Camilo José Cela y Trulock (Padrón, 11
de mayo de 1916 – Madrid,
17
de enero de 2002),
conocido como Camilo
José Cela,
fue un
escritor
español.
Autor prolífico (como novelista, periodista,
ensayista, editor de revistas literarias,
conferenciante...), fue académico de la Real
Academia Española y
galardonado, entre otros, con el Premio
Nobel de Literatura en 1989;
el Premio
Cervantes
en
1995 y
el Premio
Príncipe de Asturias de las Letras en 1987.
Por sus méritos literarios, en 1996 se le
otorgó el Marquesado
de Iria Flavia.
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Camilo José Cela nació
en la localidad gallega de Padrón (provincia
de La Coruña), el 11
de mayo de 1916.
Su padre (Camilo Crisanto Cela y Fernández) era
gallego y su madre inglesa e italiana (Camila
Emmanuela Trulock y Bertorini); su sexto
apellido es belga, Lafayette. Fue
el primogénito de la familia Cela Trulock y
bautizado con los nombres de Camilo José María
Manuel Juan Ramón Francisco Javier de Jerónimo
en la Colegiata de Santa María la Mayor. En 1925 la
familia se instala en Madrid y Camilo cursa
estudios en el colegio de los escolapios de
Porlier.
En 1931,
hubo de ser internado en el Sanatorio
Antituberculoso de Guadarrama, experiencia que
aprovecharía posteriormente para una de sus
novelas. Los periodos de reposo que su
enfermedad le imponía serían empleados en
intensas lecturas de Ortega
y Gasset y
la colección de autores clásicos españoles de Rivadeneyra,
según se cuenta. En 1934 termina sus estudios
secundarios en el Instituto
de San Isidro e
inició la carrera de Medicina. No se ha
abundado suficientemente sobre las actividades
que nutrieron su acervo intelectual
(académicas, influencias, amistades, viajes,
idiomas o lecturas) con el que el joven Cela
cimentara su erudición. Se sabe que gustaba
asistir de oyente a las clases de Literatura
Española Contemporánea de Pedro
Salinas en
la nueva Facultad de Filosofía y Letras. Allí
se hizo amigo del escritor y filólogo Alonso
Zamora Vicente.
También trata a Miguel
Hernández y María
Zambrano, en cuya
casa de la plaza del conde de Barajas conoce
en tertulia a Max
Aub y
otros escritores e intelectuales.
La Guerra
Civil estalló
mientras él estaba en Madrid, con 20 años y
recién convaleciente de tuberculosis.
Cela, de ideas conservadoras, pudo escapar a
la zona
nacional siendo
herido en el frente y hospitalizado en Logroño.
-
Tres margaritas
visitaron la sala n.° 5, en una cesta
llevaban los regalos.
-
—Soldadito, te voy a condecorar con un escapulario del Sagrado
Corazón
-
para que te
preserve de todo mal, mira lo que
dice: «Deténte,
bala, el Corazón de
-
Jesús está conmigo»—.
-
El artillero Camilo se puso pálido, se
le escapó todo el color de la cara.
-
—«No, no, muchas gracias, condecore
usted a otro, se lo ruego, se lo pido
-
por favor, yo llevaba uno prendido con
un imperdible en la guerrera y aún no
-
hace un mes me lo sacaron por la
espalda, se lo digo con todo respeto,
señorita,
-
pero para mí que el Sagrado Corazón es
gafe»—.
-
-
-
-
-
-
-
-
-
Mazurca para dos
muertos, pág.
183
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Al acabar la guerra
demuestra una gran indecisión en sus estudios
universitarios y entra a trabajar en una
oficina de Industrias Textiles, donde empieza
a escribir lo que será La
familia de Pascual Duarte. «Empecé a sumar
acción sobre acción y sangre sobre sangre y
aquello me quedó como un petardo».
Cela a los 50 años
empezó sus memorias. Trazó entonces un amplio
proyecto que llamó La
cucaña. De aquel plan sólo se editó en
libro La
rosa que
termina en los recuerdos de su infancia. El
volumen II se publica en el año 2001 abarca
parte de la infancia, la adolescencia y
juventud del autor.
Se casó en 1944 con
María del Rosario Conde y Picavea, maestra
de formación,
con
quien tuvo dos años después, un hijo Camilo
José. Camilo José
Cela se divorció de Rosario Conde en 1990 para
casarse en 1991 con
Marina Concepción Castaño y López, periodista con
la que compartió sus últimos años.
Orientado a la
literatura y ambicioso, puso en marcha en
plena autarquía un
mecanismo que el poeta falangista Dionisio
Ridruejo definió
como «estrategia de la fama, el culto a la
personalidad y la voluntad imperativa».
Utilizó para ello una
triple estrategia a largo plazo:
colaboracionismo político con el Régimen,
estilo literario impactante e imagen pública
epatante.
Estrategia política
Cela malvivió de
colaboraciones con la prensa en la posguerra.
Obtuvo el imprescindible carnet de periodista
con el apoyo de Juan
Aparicio en
1943. Fue
un delator de opositores al régimen y censor.
El periodista Eugenio Suárez, censor confeso,
refiere estos primeros años difíciles de Cela. Optó
y ocupó un puesto en el cuerpo policial de
Investigación y Vigilancia del Ministerio de
la Gobernación del régimen
franquista donde
trabajó como censor (véase
el recuadro) durante 1943 y 1944. Sus dos
primeras obras literarias fueron censuradas lo
que hizo aumentar las expectativas de los
lectores.
EXCELENTÍSIMO SEÑOR COMISARIO GENERAL DE
INVESTIGACIÓN Y VIGILANCIA.
El que suscribe, Camilo José Cela y
Trulock, de 21 años de edad, natural de
Padrón (La Coruña) y con domicilio en esta
capital, Avenida de la Habana 23 y 24,
Bachiller Universitario (Sección de
Ciencias) y estudiante del Cuerpo Pericial
de Aduanas, declarado Inútil Total para el
Servicio Militar por el Tribunal Médico
Militar de Logroño en cuya Plaza estuvo
prestando servicio como soldado del
Regimiento de Infantería de Bailén (nº
24), a V.E. respetuosamente expone:
Que queriendo prestar un servicio a la
Patria adecuado a su estado físico, a sus
conocimientos y a su buen deseo y
voluntad, solicita el ingreso en el Cuerpo
de Investigación y Vigilancia.
Que habiendo vivido en Madrid y sin
interrupción durante los últimos 13 años,
cree poder prestar datos sobre personas y
conductas, que pudieran ser de utilidad.
Que el Glorioso Movimiento Nacional se
produjo estando el solicitante en Madrid,
de donde se pasó con fecha 5 de octubre de
1937, y que por lo mismo cree conocer la
actuación de determinados individuos.
Que no tiene carácter de definitiva esta
petición, y que se entiende solamente por
el tiempo que dure la campaña o incluso
para los primeros meses de la paz si en
opinión de mis superiores son de utilidad
mis servicios.
Que por todo lo expuesto solicita ser
destinado a Madrid que es donde cree poder
prestar servicios de mayor eficacia, bien
entendido que si a juicio de V.E. soy más
necesario en cualquier otro lugar, acato
con todo entusiasmo y con toda disciplina
su decisión.
Dios guarde a V.E. muchos años.
La Coruña a 30 de marzo de 1938. II Año
Triunfal.
Fdo. Camilo José Cela |
Conquistado
literariamente Madrid, se va a Palma de
Mallorca (1954–1989), donde se introduce en el
negocio editorial creando en 1956, con Caballero
Bonald como
secretario de redacción , una revista
literaria llamada Papeles
de Son Armadans (1956–1979)
que Cela supo orientar más allá del sectarismo
propio de aquellos tiempos apoyando la
participación de relevantes escritores del
exilio. También
creó la editorial
Alfaguara donde
se publican sus obras y las de otros muchos
autores del momento. A
pesar de su mayor estabilidad económica Cela
demostró su talante mercantilista y su
connivencia interesada con el poder político
del tardofranquismo.
El profesor Ysàs desvela
recientemente con documentos cómo personas de
renombre de la literatura española, como era
ya Camilo José Cela, se ofrecieron a colaborar
con el Ministerio de Información en los años
de la Transición con
el objeto de reconducir, o mejor dicho frenar,
la disidencia de otros compañeros. Cela
sugiere que algunos intelectuales, disidentes
en apariencia, podrían ser sobornados,
«domesticados» o convertidos en fieles al
sistema. Incluso llegó a sumarse a un grupo de
escépticos e inconformistas simulados para
poder así espiar sus actividades.
Conociendo las
dificultades del oficio, entre otros trucos
Cela proponía la compra de libros a ciertos
autores para favorecerlos, o hacerles
contratos de edición en alguna editorial que
colaborara con el franquismo, y si era preciso
que se crease al efecto, aumentándoles el
porcentaje a percibir para ganárselos.
Presidió la Sociedad
de Amistad España-Israel,
constituida en los años 70 con el fin de
ayudar al establecimiento de relaciones
diplomáticas entre los dos países y a fomentar
las relaciones culturales, bajo la idea de los
elementos constitutivos judíos de la cultura
española.
Cela es nombrado Senador
en las primeras Cortes
Generales de
la transición democrática
y toma parte activa en la revisión que el Senado efectúa
sobre el texto constitucional elaborado en el
Congreso de los Diputados. Su enmienda
consiste en denominar a la lengua oficial del
Estado como «castellano o español» y que el
color «gualda» (término casi exclusivo del
léxico de la heráldica)
de la bandera española sea designado como
«amarillo».
Con el comienzo
del año de 1979 y con la convocatoria de
nuevas elecciones generales, Cela concluye su
etapa de Senador por designación real.
Obra literaria
En 1938, concluye Pisando
la dudosa luz del día,
poemario surrealista, cuando la guerra civil
ha estallado ya y Madrid es asediada (el libro
sería publicado luego en 1945). En 1942 publicó La
familia de Pascual Duarte,
novela que se desarrolla en la Extremadura
rural de antes de la Guerra Civil y durante
ella y en la que su protagonista cuenta la
historia de su vida en la que se presenta la
violencia más cruda como única respuesta que
conoce a los sinsabores de su existencia. Este
libro inaugura un nuevo estilo en la narrativa
española, conocido con el término «tremendismo».
A partir de aquí Cela
concibe la novelística como un género en
libertad: el escritor no debe someterse a
ninguna norma, de ahí su voluntad experimental
que hace que cada una de sus obras sea
diferente y que en cada una ensaye una técnica
diferente. Mezclando sabiamente los recursos
narrativos de las vanguardias del siglo XX ,
se convirtió en un artista «rompedor». Cela
descubre la infalible fórmula literaria que
utilizará en adelante: equilibrada aleación de
humor, ternura, horror, desenfado verbal y
léxico escatológico. Al
contrario de otros autores, Cela explica
detenidamente o anuncia, en prólogos,
paratextos y entrevistas todo lo que escribe y
por qué lo hace.
La colmena, se
editó en 1951 en Buenos
Aires, ya que la
censura había prohibido su publicación en
España a causa de sus pasajes eróticos.
Durante el mismo franquismo, Manuel
Fraga cuando
fue Ministro del Interior, autorizó
personalmente la primera edición española. La
novela nos cuenta retazos de las historias de
múltiples personajes que se desarrollan en el
Madrid de los primeros años del franquismo.
Muchos críticos consideran que esta obra
incorpora la literatura española a la
novelística moderna. El mismo autor definió
esta obra como «esta crónica amarga de un
tiempo amargo» en el que el principal
protagonista es el «miedo». Está considerada
por la crítica especializada como la mejor
novela española del siglo XX. Fue llevada al
cine bajo la dirección de Mario
Camus en
1982, en donde el propio Cela participó como
guionista y actor.
Tenía pactadas con el
régimen del dictador venezolano Marcos
Pérez Jiménez, a
precio de oro y para los siguientes 10 años,
una serie de cinco o seis novelas (Historias
de Venezuela) propagandísticas para
aquella dictadura. La
catira fue
la primera, publicada en 1955. Cela quiso
refundar literariamente Venezuela; incluso se
aplicó para crear una nueva lengua, la llanera,
que fue una impostura absoluta. Se parecía al
español rústico, una lengua barbárica que
cortaba las palabras por el final. Cela cobró
por La
catira una
suma bastante alta para la época: unos tres
millones de pesetas, según el testimonio de su
hijo en su biografía Cela,
mi padre.
El caso de Cela fue
especial. Su encargo se insertó en una
ofensiva diplomática para promocionar el
perezjimenismo y sus programas de inmigración
en el exterior, pero también para vender
culturalmente el franquismo. No hay que
olvidar que 160.000 españoles se instalaron
por entonces en Venezuela. Pero La
catira provocó
tal escándalo en los círculos culturales del
país que la colaboración entre la dictadura
del coronel Pérez Jiménez y el escritor
gallego quedó liquidada y no hubo más Historias
de Venezuela.
«Siempre bajo el título genérico de Historias
de Venezuela voy
anotando datos y escenas para los
siguientes libros, aparte del que hoy me
ocupa, claro es [La catira], y que
podríamos llamar la novela del llano: La
flor del frailejón, novela de los
Andes, La
cachucha y el pumpá, novela de
Caracas, Oro
chocano, la novela de Guayana, Las
inquietudes de un negrito mundano,
novela del Caribe, y una última aún sin
título definitivo sobre el mundo del
petróleo» (...). «Pienso que, si en un
plazo de 10 años, lográsemos tener esa
panorámica literaria de nuestro —¿por qué
va ser más de usted que mío?— complejo y
apasionante país, Venezuela se encontraría
a la cabeza de todos los temarios
novelísticos de cualquier escritor
europeo». |
San Camilo 1936 (1969),
ambientada, como su título indica («Vísperas,
festividad y octava de San Camilo 1936 en
Madrid»), en la semana precedente al estallido
de la Guerra Civil Española está
escrita en un monólogo interior continuo.
Estilo parecido se encuentra en su obra
Cristo
versus Arizona (1994),
una de sus novelas más enigmáticas basada en
los sucesos de
1881
del OK
Corral, la cual está
escrita en una única y larga oración con el
uso de un solo punto (el final). Narraciones
caóticas, con aparición de cientos de
personajes y empleo de técnicas cubistas de
fragmentación y collage.
Fue un viajero
incansable que anduvo con la mochila al hombro
por las tierras de España. Camilo J.
manifiesta su voluntad de recorrer únicamente
tierras españolas, no le interesa lo exótico,
ni lo lejano. Sus
libros de viaje, que incluyen Viaje
a la Alcarria (1948),
el más célebre, y Del
Miño al Bidasoa (1952),
le dieron cierta fama de hombre andariego,
fornicador y tragaldabas.
La insólita y
gloriosa hazaña del cipote de Archidona (1977),
no demasiado conocida para el público en
general, es, sin duda, una de sus obras más
divertidas, picantes y recomendables,
destacándose que narra un hecho real.
Literariamente pertenece al género epistolar:
reúne la delirante correspondencia mantenida
entre Cela y su amigo y académico Alfonso
Canales. Básicamente
se comentaban todo suceso extraordinario y
normalmente relacionado con la gente común y
sus costumbres y hábitos sexuales o
estrambóticos en general. Fue llevada al cine
con mucho éxito.
María Sabina.
Oratorio dividido en 1 pregón (que se repite)
y 5 melopeas.
Libreto inspirado en la celebrada mujer de
conocimiento mazateca.
La primera edición de esta obra fue publicada
en la revista Papeles
de Son Armadans, en diciembre de 1967. Se
estrenó, con música de Leonardo
Balada, en el
Carnegie Hall, de Nueva York, el 17 de abril
de 1970. Un mes más tarde, el Teatro
de la Zarzuela recibía
con manifiesta hostilidad de crítica y público
esta ópera inscrita en una línea de ruptura
que por aquellos tiempos alcanza otra
significativa expresión novelística.
Camilo José Cela fue
elegido, en febrero de 1957, miembro de la Real
Academia Española donde
ocupó el sillón Q. Su discurso de presentación
tuvo lugar el día 27 de mayo del mismo año. En
su discurso, al que respondió Gregorio
Marañón, trató de la
obra literaria del pintor José
Gutiérrez Solana (1886–1945).
La
imagen

Estatua de Camilo José
Cela en Padrón.
Tenía grandes dotes de
actor, entre ellas una voz poderosa, una
excepcional capacidad paródica, sabia
dosificación de la expectativa y la sorpresa,
empatía con el auditorio y un gran sentido del
espectáculo. Cela
siempre se mantuvo independiente y a
contrapelo de muchas tendencias aun
reconociendo una «grave falta de interés por
la aventura intelectual». Mantuvo sus ideas
políticas derechistas, y el hecho de haber
combatido y trabajado a favor del campo
nacionalista, le granjearon la enemistad del establishment literario
vanguardista. A
ello contestaba Cela con su humor dedicando
algunos de sus libros «a mis enemigos que
tanto me han ayudado en mi carrera».
Considerado como «gran
farsante», por la constante antinomia que
mantuvo durante su vida entre lo que decía y
lo que hacía, Cela propició una especie de relaciones
públicas al
revés. Era pronto para la imprecación y el
exabrupto. En algunas ocasiones se le
recuerdan salidas ingeniosas que llenan su
anecdotario como la famosa anécdota del Camilo
José Cela político: senador por
designación real, sentado en su escaño,
habiendo tomado la palabra mosén Lluís
Maria Xirinacs, una
sonora ventosidad de Don Camilo dejó sin habla
al orador y enmudeció al auditorio, y para
deshacer el entuerto el propio Cela se dirigió
al orador y le dijo: «prosiga el Mosén». Poco
tiempo después, Cela negó haber dicho esa
frase en un programa de TVE, argumentando que,
«para hacer callar a un cura, habría hecho
falta un elefante, no un gallego».
Otra de las anécdotas
más llamativas respecto a su persona la
protagonizó igualmente como senador. Estaba el
escritor dando cabezadas en plena sesión
parlamentaria cuando se le importunó con la
pregunta: «¡Señor Cela, está usted
durmiendo!». A lo que el Nobel le respondió:
«No, estoy dormido». A lo que se replicó: «¿Es
lo mismo, ¿no?». «No, monseñor, son cosas
distintas», instruyó don Camilo: «No, no es lo
mismo. No es igual estar durmiendo que estar
dormido, al igual que no es lo mismo estar
jodiendo que estar jodido».
En octubre de 1989 el
secretario de la Academia Sueca anunció que le
había sido concedido el Premio
Nobel de Literatura según
la propia academia: «...por la riqueza e
intensidad de su prosa, que con refrenada
compasión encarna una visión provocadora del
desamparo de todo ser humano».
En 1994 recibió
el Premio
Planeta. La obra
premiada de Cela, La
Cruz de San Andrés ,
tiene pendiente un juicio por plagio que
ha sido reabierto, al
haber sido denunciado por una de las
participantes que enviaron manuscritos al
citado certamen, si bien los peritos
judiciales que intervinieron descartaron la
existencia de plagio.
En 1995 recibió
el Premio
Cervantes, el más
prestigioso galardón literario de los países
de lengua española.
Murió el 17 de enero de
2002 a los 85 años, el mismo día en que su
hijo cumplía 56 años. Sus últimas palabras
oficiales fueron: ¡viva Iria
Flavia!. En ese
mismo año, Tomás
García Yebra publicó,
en Ediciones Libertarias, de Madrid, el libro Desmontando
a Cela, prologado
por José
Luis de Vilallonga.
Autor de más de setenta obras de todos los
géneros y de novelas memorables, Cela estuvo
gran parte de su vida rodeado de
reconocimientos y de polémicas.
DISCURSOS
Elógio de la fábula
Discurso de recepción del Premio
Nobel de Literatura
10 de diciembre de 1989 |
Mi viejo amigo y maestro Pío
Baroja tenía un reloj de pared
en cuya esfera lucían unas
palabras aleccionadoras, un
lema estremecedor que señalaba
el paso de las horas: todas
hieren, la última mata. Pues
bien: han sonado ya muchas
campanadas en mi alma y en mi
corazón, las dos manillas de
ese reloj que ignora la marcha
atrás, y hoy, con un pie en la
mucha vida que he dejado atrás
y el otro en la esperanza,
comparezco ante ustedes para
hablar con palabras de la
palabra y discurrir, con buena
voluntad y ya veremos si
también con suerte, de la
libertad y la literatura.
No sé donde pueda levantar
su aduana la frontera de la
vejez pero, por si acaso, me
escudo en lo dicho por don
Francisco de Quevedo: todos
deseamos llegar a viejos y
todos negamos haber llegado
ya. Porque sé bien que no se
puede volver la cara a la
evidencia, y porque tampoco
ignoro que el calendario es
herramienta inexorable, me
dispongo a decirles cuanto
debo decir, sin dejar el menor
resquicio ni a la inspiración
ni a la improvisación, esas
dos nociones que desprecio.
Escribo desde la soledad y
hablo también desde la
soledad. Mateo Alemán, en su
Guzmán de Alfarache, y Francis
Bacon, en su ensayo Of
Solitude, dijeron —y más o
menos por el mismo tiempo— que
el hombre que busca la soledad
tiene mucho de dios o de
bestia. Me reconforta la idea
de que no he buscado, sino
encontrado, la soledad, y que
desde ella pienso y trabajo y
vivo —y escribo y hablo—, creo
que con sosiego y una
resignación casi infinita. Y
me acompaña siempre en mi
soledad el supuesto de
Picasso, mi también viejo
amigo y maestro, de que sin
una gran soledad no puede
hacerse una obra duradera.
Porque voy por la vida
disfrazado de beligerante,
puedo hablar de la soledad sin
empacho e incluso con cierta
agradecida y dolorosa ilusión.
El mayor premio que se alcanza
a recibir es el de saber que
se puede hablar, que se pueden
emitir sonidos articulados y
decir palabras señaladoras de
los objetos, los sucesos y las
emociones.
Tradicionalmente, el hombre ha
venido siendo definido por los
filósofos echando mano del
socorrido medio del género
próximo y la diferencia
específica, es decir,
aludiendo a nuestra condición
animal y el origen de las
diferencias. Desde el zoón
politikón de Aristóteles al
alma razonable cartesiana,
ésos han sido los
señalamientos imprescindibles
para distinguir entre brutos y
humanos. Pues bien, por mucho
que los etólogos puedan poner
en tela de juicio lo que voy a
mantener, no sería difícil
encontrar autoridades
suficientes para situar en el
rasgo del lenguaje esa
definitiva fuente de la
naturaleza humana que nos hace
ser, para bien y para mal,
diferentes del resto de los
animales.
Somos distintos de los
animales, y desde Darwin,
sabemos que procedemos de
ellos. La evolución del
lenguaje tiene, pues, un
primordial aspecto que no
podemos dejar de lado. La
filogénesis de la especie
humana incluye un proceso de
evolución en el que los
órganos que producen e
identifican los sonidos y el
cerebro que les presta
sentido, van formándose en un
lento tiempo que incluye el
propio nacer de la humanidad.
Ninguno de los fenómenos
posteriores, desde el Cantar
de Mio Cid y El Quijote a la
teoría de los quanta, es
comparable en trascendencia al
que supuso el nombrar por
primera vez las cosas más
elementales. Sin embargo, y
por razones obvias, no voy a
referirme aquí a la evolución
del lenguaje en ese sentido
primigenio y fundamental, sino
en otro, pudiera ser que más
secundario y accidental, pero
de importancia relativa muy
superior para quienes hemos
nacido en una comunidad con
tradición literaria más que
secular.
En opinión de etnolingüistas
tan ilustres como A.S. Diamond,
la historia de las lenguas, de
todas las lenguas, navega a
través de una secuencia en la
que las oraciones comienzan,
en sus más remotos orígenes,
siendo simples y primitivas
para acabar con el tiempo
complicándose tanto en su
sintaxis con en el contenido
semántico que son capaces de
ofrecernos. A fuerza de
extrapolar la tendencia
históricamente comprobable, se
supone también que ese avance
hacia la complejidad pasa por
un momento inicial en el que
la mayor parte del peso
comunicativo recae sobre los
verbos, hasta llegar a la
actual situación en la que los
substantivos, los adjetivos y
los adverbios son quienes
salpican y dan densidad al
contenido de la frase. Si esta
teoría es cierta y si dejamos
volar un poco la imaginación,
pudiéramos pensar que la
primera palabra fue un verbo
en su más inmediato y urgente
uso, esto es, en imperativo.
El imperativo tiene todavía,
claro es, una considerable
importancia en la comunicación
y es difícil tiempo de verbo
con el que debe tenerse sumo
cuidado puesto que obliga a
conocer muy en detalle las no
siempre sencillas reglas del
juego. Un imperativo mal
colocado puede llevarnos a
resultado exactamente opuestos
a los deseados, porque en la
triple distinción que John
Langshaw Austin hizo famosa
(lenguaje locucionario,
ilocucionario y
perlocucionario) ya quedó
expuesta con suficiente
sagacidad la tesis del
lenguaje perlocucionario como
el tendente a provocar una
determinada conducta en el
interlocutor. No sirve para
nada el que se ordene algo si
aquel a quien se dirige el
mandato disimula y acaba
haciendo lo que le da la gana.
Desde el zoón politikón al
alma razonable han quedado
suficientemente delimitados
los campos en los que pace la
bestia o canta el hombre, no
siempre con muy templada voz.
Cratilo, en el Diálogo
platónico al que presta su
nombre, esconde a Heráclito
entre los pliegues de su
túnica. Por boca de su
interlocutor Hermógenes habla
Demócrito, el filósofo de lo
lleno y lo vacío, y quizá
también Protágoras, el
antigeómetra, que en su
impiedad llegó a sostener que
el hombre es la medida de
todas las cosas: de las que
son, en cuanto son, y de las
que no son, en cuanto no son.
A Cratilo le preocupó el
problema de la lengua, eso que
es tanto lo que es como lo que
no es, y sobre su
consideración se extiende en
amena charla con Hermógenes.
Cratilo piensa que los nombres
de las cosas están
naturalmente relacionados con
las cosas. Las cosas nacen —o
se crean, o se descubren, o se
inventan— y en su ánima
habita, desde su origen, el
adecuado nombre que las señala
y distingue de las demás. El
significante —parece querer
decirnos— es noción prístina
que nace del mismo huevo de
cada cosa; salvo en las
razonables condiciones que
mueven las etimologías, el
perro es perro (en cada lengua
antigua) desde el primer perro
y el amor es amor, según
indicios, desde el primer
amor. La linde paradójica del
pensamiento de Cratilo,
contrafigura de Heráclito, se
agazapa en el machihembrado de
la inseparabilidad —o unidad—
de los contrarios, en la
armonía de lo opuesto (el día
y la noche) en movimiento
permanente y reafirmador de su
substancia —las palabras
también, en cuanto objetos en
sí (no hay perro sin gato, no
hay amor sin odio)—.
Hermógenes, por el contrario,
piensa que las palabras son no
más que convenciones
establecidas por los hombres
con el razonable propósito de
entenderse. Las cosas aparecen
o se presentan ante el hombre,
y el hombre, encarándose con
la cosa recién nacida, la
bautiza. El significante de
las cosas no es el manantial
del bosque, sino el pozo
excavado por la mano del
hombre. La frontera parabólica
del sentir —y del decir— de
Hermógenes, máscara de
Demócrito y a ratos de
Protágoras, se recalienta en
no pocos puntos: el hombre,
eso que mide (y designa) todas
y cada una de las cosas, ¿es
el género o el individuo?; las
cosas, ¿son las cosas físicas
tan sólo o también las
sensaciones y los conceptos?
Hermógenes, al reducir el ser
al parecer, degüella a la
verdad en la cuna; como
contrapartida, el admitir como
única proposición posible la
que formula el hombre por sí y
ante sí, hace verdadero —y
nada más que verdadero— tanto
a lo que es verdad como a lo
que no lo es. Recuérdese que
el hombre, según famosa aporía
de Victor Henry, da nombre a
las cosas pero no puede
arrebatárselo: hace cambiar el
lenguaje y, sin embargo, no
puede cambiarlo a voluntad.
Platón, al hablar —–quizá con
demasiada cautela— de la
rectitud de los nombres,
parece como inclinar su
simpatía, siquiera sea
veladamente, hacia la postura
de Cratilo: las cosas se
llaman como se tienen que
llamar (teorema orgánico y
respetuoso al borde de ser
admitido, en pura razón, como
postulado) y no como los
hombres convengan, según los
vientos que soplen, que deban
llamarse (corolario movedizo
o, mejor aún: fluctuante según
el rumbo de los mudables
supuestos presentes —que no
previos— de cada caso).
De esta segunda actitud
originariamente romántica y,
en sus consecuencias,
demagógica, partieron los
poetas latinos, con Horacio al
frente, y se originaron todos
los males que, desde entonces
y en este terreno, hubimos de
padecer sin que pudiéramos
ponerle remedio.
En el Ars poetica, versos 70
al 72, se canta el triunfo del
uso sobre el devenir (no
siempre, al menos, saludable)
del lenguaje.
-
-
-
Multa renascentur quae iam
cecidere, cadentque
-
Quae nunc sunt in honore
vocabula, si volet usus,
Quem penes arbitrum est et
ius et norma loquendi.
Esta bomba de relojería
—grata, sin embargo, en su
aparente caridad— tuvo muy
ulteriores y complejos
efectos: el último, el de
suponer que la lengua la hace
el pueblo y, fatalmente, nadie
más que el pueblo, sin que de
nada valgan los esfuerzos, que
por anticipado deben
ahorrarse, para reducir la
lengua a norma lógica y limpia
y razonable. Esta arriesgada
aseveración de Horacio —en el
uso está el arbitrio, el
derecho y la norma del
lenguaje— convirtió al
desbrozarlo de trabajosas
malezas, el atajo en camino
real, y por él marchó el
hombre, con la bandera del
lenguaje en libertad
tremolando al viento,
obstinándose en confundir el
triunfo con la servidumbre que
entraña su mera apariencia.
Si Horacio tenía su parte de
razón, que no hemos de
regatearle aquí, y su lastre
de sinrazón, que tampoco hemos
de disimularlo en este trance,
también a Cratilo y a
Hermógenes, afinando sus
propósitos, debemos
concederles lo que es suyo. La
postura de Cratilo cabe a lo
que viene llamándose lenguaje
natural u ordinario o lengua,
producto de un camino
histórico y psicológico casi
eternamente recorrido, y el
supuesto de Hermógenes
conviene a aquello que
entendemos como el lenguaje
artificial o extraordinario o
jerga, fruto de un acuerdo más
o menos formal, o de alguna
manera formal, con fundamento
lógico pero sin tradición
histórica ni psicológica, por
lo menos en el momento de
nacer. El primer Wittgenstein
—el del Tractatus— es un
conocido ejemplo de la postura
de Hermógenes en nuestros
días. En este sentido, no
sería descabellado hablar de
lenguaje cratiliano o natural
o humano y de lenguaje
hermogeniano o artificial o
parahumano. Es obvio que me
refiero, como se refería
Horacio, al primero de ambos,
esto es, a la lengua de vivir
y de escribir: sin cortapisas
técnicas ni defensivas.
También el lenguaje que ahora
llamo cratiliano alude Max
Scheler —y en general los
fenomenólogos— cuando habla
del lenguaje como mención o
como anuncio o expresión, y
Karl Buhler al ordenar las
tres funciones del lenguaje:
la expresión, la apelación y
la representación.
Ni que decir tiene que el
lenguaje hermogeniano admite
naturalmente su artificio
original, mientras que el
lenguaje cratiliano se
resiente cuando se le quiere
mecer en cunas que no le son
perjudiciales y en las que,
con frecuencia, se agazapan
contingencias un tanto ajenas
a su diáfano espíritu.
Es arriesgado admitir, a
ultranza, que la lengua
natural, el lenguaje
cratiliano, nazca de las
mágicas nupcias del pueblo con
la casualidad. No; el pueblo
no crea el lenguaje: lo
condiciona. Dicho sea con no
pocas reservas, el pueblo, en
cierto sentido, adivina el
lenguaje, los nombres de las
cosas, pero también lo
adultera e hibridiza. Si sobre
el pueblo no gravitasen
aquellas contingencias ajenas
a que poco atrás aludía, el
planteamiento de la cuestión
sería mucho más inmediato y
lineal. Pero el objeto no
propuesto y que, sin embargo,
esconde el huevo de la verdad
del problema es uno y
determinado y no está a mi
alcance, ni al de nadie, el
cambiarlo por otro.
El lenguaje cratiliano, la
lengua, estructura o sistema
de Ferdinand de Saussure, nace
en el pueblo —más entre el
pueblo que de él—, es fijado y
autorizado por los escritores,
y es regulado y encauzado por
las Academias en la mayoría de
los casos. Ahora bien: estos
tres estamentos —el pueblo,
los escritores y las
Academias— no siempre cumplen
con su peculiar deber y, con
frecuencia, invaden o
interfieren ajenas órbitas.
Diríase que las Academias, los
escritores y el pueblo no
representan a gusto su papel
sino que prefieren, aunque no
les competa, fingir el papel
de los demás que —pudiera ser
incluso por razón de
principio— queda siempre
borroso y desdibujado y, lo
que es peor, termina por
difuminar y velar el objeto
mismo de su atención: el
lenguaje, el verbo que se
precisaría esencialmente
diáfano. O algebraico y a modo
de mero instrumento, sin otro
valor propio que el de su
utilidad, en el extremo
Unamuno de Amor y pedagogía.
Un último factor determinante,
el Estado, aquello que sin ser
precisamente el pueblo, ni los
escritores, ni las Academias,
a todos condiciona y
constriñe, viene a incidir por
mil vías dispersas (la jerga
administrativa, los discursos
de los gobernantes, la
televisión, etc.) sobre el
problema, añadiendo —más por
su mal ejemplo que por su
inhibición— confusión al
desorden y caos y
desbarajuste.
Sobre los desmanes populares,
literarios, académicos,
estatales, etc. Nadie se
pronuncia, y la lengua marcha
no por donde quiere, que en
principio sería cauce
oportuno, sino por donde la
empujan las encontradas
fuerzas que sobre ella
convergen.
El pueblo, porque le repiten
los versos de Horacio a cada
paso, piensa que todo el monte
es orégano y trata de
implantar voces y modos y
locuciones no adivinadas
intuitiva o subconscientemente
—lo que pudiera ser, o al
menos resultar, válido o
plausible— sino deliberada y
conscientemente inventadas o,
lo que es aún peor, importadas
(a destiempo y a contrapelo
del buen sentido).
Los escritores, a remolque del
uso, vicioso con frecuencia,
de su contorno (señálense en
cada momento las excepciones
que se quieran), admiten y
autorizan formas de decir
incómodas a la esencia misma
del lenguaje o, lo que resulta
todavía más peligroso,
divorciadas del espíritu del
lenguaje.
El problema de las Academias
está determinado por los ejes
sobre los que fluctúan: su
tendencia conservadora y el
miedo a que se les eche en
cara.
La erosión del lenguaje
hermogeniano sobre el lenguaje
cratiliano acentuándose más y
más a medida que pasa el
tiempo, entraña el peligro de
disecar lo vivo, de
artificializar lo natural. Y
este riesgo puede llegar
—repito— tanto por el camino
de la pura invención como por
el de la gratuita
incorporación o de la
resurrección o vivificación a
destiempo.
Razones muy minúsculamente
políticas parecen ser el motor
que impulsa e impulsó a las
lenguas, a todas las lenguas,
a claudicar, con la sonrisa en
los labios, ante los repetidos
embates de quienes las
asedian. Entiendo que el
riesgo corrido es
desproporcionado a los
beneficios, un tanto utópicos,
que en un futuro incierto
pudieran derivarse y, sin
preocupaciones puristas que
están muy lejos de mi ánimo,
sí quisiera alertar a los
escritores, antes que a nadie,
a la Academia, en seguimiento,
y al Estado subsidiariamente,
para que pusiesen coto al
desbarajuste que nos acecha.
Existe un continuo del
lenguaje que salta por encima
de las clasificaciones que
queremos establecer, sin duda
alguna, pero esta evidencia no
nos autoriza a hacer tabla
rasa de sus fronteras
naturales. Suponer lo
contrario sería tanto como
admitir la derrota que todavía
no se ha producido.
Agudicemos nuestro ingenio en
defensa de la lengua —repito:
de todas las lenguas— y
recordemos siempre que
confundir el procedimiento con
el derecho, como tomar la
letra por el espíritu, no
conduce sino a la injusticia,
situación que es fuente —y a
la vez secuela— del desorden.
El pensamiento, con su
apéndice inseparable del
lenguaje, y la libertad, que
probablemente pudiera también
unirse a ciertas formas
lingüísticas y conceptuales,
forman esa especie de marco
general en el que caben todas
las empresas humanas: las que
se destinan a explorar y
ampliar las fronteras de lo
humano y también aquellas
otras que, por el contrario,
no buscan sino abdicar de la
propia condición de hombre.
El pensamiento y la libertad
fundan por igual el ánimo de
héroes y villanos. Pero esa
condición general oculta la
necesidad de mayores
precisiones si tenemos que
acabar entendiendo qué es lo
que significa, en realidad,
pensar y ser libre. Pensar, en
la medida en que sabemos
identificar los fenómenos de
la conciencia, resulta para el
hombre «pensar en ser libre».
Se han consumido multitud de
argumentos para establecer
hasta qué punto es esa
libertad algo cierto, o en qué
medida no constituye sino otro
de los fenómenos que
taimadamente acuña el
pensamiento humano, pero es
ésa una controversia
probablemente inútil. Un
filósofo español ha sabido
advertirnos que tanto el
espejismo como la imagen
auténtica de la libertad
significan la misma cosa. Si
el hombre no es libre, si
queda sujeto a unas cadenas
causales que tienen su raíz en
la base material que estudian
la psicología, la biología, la
sociología o la historia,
cuenta también en su condición
de ser humano con la idea,
quizá ilusoria pero
absolutamente universal, de su
propia libertad. Y si creemos
ser libres, vamos a organizar
nuestro mundo de forma muy
parecida a como lo haríamos
si, finalmente, resultamos
serlo. Los elementos
arquitectónicos en que hemos
ido apoyando, con mayor o
menor fortuna, el entramado
complejo de nuestras
sociedades, establecen el
postulado fundamental de la
libertad humana, y pensando en
él valoramos, ensalzamos,
denigramos, castigamos y
padecemos: con el aura de la
libertad como espíritu que
infunde los códigos morales,
los principios políticos y las
normativas jurídicas.
Sabemos que pensamos y
pensamos porque somos libres.
En realidad es un pez que se
muerde la cola, o mejor dicho,
un pez ansioso por atrapar su
propia cola, el que liga la
relación entre pensamiento y
libertad; porque ser libre es
tanto una consecuencia
inmediata como una condición
esencial del pensamiento. Al
pensar, el hombre puede
desligarse cuanto desee de las
leyes de la naturaleza: puede
aceptarlas y someterse a
ellas, claro es, y en esa
servidumbre basará su éxito y
su prestigio el químico que ha
traspasado los límites de la
teoría del flogisto. Pero en
el pensamiento cabe el reino
del disparate al lado mismo
del imperio de la lógica,
porque el hombre no tan sólo
es capaz de pensar el sentido
de lo real y lo posible. La
mente es capaz de romper en
mil pedazos sus propias
maquinaciones y recomponer
luego una imagen aberrante por
lo distinta. Pueden así
añadirse a las
interpretaciones racionales
del mundo sujetas a los
sucesos empíricos cuantas
alternativas acudan al antojo
de aquel que piensa, por
encima de todo, bajo la
premisa de la libertad. El
pensamiento libre, en este
significado restringido que se
opone al mundo empírico, tiene
su traducción en la fábula. Y
la capacidad de fabular
aparecería, pues, como un
tercer compañero capaz de
añadirse en la condición
humana al pensamiento y la
libertad, gracias a esa
pirueta que concede carácter
de verdad a lo que, hasta la
presencia de la fábula, ni
siquiera fue simple mentira.
A través del pensamiento el
hombre puede ir descubriendo
la verdad que ronda oculta por
el mundo, pero también puede
crearse un mundo diferente a
su medida y los términos que
llegue a desear, puesto que la
presencia de la fábula se lo
permite. Verdad, pensamiento,
libertad y fábula quedan así
ligados por medio de una
relación difícil y, en
ocasiones sospechosa, de un
oscuro pasadizo que contiene
no pocos equívocos en forma de
sendero —y aun de laberinto—
del que no se sale jamás. Pero
la amenaza del riesgo siempre
ha sido la mayor fuente de
argumentos para justificar la
aventura.
La fábula y la verdad
científica no son formas del
pensamiento sino que,
contrapuestas, constituyen no
más que entidades heterogéneas
e imposibles de comparación
recíproca puesto que apelan a
códigos diferentes y se
someten a técnicas muy
diversas. No cabría, pues,
esgrimir al estandarte de lo
literario en la tarea
pendiente de la liberación de
los espíritus, si es que hay
que tomarlo como contrapartida
de esa novísima esclavitud de
la ciencia. Creo que, muy al
contrario, se trata de ir
distinguiendo con muy prudente
diligencia entre aquella
ciencia y aquella literatura
que, al alimón, encierran al
hombre dentro de las paredes
rígidas contra las que acaba
por estrellarse toda idea de
libertad y voluntad, y
atreverse a contraponerlas a
esas otras experiencias
científicas y literarias que
pretenden ceñirse a la
esperanza. El confiar
ciegamente en el sentido
superior de la libertad y la
dignidad del hombre frente a
aquellas sospechosas verdades
que acaban por disolverse en
un mar de presunción sería,
pues, testimonio de haber
avanzado un paso en el camino.
Pero no basta. Si algo hemos
aprendido es que la ciencia no
solamente resulta incapaz de
justificar las pretensiones de
la libertad, sino que, además,
necesita de las muletas que le
permitan un apoyo exactamente
contrario. Las exigencias más
profundas de los valores de la
libertad y voluntad humanas
son las únicas capaces de
fundamentar la ciencia y
permitirle, con tales armas,
escaparse de un utilitarismo
que no puede resistir la
trampa de la cantidad y la
medida. En esa idea aparece la
necesidad de reconocer que la
literatura y la ciencia, aun
siendo heterogéneas, no pueden
permanecer aisladas en una
profiláctica labor de
definición de áreas de
influencia. No pueden hacerlo
por un doble motivo, que
atiende tanto a la condición
del lenguaje (esa herramienta
básica del pensamiento), como
a la necesidad de ir acotando
y distinguiendo tanto lo que
es encomiable y digno de
elogio como lo que, por el
contrario, tiene que sufrir la
denuncia de todos los que
aceptan el compromiso con su
propio ser.
A mí me parece que la
literatura, como máquina de
fabular se apoya en dos
pilares que constituyen el
armazón necesario para que la
obra literaria resulte
valiosa. En primer lugar, un
pilar estético, que obliga a
mantener la narración (o el
poema, o el drama o la
comedia) por encima de unos
mínimos de calidad que
ocultan, por debajo de ellos,
un mundo subliterario en el
que la creación resulta
difícilmente acompasable con
las emociones de los lectores.
Desde el realismo socialista a
las múltiples veleidades
pretendidamente
experimentalistas, la ausencia
de talento estético convierte
esa subliteratura en un
monótono engarce de palabras
incapaces de lograr fábula
valedera alguna.
Pero una segunda columna, esta
vez de talante ético, asoma
también en la consideración
del fenómeno literario,
prestando a la calidad
estética un complemento que
tiene mucho que ver con todo
lo dicho hasta ahora respecto
al pensamiento y la libertad.
Los presupuestos ético y
estético no tienen, claro es,
ni igual sentido ni idéntica
valía. La literatura puede
instalarse en un difícil
equilibrio sobre una única
dimensión estética que
justifique el arte por el
arte, y que pudiera ser que la
calidad de la emoción estética
fuere, a la larga, una
condición de más dilatada vida
que el compromiso ético.
Todavía podemos apreciar los
poemas homéricos y los
cantares épicos medievales,
mientras que ya hemos
olvidado, al menos en forma de
conexión automática, el
sentido ético que tuvieron en
las ciudades helénicas y los
feudos europeos. Pero el arte
por el arte es, en sí mismo,
un dificilísimo ejercicio,
siempre amenazado de usos
espurios capaces de
tergiversar su real
significado.
Creo que el presupuesto ético
es el elemento que convierte
la obra literaria en algo
verdaderamente digno del papel
excelso de la fabulación. Pero
convendría entender bien el
sentido de lo que estoy
diciendo, porque la fábula
literaria, en tanto que
expresión de aquellos lazos
que unían la capacidad humana
de pensar con la vivencia
quizá utópica del ser libre,
no puede reflejar cualquier
tipo de compromiso ético.
Entiendo que la obra literaria
tan sólo admite el compromiso
ético del hombre, del autor,
con sus propias intuiciones
acerca de la libertad. Claro
es que cualquier hombre, y el
más astuto y equilibrado de
los autores literarios, no es
nunca capaz (quizá fuera mejor
decir: no es siempre capaz) de
superar su propia condición
humana; cualquier hombre,
digno, está amenazado de
ceguera, y el sentido de la
libertad es lo suficientemente
ambiguo como para que en su
nombre puedan cometerse los
más aciagos errores. Tampoco
la calidad estética puede
aprenderse según los esquemas
de los manuales. La fábula
literaria está condenada a
acertar tanto en su intuición
ética como en su compromiso
estético, porque tan sólo de
esa manera podrá tener un
significado aceptable en
términos ajenos a una posible
moda pasajera o a una
confusión rápidamente
enmendable. En tanto que la
historia del hombre es móvil y
sinuosa, ni la intuición ética
ni la estética pueden
anticiparse fácilmente.
Existen autores cuya
sensibilidad para captar
emociones colectivas les
llevan a convertirse en
magníficos ejemplos de la onda
colectiva imperante, y dan a
su obra un carácter de reflejo
condicionado. Otros, por el
contrario, echan sobre sus
hombros la tarea ingrata y a
menudo no lo bastante
aplaudida de situar la
libertad y la creatividad
humana un poco más arriba en
ese camino que quizá tampoco
lleve a ninguna parte. Inútil
es decir que tan sólo en este
caso la literatura cumple su
función más exactamente
identificada con el compromiso
marcado por la condición
humana y, si exigimos un rigor
absoluto en estas tesis, tan
sólo ella podría llamarse con
todos los honores la verdadera
literatura. Pero la sociedad
humana no puede estar
vinculada más que a los
genios, los santos y los
héroes.
En esta tarea de búsqueda de
la condición libre, la fábula
cuenta con las notorias
ventajas que le proporciona,
precisamente, la maleabilidad
interna del relato literario.
La fábula no necesita
sujetarse a imposición alguna
que pueda limitar ambiciones,
novedades y sorpresas y, en
tanto que esto sea así, puede
permitirse como ningún otro
medio del pensamiento el
mantener bien alto el
estandarte de la utopía. Quizá
por ello los más sesudos
tratadistas de la filosofía
política han decidido
enmascarar bajo la forma del
relato literario aquellas
propuestas utópicas que en su
momento no habrían sido
aceptadas fácilmente sin los
ropajes de la ficción. Una
fábula no tiene límites para
la utopía, en tanto que ella
misma está por necesidad
anclada en la condición
utópica.
Pero no tan sólo en la
facilidad para la propuesta
utópica cuenta con ventajas la
expresión literaria. La
plasticidad interna del
relato, la maleabilidad de las
situaciones, los personajes y
los acontecimientos, resulta
un magnífico crisol para
aventurar sin mayores riesgos
todo un taller o, si se
prefiere, un laboratorio en el
que los seres humanos ensayan
su conducta en condiciones
inmejorables para el
experimento. La fábula no se
limita a indicar la utopía;
puede también analizar
cuidadosamente cuál es su
discurrir y sus consecuencias
en todas aquellas
alternativas, desde la sesuda
previsión hasta el disparate,
que el pensamiento creador
pueda sugerir.
El papel de la literatura como
laboratorio experimental ha
sido resaltado numerosas veces
gracias a la ficción
científica, a la especulación
acerca de épocas futuras que
luego nos ha tocado vivir. La
crítica ha repetido hasta la
saciedad su admiración por el
talento anticipador de
novelistas que han sabido
incluir en sus fábulas las
coordenadas básicas de un
mundo que luego ha seguido las
pautas allí enunciadas. Lo
verdaderamente útil de la
fábula como crisol
experimental no es la anécdota
del acierto en la anticipación
técnica, sino el retrato,
tanto puntual y directo como
en negativo, capaz de
trasmutar los colores de un
mundo posible, ya sea futuro o
actual. Es el hecho en sí de
la búsqueda de compromisos
humanos, de experiencias
trágicas y de situaciones
capaces de sacar a la luz de
la siempre ambigua necesidad
de optar ciegamente ante las
necesidades del mundo que nos
rodea o puede rodearnos, lo
que compone el fresco de la
literatura como laboratorio
experimental. En realidad el
valor de la literatura con
experimento de conductas tiene
poco que ver con las
anticipaciones porque la
conducta de los hombres sólo
tiene pasado, presente y
futuro en un sentido
específico y limitado. Hay
otros aspectos fundamentales
de nuestra forma de ser que
resultan, por el contrario, de
una pasmosa permanencia, y nos
permiten de tal forma
conmovernos con una narración
emocional radicalmente ajena a
nosotros en términos
temporales. Es el «hombre
universal» el que tiene ese
premio mayor de la fabulación
literaria, en un taller
experimental que no conoce ni
fronteras ni tiempos. Son los
quijotes, los otelos y los don
juanes quienes nos enseñan que
la fábula no es más que un
ajedrez jugado mil veces
distintas con las piezas que
el destino puede en cualquier
momento hacer aparecer.
Podría pensarse en la más
absoluta de las
determinaciones como sustrato
de la pretendida libertad que
estoy pregonando, y así
sucedería sin duda alguna de
no mediar la presencia de ese
ser imperfecto, voluble y
confuso que es el autor en
tanto que hombre, en tanto que
persona. La magia de un
Shilock no hubiera jamás
aparecido sin el bardo genial
cuya dudosa memoria es mucho
más inconsciente, por
supuesto, que la del personaje
a quién proporcionó la vida y
privó al alimón de la muerte.
¿Y qué decir de los anónimos
clérigos y juglares de los que
no conservamos más que el
resultado de su talento? Sin
duda hay una cosa que merece
ser recordada por encima de
toda cuanta determinación
sociológica o histórica quiera
imponérsenos: que hasta el
momento, y en la medida en que
podemos imaginarnos el futuro
de la humanidad, la obra
literaria está estrechamente
sujeta a la necesidad de un
autor, de una fuente
individual de aquellas
intuiciones éticas y estéticas
a las que antes me refería,
como filtro de la corriente
que sin duda procede de toda
la sociedad que la rodea. Es
esta conexión entre el hombre
y la sociedad la que mejor
expresa quizá la propia
paradoja del ser humano sujeto
al orgullo de su condición de
individuo y amarrado, a la
vez, a una envoltura colectiva
de la que no puede
desembarazarse sin riesgo de
locura. Cabría extraer una
posible moraleja: la que
señalaba los límites de lo
literario como aquellos que
constituyen precisamente las
fronteras de la naturaleza del
hombre y enseñan más allá de
la condición, idéntica por
otro lado de dioses y
demonios. Nuestro pensamiento
puede imaginar los demiurgos,
y la facilidad de las culturas
humanas para inventar
religiones es una muestra
cierta de ello; nuestra
capacidad para la fábula puede
proporcionar la base literaria
útil para ilustrarlas, cosa
que desde los poemas homéricos
no hemos dejado de hacer. Pero
ni siquiera de esa forma
podríamos llegar a confundir
nuestra naturaleza y acabar de
una vez para todas con la
tenue llama de libertad que
late en la conciencia íntima
de un esclavo a quien se puede
obligar a obedecer, pero no a
amar, y a sufrir hasta la
muerte, pero no a cambiar sus
pensamientos profundos.
Cuando el ciego orgullo
racionalista fue capaz de
renovar en los espíritus
ilustrados la tentación
bíblica, la sentencia última
que prometía «Seréis como
dioses» no tuvo en cuenta que
el ser humano había conseguido
ya ir mucho más lejos por ese
camino. Las miserias y los
orgullos que habían jalonado
durante siglos la tarea de
volverse como dioses había ya
enseñado a los hombres una
lección mejor: que mediante el
esfuerzo y la imaginación
podían llegar a ser como
hombres. Y no puedo dejar de
proclamar, con orgullo, que en
esa tarea, por cierto
pendiente en una parte bien
considerable, la fábula
literaria ha resultado ser una
herramienta decisiva en todo
tiempo y en cualquier
circunstancia: un arma capaz
de enseñarnos a los hombres
por dónde puede seguirse en la
carrera sin fin hacia la
libertad.
|
La obra literaria del pintor Solana
Discurso de ingreso en la Real
Academia Española.
26 de mayo de 1957.

Camilo José Cela
SEÑORES ACADÉMICOS:
CONVOCADO POR VUESTRA GENEROSIDAD,
que es mayor, sin duda alguna, que
mi derecho y aun que mi osadía, heme
aquí, ante vosotros, a la espalda mi
flaco mérito, mi ruin bagaje. Los
guardiaciviles del camino se
quedarán atónitos cuando, en mis
andaduras por venir, a su pregunta
de si llevo o si traigo papeles
responda alargándoles una tarjeta en
la que, con letra de bulto, se diga:
Camilo José Cela, de la Real
Academia Española. Lo más probable
es que, de momento y por lo que sí o
por lo que no, me detengan.
Me trae a esta Casa —declaro lo que
todos sabéis— más vuestra liberal
dádiva que mi escurrido merecimiento
y pienso que pecaría por omisión si
no os advirtiese del peligro que
corréis, si repetís vuestras
tolerancias, de ser declarados
pródigos por la historia. Os
agradezco, sobre el favor que me
hacéis, la presteza con que me lo
habéis hecho. Es la vieja receta del
viejo Marqués de Santillana:
"Usa liberalidad e da
presto:
que del dar,
lo más honesto es brevedat"
Ignoro cuál es, en estos instantes,
mi orgullo mayor: si proclamar esta
verdad que os digo o saberme llamado
a decíroslo desde donde os lo digo.
La verdad, para Platón, era la más
grata y amena de todas las músicas;
de mí puedo prometeros que, sin ser
músico ni perito en solfas o
compases, sí soy —hasta donde mis
escasas fuerzas y el respeto que
debo a los demás me lo permiten—
verdadero y honesto: casi
temerariamente verdadero y honesto.
Quisiera desvirtuar con la voz de mi
honrada verdad las palabras, en
tantas ocasiones ciertas, de
Quevedo: pocas veces quien recibe lo
que no merece, agradece lo que
recibe. También quisiera —mínimo
tributo que me permito ofrendar al
aristocrático y raro senado que me
acoge— ser la excepción a la triste
regla de los desmerecimientos y las
ingratitudes, confesando, tan
paladina como abiertamente, mi pasmo
ante lo que, apoyados en vuestra
propia y descomunal largueza, hoy me
dais. Porque discurro que, si mi
valor es mínimo, es a mí a quien
toca acrecentarlo sabiendo agradecer
vuestro beneficio.
Viene de muy alto, señores
académicos, la distinción que se me
otorga; viene de vosotros. Majestatem
res data dantis habet. Ovidio
nos lo dejó dicho: el regalo tiene
el rango de quien lo hace. Y si,
sobre alto, el favor colma y rebosa
la copa de todas las generosidades,
¿cuál no ha de ser la gratitud del
favorecido? El prudente Fray Luis de
Granada —quien a buen árbol se
arrima, buena sombra le cobija— nos
brinda la autorizada palabra que a
mí me falta: cuanto es el beneficio
más gracioso, tanto deja al hombre
más obligado.
Y aquí estoy —obligado— en vuestra
presencia y dispuesto, con harta
preocupación, a hacerme acreedor a
la confianza —y en vuestra confianza
anida el peligro que corréis y al
que antes aludí— que en mí
depositáis llamándome a suceder, en
su misma silla Q, al Almirante
Rafael Estrada Arnaiz,1 gallego
como yo lo soy, marino como yo no
llegué a serlo, ¡ay, las remotas
vocaciones y aficiones, y cómo se
las llevó la mar!, y hombre ilustre
por tantos conceptos que yo jamás
alcanzaré.
Toda una baraja de próceres —baraja
compuesta, a diferencia de la del
jugador, de naipes, todos, de la
misma alta valía— me atemoriza y
preocupa, con sus doce gloriosas
sombras que son ya carne de
historia, pasto de la misma
historia, desde el respaldo de la
silla que vuestra magnanimidad —y
también, en cierto modo, vuestra
crueldad— me ha destinado.
Desde el 21 de febrero, fecha en que
me votasteis, la letra Q baila ante
mis ojos la mareadora danza de los
doce ángeles fantasmas de mi temor.
Apiadaos de mí, que no sé ni cómo
comenzar. Quizás suceda que mi
cuerpo de vagabundo no da para el
chaleco del académico. Pero ya es
tarde para volverse atrás. Que los
manes del Capitán General don
Mercurio Antonio López Pacheco,
Marqués de Villena, Duque de
Escalona y Embajador en París, y del
Teniente General don Juan López
Pacheco, Marqués de Villena, Duque
de Escalona y Comendador de la Orden
de Santiago, mis dos más antiguos
abuelos académicos, me sean
propicios. Ambos fueron directores
de la Corporación en los tiempos en
que, vinculada a tan noble familia,
la Corporación nacía, y ambos fueron
figuras señaladas en el libro de las
mil páginas siempre abiertas de
España.
Que don Martín de Ulloa —perito en
sedas, en duelos y desafíos, en
lenguas, en razas y en
jurisprudencias— y don Antonio
Porcel, a caballo de los siglosxviii y xix,
testigo de excepción de las
ilustraciones y las independencias,
velen por mí, desde su alto cielo de
los sabios.
Que don Juan Nicasio Gallego,
clérigo patriota y liberal, y don
Antonio Ferrer del Río, prologuista
de la edición académica de La
Araucana e
historiador del reinado de Carlos
III, vean con los buenos ojos del
alma esta humildad, máscara de mi
desnudez, con que me apresto a
sucederles.
Que don Antonio Arnao, el fecundo
poeta de Las melancolías,
y don Francisco Fernández y
González, miembro de cuatro
Academias, Rector de la Universidad
de Madrid y, aún mozo de veinte años
no cumplidos, catedrático de
Retórica y Poética, hombre de vastos
conoceres, y sólida formación
humanística, sean indulgentes
conmigo en lo mucho que mi
atrevimiento necesita.
En este punto, señores académicos,
en que me refiero, siquiera tan de
pasada, al octavo sillón Q, mi
quinto antecesor, mi retatarabuelo
en esta Casa, permitidme una alusión
familiar, traída de la mano de los
apellidos, a mi pariente Modesto
Fernández y González, autor de La hacienda
de nuestros abuelos y
de un ameno Viaje
a Portugal, que no fue
académico de la Española,
ciertamente, aunque sí de la de
Jurisprudencia y Legislación, pero
que pesa en mi agradecido ánimo por
haber firmado múltiples artículos en
los periódicos y revistas de fin de
siglo con el seudónimo Camilo
de Cela. Disculpad mi licencia
en atención a ser el único
antecedente literario de mi sangre.
Tras don Francisco Fernández y
González, a quien don Antonio Maura
dedicó un penetrante estudio en el Boletín de
esta Academia, ocupó la silla que me
brindáis el Rvdo. P. Fidel
Fita y Colomer, S.
J., filólogo, historiador y
arqueólogo, del que Menéndez y
Pelayo, en el prólogo a la segunda
edición de los Heterodoxos
españoles, dice que es, sin
disputa, el español de su tiempo que
ha publicado mayor número de
documentos de la Edad Media. El
ilustre jesuita que, conociendo doce
o catorce idiomas, alternó el
literario —y más que cumplido— uso
del castellano con el del francés y
el de su noble y sonoro catalán
materno, publicó en el habla de
Racine las Tablettes
historiques de la Haute Loire y
escribió en la flexible lengua de
Ramón Llull, entre otros textos, sus
bellas páginas de Los
Reis d'Aragó i l'a Seu de Girona y
de Lo
llivre vert de Manresa. Hombre
de tanta virtud como conocimiento,
fue, asimismo, académico de Bellas
Artes y director de la de la
Historia. La muerte, que jamás
perdona, se lo llevó de este bajo
mundo para que su sillón lo ocupase
don Javier Ugarte y Pagés, Auditor
General del Ejército, diputado,
senador, Ministro de la Gobernación
y de Gracia y Justicia, Consejero de
Estado, académico de la de Ciencias
Morales y Políticas, presidente de
la Real Sociedad Geográfica
Española, jurisconsulto, periodista,
poeta y comediógrafo. Fueron tantos
y tales —y tan justos y merecidos—
los cargos, actividades,
condecoraciones y honores de don
Javier Ugarte, que su sola
enumeración nos llevaría hasta
lindes remotas y muy alejadas de
nuestro propósito.
-
(1) Prefiero usar Arnaiz, sin
tilde, y desterrar la y que,
en ocasiones se le ha
intercalado entre sus dos
apellidos; don Rafael firmaba
como aquí se cita.
En España, el que resiste, gana
Discurso de recepción del Premio
Príncipe de Asturias. Oviedo, 1987.
Señor,
Señora,
Alteza,
Y también: señor presidente de la
Fundación Principado de Asturias,
dignísimas autoridades
eclesiásticas, civiles y militares,
señoras y señores.
En La
Arcadia de
Lope de Vega se dicen estos versos:
¡Ay, dulce y cara España,
madrastra de tus hijos verdaderos,
y con piedad extraña
piadosa madre y huésped de
extranjeros!
En España —y os lo digo, Alteza,
porque sois joven y español— el que
resiste, gana. Y también os lo digo,
Alteza, porque habréis de lidiar
durante vuestra vida, que para bien
de todos os deseo larga y colmada de
aciertos, con los tres embates que
siempre se arrancan y siempre se
estrellan contra el alma de los
elegidos: el hombre impaciente, el
del tiempo inclemente y

Entrega del Premio Príncipe de
Asturias a Camilo José Cela (1987)
Alteza, no demos pábulo ni al inerte
sentimiento ni a la anestesiadora y
deformante nostalgia y dejemos volar
la esperanza y la ilusión, que son
las dos alas de la saludable
felicidad que ni cesa ni aun se
interrumpe.
El que espera tiene a su lado un
buen compañero en el tiempo, nos
dejó dicho Saavedra Fajardo en sus
Empresas políticas y
en glosas a unas palabras que
pronunciaba con elegante y noble
regodeo vuestro trasabuelo Felipe II:
«yo y el tiempo contra todos».
«Se dará tiempo al tiempo —pensaba y
escribía Cervantes en La
gitanilla—, que suele ser dulce
salida a muchas amargas
dificultades». Y en Las
dos doncellas: «Dejad el
cuidado al tiempo, que es gran
maestro en dar y hallar remedio». Y
en el Quijote:
«Dejando al tiempo que haga de las
suyas, que es el mejor médico de
estas y de otras mayores
dificultades». Una ilustre española
y amiga, María Zambrano, Premio
Príncipe de Asturias y serena voz
del pensamiento, nos dice que quizá
no exista experiencia que preste
mayor madurez al hombre que su
descubrimiento del tiempo. Otro
premio, Alteza, de vuestro título —y
os hablo ahora de Mario Bunge—, se
sorprende de que el tiempo, siendo,
sobre imperceptible, inmaterial,
pueda medirse con tanta precisión.
Observad, don Felipe, que esta
precisa exactitud en la medida del
tiempo funciona en extensión, sí,
pero no en intensidad, ya que no es
el mismo el minuto del enamorado que
el del condenado a muerte.
Desde aquel histórico 3 de octubre
de 1981, en el que por vez primera
en vuestros aún breves y tan lozanos
días, os dirigíais en público y cabe
estos muros ya nimbados de recuerdos
a nuestros compatriotas los
españoles, hasta hoy, el tiempo, con
su pausado caminar inexorable, ha
transcurrido con suficiente holgura
y generosidad para que yo pueda
haber alcanzado el honor a todas
luces inmerecido, de dirigiros estas
breves y muy sinceras palabras: en
este Oviedo capital de la Asturias
entrañable, con el motivo que aquí
nos convoca y en presencia de
vuestros augustos padres los Reyes
de todos los españoles la gozosa
insignia de España.
En la esfera de algún viejo reloj se
leen, referidas a las horas que
pasan y pasan sin apurarse jamás ni
detenerse nunca, unas palabras tan
ciertas como fatales: Todas hieren,
la última mata. Doy gracias a Dios,
Alteza, porque, aun herido, todavía
no sonó mi hora y puedo deciros mi
palabra ante todos y con el corazón
saliéndoseme por la boca de emoción
y de contento.
Escuchad, Alteza, lo que os voy a
decir, lo que os vengo diciendo, y
pensad que no me mueve ningún otro
afán que el de la verdad que me debo
a mí mismo y el de la lealtad que a
vos os debo.
Sois el titular de este viejo
Principado marinero y minero,
agricultor y ganadero, industrial y
comercial, literario, señorial y
popular que presta su nombre a la
benemérita Fundación que es hoy
nuestra anfitriona y pienso que,
como Premio Príncipe de Asturias que
soy e interpretando el sentir de mis
compañeros, los demás premiados a
mayor mérito y justicia, me cumple
agradeceros, en nombre de todos,
vuestra presencia aquí y vuestra
tutela. Y no sólo por el galardón
que recibimos sino por el hecho, no
demasiado frecuente en nuestra
historia, de que los tirios que
mandan y los troyanos que obedecemos
y pensamos y trabajamos y escribimos
y hacemos, mejor o peor, aquello que
debemos y creemos saber hacer,
seamos capaces de reunirnos para
festejar, con el corazón limpio y la
voluntad abierta, un evento glorioso: el de la concordia que a
todos nos salvará. Mis palabras son
de paz porque nada sujeta más y
mejor a la guerra que la mesura en
el juicio y la actitud. Mesura hasta
el sufrimiento, pedía Séneca a
quienes se gozaban en el arte de
pensar.
Otro ilustre español y amigo, don
José Ferrater Mora, se lamentaba
desde esta misma tribuna, de la
política de despilfarro intelectual
de España, por fortuna ya en vías de
la enmienda, frente a la política de
respeto intelectual de otros países
en los que el aplauso a las cosechas
de la inteligencia prima sobre
cualquier otro supuesto. Nos falta
todavía mucho, bien lo sé, pero
pienso, en mi patriótico optimismo,
que quizás estemos ya en el buen
sendero del escarmiento y dé su
fruto el acierto, y Vuestra Alteza
es testigo excepcional. Hemos
cruzado ya el Rubicón del orgulloso
y esterilizador «que inventen ellos»
y estamos empezando a entrever que
nuestro camino es otro. Quisiera
poder deciros, Alteza, que los
españoles asumimos ya nuestro deseo
y nuestra voluntad de inventar y de
gozar del invento.
Aún otro ilustre español y también
amigo, don Severo Ochoa, pidió desde
esta misma aireada plataforma, un
ambiente propicio y un estímulo, una
comprensión y un interés para la
actividad creadora. Ya empezamos a
tenerlo entre nosotros. Ochoa pedía
que la promoción de la ciencia en
España fuese vinculada a la Corona
para que pudiera adquirir la deseada
estabilidad y yo me permito sugerir
ahora, con tanta convicción como
respeto, que esa vinculación se
ampliara a otros ámbitos también hoy
representados aquí.
Alteza: vuestro padre se propuso ser
el Rey de todos los españoles y a fe
que lo consiguió. Somos muchos los
españoles que quisiéramos verlo como
espejo de conducta y buen propósito,
como haz luminoso que en cada
instante nos alumbrara el camino de
la inteligencia en su prosecución de
óptimo fruto. Porque en buena
política no hay patrimonio que
ministrar si antes no ha sido creado
con salud, rigor y vigor.
Alteza, ya sois un hombre, pero,
desde muchacho y aun desde niño,
estáis en contacto con lo mejor y
más granado de España: anteayer con
los militares y los trabajadores,
ayer con los marinos y los
deportistas, hoy con los aviadores y
los poetas, mañana con los
universitarios y los estudiosos y
siempre con los españoles que viven
y sueñan a nuestro mismo compás, a
ese compás que —bien mirado— no es
nuestro ni de ellos, sino común y
compartido.
Este es el paisaje en que la
representación de vuestros pasos
históricos ha de tener lugar y ha de
acontecer por rigurosa ley de
fatalidad: se llama España y no
tenemos otro ni tampoco podemos ni
queremos cambiarlo por ningún otro.
Nuestro naipe está sobre la mesa y
con él hemos de jugar la partida en
la que nos va el presente y el
futuro. De nuestra sabiduría y
prudencia dependerá el resultado y
el llanto o la alegría.
Alteza, los españoles estamos
orgullosos y celosos de vuestro
padre el Rey y tenemos la difusa
pero también ciertísima convicción
de que, sin su providencial
presencia entre nosotros, no
estaríamos celebrando aquí y ahora
esta fiesta de concordia y de paz.
Alteza, estáis llamado a ser el Rey
de España cuando Dios disponga, y
pido a Dios que se sirva tomar su
disposición después de haber pasado
muy largos años: recordad las
palabras que os dije de Saavedra
Fajardo y de Cervantes. Para
entonces yo ya no estaré en el mundo
de los vivos, pero creedme si os
aseguro que moriré en paz y
reconfortado al ver a nuestra patria
en el buen camino del sosiego acorde
y la tranquilidad provechosa y
ubérrima.
Señor, Señora, Alteza, gracias por
haberos dignado escuchar las
palabras de un español sin más
mérito que su voluntad y su
paciencia o, si mejor lo queréis, su
esperanza. Y gracias por vuestra
presencia aquí, signo inequívoco de
la vinculación de la Corona con la
España de la ciencia, el pensamiento
y las artes que el insigne asturiano
Severo Ochoa pedía con tan noble
acento.
Muchas gracias. |
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