628
los neerlandeses acorralaron a la Flota de
Indias provocando el Desastre de Matanzas, el
cargamento de metales preciosos que era
fundamental para el sostenimiento del esfuerzo
bélico del Imperio fue capturado y la flota
que lo transportaba totalmente destruida, con
parte de las riquezas obtenidas los
neeerlandeses iniciaron una exitosa invasión
de Brasil.
La Guerra
de los Treinta Años también
se agravó cuando, en 1630, Gustavo
II Adolfo de Suecia
desembarcó
en Alemania para socorrer el puerto de
Stralsund,
último baluarte continental de los alemanes
beligerantes contra el Emperador. Gustavo II
Adolfo marchó hacia el sur y obtuvo notables
victorias en Breitenfeld y Lützen,
atrayendo numerosos apoyos para los
protestantes allá donde iba.
La situación para los
católicos mejoró con la muerte de Gustavo II
Adolfo precisamente en Lützen en 1632 y
la victoria en la Batalla
de Nördlingen
en
1634.
Desde una posición de fuerza, el Emperador
intentó pactar la paz con los estados
hastiados de la guerra en 1635. Muchos
aceptaron, incluidos los dos más poderosos: Brandeburgo y Sajonia.
Francia se perfiló entonces como el mayor
problema. Paralelamente, la Guerra
de Sucesión de Mantua,
en Italia, dio una nueva victoria a España,
consolidándose su presencia en Italia.
El Cardenal
Richelieu había
sido un gran aliado de los neerlandeses y los
protestantes desde el comienzo de la guerra,
enviando fondos y equipamiento para intentar
fragmentar la fuerza de los Habsburgo en
Europa. Richelieu decidió que la Paz
de Praga,
recientemente firmada, era contraria a los
intereses de Francia y declaró la guerra al Sacro
Imperio Romano Germánico y
a España dentro del periodo establecido de
paz. Las fuerzas españolas, más
experimentadas, obtuvieron éxitos iniciales:
Olivares ordenó una campaña relámpago en el
norte de Francia desde los Países Bajos
españoles, confiando en acabar con el
propósito del rey Luis
XIII y
derrocar a Richelieu.
En 1636,
las fuerzas españolas avanzaron hacia el sur
hasta llegar a Corbie,
amenazando París y quedando muy cerca de
terminar la guerra a su favor. Después de
1636, Olivares tuvo miedo de provocar otra
bancarrota y el ejército español no avanzó
más. En la derrota naval de las Dunas en 1639,
la flota española fue aniquilada por la armada
neerlandesa, y los españoles se encontraron
incapaces de abastecer a sus tropas en los
Países Bajos.
En 1643 el
ejército de Flandes,
que constituía lo mejor de la infantería
española, se enfrentó a un contraataque
francés en Rocroi liderado
por Luis
II de Borbón, Príncipe
de Condé. Aunque
fuentes francesas decimonónicas y sobre todo
las fuentes originales, siempre informaron de
que los españoles, liderados por Francisco
de Melo, no fueron
ni mucho menos arrasados, la propaganda gala
logró un notable éxito mitificando aquella
victoria.
La
infantería
española
fue seriamente dañada pero no destruida, mil
muertos y dos mil heridos de un total de seis
mil soldados de los tercios, los tercios
resistieron tres ataques conjuntos de la
infantería, artillería y
caballería
francesas
sin perder la integridad. Agotados ambos
bandos, se acabó negociando la rendición y el
asedio fue levantado. La batalla tuvo pocas
repercusiones a corto plazo, pero un impacto
tremendo a nivel propagandístico.
La gran habilidad del cardenal
Mazarino para
manejar esa victoria logró dañar la reputación
de los Tercios de Flandes, creando un mito que
aún permanece; el de una victoria en la que,
para saber el número de enemigos al que se
enfrentaron, los franceses sólo tenían que Contar
los muertos. Tradicionalmente, los
historiadores señalan la Batalla
de Rocroi como
el fin del dominio español en Europa y
el cambio del transcurso de la Guerra
de los treinta años favorable
a Francia.

Decadencia española fue
el proceso paulatino de agotamiento y desgaste
sufrido por la Monarquía
Hispánica a
lo largo del siglo
XVII, durante los
reinados de los denominados Austrias
menores (los
últimos reyes de la Casa
de Austria: Felipe
III, Felipe
IV y Carlos
II); proceso
histórico simultáneo a la denominada crisis
general del siglo XVII,
pero que fue especialmente grave para España,
hasta tal punto que la hizo pasar de ser la
potencia hegemónica de Europa y
la mayor economía del mundo en el siglo
XVI a
convertirse en un país empobrecido y
semiperiférico.
La decadencia se reflejó
en todos los ámbitos: demográfico
(recrudecimiento de la peste y otras
epidemias, despoblación), económico
(cronificación de los problemas fiscales, las alteraciones
monetarias, la inflación y
el descenso de las remesas
de metales preciosos de América),
social (mantenimiento de la tensión religiosa
e inquisitorial, expulsión
de los moriscos, refeudalización,
búsqueda de salidas escapistas como el ennoblecimiento,
la compra
de cargos, el
incremento de la presencia de las órdenes
religiosas y
la picaresca),
o político y territorial (iniciada con la tregua
de los doce años y
las maniobras del valimiento del Duque
de Lerma,
manifestada espectacularmente a partir de la
denominada crisis
de 1640, tras el
intento de restaurar la reputación de
la monarquía con la agresiva política del Conde
Duque de Olivares, y
posteriormente evidenciada con la Paz
de Westfalia -1648-,
el Tratado
de los Pirineos -1659-
y la patética situación de los últimos años
del siglo, en
que todas las cancillerías europeas anduvieron
pendientes del incierto futuro del trono del rey
hechizado, resuelto tras su muerte
mediante la Guerra
de Sucesión -1700-1715-
y el Tratado
de Utrecht -1713-,
que dividió sus territorios entre Habsburgos y Borbones,
con sustanciosos beneficios para Inglaterra).
Por contraste, la decadencia
española coincidió
con las manifestaciones más brillantes del
arte y la cultura, en lo que se ha denominado Siglo
de Oro Español.
En muchas de esas manifestaciones artísticas
culturales hay una verdadera conciencia
de la decadencia, que en algún caso ha
sido calificada de introspección
negativa (Quevedo,
los arbitristas).
Concretamente, el
Barroco español
(el
culteranismo
o
lo churrigueresco)
ha sido interpretado como un arte de la apariencia,
escenográfico, que oculta bajo los oropeles
exteriores la debilidad de la estructura o la
pobreza del contenido.
La interpretación
historiográfica de las causas de la decadencia
ha sido uno de los asuntos más tratados, y en
muchas ocasiones se han atribuido a los
tópicos que caracterizarían un estereotipo
nacional español vinculado
a la leyenda
negra presente
en la propaganda antiespañola desde mediados
del siglo XVI: el orgullo de casta cristiano
viejo, la obsesión
por una
hidalguía incompatible
con el trabajo y propicia a la violencia en la
defensa de un arcaico concepto de honor,
la sumisión acrítica (por superstición o por
temor más que por fe) a un poder despótico,
tanto político como religioso, adepto de la
versión más cerrada del catolicismo, que le
abocaba a aventuras quijotescas en
Europa contra los protestantes y a una cruel
imposición a los indígenas americanos de la
evangelización y el dominio de los
conquistadores.
Una leyenda
rosa
alternativa,
que atribuye a la fidelidad al catolicismo
justamente los logros del Imperio
español, está en la
interpretación de la historia propia de la
vertiente reaccionaria del nacionalismo
español, y
que en sus casos más extravagantes atribuye la
decadencia a una presunta conjura
internacional,
en la que, a pesar de lo inverosímil de tales teorías
de la conspiración,
da un papel decisivo a los judíos y a las sociedades
secretas que
imaginan como antepasadas de la masonería (además
de vincular a ambos criptopoderes,
según convenga, a protestantes y musulmanes).
Desde puntos de vista
más desapasionados, la historiografía actual
suele considerar a la monarquía
autoritaria de
los Hasbsburgo como un modelo de Estado en
realidad de muy débil entidad y presencia
efectiva, y desde luego con pretensiones mucho
menos absolutistas que la monarquía
absoluta que
estaban desarrollando contemporáneamente los
Borbones en Francia. No
obstante, siguen considerándose las
divergencias reales de los modelos
socioeconómicos asociados al catolicismo y
protestantismo de distintas partes de Europa
(y sus numerosas excepciones), analizadas
desde la sociología de Max
Weber (La
ética protestante y el espíritu del
capitalismo,
1905).

Sublevaciones internas, pérdida
de la Guerra de los Treinta Años y once años
más de guerra con Francia (1640–1665)
Durante el reinado de
Felipe IV y concretamente a partir de 1640
hubo múltiples secesiones y sublevaciones de
los distintos territorios que se encontraban
bajo su cetro. Entre ellas, laguerra
de Separación de Portugal, la rebelión
de Cataluña (ambos
conflictos iniciados en 1640), la conspiración
de Andalucía (1641) y los distintos incidentes
acaecidos en Navarra, Nápoles y Sicilia a
finales de la década de 1640. A estos hechos
se sumaban los distintos frentes
extrapeninsulares: la guerra de los Países
Bajos (reanudada en 1621 tras expirar la
Tregua de los Doce Años) y la guerra de los
Treinta Años. A su vez, el enfrentamiento con
Francia en esta última (desde 1635) quedó
conectado con el problema catalán.
Portugal se había
rebelado en 1640 bajo
el liderazgo de Juan
de Braganza,
pretendiente al trono. Éste había recibido un
apoyo general de pueblo portugués, y los
españoles que tenían múltiples frentes
abiertos fueron incapaces de responder.
Españoles y portugueses mantuvieron un estado
de paz de
facto entre 1641 y 1657.
Cuando Juan IV murió, los españoles intentaron
luchar por Portugal contra su hijo Alfonso
VI de Portugal, pero
fueron derrotados en la batalla
de Ameixial (1663)
y en la batalla
de Montes Claros
(1665),
lo que llevó a España a reconocer la
independencia portuguesa en 1668.
En 1648 los
españoles firmaron la paz con los neerlandeses
y reconocieron la independencia de las
Provincias Unidas en la Paz
de Westfalia, que
acabó al mismo tiempo con la Guerra de los
Ochenta Años y la Guerra de los Treinta Años.
A esto le siguió la expulsión de Taiwán y la
pérdida de
Tobago,
Curazao
y
otras islas en el mar
Caribe.
La guerra con Francia
continuó once años más, ya que Francia quería
acabar totalmente con España y no darle la
oportunidad de que se recuperara. La economía
española estaba tan debilitada que el Imperio
era incapaz de hacerle frente. La sublevación
de Nápoles fue sofocada en 1648 y la de
Cataluña en 1652 y además se obtuvo una
victoria contra los franceses en la batalla
de Valenciennes (1656,
última de las victorias españolas), pero el
fin efectivo de la guerra vino en la batalla
de las Dunas (o
de Dunquerque)
en 1658, en la que el ejército francés bajo el
mando del vizconde
de Turenne y
con la ayuda de un importante ejército inglés,
derrotó a los restos de los Tercios de
Flandes. España aceptó firmar la Paz
de los Pirineos en 1659,
en la que cedía a Francia el Rosellón,
la Cerdaña y
algunas plazas de los Países Bajos como
Artois. Además se pactó el matrimonio de una
infanta española con Luis
XIV.
En los últimos años del
reinado de Felipe IV, concluidos los grandes
conflictos, Felipe IV pudo concentrarse en el
frente portugués. Sin embargo, ya era
demasiado tarde. Meses antes de su muerte
(ocurrida en Madrid, el 17 de septiembre de
1665), la derrota en la batalla
de Villaviciosa (17
de junio) permitía vaticinar la pérdida de
Portugal. La situación en España no era más
halagüeña, y la crisis humana, material y
social afectaba profundamente a las regiones
del interior.
España tenía un inmenso imperio en ultramar
(ahora reducido por la separación de Portugal
y su imperio así como por ataques franceses e
ingleses), pero Francia era ahora la primera
potencia en Europa.

El Imperio con el último
Habsburgo (1665–1700)
A la muerte de Felipe IV,
su hijo Carlos
II tenía
sólo cuatro años, por lo que su madre Mariana
de Austria gobernó
como regente. Ésta acabó por entregarle las
tareas de gobierno a un valido, el padre
Nithard, un jesuita austriaco.
El reinado de Carlos II puede dividirse en dos
partes. La primera abarcaría de 1665 a 1679y
estaría caracterizada por el letargo económico
y las luchas de poder entre los validos del
Rey, el padre Nithard y Fernando
de Valenzuela, con
el hijo ilegítimo de Felipe IV, Don
Juan José de Austria.
Éste último dio un golpe de Estado en 1677 que
obligó al monarca a expulsar a Nithard y a
Valenzuela del gobierno.
La segunda parte
comenzaría en 1680 con
la toma de poder del Duque
de Medinaceli
como
valido. Se propuso una nueva política
económica devaluando la moneda, lo que
permitió acabar con las subidas de precios y
ayudó a recuperar lentamente la economía. En 1685,
llegó al poder el Conde
de Oropesa, que
propuso un presupuesto fijo para los gastos de
la Corte como medio para evitar nuevas
bancarrotas.
A lo largo de todo su
reinado las continuas guerras contra Francia
mermaron los dominios hispánicos en Europa y
en América, en este contexto se sitúa entre
otros el Tratado
de Ryswick por
el que se produce la partición de la isla de
La Española entre Francia y España
Las últimas décadas del siglo
XVII vieron
una decadencia y estancamiento totales en
España; mientras el resto de Europa se
embarcaba en tremendos cambios en los
gobiernos y las sociedades —la Revolución
de 1688 en
Inglaterra y el reinado del Rey
Sol en
Francia—, España continuaba a la deriva. La
burocracia que se había constituido alrededor
de Carlos I y Felipe II demandaba un monarca
fuerte y trabajador; la debilidad y dejadez de
Felipe III y Felipe IV contribuyeron a la
decadencia española. Carlos II era retrasado e
impotente, y murió sin un heredero en 1700.
La historiografía moderna tiende a ser más
condescendiente con Carlos II y sus
limitaciones, haciendo ver que el Rey, pese a
estar en el límite de la normalidad mental,
era consciente de la responsabilidad que
tenía, la situación de codicia que vivía su
imperio y la idea de majestad que siempre
trató de mantener. Esto lo demostró en su
testamento que, según la canción popular, fue
su mejor obra; en él declaraba:
Declaro mi sucesor (en el caso de que Dios
se me lleve sin dejar hijos) el de Anjou, hijo
segundo del Delfín de Francia; y, como a tal,
lo llamo a la sucesión de todos mi reinos y
dominios sin excepción de ninguna parte de
ellos.

El cambio de dinastía
El nuevo rey no fue excesivamente bien
recibido en España, aparte de los retrasos en
su entrada en Madrid por el mal tiempo y las
continuas recepciones, los cortesanos
comenzaron a ver que era abúlico, casto,
piadoso, muy seguidor de los deseos de su
confesor y melancólico, redactándole una
coplilla:
Anda, niño, anda,
Porque el cardenal lo manda.
Pero Felipe V no tenía
intención de acaparar España para él y sus
allegados como pretendió hacer Felipe
el Hermoso, él
quería ser un buen monarca pese a las muchas
diferencias que tenía con su nuevo pueblo.
Tanto es así que tras el famoso discurso que
pronunció el marqués
de Castelldosrius,
embajador de España en Francia, Felipe no
comprendió nada, ni siquiera la famosa frase «Ya
no hay Pirineos»; porque no sabía español
y fue su abuelo Luis
XIV quien
debió interceder por él; pero al finalizar su
réplica al embajador, el Rey
Sol le
dijo al futuro rey «Sed un buen español».
Aquel joven de 17 años cumplió toda su vida
con aquel mandato.
El deseo de las otras
potencias por España y sus posesiones no podía
quedar zanjado con el testamento real. Por lo
que las confrontaciones eran casi inevitables;
el Archiduque
Carlos de Austria no
se resignó, lo que dio lugar a la Guerra
de Sucesión (1702–1713).
Esta guerra y las
negligencias cometidas en ella llevaron a
nuevas derrotas para las armas españolas,
llegando incluso al propio territorio
peninsular. Así se perdió Orán, Menorca y
la más dolorosa y prolongada: Gibraltar,
donde había únicamente 50 españoles
defendiéndolo contra la flota
anglo-neerlandesa.
Felipe V no estaba
preparado para dirigir el imperio más grande
de aquel momento y él lo sabía; pero también
sabía rodearse de las personas más preparadas
de su época. Así los monarcas Borbones y los
hombres que vinieron con ellos trajeron un
proyecto para el Imperio español y un deseo de
fundirse con él; por ejemplo Alejandro
Malaspina decía
que se sentía «Un italiano en España y un
español en Italia», Carlos
III mandó
esculpir estatuas de todos los reyes y
dignatarios españoles desde los visigodos como
heredero que se sentía de ellos, el marqués
de Esquilache se
molestaba cuando los nobles españoles no le
tuteaban como era la costumbre o, por las
tardes, tomaba chocolate, tradición que
diferenciaba a la corte española de otras
europeas; pero el más claro quizá fuese Felipe
V delante de su abuelo Luis XIV, cuando tenía
ante sí una posibilidad en el futuro de volver
a Francia como rey de un país en auge en lugar
de otro en decadencia como era España, dicen
que respondió:
Está hecha mi
elección y nada hay en la tierra capaz de
moverme a renunciar a la corona que Dios me
ha dado, nada en el mundo me hará separarme
de España y de los españoles.
En el Tratado
de Utrecht (11
de abril de
1713), las potencias europeas decidían cuál
iba a ser el futuro de España en cuanto al
equilibrio de poder. El nuevo rey de la casa
de Borbón, Felipe
V, mantuvo el
imperio de ultramar, pero cedió Sicilia y
parte del Milanesado a Saboya; y Gibraltar y Menorca a
Inglaterra y los otros territorios
continentales (los Países Bajos españoles,
Nápoles, Milán y Cerdeña) a Austria. Además
significó la separación definitiva de las
coronas de Francia y España, y la renuncia de
Felipe V a sus derechos sobre el trono
francés. Con esto, el Imperio le daba la
espalda a los territorios europeos. Asimismo,
se garantizaba a Inglaterra el tráfico de
esclavos durante treinta años («asiento
de negros»).

La reforma del Imperio
Con el monarca Borbón se
modificó toda la organización territorial del
Estado con una serie de decretos llamados Decretos
de Nueva Planta eliminándose
fueros y privilegios de los antiguos reinos
peninsulares y unificándose todo el Estado
Español al dividirlo en provincias llamadas Capitanías
Generales a
cargo de algún oficial y casi todas ellas
gobernadas con las mismas leyes; con esto se
consiguió homogeneizar y centralizar el Estado
Español utilizando el modelo territorial de
Francia.
Por otra parte con
Felipe V llegaron ideas mercantilistas
francesas basadas en una monarquía
centralizada, puesta en funcionamiento en
América lentamente. Sus mayores preocupaciones
fueron romper el poder de la aristocracia criolla y
también debilitar el control territorial de la Compañía
de Jesús: los
jesuitas fueron expulsados de la América
española en 1767.
Además de los ya establecidos consulados de Ciudad
de México y Lima,
se estableció el de
Vera
Cruz.
Entre 1717 y 1718 las
instituciones para el gobierno de las Indias,
el Consejo
de Indias y
la Casa
de la Contratación,
se trasladaron de Sevilla a
Cádiz, que se convirtió en el único puerto de
comercio con las Américas.
Los órganos ejecutivos
fueron reformados creando las secretarías de
estado que serían el embrión de los
ministerios. Se reformó el sistema de aduanas
y aranceles y el contributivo, se creó el
catastro (pese a no llegar a reformarse
totalmente la política contributiva) se
reestructuró el Ejército
de Tierra en
regimientos en lugar de en tercios...; pero
quizá el gran logro fue la unificación de las
distintas flotas y arsenales en la Armada. A
estas reformas se dedicaron hombres como José
Patiño, José
Campillo o Zenón
de Somodevilla, que
fueron ejemplos de meritocracia y
algunos de los mejores expertos en material
naval de su época.
A estas reformas le
siguió una nueva política expansionista que
buscaba recuperar las posiciones perdidas.
Así, en 1717 la
armada española recobró Cerdeña y Sicilia,
que tuvo que abandonar pronto ante la
coalición de Austria, Francia, Gran Bretaña y
los Países Bajos, que vencieron en Cabo
Pessaro. Sin embargo la diplomacia española,
apoyada por los Pactos
de Familia con
sus parientes franceses, lograría que la
corona del Reino
de las Dos Sicilias recayera
en el segundo hijo del rey español. La nueva
rama dinástica sería conocida posteriormente
como Borbón-Dos
Sicilias.

Las guerras coloniales durante
el siglo XVIII
Una de las victorias
españolas más importantes de todo el periodo
colonial en América, y sin duda la más
trascendente del Siglo XVIII, fue la de la Batalla
de Cartagena de Indias en
1741 (ver Guerra
de la Oreja de Jenkins)
en la que una colosal flota de 186 buques
ingleses con 23.600 hombres a bordo atacaron
el puerto español de Cartagena
de Indias (hoy Colombia).
Esta acción naval fue la más grande de la
historia de la marina
inglesa, y la
segunda más grande de todos los tiempos
después de la Batalla
de Normandía.
Tras dos meses de intenso fuego de cañón entre
los buques ingleses y las baterías de defensa
de la Bahía de Cartagena y del Fuerte de San
Felipe de Barajas, los asaltantes se batieron
en retirada tras perder 50 navíos y 18.000
hombres. La acertada estrategia del gran
almirante español Blas
de Lezo fue
determinante para contener el ataque inglés y
lograr una victoria que supuso la prolongación
de la supremacía naval española hasta
principios del siglo XIX. Tras la derrota, los
ingleses prohibieron la difusión de la noticia
y la censura fue tan tajante que pocos libros
de historia ingleses contienen referencias a
esta trascendental contienda naval. Incluso en
nuestros días poco se sabe de esta gran
batalla, frente al muy conocido episodio de
Trafalgar o incluso al de la Armada
invencible.
España también se
enfrentó con Portugal por la Colonia
del Sacramento en
el actual Uruguay, que era la base del
contrabando británico por el Río de la Plata.
En 1750 Portugal
cedió la colonia a España a cambio de siete de
las treinta reducciones
guaraníes de
los jesuitas en la frontera con Brasil. Los
españoles tuvieron que expulsar a los
jesuitas, generando un conflicto con los
guaraníes que duró once años.
El desarrollo del
comercio naval promovido por los Borbones en
América fue interrumpido por la flota
británica durante la Guerra
de los Siete Años (1756–1763)
en la que España y Francia se enfrentaron a
Gran Bretaña y Portugal por conflictos
coloniales. Los éxitos españoles en el norte
de Portugal se vieron eclipsados por la toma
inglesa de La
Habana y Manila.
Finalmente, el Tratado
de París (1763)
puso fin a la guerra. Con esta paz, España
recuperó Manila y La Habana, aunque tuvo que
devolver
Sacramento.
Además Francia entregó a España la
Luisiana
al
oeste del
Misisipi, incluida su capital, Nueva
Orleáns, y España
cedió la Florida a
Gran Bretaña.
En cualquier caso, el
siglo XVIII fue un periodo de prosperidad en
el imperio de ultramar gracias al crecimiento
constante del comercio, sobre todo en la
segunda mitad del siglo debido a las reformas
borbónicas. Las rutas de un solo barco en
intervalos regulares fueron lentamente
reemplazando la antigua costumbre de enviar a
las flotas de Indias, y en la década
de 1760, había rutas
regulares entre Cádiz, La
Habana y
Puerto Rico, y en intervalos más largos con el Río
de la Plata, donde
se había creado un nuevo virreinato en 1776.
El contrabando, que fue el cáncer del imperio
de los Habsburgo, declinó cuando se pusieron
en marcha los navíos
de registro.
En 1777 una
nueva guerra con Portugal acabó con el tratado
de San Ildefonso,
por el que España recobraba Sacramento y
ganaba las islas de
Annobon
y
Fernando
Poo, en aguas de
Guinea, a cambio de retirarse de sus nuevas
conquistas en Brasil.
Posteriormente, dos
hechos conmocionaron la América española y al
mismo tiempo demostraron la elasticidad y
resistencia del nuevo sistema reformado: el
alzamiento de Túpac
Amaru en Perú en 1780 y
la rebelión en Venezuela.
Las dos, en parte, eran reacciones al mayor
centralismo de la administración borbónica.
En la década
de 1780 el
comercio interior en el Imperio volvió a
crecer y su flota se hizo mucho mayor y más
rentable. El fin del monopolio de Cádiz para
el comercio americano supuso el renacimiento
de las manufacturas españolas. Lo más notable
fue el rápido crecimiento de la industria
textil en Cataluña, que a finales de siglo
mostraba signos de industrialización con una
sorprendente y rápida adopción de máquinas
mecánicas para hilar, convirtiéndose en la más
importante industria textil del Mediterráneo.
Esto supuso la aparición de una pequeña pero
políticamente activa burguesía en Barcelona.
La productividad agraria se mantuvo baja a
pesar de los esfuerzos por introducir nueva
maquinaria para una clase campesina muy
explotada y sin tierras.
La recuperación gradual
de las guerras se vio de nuevo interrumpida
por la participación española en la Guerra
de Independencia de los Estados Unidos
(1779–1783),
en apoyo de los Estados
sublevados y
los consiguientes enfrentamientos con Gran
Bretaña. El Tratado
de Versalles de 1783 supuso
de nuevo la paz y la recuperación de Florida y Menorca (consolidando
la situación, puesto que habían sido
recuperadas previamente por España) así como
el abandono británico de Campeche y
la Costa
de los Mosquitos en
el Caribe. Sin embargo, España fracasó al
intentar recuperar Gibraltar después
de un duradero y persistente sitio, y tuvo que
reconocer la soberanía británica sobre lasBahamas,
donde se habían instalado numerosos
partidarios del rey procedentes de las
colonias perdidas, y el Archipiélago
de San Andrés y Providencia,
reclamado por España pero que no había podido
controlar.
Mientras, con la Convención
de Nutka (1791),
se resolvió la disputa entre España y Gran
Bretaña acerca de los asentamientos británicos
y españoles en la costa del Pacífico,
delimitándose así la frontera entre ambos
países. También en ese año el Rey
de España ordenó
a Alejandro
Malaspina buscar
el Paso
del Noroeste (Expedición
Malaspina).

España hacia 1800
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